Mientras hablaba de esta manera había abierto un arcón y había dado a la nieta un antiguo manuscrito, en el interior de un estuche de piel negra sobre el que estaba grabado un pentáculo, una estrella de cinco puntas inscrita en un círculo. Era el diario de la familia que pasaba de madre a hija, en este caso de abuela a nieta porque la mamá de Lucia había muerto cuando ella era todavía muy pequeña. El diario en que cada bruja incluía sus experiencias, los sortilegios inventados, las curaciones hechas, las experiencias mágicas que cada una de ellas había podido experimentar, de manera que el conocimiento y la sabiduría aumentasen con el tiempo. Lucia había comprendido que ahora ya era capaz de controlar los cuatro elementos cuando, concentrándose, conseguía materializar una esfera semi fluida que fluctuaba entre sus manos unidas en forma de copa, apartándose de sus palmas un poco. La esfera no era otra cosa que su espíritu, una mezcla de colores que, girando, en ciertos momentos, se mezclaban entre ellos produciendo infinitas tonalidades, en otros se dibujaban como si cada elemento quisiese recuperar su naturaleza y separarse de los otros. Reconocía el aire por el color amarillo, la tierra por el color verde, el agua por el color azul y el fuego por el color rojo. Podía ordenar a cada uno de esos elementos que hiciese lo que su mente deseaba, para el bien o para el mal. Si, por ejemplo, quería utilizar el fuego, su mente seleccionaba aquel elemento y desde la esfera podía partir una bola de fuego, más o menos grande, según sus exigencias. Encender el fuego en el brasero era lo más sencillo del mundo: bastaba con que la leña estuviese dispuesta para ser encendida, una pequeña bola ígnea era dirigida por Lucia hacia ella y enseguida tenía un bonito fuego crepitante. Pero aquellos poderes también podían ser peligrosos. Un día, una chavalita de su misma edad, llamada Elisabetta, la había apostrofado por la calle, burlándose de ella porque ya había cumplido quince años y ningún joven le había prestado atención.
Dicen que eres una bruja, ningún hombre te querrá, porque las que son como tú hacen el amor sólo con el diablo. El hecho es que, aquel con quien os apareáis, no es el diablo sino el cabrón de Tonio, el labriego que tiene las tierras más allá del río.
Lucia le lanzó una bola de fuego tan grande como nunca la había hecho hasta el momento y los vestidos y los cabellos de la desgraciada se incendiaron. Luego invocó al aire, levantó los brazos sobre la cabeza y, con movimientos circulares de los mismos, dio origen a un remolino que se separó de ella en dirección a la otra muchacha. El viento alimentó aún más las llamas, Elisabetta sintió el dolor lacerante sobre su piel y comenzó a chillar. Entonces Lucia se acordó de las recomendaciones de la abuela y sintió piedad por aquella impertinente. Invocó al agua e hizo desencadenar un imprevisto chubasco, luego pidió a la tierra que le suministrase unas hierbas para hacer una cataplasma para aplicar sobre las quemaduras de la muchacha. Después de todo, no había sucedido nada grave, la muchacha sólo tenía la túnica medio quemada y la piel enrojecida, ni siquiera se habían formado ampollas. Tendría que cortarse el pelo, dado que los que le quedaban se habían encrespado de tal manera que la hacían parecer un puerco espín, pero ya le crecerían.
No te cruces más en mi camino, la próxima vez podría no conseguir frenarme.
Bruja, te denunciaré a las autoridades. Acabarás ardiendo viva. En la hoguera. En la plaza pública. Y yo estaré observando mientras las llamas te consumen. ¡Bruja! ¡Bruja!
Aquellas palabras le trajeron a la mente la ejecución de la bruja Lodomilla, a la que había asistido de niña. Sin decir nada más y sin invocar otra vez a sus poderes, Lucia se alejó de aquel lugar, esperando que el posible relato de Elisabetta no fuese tomado en serio y volvió a casa, en el Palacio Baldeschi, un enorme edificio que se asomaba a la Plaza del Mercado. Se había acabado la ampliación del palacio hacía unos pocos años, sobre la base de una construcción que se remontaba a más de tres siglos antes, por la voluntad de su tío, el Cardenal Artemio Baldeschi, que además era el hermano de su abuela. La suntuosa mansión estaba ubicada entre la nueva iglesia de San Floriano y la Catedral. Ésta última era una magnífica iglesia de estilo gótico, embellecida por hermosísimas agujas en la fachada, por un interior amplio de tres naves, capaces de acoger a más de dos mil fieles. Por desgracia había sido construida sobre la base del templo de Júpiter y de las antiguas termas romanas, sin que, quien la había construido en su día, se hubiese preocupado mucho por afianzar los cimientos, dado que la construcción era inestable y se debería tirar para hacer sitio a una nueva iglesia dedicada al patrón de la ciudad, San Settimio, cuyas reliquias habían sido conservadas en la cripta de la antigua catedral. Por ahora, el Cardenal celebraba la Santa Misa cada domingo en la iglesia de San Floriano y había conseguido también que el convento anejo, que debía ser destinado a los frailes de la orden de los Dominicos, se convirtiese, en cambio, en la sede del Tribunal de la Santa Inquisición, siendo él el Inquisidor Jefe. Los dominicos habían sido relegados a un convento en el valle, realizado en una vieja construcción del siglo XII, cerca de la iglesia de San Bernardo y del convento de las hermanas Clarisas del Valle.
