Socialmente no será así en tiempo de Cristo: los pastores estarán considerados entre los seres humanos impuros, imposibilitados de redimirse debido a su profesión. El evangelio de Lucas, en su defensa de los pobres y para acabar con esa idea preconcebida, los presentará como los primeros que acuden, por voluntad divina, a rendir homenaje al Niño Jesús (Lc 2, 8-20); el episodio podría incluso ser histórico, aunque tenga religiosa y socialmente en ese evangelio un valor simbólico.
Los patriarcas son figuras simbólicas de Israel que se refieren a los antiguos, anónimos pero concretos, jefes de las tribus seminómadas de Canaán que se establecían durante las estaciones con sus rebaños en tierras externas, fundadores, según la tradición, de los lugares sagrados de Palestina y que los hebreos, después de haber derrotado a los habitantes anteriores, habrían considerado como sus propios ilustres antepasados. El fenómeno de la mitificación de los antiguos es general en esos siglos, no solo en el pueblo judío: por ejemplo, Roma identificará en el mítico fundador rey Rómulo los jefes de los clanes de pastores, luego agricultores, establecidos en la zona, donde construyeron cabañas primitivas. Los patriarcas y sus familias son pastores, como, muchos años después, los miembros de las tribus protagonistas de la liberación de Egipto que se convierten idealmente, en el libro del Éxodo, en descendientes directos de Abraham, Isaac y Jacob, este último llamado en cierto momento por Dios, según el Génesis, con el nuevo nombre de Israel, lo que equivale a decir que se hacen símbolo de todo el pueblo judío: está claro el patriótico fin político-religioso del redactor que escribirá sobre estos acontecimientos ya en el siglo V a.C., después de volver del exilio babilónico. El tal vez legendario Jacob-Israel, si nos atenemos al capítulo 46 del Génesis, que es más o menos contemporáneo del Éxodo, y, siguiendo la cronología bíblica, había emigrado 470 años antes de la liberación de Egipto a las tierras del faraón con toda su familia, los rebaños y las tiendas para huir de la escasez. Pero es interesante señalar, en función de la posible historicidad del evento, que los textos egipcios de los primeros siglos del II milenio a.C. y otros del siglo XIII a.C. afirman que a los beduinos asiáticos provenientes de la tierra de Palestina y que trataban de escapar de la carestía de alimentos, se les había concedido, como un favor excepcional, entrar en Egipto con sus rebaños para que pudieran mantenerse con vida (cf. «Lantico vicino Oriente Egitto», en Storia del mondo, Vol. I, Arnoldo Mondatori Editore, 1973).
En Palestina, durante otros dos siglos, los hebreos combatieron con sus vecinos, que intentaron invadirlos, y con tribus no hebreas establecidas en su mismo territorio. No se trata de una guerra real, sino más bien de incursiones ocasionales de pequeños grupos y de guerrillas de defensa, y son episodios que aparecen en el libro de los Jueces, basado en las figuras de los jefes populares elegidos por Dios, de vez en cuando, para conducir a Israel a la batalla. En el primer libro de Samuel se volverá a un caso similar centrado en la figura del legendario rey Saúl y su hijo Jonatán, o como quiera que se llamasen en realidad los jefes de la tribu en esa época, derrotados y muertos combatiendo a los filisteos después de haberlos vencido provisionalmente: primero el favor de Dios y la victoria sobre sus enemigos, luego el pecado y la derrota. Los filisteos, durante la época de los Jueces y de Saúl, entre escaramuzas de distinto signo, dominan en el fondo Palestina, mientras no son derrotados definitivamente por las bandas de los «hombres poderosos» del pastor guerrillero y luego primer rey histórico de las tierras de Judá e Israel, David.
