Lazos - Roberta Mezzabarba


Roberta Mezzabarba

Lazos

Esta es una obra de fantasía.

Nombres, personajes, ubicaciones y sucesos son imaginarios o son usados de manera ficticia y cualquier referencia a personas, vivas o muertas, a hechos o lugares existentes es puramente casual.


Tituolo oroginale de la obra: Legàmi


Primera Edición

noviembre 2018

IL PORTO

© 2018 La Caravella Editrice


Segunda Edición Publicado por ©Tektime

mayo 2020

196 páginas

www.traduzionelibri.it

Roberta Mezzabarba
Lazos
Traductora: María Acosta Díaz

A los movimientos del alma que dan sentido a todo


Prefacio

San Silvestre 1979

El día se estaba desvaneciendo con sus frías luces invernales en un crepúsculo claro y sereno. Una respiración forzada salía en forma de pequeñas y brumosas nubes de los labios exangües de la parturienta que yacía sobre una sábana arrugada, descompuesta, despeinada, casi falta de fuerzas.

Otra mujer, también con el vientre hinchado, esperaba atemorizada, como una sombra, entre los gritos de dolor que rebotaban con ecos similares a polillas enloquecidas, aprisionadas entre los primitivos muros de aquella gran habitación con el techo alto y oscuro.

Fuera del gran ventanal, única fuente de luz de aquel ambiente angosto, blindado por una reja de oscuras barras de hierro, el horizonte se extendía inmóvil al final de los campos oscuros, cortando el tejido cerúleo del cielo con su hoja afilada.

Durante un momento las dos mujeres se encontraron actuando de manera idéntica: cuatro ojos miraron en la misma dirección, cuatro ojos se abrieron como platos, asombrados al ver la escena que se mostró sólo por un momento, apenas deformada por la superficie rústica de aquellos vidrios seculares.

Hacia la puesta de sol dos esferas contrapuestas y luminosas se enfrentaban, una al final de su camino, la otra en los primeros instantes de su trayecto. Ante aquella visión, pensamientos sin un sentido aparente nacieron en la mente de la joven mujer extendida sobre la cama: veía mucho dolor, incógnitas antiguas como el universo, heridas de dolor y de nostalgia, anhelo morboso de que aquel encuentro pudiese repetirse de alguna manera, incluso la más impensable.

En la sombra, un hombre con los labios delgados, sonreía: su primera flor estaba a punto de florecer.

En un instante el sol desapareció de la vista de las dos mujeres: en ese momento saborearon las primeras gotas de un veneno que podía llevar el mundo a la locura, sin posibilidad de retorno.

Sin anunciarse, como cuando un dique es arrollado por la potencia de las corrientes que durante siglos lo han rozado, las contracciones volvieron a invadir el cuerpo de la parturienta.

Le pareció que el dolor no la dejaba ni siquiera respirar mientras los largos minutos discurrían mezclados con gotas de sudor.

La garganta de Silene rugió con un grito de dolor y de liberación infinito, culmen de sus sufrimientos, luego se liberó en el aire el llanto del pequeño que acababa de superar la gran prueba del parto. Se balanceaba, quizás todavía preso del pánico al sentirse apartado de aquel lugar eterno y caliente que hasta entonces lo había protegido y alimentado.

Silene relajó los músculos tensos hasta el espasmo y, cansada, miró a su hijo: el cordón umbilical todavía no había sido cortado y él era tan pequeño había sabido que era un varón en cuanto advirtió su presencia en el regazo. Con un hilo de voz lo llamó con el nombre que en los largos meses del embarazo había pensado para él: Guglielmo, este será tú nombre, mi pequeño.

Lo había escogido entre miles, lo había buscado con cuidado porque quería para su hijo un nombre que pudiese protegerlo (extraña idea) y, en fin, había escogido uno en desuso y quizás un poco anticuado porque significa hombre que con su tenaz voluntad de vivir se defiende de los ataques de los otros. Ella tenía experiencia en el significado de palabras como soledad, marginación, dolor, violencia y precisamente para su hijo nacido de la violencia quería una vida distinta.

Inmersa en esos pensamientos Silene advirtió un dolor sutil en el pecho pero no se paró a tenerlo en cuenta: sólo imaginó que la excesiva felicidad que sentía presionaba con fuerza desde el esternón, que no conseguía contenerla totalmente.

Ella y su pequeño habían logrado sobrevivir a aquel parto, contrariamente a las pesadillas que la habían perseguido: últimamente en sus sueños veía una muerte y el comienzo de un tiempo lleno de sombras y dolor.

Lleno de esa felicidad tan efímera su corazón dejó de latir en pocos segundos.