A Lucia se le encogió el corazón cuando, después de pasados unos días, fue llamada por su tío abuelo Artemio3 a su estudio, en la otra ala del palacio, diferente a la que habitaban ella y su abuela. El estudio del tío era una habitación enorme, amueblada de manera espléndida, las paredes embellecidas con tapices, el suelo recubierto en parte con una enorme alfombra. Toda una pared estaba ocupada por una librería que contenía textos sagrados y profanos, manuscritos de encomiable factura y algunos textos impresos, entre los que se encontraba una copia de la Divina Comedia de Dante Alighieri, realizada algunos años atrás por Federico Conti en su imprenta de Jesi. Lucia habría dado cualquier cosa por poder consultar esos textos pero siempre se lo habían prohibido taxativamente.
El olor de los terciopelos que recubrían sillas y butacas contribuían a convertir el aire de la estancia en pesado e irrespirable, casi al límite de la asfixia. Las ventanas que daban a la plaza permitían al Cardenal dar una ojeada al corazón neurálgico de su ciudad, manteniendo bajo control a sus ilustres conciudadanos, pero siempre estaban cerradas herméticamente para impedir a los ruidos de la plaza y de las calles molestar la concentración del más alto prelado del lugar. El cargo cardenalicio le permitía estar por encima de cualquier otro cargo político, pudiendo impugnar incluso cualquier decisión del Capitano del Popolo que residía en el cercano Palazzo del Governo. El poder que le había conferido el Papa Alessandro VI y que había sido confirmado por sus sucesores, Pio III, Giulio II y Leone X, era, de hecho, respetado y temido por todas las otras autoridades locales.
El Cardenal ofreció la mano anillada a la nieta para que la besase, luego la invitó a sentarse en una de las imponentes sillas dispuestas enfrente de su escritorio.
Lucia, mi querida sobrina, ya no eres una niña y es el momento adecuado para encontrarte un hombre que sea un digno marido. Si en tu mente no hay ningún otro joven, querría proponerte al hijo del Capitano del Popolo, Andrea. Tiene veinte años, es un joven guapo y es muy bueno tanto cabalgando como utilizando las armas.
Se volvió hacia ella mientras limpiaba las lentes de sus gafas, de exquisita factura veneciana, con un pequeño paño. A la espera de que la joven respondiese, echó un poco de hálito sobre sus lentes, las frotó con cuidado con el paño y volvió a ponerse las gafas, mirando fijamente y de manera penetrante a los ojos de Lucia.
Lucia, mi querida sobrina, ya no eres una niña y es el momento adecuado para encontrarte un hombre que sea un digno marido. Si en tu mente no hay ningún otro joven, querría proponerte al hijo del Capitano del Popolo, Andrea. Tiene veinte años, es un joven guapo y es muy bueno tanto cabalgando como utilizando las armas.
Se volvió hacia ella mientras limpiaba las lentes de sus gafas, de exquisita factura veneciana, con un pequeño paño. A la espera de que la joven respondiese, echó un poco de hálito sobre sus lentes, las frotó con cuidado con el paño y volvió a ponerse las gafas, mirando fijamente y de manera penetrante a los ojos de Lucia.
El Cardenal, que frisaba los sesenta, a parte de los cabellos grises, era todavía una persona fuerte, robusta, alta y esbelta; los ojos marrones de mirada aguda resaltaban sobre la piel clara del rostro que, a pesar de la edad, no aparecía todavía surcado por arrugas evidentes. Sólo en aquellos raros momentos en que sonreía se le formaban, a los lados de los ojos, unas patas de gallo. Lucia sabía que no era aquel el motivo por el que había sido llamada e intentaba penetrar en la mente del tío para saber qué quería realmente, pero sus pensamientos estaban sellados detrás de barreras invisibles y muy resistentes. La abuela la había advertido, el tío Artemio formaba parte de la familia y, como todos sus miembros, estaba dotado de poderes quizás incluso más fuertes que los de todos ellos. Sin embargo, aparentemente y a los ojos del pueblo, él había dedicado su viada a combatir la brujería y la herejía.
