Cegados Parte I - Fransánchez


Fransánchez

Cegados Parte I

CegadosParte IPor FransánchezAlso by Fransánchez .
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© 2018 Francisco José Sánchez Contreras

© Imagen de portada 2016 Francisco José Sánchez Contreras

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Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Calificación por edades: mayores de 18 años

2.ª edición

Impreso en España

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Episodio 1

El Informático

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EMITIÓ UN DESESPERADO quejido al sentir un intenso dolor agudo, entreabrió los ojos y vislumbró a alguien vestido de blanco. Sus párpados volvieron a cerrarse y otra dolorida punzada le obligó a despertar. El frenesí de personal con batas y pijamas blancos por toda la sala era incesante. Aquella marea de actividad que pululaba de un lado para otro le sobrepasaba, no sabía dónde se encontraba ni que sucedía, intentó incorporase, pero le fallaron las fuerzas, optó por desistir y volver al mundo de Morfeo.

¿Cómo te llamas?, ¿qué cómo te llamas? oía con insistencia.

Ra fa balbuceó con los dos ojos cerrados.

¿Cuántas pastillas te has tomado? ¿Qué cuántas pastillas te has tomado? volvió a interrogar la joven con voz firme y decidida.

Le costaba mantener los ojos abiertos, solo le apetecía dormir y aquella gente le estaban incordiando.

Dejadme tengo sueño

De eso nada. ¡Espabila! ordenó la voz.

El dolor provocado por la fuerte presión en el lóbulo de su oreja le abrió los ojos, buscó enfadado la causa de aquel ataque, pero sus muñecas estaban maniatadas a la camilla.

Tranquilo, colabora, es por tu bien.

Comprendió que se encontraba en el hospital, en urgencias, estaba muy somnoliento, pero vivo. Lo último que recordaba fue el titánico esfuerzo que realizó para pulsar la roja tecla de emergencias de su teléfono móvil de última generación.

De súbito se encontró más lúcido y espabilado, la inyección por vía intravenosa que le aplicó el enfermero por orden de la joven doctora le había hecho un efecto inmediato. La facultativa, ya en un tono más suave, comenzó a interrogarle para realizarle su historia clínica. Que si tenía alergias, si padecía alguna enfermedad, si tomaba algún tratamiento, antecedentes familiares. Rafa contestaba dócilmente mientras quedaba embobado por la belleza de la doctora; «Alicia», pudo leer de soslayo en la tarjeta identificativa que colgaba de su bata desabrochada.

Por primera vez en su vida, se sintió relajado, tranquilo y a gusto con una mujer, a excepción de su madre por supuesto. Se entretuvo contemplando a Alicia, su vaivén por la sala, escribir en el ordenador, susurrar órdenes a las enfermeras con un aterciopelado acento del norte:

Lavado de estómago con carbón activado y después consulta con psiquiatría.

Rafa permanecía fascinado, Alicia era alta y esbelta, morena con pelo largo atado en una coleta de caballo, ojos azules, labios carnosos. Sus pechos turgentes intentaban escapar del generoso escote, cintura de avispa, tras la bata se le adivinaba un culo prieto.

Sí, mi turno de hoy es de veinticuatro horas, salgo a las ocho de la mañana escuchó decirle a un compañero.

Tras el típico sermón sobre las bondades de la vida y la estupidez del suicidio, le inculcó ánimos para buscar solución a sus problemas. Alicia se despidió muy amable y contoneándose por la sala de pacientes críticos se dirigió al pasillo, hacia su consulta. Debía continuar atendiendo a la larga cola de pacientes que seguían esperando atención médica en la sala de espera. Rafa la observó obnubilado mientras se alejaba.

Tras terminar de vomitar fue trasladado al área de psiquiatría. A primera hora de la mañana no tuvo más remedio que mantener una larga y sincera charla con el especialista.

Rafa fue un niño gordito, de estilo rechoncho, un negado para el deporte y todos los juegos que requerían un esfuerzo físico. Dado su peculiar aspecto, tuvo problemas con frecuencia en el colegio y en su pequeño pueblo natal, famoso por su puente de hierro, aledaño a la sierra de la Alpujarra de Granada.

Siempre fue el centro de las burlas y desprecio de sus compañeros, se mofaban bastante de él. Esto le provocó un gran aislamiento social, convirtiéndose en un solitario. En su infancia solo encontró refugio en las novelas, tebeos y enciclopedias de historia, convirtiéndose en un ávido devorador de literatura de todos los géneros.

Alcanzó su adolescencia padeciendo una timidez extrema. La única ventaja es que disponía de mucho tiempo libre para dedicar al estudio y a una de sus aficiones favoritas, la informática.

