El Dios Escandaloso - Guido Pagliarino 2 стр.


No sé si el lector ha advertido que Juan Evangelista, por lo que parece no se ha acordado de quitarle el mandil a Jesús: mientras que al aprestarse a servir a sus amigos Cristo se levantó, se quitó la ropa (símbolo de su muerte corporal) y se puso la toalla-mandil a la cintura, tras terminar la acción se vuelve a poner la ropa (símbolo de la resurrección de su cuerpo, en forma gloriosa y espiritual, como dice el Nuevo Testamento en la Primera Carta a los Corintios paulina) y vuelve al comedor, pero el mandil, no se lo quita en ningún momento. Es verdad que esta omisión se ha advertido en la exégesis bíblica (cf. Alberto Maggi, texto de su conferencia «Il Dio impotente», cit.) que ha evidenciado su importancia teológica: no es en realidad un olvido, que tanto San Juan como los demás evangelistas hayan omitido o insertado por casualidad, sino que es a su vez un símbolo, no solo sutil, en su discurso, como el quitarse y volverse a poner el manto, sino que en el hecho de omitir emblemáticamente que se quite el mandil con el que ha lavado los pies de los discípulos. Jesús nunca se lo quitará, porque Él siempre estará al servicio de los hombres, no solo como hombre en su vida terrenal, sino asimismo como Dios: se ha despojado de la apariencia de su majestad infinita para servir a los hombres, hijos del Padre y sus amigos fraternos. En otro lugar del evangelio de San Juan se lee: «Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre» (Jn 15:15). He escrito la apariencia porque en el servir por amor, hay que destacar verdaderamente, no hay humillación, sino elevación, como Jesús ya ha explicado a los apóstoles en el evangelio de San Marcos (Mc 9:35), antes de la última cena: «Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos». Cristo atestigua así que su majestad divina se basa en el amor y, por tanto, si el ser humano quiere divinizarse en Él, el Dios-Hijo, debe a su vez servir al prójimo, exactamente igual que Él. Jesús no hace nada por sí mismo, se lo ha visto hacer al Padre, que, para el cristianismo, constituye con el Hijo y el Espíritu Santo un único y solo Dios.

El Espíritu Santo, según el misterio trinitario cristiano, es tanto Espíritu del Padre que ama al Hijo como Espíritu del Hijo que ama al Padre, pero se distingue en cuanto es verdadera Persona divina y no sentimiento, en cuanto es Amor infinito y lo infinito solo es divino. Además, este Amor infinito se desborda, según la teología cristiana, sobre los seres humanos, llamados a la divinización en lo eterno en la persona del Hijo glorioso, gracias al sacrificio del mismo Hijo encarnado.

Cristo procede de la Primera Persona y es Dios único con el mismo Padre y con el Espíritu Santo. Dice a sus discípulos: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14:9); «El que cree en mí, en realidad no cree en mí, sino en aquel que me envió. Y el que me ve, ve al que me envió» (Jn 12:44-45). Por tanto, el lavado de pies se desarrolla en primer lugar desde el Ser del Padre, en el sentido de actitud espiritual, de que servir al hombre forma parte de su propia esencia. Es algo inusitado, incluso escandaloso en tiempos de Jesús, según la Ley de la élite de Israel, es decir, quienes pertenecen o se mueven en torno al templo y el sanedrín, una especie de senado político y religioso en Jerusalén. Estos enseñan que Yahvé es el legislador y juez omnipotente, la suma majestad que ni siquiera puede nombrarse, la divinidad a la que todos deben servir incondicionalmente con temor y afirman que, si alguien traiciona ese deber, Dios lo castiga, en primer lugar, enviando desgracias y enfermedades al propio infiel y a sus descendientes y luego no concediéndole la vida eterna.