Su hijo Salomón logra recabar de su pueblo, sobre todo de los pequeños campesinos, lo que hace falta para construir en Jerusalén su propio palacio y el templo de Yahvé, consiguiendo también mantener una corte rica y fortificar ciudades estratégicas contra posibles invasiones. Después de él, como sabemos, el reino se divide: tribus hebreas de la zona septentrional se rebelan y fundan el reino independiente de Israel con capital en Samaría. No mucho después, se rebelan también algunas poblaciones sometidas al reino superviviente de Judá y una parte de esta área meridional acaba fraccionándose en pequeñísimos estados tribales. La razón de ambas rebeliones podría ser de orden fiscal, dado que, a causa del lujo de la corte, el pueblo, y sobre todo los pequeños campesinos, se sienten aplastados. La historia no sirve de enseñanza y la situación se repite con los sucesivos soberanos. Durante el reinado de Ozías de Judá y de Jeroboam de Israel, el profeta Amós proclama que Yahvé va a destruir a los opresores de los pobres y otro oráculo de Dios, Oseas, repite la advertencia. Comienza así a dibujarse la figura misericordiosa de Yahvé, que se perfila en los escritos de los profetas Isaías y Miqueas: Dios se manifiesta a los hebreos como quien, sobre todo, protege absolutamente a los pobres contra los abusos: estamos hacia el final del siglo VIII a.C.
En cuanto a Isaías, son al menos tres autores los que escriben bajo este nombre. El primero es Isaías persona física, llamado Proto Isaías: probablemente nació en Jerusalén y su vocación profética se manifiesta en torno al 740 a.C., años de la muerte del rey Ozías. Los otros escriben en épocas posteriores y la tradición ha atribuido luego sus escritos a Isaías. En conjunto, el libro atribuido a Isaías se escribió entre el 740 a.C. y el 445 a.C.
Escribe Proto Isaías (Is 1, 13-17),
«No me sigáis trayendo vanas ofrendas;
el incienso es para mí una abominación.
Luna nueva, sábado, convocación a la asamblea
¡no puedo aguantar la falsedad y la fiesta!
Sus lunas nuevas y solemnidades
las detesto con toda mi alma;
se han vuelto para mí una carga
que estoy cansado de soportar.
Cuando extiendéis vuestras manos,
yo cierro los ojos;
por más que multipliquéis las plegarias,
yo no escucho:
¡vuestras manos están llenas de sangre!
¡Lavaos, purificaos,
apartad de mi vista la maldad de vuestras acciones!
¡Cesad de hacer el mal,
aprended a hacer el bien!
¡Buscad el derecho,
socorred al oprimido,
haced justicia al huérfano,
defended a la viuda!»
Escribe el profeta Amós (Am 5, 21-24):
«Yo aborrezco, desprecio sus fiestas,
y me repugnan sus asambleas.
Cuando me ofrecéis holocaustos,
no me complazco en vuestras ofrendas
ni miro vuestros sacrificios de terneros cebados.
Aleja de mí el bullicio de tus cantos,
no quiero oír el sonido de tus arpas.
Que el derecho corra como el agua,
y la justicia como un torrente inagotable»
En cuanto al profeta Miqueas, es testigo en Judea de importantes acontecimientos, sobre todo la guerra entre los reinos hebreos de Judá e Israel. Condena con dureza a los sacerdotes y falsos profetas y ataca con vehemencia a los ricos propietarios de latifundios, que oprimen y explotan sin compasión a los pobres, sobre todo a los braceros agrícolas y los pequeños propietarios. Denuncia la corrupción de las ciudades, sobre todo de Jerusalén, a la que hace símbolo de la corrupción de los religiosos y políticos y los funcionarios públicos más importantes. Como Amós en su misma época, Miqueas predica la justicia de Yahvé y reclama en su nombre un comportamiento absolutamente honrado y no solo de justicia formal: Dios reclama que, siguiendo su ejemplo, se ejercite la piedad (Mi 6, 8).
Es interesante señalar que Miqueas presenta una de la profecía más claras, figura que el Nuevo Testamento identificará con Jesucristo (Mi 5, 1-14): afirma que nacerá en Belén, no será un ángel, sino un ser humano, sus origen se remontan al pasado más lejano, se rodeará de un círculo de hombres justos, cuidará de los más pobres y fundará un reino universal de justicia, paz y bienestar (Mi 4,1-5) del que será soberano el mismo Dios y el que las lanzas se transformarán en hoces y las espadas en arados, porque no habrá más guerras. Todo esto es simbólico. Esencialmente sería un reino ultraterreno de Paz, es decir, la vida eterna en el Dios de los santos.