Genéticamente se parecía más a su padre que a su madre, por lo que heredó su pelo escaso y grasiento, así como su baja estatura.

Su traslado a la ciudad y la entrada en el ambiente universitario no le cambió demasiado la vida. Ya lucía además una prematura alopecia y una gran miopía adornadas con unas gruesas y poco estilosas gafas de alta graduación que resaltaban aún más su morfología.

Se licenció con excelentes notas, lo que le permitió buscar con facilidad su futuro profesional como programador. Lo encontró en Almería, ciudad del sureste, en la costa mediterránea. Pero a demasiada distancia de la única relación estable y cariñosa de toda su vida, su pequeña familia. Adecuó su trabajo a su estilo de vida, se convirtió en su propio jefe. Su profesión la realizaba en casa, sin horario. Le presentaban el desarrollo de una aplicación o el diseño de una página web, solo debía concentrarse, sumergirse en la tarea y dedicarle todo su tiempo. Descubrió que por la noche trabajaba mejor, las conexiones de Internet fluían más despejadas, su ordenador iba mucho más rápido y las páginas web subían con mayor velocidad. Así que cambió sus hábitos de vida, dormía más por la mañana y trabajaba en sus proyectos durante las tardes y las noches.

Un día se descubrió con cuarenta años, sin amigos, sin pareja, sin familia, sin relaciones, solo y amargado. Dada las circunstancias de su vida, siempre tuvo una personalidad depresiva que solventaba con medicación y muchas horas de trabajo.

Le gustaba mucho el sexo, como a casi todo el mundo, aunque nunca había mantenido relaciones, era virgen e incapaz siquiera de charlar de cosas banales con ninguna mujer. Se ponía tan nervioso que apenas conseguía articular palabra, provocándole una ridícula tartamudez. En una ocasión, recién llegado a la ciudad, intentó contratar los servicios profesionales de una prostituta. Al subir a la habitación de la pensión, mientras la chica se desnudaba, se sintió tan nervioso que un amargo sabor de boca le provocó unas arcadas que no pudo reprimir, sin previo aviso y sin poder evitarlo vomitó sobre la prostituta. La chica, que ya había cobrado por adelantado, entró en cólera y encontró la excusa perfecta para finalizar su trabajo y largarle a base de gritos:

¡Pero será asqueroso el gordo seboso este! ¡Como que me llamo Susana, que no me vuelvas a buscar en tu vida! ¡Cerdo! ¡A la puta calle!

Tras la colosal bronca, Rafa, muy avergonzado, salió apresuradamente huyendo de allí en un lamentable estado de ansiedad. Después de esta nefasta experiencia, su sexualidad continúo reduciéndose a su colección de películas porno y a su muy querida y fiel amiga «masturbación». Sus circunstancias vitales le provocaron un fuerte rechazo a la sociedad, un resentido y profundo odio general.

Aquella fatídica madrugada las cosas iban rematadamente mal. Estaba atascado, como espeso, no le salía nada bien. Decidió tomarse un descanso, ver un poco la tele. No había nada interesante, multitud de programas de concursos de llamadas, esos de respuesta muy fácil, ganchos para sacarle dinero a la gente vía telefónica. Encontró en un canal de televisión local una estupenda y guapísima chica, con unas curvas impresionantes. Realizaba un strip tease al ritmo de una suave música, a los cinco minutos ya tenía una erección y tras otros cinco minutos se limpiaba el semen con un pañuelo.

Siguió sintiéndose mal, fue al botiquín a tomarse su acostumbrada píldora antidepresiva pero en un arrebato, entre lágrimas, se tomó el frasco entero. Se tumbó a esperar en el sillón, mientras seguía viendo en la televisión lo que más añoraba, el suave y aterciopelado contacto humano de una mujer. Cada vez le costaba más sujetar los párpados, insistían en cerrarse, no podía con ellos. No supo por qué, movido por un resorte inconsciente, quizás el instinto de supervivencia, alargó el brazo intentando coger el móvil de la mesa, el cable que lo mantenía enchufado para cargar la batería lo impidió y este cayó al suelo hacia el otro lado. Rafa se levantó para recogerlo, sus piernas ya no le sostenían y también cayó al suelo. Tras arrastrarse, consiguió alcanzarlo, estaba apagado, lo encendió con dificultad. No podía fijar la vista para marcar el pin, pulsó el botón rojo de emergencias y al escuchar la voz de la operadora, solo alcanzó a suspirar «socorro» antes de perder el conocimiento

Rafa salió del hospital convencido de la idiotez que había cometido, el lavado de estómago había sido una experiencia que no quería volver a repetir jamás. Le había costado convencer al psiquiatra de que la crisis autolítica había cesado y que se tomaría las cosas de otro modo, encarando los problemas de su vida.