Sin embargo, no todos los jefes de Israel creen en la supervivencia después de la muerte: solo los miembros del partido de los fariseos. La idea de la resurrección de los muertos no es muy antigua, solo apareció entre los hebreos hacia el siglo II a.C, y todavía en los tiempos de Jesús el vértice de la élite religiosa de Israel, es decir, los saduceos, de cuya secta vienen los sacerdotes del templo de Jerusalén, piensa que premios y castigos, tanto para el afectado como para sus descendientes, se dan en esta vida y que después de la muerte no hay nada. La vida eterna es un concepto estrictamente fariseo y de la secta de los fariseos pasó al pueblo y es en esta tradición en la que se inserta, innovando, Jesucristo, que, según el cristianismo, es el primero entre los resucitados y la causa de la resurrección de todos los demás.

Antiguamente, la impresión común era que la lepra era la peor de las enfermedades, no solo porque en aquel entonces era incurable, sino también porque se consideraba un castigo divino por los pecados más graves. La Torah, es decir, la Ley hebrea, Impone al leproso un aislamiento absoluto del resto del pueblo. Es un marginado que, al salir a la calle, debe gritar a todos su estado, para que se retiren a su paso, no solo para no contagiarse, sino, ante todo, sino para que no se produzca una impureza religiosa y no se pueda volver a adorar a Dios en el templo, salvo después de una larga serie de actos de purificación: el orden se había invertido con el paso del tiempo y el verdadero objetivo, la salud general, que había sido cubierto por la religión por los antiguos sacerdotes para favorecer la obediencia de la norma, se convirtió en secundario, de forma que el medio se convirtió en fin. Por tanto, en los tiempos de Jesús, el leproso se veía como un pecador imperdonable y ya muerto para la sociedad. Cristo, al iniciar su vida pública, de una señal primera y muy fuerte de que es realmente Dios curando a un leproso y, además, aun siendo este impuro según la mentalidad vigente, lo toca, siendo intocable, con gran escándalo de los biempensantes de aquel tiempo. Se empeña, en resumen, en dar la vuelta a la mentalidad social: Dios, por amor, se pone voluntariamente al servicio de los hombres y no pide que le sirvan, sino que le imiten; la pureza e impureza están en las decisiones buenas o malas y no en ninguna otra cosa. ¡Imaginémonos cómo pudieron acoger esta Revelación los sacerdotes y los escribas-fariseos! En el cristianismo, como dicen los Hechos de los Apóstoles: «El Dios que ha hecho el mundo y todo lo que hay en él no habita en templos hechos por manos de hombre, porque es el Señor del cielo y de la tierra. Tampoco puede ser servido por manos humanas como si tuviera necesidad de algo, ya que Él da a todos la vida, el aliento y todas las cosas» (Hc 17:24-25). ¿Dónde acabaría entonces el poder de los sacerdotes, que al trabajar en el templo actúan como intermediarios con la Divinidad? ¿Dónde el de los escribas, es decir, los doctores de la Ley? El Nuevo Testamento en la primera epístola de San Pedro, no dice que la Iglesia es enteramente un pueblo de sacerdotes: «Vosotros, en cambio, sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pd 2:9). Como todos los cristianos forman parte de la Iglesia, por tanto, todos son sacerdotes, e incluso el creyente laico puede dirigirse directamente a Dios, ya no hay necesidad de intermediarios poderosos y a sueldo, como en Israel. Con el cristianismo ya solo existe la figura del presbítero, literalmente el anciano, el único habilitado por la Iglesia para consagrar la Eucaristía, pero ya no la del sacerdote que ofrece animales en sacrificio a Yahvé en nombre de los fieles. En la Eucaristía, el cristiano creyente y practicante se siente y está realmente en comunión directa con Dios: hablo de católicos y ortodoxos y en general aquellos fieles que creen en la presencia real de Cristo resucitado en el pan y el vino consagrados.

Normalmente los protestantes consideran la Eucaristía como un simple recuerdo de la última cena de Jesús. No lo luteranos, ya que, para Lutero, Cristo estaba realmente presente en la propia Eucaristía, según lo que llamaba la consustanciación: para él, la sustancia del pan y el vino permanecía invariable, pero a ella se añadía la presencia real de Cristo tras la consagración.

Este Dios que ama sin condiciones es una idea perturbadora que libera finalmente del temor y llena de alegría a los miembros de la primera Iglesia, pero que es tan contraria al sentido común que, después de un tiempo no muy largo, se nubla en no pocos cristianos, a pesar de estar tan claramente escrita en el Nuevo Testamento.