Silene se había apagado con la imagen de su hijo Guglielmo impresa en sus ojos, casi sin darse cuenta, sin sentir inquietud por el fin que le esperaba a ella y a su pequeño

La historia de aquella extraña noche que podría parecer inverosímil a un oyente normal, resonaría más adelante, en un futuro, como una de esas premoniciones que a los ancianos videntes les complace contar en las noches de tormentahabía una vez una joven mujer que fue secuestrada el día en que debía dar a luz un niño

El hombre que había gozado en la sombra de cada uno de los gemidos de dolor de Silene había escapado: de todas maneras todo iría como la seda. Había trabajado tan bien que, aunque una de las dos mujeres había muerto, no tenía importancia: debería sólo cambiar ligeramente sus planes.

La luna brillaba en lo alto del cielo, negro como la pez.

Lina, la mujer que se había quedado en la sombra, estaba perturbada, paralizada por el terror.

Cuando decidió acercarse a Silene, sus sospechas cobraron vida estaba muerta y la luna estaba ya arriba en el cielo: fue entonces, y sólo por un momento, que su mente volvió a recordar nítidamente el sol y la luna que tocaban al mismo tiempo la línea del cielo, cruzando sus destinos sólo durante un suspiro tampoco ella sabía, como Silene, que aquello que había visto no era sólo una simple coincidencia, y por lo tanto, no conocía bien el significado que debía atribuir a aquello de lo que había sido testigo.

El sol se había puesto, Silene había sido arrastrada a las tinieblas con el corazón destrozado quedaban sólo el pequeño Guglielmo y una gran luna roja de sangre en el cielo.

Ese pensamiento la devolvió a la realidad, tenía una misión que cumplir. El hombre, probablemente, no había previsto que Silene muriese y ella no tenía ni la más mínima idea de qué hacer en ese momento con el niño.

Lo decidió en un decir Jesús: no contaría jamás a nadie lo que había sucedido. El pequeño, criado en una familia normal, que no tenía nada que ver con aquella horrible noche, no correría ningún peligro. Por otra parte, si aquel hombre no estaba loco ya no la buscaría más: era un peligro demasiado grande el que correría exponiéndose de aquella manera.

Todo había acabado.

Un escalofrío helado la golpeó en los riñones y un dolor agudo, serpenteante, le envolvió el vientre.

Sin pensar envolvió al pequeño, que se había adormecido, en el camisón con el cual Silene había sido raptada y abandonó aquellos primitivos y tétricos muros que la separaban del aire fresco de la noche: dejó a sus espaldas el cadáver de Silene todavía caliente, decidida a abandonar al recién nacido en la primera casa que encontrase.

El destino se había cumplido.

PRIMERA PARTE

Y luego estoy solo. Queda
la dulce compañía
de luminosas mentiras.

Sandro Penna

Uno

Diciembre, 1999


El aire del gimnasio era una mezcla de olores, perfumes acres de epidermis sudadas y de cansancio físico llevado hasta el extremo.

Guglielmo estaba levantando una barra de pesas brillantes, los dedos apretados con un agarre de hierro, los bíceps atravesados por las bandas musculares evidenciadas por el esfuerzo, la piel ligeramente bronceada reluciente de sudor Adoraba aquellas tardes despreocupadas que podía pasar en aquel ambiente, desahogando con el esfuerzo físico la peor parte de sí mismo.

Observaba despreocupado los cuerpos envueltos en adherentes chándales de colores llamativos.

Ávido investigaba los cuerpos y las almas en contraluz de aquellas muchachas, seguía sus movimientos, las expresiones de los rostros, los cabellos que flotaban en el aire, por millones, los innumerables fragmentos de vida que nunca conocería.

En el banco de al lado, mientras tanto, ocupó el puesto uno de sus compañeros de universidad con el que, a menudo, se encontraba también en el gimnasio: Claudio.

« ¿Qué haces? Siempre babeando detrás del sexo opuesto, ¿eh? »

Ante aquellas palabras Claudio había fijado la mirada en una muchacha flexible que rellenaba perfectamente unos leotardos de color verde agua.

«Bueno, ¡te tengo que dar la razón! Aunque yo no crea en Dios, en ciertos momentos debo admitir que debe existir algo realmente bueno y misericordioso para dar vida a criaturas tan hermosas»

Claudio era un muchacho muy susceptible a la fascinación femenina.

Mientras continuaba levantando pesas por encima de la cabeza, Guglielmo miraba a un grupo de cinco muchachas que hablaban entre ellas, gesticulando ligeramente.

«Sabes. Cuando era pequeño me gustaba mucho estar en la habitación donde mi madre recibía a sus amigas. Me gustaba la manera en que ellas, olvidándose de mi presencia, hablaban libremente sobre hombres, sin pudor, sin tapujos; hablaban de lo fácil que era predecirles y engatusarles. Estaba totalmente fascinado por esas conversaciones y todas las veces me prometía no convertirme, al crecer, en un hombre como los de sus charlas. Me sentía casi obligado a no desilusionar a las mujeres debido a que me habían permitido conocerlas desde dentro. Luego he aprendido que a una mujer le gusta un hombre también por todas las cosas que no consigue entender, incluso por los puntos de incomunicación, también porque estamos aquí mirándolas como si fuesen dulces en el escaparate de una pastelería, con la boca que se nos hace agua.»