Si también él es un brujo, ¿por qué lucha contra sus iguales? le había preguntado un día Lucia a la abuela.
Porque es debido a sus derrotas que él consigue aumentar sus poderes. No le des nunca la espalda, nunca te fíes de él, si descubriese que eres una criatura con grandes poderes, aunque seas su sobrina nieta, no dudaría en condenarte a la hoguera y observar cómo te quemas mientras tus poderes se transfieren a él. Cuando estés en su presencia, no pienses, él lee tus pensamientos, incluso los más escondidos y además te impide que leas los suyos.
¡Y era verdad! En aquel momento Lucia estaba experimentando que no conseguía de ninguna manera penetrar en su mente, era como si no tuviese pensamientos, sin embargo debería tenerlos.
Debería saber si me gusta, conocerlo y entender si puedo enamorarme de él.
¡Enamorarse, menuda palabra! En las familias nobles como la nuestra uno se casa en base a un contrato. La familia encuentra un buen partido para la muchacha y ella honrará al marido que le han escogido. Pero quiero llegar a un pacto contigo. Yo y el Capitano del Popolo, Guglielmo dei Franciolini, organizaremos una fiesta en la que tendréis oportunidad de conoceros, tú y Andrea. Y ahora vete, ya te diré cuándo tendrá lugar la fiesta.
Sin responderle, Lucia se levantó de la silla y estaba a punto de irse cuando el Cardenal le dirigió otra vez la palabra.
¡Ah, me olvidaba! dijo, casi como si fuese una cosa a la que no daba ninguna importancia Me han dicho que hace algunos días has ayudado a una compañera tuya a la que se le habían incendiado los vestidos. ¡Brava! Nosotros, los Baldeschi, debemos distinguirnos en esta ciudad y mostrar que ayudamos al prójimo en cualquier tipo de circunstancias.
En ese momento Lucia tuvo la percepción de la mente del tío que estaba investigando los lugares más remotos de su cerebro. Todavía no conseguía imponerse no pensar pero intentó recordar la escena en su mente de manera distinta a cómo había ocurrido realmente. Perfecto, Elisabetta se había acercado a la hoguera que el maestro tintorero había encendido enfrente de su taller al comienzo de la bajada del Fortino, para poner a cocer la enorme cacerola con agua donde debería sumergir los tejidos para teñir con sus colores llamativos. Un trozo del sayal de la chiquilla había sido lamido por las llamas que habían ascendido en un santiamén y habían llegado hasta quemarle los cabellos. Por suerte, de repente se había puesto a llover y Lucia, que pasaba por allí por casualidad, había observado su piel enrojecida y había sacado del morral un frasco de ungüento a base de áloe vera y semillas de lino, un remedio natural para las quemaduras que preparaba la abuela.
¡Brava, estoy orgulloso de ti! repitió el Cardenal.
Lucia salió de la habitación esperando en el fondo de su corazón haber engañado al tío, aunque no podía estar segura.
Si sabe que soy realmente una bruja y tengo poderes que él podría envidiarme ¿qué hará? ¿Me tendrá bajo control hasta que no esté seguro de mis capacidades para, más tarde, enviarme sin piedad a la hoguera y observar como muero entre las llamas? Pero ¿entonces por qué me propone un marido? ¡Bah! Quizás es un juego político. Casar a su sobrina nieta con el hijo del Capitano del Popolo aumentará todavía más su poder temporal en esta ciudad, en la que aún muchos habitantes se proclaman gibelinos. No me asombraría que el tío quiera centralizar sobre él tanto el poder religioso como el político. Estate atenta, Lucia, y no te dejes embaucar ni por el tío ni por este joven Andrea.
Habría querido saber más sobre Andrea antes de conocerlo en la fiesta oficial. Quién sabe cuándo tendría lugar este evento. Si el tío lo había planteado, era seguro que no tardaría mucho en organizarlo.