Un Dios mal entendido

Todavía hoy hay creyentes que entienden a Dios más como se concebía antes del cristianismo que como lo presenta Jesús en los evangelios: no el Dios que llena de maravilla porque es totalmente distinto del que concibe la mente humana, sino dibujado a imitación del egocéntrico del hombre. En el fondo, Dios es concebido por esos cristianos como el Yahvé irritable y a menudo ofendido de muchos versículos del Antiguo Testamento (aunque la figura del Dios amoroso no está tampoco ausente en él, como he indicado en la obra ya citada El viento del amor: Una aproximación histórica a la revelación progresiva del Dios-Amor en el Primer Testamento.

Si parte de los fieles ven a Dios como la severa y a veces airada Divinidad presentada en los acontecimientos veterotestamentarios, entre los ateos, término, por otro lado, bastante genérico,7 hay quienes imaginan además que el Dios de los cristianos no es muy distinto de un Zeus o un Baal, o sea, como un dios pagano que desprecia a los seres humanos y está siempre listo para castigar a quien no rinda culto a la perfección o destaca por cualquier buena cualidad. Para estas personas, Dios no existe, porque, si existiera, sería, por tanto, solo un tirano prepotente para los hombres, amenazándolos con el infierno por cualquier error y, por tanto, al ser por el contrario Dios perfecto por definición y, por tanto, bueno, para ellos Dios no puede existir.

Encontramos una mentalidad similar en una categoría particular de creyentes, la de los adoradores del diablo, quienes, a diferencia de los anteriores, creen en la existencia de Dios, pero, entendiendo mal su figura, como los primeros, y, en nombre de una presunta libertad del tirano divino, eligen acabar en la muerte eterna: exactamente en el infierno. Este se entiende normalmente, al contrario que en ateos y agnósticos, no como la privación de Dios (es decir, la nada, porque todo existir está en Dios), sino literalmente, al estilo de Dante, por decirlo así.

Estudios derivados del Vaticano II han despejado lugares comunes que se habían acumulado a lo largo de los siglos, entre ellos entender obligatoriamente el infierno al pie de la letra. Pero resulta lamentable que estos argumentos se hayan difundido tan poco, incluso entre los creyentes. He intentado en su momento hacerlos menos desconocidos en el ensayo La vita eterna Saggio sullimmortalità tra Dio e luomo, Prospettiva Editrice, 2002. Está descatalogado desde hace mucho tiempo, aunque se puede encontrar la misma argumentación en otra obra mía bastante más reciente, editada por Tektime en libro y e-book: La transformación: Sobre el cuerpo glorioso espiritual y sobre la nada eterna infernal.

En el fondo, esta idea de una divinidad autoritaria y las sociedades jerárquicas humanas que brotaban en el pasado y todavía derivan en cierto monoteísmo no cristiano, no hacen más que reflejar la situación que es la norma para los animales en la naturaleza: la manada bajo el jefe de la manada, las abejas estériles al servicio de la abeja reina productora de huevos, etcétera. Se trata de aspectos naturales con los que el seguidor de Cristo debe guardar distancia si quiere ser verdaderamente cristiano. La encarnación de Cristo lo ha liberado de la esclavitud de su parte animal egocéntrica, de aquel pecado original que lo impedía ascender a Dios, porque lo inducía a considerarse el centro del mundo y a defender, justamente como un animal, su territorio exclusivo. Si se mira bien, esta toma de distancia de la animalidad debería valer, prescindiendo de un credo religioso, no solo para los seguidores de Jesús, sino asimismo para cualquiera que desee que su vida sea más serena, es decir, yo diría que para todos.

