Todas Las Cartas De Amor Son Ridículas - Diego Maenza 2 стр.


Fue una mañana cuando me esperaste bajo aquella lluvia torrencial. Insististe en acudir a la cita, sin percatarte de que lo práctico era eludir el diluvio y postergar nuestro encuentro hasta la salida del arcoíris. Eran las mañanas las que nos juntaban en el parque del pueblo, en el rincón que bautizamos con un nombre extravagante y que usaríamos como clave en las ocasiones subsiguientes, siempre habiendo tenido presente que cada pareja lo ha apodado con un nombre que se amoldaba a su relación. Fue una mañana cuando rozaste mis senos con la impudicia propia de tus hormonas. Fue una mañana (quiero soñarlo así) cuando acariciaste mis nalgas por sobre la tela de un pantalón de mezclilla demasiado odioso.

Fue una mañana la primera vez que hicimos el amor, aunque nuestro amor ya estaba hecho desde muchísimo antes. Quizá porque en ese tiempo solo contábamos con esos espacios a las primeras horas del día, cuando clareaba el alba y despertábamos deseosos de que llegara el instante del encuentro. Y luego vendrían las tardes, que quizá no sean tan premonitorias, pero muy especiales, eso sí. Cuando el mediodía se avecinaba y con júbilo me arreglaba para los encuentros en la ciudad.

Iba madurando nuestro amor, y nosotros junto a él, estas vidas apesadumbradas y remordidas por la lejanía, pero dichosas porque a pesar de todo nos sentíamos cerca.

Recuerdo el tiempo cuando no teníamos teléfono y nos cruzábamos mensajes gracias a un cuaderno y a un cómplice momentáneo. Y luego de toda esta remembranza feliz, me vienen a la memoria nuestras situaciones contemporáneas, estas que estamos construyendo y destruyendo. Un ruso habla de que hasta los grandes reformadores de la sociedad han sido criminales, porque al promulgar leyes nuevas, abolían las antiguas conservadas como sagradas. Por esto digo que para continuar edificando debemos demoler algunas cosas, exorcizar nuestras falencias, practicar una depuración en nuestra relación para no dejarla morir.

Quizá no logre entenderte a plenitud, es lo más probable. Pero aquí sigo, tratando de decirte que quiero interpretar los códigos de tus quebrantos y emprender un camino tomados de la mano. Quizá no una solución radical, inmediata, pero sí una que sirva para ajustar el balance de esta relación que está tambaleando como un castillo de naipes sobre el asiento de una locomotora a toda máquina.

Esta carta constituye un símbolo de mi compromiso. Me siento desconcertada porque advierto que te he exigido demasiado y en tu circunstancia no has podido satisfacer mis caprichos, no porque no lo desearas sino porque la naturaleza de tu tristeza te ha absorbido y no he sido capaz de advertirlo sino hasta ahora cuando clarea el día luego de esta madrugada de angustia.

Quizá las mañanas sí sean premonitorias. Porque justo ahora me llega la imagen de un hipotético futuro, con tu cuerpo caliente reposando junto al mío en un abrazo matutino, en un despertar que tiene mucho de ensoñación, cuando el rocío haya destilado el sudor sobre las hierbas cercanas y el primer crepúsculo del día ponga en evidencia la calidez que no será del sol sino de nuestro despertar.

Tuya hoy, mañana y siempre.

CAPÍTULO TRES

Nuestra historia empezó en el instituto. Una chiquilla exaltada vociferaba a voz de trueno su reclamo contra el rector. Era la agraciada Eloísa. Delgada, con su cintura de porcelana y su rostro de ángeles, su moño en retaguardia y el carisma desbordando por el ímpetu juvenil. Al conocernos, poco a poco, una cercanía disfrazada de amistad nos juntaba. El momento más importante de los recesos era poder verla y dirigirle un saludo con la mirada. Las mañanas se empeñaron en volcarme al lado de ella. Gradualmente mis ilusiones parpadeaban; a veces, exaltado, no cabía en mí, porque me elegía para una charla de su recreo; en otras ocasiones triste, porque ella agotaba sus minutos en la algarabía de su grupo de amigos.