Es interesante señalar que Miqueas presenta una de la profecía más claras, figura que el Nuevo Testamento identificará con Jesucristo (Mi 5, 1-14): afirma que nacerá en Belén, no será un ángel, sino un ser humano, sus origen se remontan al pasado más lejano, se rodeará de un círculo de hombres justos, cuidará de los más pobres y fundará un reino universal de justicia, paz y bienestar (Mi 4,1-5) del que será soberano el mismo Dios y el que las lanzas se transformarán en hoces y las espadas en arados, porque no habrá más guerras. Todo esto es simbólico. Esencialmente sería un reino ultraterreno de Paz, es decir, la vida eterna en el Dios de los santos.
Profeta Miqueas, témpera sobre tabla, escuela véneta, primer cuarto del siglo XVI.
Sobre la mentalidad henoteísta y politeísta entre los hebreos
Antes de la esclavitud babilónica, los hebreros fueron atraídos por el politeísmo: al convivir estirpes y religiones diversas en el mismo territorio palestino, no es algo que deba sorprender. Muchos adoraban, junto a Yahvé, a dioses de la tierra y, en general, de la fertilidad. Al principio, hay un Padre El, que llega en ciertos momentos a confundirse con Yahvé, una Madre Asherah, equivalente a la babilonia Ishtar, a su vez equivalente a la fenicia Astarté y considerada por otros la esposa del propio Yahvé, y sus hijos Anath y Baal, nombre este último de múltiples significados como Marido, Señor y Año. Esta última divinidad es la más adorada y aplacada, más que Yahvé por algunos. Los hebreos erigen sus estatuas y estelas y les ofrecen sacrificios, incluso en el patio de templo construido por Salomón. Se levantan otros monumentos de culto, delante de una puerta de Jerusalén dedica a Josué, incluso a los peludos, divinidades inferiores de los campos, similares a los faunos de los bosques de los griegos. Varios soberanos son cómplices o algo peor. Es idólatra Jeroboam, primer rey de Israel tras la separación de Judá de las tierras del norte: está escritos en Crónicas 2 que Jeroboam había instituido «por su cuenta sacerdotes para los lugares altos, para los sátiros y para los terneros que él había fabricado» (2 Cr 11, 15): en el original hebreo se decía exactamente que se trataba de estatuas de peludos y terneros.
A lo largo del tiempo van acaeciendo desgracias sobre el pueblo hebreo y ahí surge en el entorno profético la idea, que se reflejará en la Biblia, de que Yahvé castigará a los idólatras entre sus súbditos: súbditos porque el único rey de Israel es Dios, mientras que David y los posteriores soberanos son sus delegados, sus virreyes. El profeta de turno levanta por tanto la voz para que se deje de adorar a divinidades extrajeras, pero siempre en vano, y los castigos divinos llegan de nuevo puntuales, muchas veces en forma de una derrota en la guerra. Adorar a los dioses de otros pueblos es una práctica tan habitual en Israel que traerá al final lo que se entenderá como el enorme castigo de la deportación a tierras babilonias para que todo Israel acepte la idea de un Dios único.
Se forma en el siglo IX a.C. un movimiento, dirigido por los profetas Elías y Eliseo, particularmente duro contra el politeísmo y que llega al homicidio de los sacerdotes y los profetas de las divinidades extranjeras. Este partido inspira una revolución con fines religiosos en el reino de Israel hacia el año 840 a.C., aunque el movimiento no consigue afirmarse y sigue siendo bastante minoritario. Por su parte, el rey Asa (en torno a 913-873 a.C.), nieto de Salomón, había combatido en vano contra la mentalidad politeísta. Luego se produce una acontecimiento nuevo y crítico, la dominación asiria.