Inmersa en sus pensamientos, atravesó el largo pasillo que la llevaba al ala del palacio en la que vivía. Ya en el fondo del pasillo descendió la escalinata, encontrándose en el piso de abajo, en el vestíbulo enfrente del portalón de entrada. Debería haber subido la escalera que había enfrente de ella para llegar a sus dependencias. A su derecha, a través de una puerta de madera, se podía acceder a los establos. Morocco, su corcel preferido, percibió su presencia y relinchó para saludar a la muchacha que fue tentada a empujar la puerta lo necesario para meterse dentro e ir a acariciar al negro caballo. Pero su atención fue atraída por otra puertecilla de madera que conducía a los subterráneos del palacio. Habitualmente aquella puerta estaba cerrada pero aquel día, sorprendentemente, estaba entreabierta. La abuela le había advertido más de una vez que no se aventurase en los subterráneos. Allí abajo había un laberinto en el cual era fácil perderse, representado por las calles y las estancias de las antiguas construcciones de la época romana. De hecho, todos los edificios más recientes apoyaban sus cimientos sobre las antiguas construcciones romanas. La curiosidad de Lucia era demasiado fuerte. Pensaba que si aquellos rincones, los que ahora eran túneles, galerías y bodegas, hubieran estado en un tiempo habitados, los espíritus de los antiguos habitantes podrían hablar con ella, contarle historias, confiarle sus miedos y sus sentimientos. A fin de cuentas el Palacio Baldeschi surgía justo coincidiendo con lo que en tiempos de los romanos era la acrópolis, el foro, el centro comercial y político de la ciudad. Allí estaban los templos, allí estaban las termas, un poco más allá, donde ahora se alzaba el novísimo Palazzo del Governo, había un enorme anfiteatro; más cerca, próxima a las murallas occidentales de la ciudad, la gran cisterna para el aprovisionamiento del agua.
Allá abajo habrá una oscuridad total, pensó Lucia. Necesitaré una fuente de luz.
Entró en el establo y dio dos caricias a Morocco que reclamó la zanahoria que la muchacha habitualmente le llevaba como regalo. Lucia la sacó del bolsillo y el animal se dio prisa en cogerla con delicadeza, con los labios, de sus manos. Acarició al caballo sobre el morro mientras buscaba con la mirada una linterna. La vio, la desenganchó del clavo en la que estaba colgada, comprobó que estuviese cargada de aceite, luego concentró su mirada sobre la mecha que, en unos segundos, se encendió. Reguló la llama al mínimo, salió del establo y se aventuró por las irregulares escaleras que se dirigían hacia las vísceras de la tierra. Aunque la Tierra era uno de los elementos sobre los que tenía el control, en ese momento le tenía un poco de miedo. Casi parecía que aquella escalera no terminaría nunca, de lo larga que era. Pero quizás era sólo una impresión de Lucia. Finalmente llegó con el pie al último escalón. Había mucha humedad allí abajo, a la muchacha se le estaba congelando el sudor encima y el aliento se condensaba en pequeñas nubecitas de vapor. Levantó la llama de la linterna. Había distintos pasillos, delimitados por antiguos muros de piedra y rústicos ladrillos. Uno, longuísimo, se perdía en la oscuridad delante de ella. La abuela le había dicho que existía un largo pasillo que podía ser utilizado durante los asedios para traspasar las líneas enemigas y procurar provisiones para el pueblo asediado y armas para los defensores de la ciudad. Tal pasadizo rebasaba incluso los alrededores de la residencia de campo de la familia Baldeschi, al comienzo del camino para Monsano, una población situada a algunas leguas de distancia de Jesi y desde siempre un aliado histórico de nuestra ciudad. A su derecha, un pasadizo llevaría hasta los subterráneos de la catedral, quizás incluso hasta la cripta que acogía las reliquias de San Settimio. El pasadizo a su izquierda la podría conducir tanto a la base de la iglesia de San Floriano como a la antigua cisterna romana. Quién sabe si ésta última estaba todavía llena de agua, se preguntaba Lucia. Decidió ir hacia su derecha, hacia los subterráneos de la Catedral y, en poco tiempo, se encontró en una pequeña capilla cuadrada. Cuatro estatuas de mármol blanco, sin cabeza, a modo de columnas, sostenían la bóveda de crucería de la capilla. Con toda probabilidad eran estatuas que, en su momento, habían embellecido las termas romanas. Privadas de las cabezas, que yacían acumuladas en un ángulo escondido y oscuro, habían sido utilizadas, por quien había proyectado la catedral, como columnas. En el centro de la capilla, debajo del arco sujetado por los arcos góticos, un pequeño altar de piedra hacía de marco a una teca que contenía las reliquias del primer obispo de Jesi, Settimio. El santo, como muchos cristianos de la época, había sido martirizado por orden de las autoridades romanas. El gobernador romano que dirigía la ciudad de Jesi había ordenado su decapitación, después de que Settimio hubiese convertido al cristianismo a gran parte de la población, incluida la hija del mismo gobernador. Settimio había sido considerado un peligroso enemigo del Imperio de Roma y ajusticiado. Los huesos habían sido robados por los primeros cristianos para salvarlos de la profanación de los paganos y escondidos tan bien que, durante siglos y siglos, nadie supo donde estaban. El santo fue decapitado en el año 304 y sus restos mortales fueron encontrados sólo después de 1.165 años en Alemania. Por consiguiente, habían sido devueltos a aquel lugar de culto sólo unos cincuenta años antes.