Una mañana, luego de haber salido del instituto y después de haber sido partícipe de algunos juegos de una feria que se había instalado en el pueblo, me paseé por un callejón no tan habitual en mis recorridos con la intención de dirigirme a casa. Escuché unos gritos a mi espalda. A lo lejos, una cuadrilla de muchachas de uniformes desaliñados me incitaban con las manos para que me acercara a ellas. Un parque tiznado de arenilla nos ofreció su piso como único asiento. Los comentarios llenos de puerilidades (de los cuales yo era ajeno) de aquellas nínfulas me impedían participar en la charla. Brillé por mi silencio y dirigieron sus miradas hacia mí. Ya dile, me dijo una chica de pecas dirigiendo la mirada a Eloísa. Los nervios se apoderaron de mi piel. Recordé que una semana atrás había despertado con la clarividencia de estar enamorado. Pretendí retrotraer un discurso amoroso que había repasado desde pocos días antes, pero las palabras volaron a una dimensión imposible de cruzar. Me reí con recato. Fue cuando escuche la expresión: Ya díganse. Lo había manifestado la amiga más allegada a Eloísa y esto me estimuló a hablar. La miré. Estaba sentada con las piernas entrecruzadas en la posición de loto.

No tuvo que pasar más que un minuto para que un corto beso (corto en lo corporal pero substancioso en nuestro interior) se hiciera presente bajo el amparo de las miradas expectantes de las muchachas. El grito juvenil de las compañeras que habían permanecido suspendidas ante mi declaración amorosa retumbó acompasado, misteriosamente unánime, como preparado con prelación, develando la consumación del ritual al tocar su boca con la mía y extinguir por fin la virginidad labial de su querida amiga.


Alguna vez fui virgen. Siempre pensé que al primer hombre al que entregaría mi pureza sería a él. Esa sensación de cosquilleo me llegaba cada vez que terminaba de leer sus cartas de amor, inteligentes, apasionadas y ridículas, como deben ser todas las cartas de amor. Después de todo teníamos una relación de algunos años.

Pero me he desviado del tema, querida amiga, y ya que insistes en conocer mi historia procederé a intentar culminar mi relato.

Si hay algo que aún no se me borra de la memoria, más que el registro visual, es el olor de sus cuerpos. Si algún día me pidieran que identificara a alguno de ellos por la naturaleza de su contextura estoy seguro de que erraría en mi exploración de mayor manera a que si lo hiciera por sus olores.

El hombre silencioso, a quien con el paso del tiempo he preferido darle el nombre de mudo, tenía un olor particular a aceite de máquinas, como si su trabajo hubiese sido lubricar durante todo el día los engranajes de complicados mecanismos. El orondo apestaba a cebollas rancias, un tufo emanado de sus axilas y que se intensificaba a medida que caían las gotas de sudor de su frente sobre mi rostro. El joven olía a canela, pero a ratos marcaba en el ambiente una fragancia nauseabunda de marisco macerado.

Las embestidas de la alimaña gorda eran las más atroces. Soportar el peso de su corpulencia tosca y repulsiva era lo menor comparado con sentirlo en mis entrañas.

CARTA TRES

¿Padece más quien espera la caricia de su amor, o aquella tristeza que no tiene a nadie a quién esperar?

La Poeta

Aseguraba un francés que las cartas de amor se escriben empezando sin saber lo que se va a decir y se terminan sin saber lo que se ha dicho.

Siempre que te escribo trato de hacerlo con una idea fija que paulatinamente voy desarrollando. Esto no es algo que he inventado, sino que lo he extrapolado de una teoría del cuento, según la cual las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas. He entendido esta fórmula como la definición de la escritura, en cualquier ámbito.