Por otro lado, el mito roussoniano del buen salvaje en la buena madre naturaleza no está aún en vías de extinción, a pesar de la idea contraria de muchas mentes geniales, incluidos no creyentes, como la de Leopardi, para quien, como es sabido, la naturaleza era una mala madrastra. Giacomo Leopardi, como ya he indicado en el prólogo, era un gran lector del libro del Eclesiastés, del Antiguo Testamento, según el cual todo es vano e incluso el hombre es vanidad destinada a desaparecer como todo lo demás. Estaba bautizado, pero no era creyente, mientras que solo a la luz de Cristo Salvador tiene un sentido claro la inserción del Eclesiastés en la Biblia cristiana, para indicar cuál sería la situación del hombre sin Cristo. Sin embargo, si falta Su luz, el Eclesiastés puede inducir al pesimismo: este es uno de los motivos por los que el cristiano debe estudiar primero a fondo el Nuevo Testamento y luego pasar al Antiguo.

Ya que, según el judaísmo y el cristianismo, para el Creador todo lo creado es bueno y bello, como afirma el mismo Dios al inicio del Génesis, nos podríamos preguntar: ¿No es posible que esto esté en contradicción con cuanto se ha dicho a propósito de la animalidad en el hombre que debe refrenarse por medio de su espiritualidad? La respuesta es negativa: por el contrario, la doctrina (al menos para los católicos desde el Concilio de Trento) es que, a pesar del bautismo, queda en el cristiano la llamada concupiscencia, es decir, la actitud natural de satisfacer el egoísmo propio. ¿Por qué queda? Porque es gracias a este instinto animal por lo que el ser humano puede elegir pecar en vez de amar, por lo que es libre y no un títere y la libertad es bien, mientras que sería malo ser un fantoche, aunque sea gozoso. Volveremos sobre esto en la siguiente sección. Se puede añadir de inmediato que, por otra parte, hay seres humanos que preferirían ser más bien tontos que sufrir psicológicamente las dificultades de la vida, personas que, para olvidarla, pueden buscar aturdirse con el abuso del alcohol o de drogas. Sin embargo, persiste el hecho de que la libertad es un bien en sí mismo.

Hay que evitar entender literalmente esos pasajes del Génesis en los cuales, al pecar, Adán destruye su equilibrio y el de la naturaleza en la cual había sido creado y de la cual Dios estaba satisfecho al inicio, pero ya no después del pecado. En realidad, la interpretación más reciente de ese mismo pasaje considera que el inspirado autor anónimo quiso simbolizar en la felicidad del Edén de Adán y Eva esa buena sociedad que nunca ha existido, pero que existiría si los hombres no pecaran: el pecado de Adán, que equivale al del Hombre, es el arquetipo de los todos los pecados de los seres humanos de todos los tiempos, así que, sustancialmente, el autor nos invita a construir un paraíso terrestre aquí y ahora rechazando el pecado.

El dios Casual: ¿Por qué el dolor?

Como indica Rémy Chauvin, biólogo docente en la Sorbona y ya director del Centro para la Investigación de Francia, en su interesante obra Dios de las hormigas, Dios de las estrellas,8 la violencia en la naturaleza con el animal que devora a animal (y, añado, hombre que agrede a hombre cuando se abandona al instinto bestial) «empuja a muchos hacia los altares del dios Casual, igualmente cruel, pero al menos no inteligente. Se trata de una objeción enorme, que nos tortura desde hace milenios. Mentes excelsas se han ocupado del problema y han concluido que todo el sufrimiento deriva de la finitud de la materia. Es el ser incompletos lo que genera el dolor: un animal debe nutrirse para sobrevivir y, al hacerlo, muy a menudo devora a otros «animales» y aquí Chauvin pone sobre la mesa los autótrofos, bacterias que, caso único, se nutren de minerales y no de otros seres vivientes. Plantea así al lector la pregunta retórica: «¿Por qué el Constructor no ha creado solo seres autótrofos?» La respuesta que da se concilia muy bien con el cristianismo. Responde que «esto se debe a que la inteligencia, que se configura como uno de los objetivos esenciales de la evolución, no habría podido desarrollarse si no es en heterótrofos (como el hombre N. del a.) () Si el Constructor ha podido tolerar el sufrimiento tanto animal como humano para que el cosmos pudiera dar a luz la inteligencia, eso quiere decir esa es realmente una cualidad esencial».

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