«Tú, Guglielmo, ¿eres tan sentimental y filosófico que me quieres hacer creer que observas a estas bellezas sólo con ojo clínico, para enriquecer tu conocimiento del universo femenino? »

Claudio se esforzaba por mantener una expresión seria: para él era difícil, si no imposible, concebir un interés distinto del sexual por una mujer. Una risotada aclaró de nuevo a Guglielmo la opinión que tenía Claudio sobre el tema.

«Siempre el mismo: tú venderías tu alma para trabajar de ginecólogo, sólo para a mí, de las mujeres me gusta todo, también la cabeza, sus pensamientos, y me gusta, sobre todo, no desilusionarlas, me gusta darles lo que desean de mí. »

Guglielmo era un joven con grandes esperanzas: alto, los cabellos oscuros ligeramente ondulados, la tez dorada, las piernas torneadas y largas sostenían un físico delgado, pero no esquelético. Tenía los dedos largos y armoniosos que terminaban con una uñas lisas y grandes como almendras peladas.

Una vez en un mercadillo una gitana le había leído la mano y se había quedado fascinada por esta característica suya, confiándole que las uñas tan grandes se desarrollan en sujetos que había tenido que luchar con la vida y contra la muerte.

Guglielmo no le había dado mucha importancia a la charla de una mujer habituada a inventar historias para vivir. En su memoria no había ningún rastro de ninguna lucha por la supervivencia. Aquella gitana, sin embargo, se había despedido de él con una afirmación que recordaba perfectamente: Nadie recuerda ciertos sufrimientos; se deslizan silenciosamente en la sangre, en caso contrario todos estaríais destinados a la locura o a la condenación

Dos

Angelica era una mujer apacible.

Su carácter resaltaba sin menoscabo de su aspecto físico: delgada, casi grácil, las manos delicadas, las uñas rosadas, pequeñas y perfectas como minúsculos pétalos de rosa, observaba el mundo con los ojos azul cielo y un alma limpia.

A menudo su edad resultaba indescifrable, un secreto escondido y cambiante: durante un instante parecía una joven e indefensa cervatilla que se asomaba por primera vez a la vida con paso incierto, poco después aparecía la alta columna de un templo antiguo y con historia, irresistible, estable, con la memoria milenaria de los hechos de los que había sido mudo testigo.

Ella y su marido Filiberto vivían en una magnífica casa llena de molduras, de cuadros de colores sombríos, de cortinas pesadas y drapeadas, de adornos que habrían podido contar por si solos la historia de casi todos sus antepasados.

Su existencia era tranquila, casi fuera de lo común.

Angelica amaba a su marido y él, aunque era poco propenso a dejar traslucir sus sentimientos, intentaba apoyarla en todos sus caprichos, en todas sus necesidades.

Filiberto había demostrado el amor que lo ligaba a su mujer en distintas ocasiones pero aquella que ella había apreciado más se remontaba a veinte años antes.

Era una noche oscura con una luna pavorosamente grande, cuando a su puerta llamó una mujer embarazada con la mirada aterrorizada. Llevaba entre las manos un paquete andrajoso del que provenían unos gemidos.

«Haceos cargo de este pequeño, su madre no puede lo ha abandonado ha muerto y yo no tengo ya fuerzas para llamar a otra puerta, dentro de poco tendré que traer al mundo a mi hijo alguien os lo agradecerá. Su nombre es Guglielmo. Sólo os pido una cosa: no contéis jamás a nadie esto jamás.»

Angelica no había conseguido nunca terminar un embarazo: parecía que su físico rechazaba llevar el peso de una nueva vida. Aquella extraña visita, en esa extraña noche, había sido para ella como un mensaje divino escrito con letras de fuego en el cielo.

Con la llegada del pequeño Guglielmo, Angelica había comprendido que había llegado la hora de poner fin a una serie de fallidos intentos de engendrar un niño. Se sentía tan dañada de cuerpo como de mente Seguramente, pensó ella, Guglielmo había sido un premio, un bombón, un calmante para sobrevivir al dolor que la percepción de su deficiente predisposición a concebir hijos le causaría.

Angelica cogió de los brazos de aquella desconocida a aquel pequeño, sin decir una palabra, sin saber nada de lo que había ocurrido nueve meses antes, ni aquella noche. La desconocida se fue, con un andar fatigado por el peso de la vida que custodiaba, en la noche que casi la envolvía furtivamente, con sus manos enguantadas, sin hacer ruido. Antes de desaparecer por completo engullida por las tinieblas fue sacudida por una violenta contracción que la obligó a echarse a tierra. Buscó con la mirada la puerta todavía abierta de la que salía una luz tenue que perfilaba con claridad la figura de la mujer con el largo camisón con el niño, todavía envuelto en los trapos que lo habían visto nacer, estrechado entre los brazos, y de aquel hombre de espesos y oscuros bigotes que estaba a su lado con la mirada recelosa.

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