Pero entremos en materia. Una filósofa africana ha profundizado en el tema del amor, y en su obra que precisamente lleva de título Profundidad de las artes amatorias nos ilustra al mostrar el lado pasivo del deseo que llega a su clímax al satisfacerse y el carácter diligente del amor como fuente de actividad. Lo condensó en una frase poderosa: El amor es la insatisfacción infinita. No existe verdad más irrefutable.

Esta es la tesis que desarrolla a lo largo de su obra, a veces un poco hiperbólica, es verdad, pero nunca exenta de encanto. La parte interesante es aquella frase. El deseo, según la pensadora, culmina cuando se satisface. Deseamos algo y cuando lo conseguimos pues fin del cuento.

Pero cuando el deseo está ligado al amor, es diferente: Existe la posibilidad de que el deseo pueda encaminar hacia el amor; lo amado, irrefutablemente lo deseamos, agrega la filósofa.

Hoy quiero que sientas que a través de mis palabras puedo acariciarte, y no con los roces prosaicos que nos tributan las delicias del pudor, sino, más bien, con estas caricias indelebles.

Tal como los bardos inmortalizan a sus amadas, este humilde practicante desearía poder glorificar tu ser con canciones que te refresquen tu sed juvenil, con poemas que te arrullen las tardes. Declararte lo enamorado que me encuentro de ti, diosa virginal, todopoderosa, de mi amor la dueña, de mi amor la esclava, como las beatas esclavas del Antiguo Testamento, con un candor de cosmos como Proserpina, reina infernal, o alguna diosa pagana. Eres Musa de poesía. Tú: mil mujeres en una. Mil diosas en una. Mi Pandora, mi Eva, mi María Magdalena tan purificada entre los besos de Jesús.

Tú, que tan bien sabes dominar mi espíritu, eres mi dueña. Y estás a cada momento. Porque me cura de la melancolía tu recuerdo afable: de tus palabras susurradas en el viento y de tu rostro iluminando el espacio que podría estar vació a no ser porque adoras a este loco que vive solo para ti.

Tu ser me resulta más hipnótico que un cuento fantástico, tan envuelto en misterios como una historia de suspenso, pero al mismo tiempo tan real y profundo como una novela de crudeza realista. Y no se trata de ninguna contradicción, porque a veces me resultas tan certera y paradójica.

Con una visión que excede a lo cotidiano trato de llegar a ti y adentrarme en lo más recóndito de tu amor. Y consigo ver a través de tus ojos (que son infinitos receptáculos de clarividencia, como lo sería una bola de cristal para una vieja versada en cristalomancia, pero tan delicados y puros como el oráculo de Delfos), puedo ver, decía, por medio de tus ojos, esa profundidad de mujer madura, esa fuerza indomable que llevas en lo profundo, y me hace pensar en la fortaleza de un dios. A veces me resultas demasiado divina para proceder de descendencia terrenal. Tus antecesoras solo pueden ser las mismas que las de Ariadna, divina casta de diosas.

Y mientras tanto, solo tengo un oscuro minotauro que gira y gira en el laberinto circular de mi cerebro, esperando que un Teseo (divino amor que me profesas) rompa con su hilo esta soledad brutal.

Por eso me pregunto, junto a la poeta: ¿Padece más quien espera la caricia de su amor, o aquella tristeza que no tiene a nadie a quién esperar? Aunque la respuesta es obvia, el dolor, cuando es producto de la espera del amor, no es amargo, y aparece mi promesa de que aun teniéndote cerca nunca dejaré de escribirte cartas de amor. Porque me amas y porque te amo, porque te espero, y porque tú también esperas, pero sobre todo porque nuestro amor siempre será una insatisfacción infinita.

Tuyo, donde sea.