En el siglo VIII antes de Cristo, Asiria, bajo Tiglatpileser III, rey desde el 744, pasa de ser reino a convertirse en imperio al conquistar muchos estados e instaurar sus gobernadores y la práctica de deportar a parte de las poblaciones vencidas, sustituyéndolas por otras: los asirios son enviados a norte, hacia Urartu, al sur han conquistado Babilonia, que fue suya en el pasado y al este han vencido a los medos, al norte se expanden hacia las zonas mediterráneas y finalmente derrotan al reino de Israel y, poco después, a Egipto.
En el 721 a.C., el rey asirio Sargón II ha conquistado Samaría, la capital de Israel. Deporta posteriormente «a los israelitas a Asiria. Los estableció en Jalaj y sobre el Jabor, río de Gozán, y en las ciudades de Media» (2 Re 17, 6). Traslada a otros pueblos a las tierras de Samaría desde regiones distantes del imperio, que, al unirse con los remanentes no deportados, constituirán los que se llamarán samaritanos, mal vistos por los hebreos todavía en el tiempo de Jesús, porque se les consideraba bastardos: con ese término denominaban los hebreos a los supuestos descendientes de padre hebreo y madre no hebrea. La ciudadanía judía y el estatus de hebreo se transmitían por parte de la madre y todavía hoy en el estado de Israel es hebreo quien tiene madre hebrea. Las diez tribus del norte son por tanto absorbidas por otros pueblos, mientras que algunos componentes bajan al sur y se suman a Judá.
La duodécima tribu, descendiente del hijo de Jacob de nombre Leví, era la sacerdotal (a ella pertenecían Aarón y Moisés) y, a diferencia de las otras once, no había tenido una asignación concreta de un territorio después de la conquista de la Tierra Prometida.
En los tiempos de Jesús, los levitas eran los ayudantes de los sacerdotes, formando todavía parte de la clase restringida de los saduceos y supuestos herederos del antiguo sumo sacerdote Sadoc, de la época de David.
En todas las zonas sometidas por los asirios, y por tanto también en los territorios hebreos, se refuerza el culto del dios nacional, momento en el que, en concreto en el protectorado del reino de Judá, se refuerza el culto exclusivo a Yahvé, aunque todavía se le considera solo el primero entre los dioses (henoteísmo), no el solo y único Dios. Además, como ya Yahvé se entiende por ese movimiento como la Divinidad a quien de modo particular agradan los pobres y los protege, aparece una reclamación de una reforma legislativa a su favor. Un jurista de Jerusalén, el escriba Sabán, propone un nuevo código, que incluye tanto la prohibición de adorar a los otros dioses como mejoras a favor del pueblo indigente. Lo llama la Ley de Yahvé. No hay seguridad de si lo presenta expresamente como el Documento de la alianza mosaica, aunque Sabán afirma que el rollo de esta Ley lo ha encontrado el gran sacerdote Elcias en el 621 a.C., en los laberintos subterráneos de un santuario del templo de Jerusalén, lugar sagrado ya dedicado a Yahvé, pero donde posteriormente se había erigido un altar pagano. De ese modo, el jurista presenta la Ley al rey Josías, soberano que había ascendido al trono muy joven y que reina en un periodo (640-609 a.C.) en el que el nuevo imperio babilonio está a punto de sustituir al asirio. Es posible que Sabán hubiera puesto por escrito una tradición oral y luego, de acuerdo con Elcias, la haya presentado como un documento antiguo encontrado en el templo. En todo caso, el soberano acepta como auténtico este libro, después de haber sido convalidado por una profetisa: es un material que se integrará durante o después del exilio en el libro del Deuteronomio, sobre todo en los capítulos del 12 al 26 y en el 28: en ese libro, influido por el profetismo tras el exilio, resonará la antigua legislación de Judá con la apelación moral básica de tutelar las relaciones de hermandad e igualdad entre los miembros de la sociedad.
En el extremo opuesto, en otro texto del Pentateuco que es expresión del elitista grupo sacerdotal, el Levítico (ver, en este ensayo, el Capítulo II LAS TRADICIONES VETEROTESTAMENTARIAS BASICAS), estará en primer plano la exigencia de pureza, identificando la ética con la pureza ritual y legal y será el código levítico, más que la idea deuteronómica de justicia, el que seguirá siendo prioritario en Israel, todavía en tiempos de Cristo.