Llegó a su casa, pero le aguardaba una desagradable sorpresa, la puerta estaba destrozada, solo se mantenía cerrada por unas pegatinas de la policía local con la leyenda de «No pasar». El interior estaba algo revuelto, estaba muy cansado para ordenar, le apetecía dormir, así que dejó el desorden para después y bloqueó la puerta con una simple silla. Se acostó dejando su dormitorio a oscuras, con las persianas completamente bajadas y la opaca cortina extendida, como era su costumbre. Mientras entraba en el sueño no pudo reprimir pensar en Alicia que le había causado una honda impresión, sabía que era inalcanzable, ella nunca se fijaría en un tipo como él. Se durmió mientras fantaseaba como podría conseguir atraer su atención.

Descansó durante varias horas, aunque, a pesar de tener un sueño profundo, unas voces lejanas le despertaron. Estaba empapado en sudor, volvió a oír voces, pero esta vez más cerca. Abrió la puerta del dormitorio y la voz se oyó con más fuerza, no entendía lo que decía, pero sí, era aquí en su piso, dedujo que alguien se había colado en casa aprovechando la rotura de la puerta.

¡Un ladrón! pensó preocupado.

Tenía unos equipos informáticos por valor de más de quince mil euros, se iba a enterar el «chorizo», cogió una pesada lámpara de la mesita de noche y se dirigió con sigilo hacia la cocina de dónde provenía el ruido. Entró y se encontró al individuo de espaldas, como no era del género valiente quiso evitar un enfrentamiento, no lo dudó y le asestó un fuerte golpe en la cabeza. El delincuente cayó al suelo inconsciente y un hilillo de sangre que manaba de la cabeza, invadió con rapidez el suelo de la cocina. La visión de tanta sangre le asustó.

«Me lo he cargado» pensó.

Se arrodilló y volteó el cuerpo dejándolo boca arriba.

¡Mierda, pero si es el vecino!

No sabía ni cómo se llamaba, solo le conocía de «hola» y « adiós» en el pasillo. Le tomó el pulso y no lo encontró, no respiraba, efectivamente estaba muerto.

Le entró pánico y mil pensamientos brotaron en su mente: la policía, la detención, el juicio, la cárcel

Serénate Rafa pensó en voz alta.

Podría alegar que fue en defensa propia, que estaba bajo los efectos de una fuerte medicación, además que demonios hacia el vecino en su casa, ¿curioseando? Pero, ¿y sí no estaba muerto?, él no era médico. Lo mejor era pedir ayuda, así que cogió el móvil y marcó el 112, la línea estaba ocupada. Volvió a intentarlo con el 061, línea ocupada, marcó entonces el 092, este si daba llamada, aunque no lo cogían.

«Que vergüenza de país» pensó.

Lo intentó con el 091, una grabación le indicaba que volviera a llamar pasados unos minutos. Decidió centrarse en el 112 y marcó de nuevo, ocupado, estuvo pulsando rellamada durante unos minutos y nada.

Observó más detenidamente al vecino, por el charco de sangre que había avanzado por la cocina y la creciente lividez de su cara, supo con certeza que había fallecido. Decidió bajar a la calle a pedir ayuda, nada más salir del portal se dio de bruces con un señor.

Ayúdeme le espetó.

Su interlocutor le respondió malhumorado:

¿Qué?, ¿también está ciego?, ¿otro con la bromita?, ¡pues váyase a la mierda!

Y se alejó dando pequeñitos golpecitos de un lado a otro de la acera con su blanco y alargado bastón.

Rafa no entendía nada, de pronto se percató de un extraño alboroto y al prestar atención reparó en el paisaje, era dantesco. Multitud de vehículos habían colisionado entre ellos, otros fusionados por grandes impactos, irreconocibles, algunos humeaban, otros ardían, otros se hallaban empotrados en las tiendas y en los locales comerciales. Un automóvil de un conocido fabricante francés, colgaba peligrosamente del desnivel de una rampa de acceso a un aparcamiento subterráneo.

La gente pedía ayuda y auxilio sin cesar. Se movían con torpeza y sin sentido, tropezando con la maraña desordenada de coches, de hierros retorcidos, de piezas y partes de vehículos, defensas, retrovisores y puertas arrancadas, chatarra diversa esparcida por el asfalto.

Algunas personas envueltas en llamas, otras yacían inmóviles en el suelo, ensangrentadas, otras patinaban y caían cómicamente en la calzada por la capa de aceite y residuos que derramaban los coches destrozados. Otros, asustados, permanecían dentro de los vehículos accidentados. Algunos viandantes permanecían abrazados entre ellos, apiñados, formando una extraña reunión, como una melé en un partido de rugby.

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