GRATITUD

La gratitud deriva de las manos y parte por nuestros brazos hacia el nervio espinal. Es de color violeta que personifica la templanza y la reflexión. Se ofrece con un sabor dulce y con un perfume leñoso. Su efigie simbólica es la Madera y siempre estará tallada en este material. En las cartas del Tarot la amoldo con El Colgado, que pende de la rama de un árbol y ejemplariza la entrega y sacrificio. En el zodiaco occidental la figuro con el signo Capricornio, matriz de toda generosidad. En el zodiaco chino la revelo en El Jabalí, que nunca guarda resentimiento y es de espíritu altruista. La gratitud es Condensada y se dirige al Oeste detrás de un Lobo que se alimenta de lo viejo y elogia lo nuevo.

CAPÍTULO CUATRO

Desfilaron nueve días para que mi humanidad ingresara por el límpido portal de su casa en la fiesta de sus quince años. Llegué temprano, con mi regalo sanguinariamente inocente (para ese tiempo mi madre trabajaba como modista y el presente que le llevé fue un corte de una tela barata) y con una sonrisa que camuflaba el nerviosismo. Media hora más tarde me encontraba sentado en la sala principal orquestando la manera de no salir a bailar. Al fondo, en la antesala, las voces airadas de expertos en charlas se intensificaban en la misma proporción que incrementaba el vigor de la música. De seguro estaban sus padres, familiares y personas allegadas, gentes de cenáculos sabatinos, todos disfrutando de los placeres de la convivencia del instante (o al menos así lo imaginé, pues no me abordó la curiosidad de observar quiénes eran y me aventuro a manifestar que aunque lo hubiese hecho lo más probable es que no hubiera reconocido a ninguno). Me rodeaban en su mayoría sus compañeros del instituto. Mi ineptitud para interactuar afloraba a cada instante y no sabía cómo responder al momento: el animal de caverna se enfrentaba por vez primera al mundo selvático de las fieras sociales.

Llegó el momento del baile. Las piernas me tartamudeaban y me imploraban el alivio del reposo y no porque estuvieran cansadas sino porque les avergonzaba su tosquedad. Ella era la experta y me tomaba de las manos como si hubiera querido enseñarme en un instante las danzas que quizá no aprenda en toda la vida. No recuerdo si bailé con alguien más. Lo más seguro es que no. Me retiré con la anticipación que me imponía el reloj y al salir de la fiesta me despidió con un beso en la mejilla. El postre, inalcanzado por mi apremio, apareció un par de horas más tarde en mi pórtico. Sus brazos delicados extendiéndome el platillo descartable constituyeron un paso más hacia el enamoramiento.


Aunque el gordo era el más rudo, el mudo era el más fuerte. Me estrujaron por fuera y por dentro mientras silenciaron mi desesperación al tapar mi boca que gemía con desconsuelo e impotencia, y mis lágrimas impactaban en el pavimento.

El joven era el más impetuoso y al contrario de lo que se pueda pensar, nunca mostró indecisión y arremetió en mí con la misma predisposición que sus mayores.

Seguramente algún alma asustadiza habrá visto la atrocidad. Estoy segura de ello, pues a lo lejos noté una luz, algún vehículo que enfocó el desenfreno y luego huyó. Podrás pensar, querida amiga, que fue una alucinación propia de mi desesperanza, como aquellos refugios de agua que imaginan los peregrinos del desierto en la aridez de sus exilios. Pudo haber sido una visión o un recuerdo inventado por mi memoria avejentada, pero estoy segura de que no. Fue real, tan real con la bestia de tres cabezas que poseyó mi cuerpo aquella noche.

CARTA CUATRO

Los medios de comunicación que hoy disponemos acercan a las personas cada día más. Telecomunicaciones de imagen y audio se pueden obtener solo con presionar un botón. La Red es un medio que ha recortado las distancias. Si un antiguo pintor hubiese observado semejante prodigio, de seguro hubiese pensado que se trataba de alguna poderosa alquimia. Si hubiese sido alguna santa del medioevo quien lo hubiera contemplado, indudablemente hubiese creído que era un artificio del maligno.

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