Las Escuelas De La Sabiduría Ancestral - Juan Moisés De La Serna 2 стр.


De repente encontré delante de mí una pequeña piedra que me llamó la atención porque resaltaba entre las demás por su forma puntiaguda. Recogiéndola comprobé que era suave y fría, parecida al cuarzo, pero de gran brillo que contrastaba con su intenso color negro. Aquello me devolvió a un tiempo anterior, en que era aún muy joven y tenía grandes aspiraciones en la vida, hasta que llegué a las Escuelas, aquellas que suponían el principio de todos mis sueños y que tanto significó en mi vida. Si alguien me hubiese prevenido sobre todo lo que iba a vivir, no le hubiese dado crédito alguno.

Ha sido una sorprendente vida, llena de altibajos, pues surgiendo de una modesta posición, como era la de ser hijo de cabrero, he llegado hasta lo más alto de la escala social, siendo requerido a su servicio por reyes e incluso el propio faraón, quien depositó en mí su confianza, hasta llegar de nuevo a las humildes condiciones en que me encuentro ahora.

Nada ni nadie hacía augurar que tuviese tanto éxito en mi empresa, ni tampoco que una vez alcanzado, aquello que era la cúspide de la sociedad moderna, se convertiría en tan poco tiempo en un banal recuerdo, del que ni siquiera quedaría constancia escrita, pues así lo disponía el edicto faraónico, el mismo por el que se nos despojaba de toda posesión presente o futura y se nos condenaba a persecución y muerte. Una vida llena de logros y éxitos que ahora ya no importaban a nadie y que únicamente permanecían en mi memoria.

Una feliz época dorada que muchos querríamos volver a disfrutar, pero el pueblo, el gran beneficiado de nuestra labor, ahora nos teme y desprecia, envenenado con insidias y falsas acusaciones que han calado rápidamente en su ánimo, todo ello perpetrado y alentado desde el poder actual, para perseguirnos y exterminarnos.

Quizás se debiese a mis muchas facultades, pero fui uno de los pocos a los que le ofrecieron indulgencia a cambio de servir al nuevo faraón, una gran oportunidad de permanecer en el poder, para lo cual únicamente debía de renunciar a las creencias y valores que habían guiado mi vida hasta ese momento.

Algún otro en mi posición no se lo hubiese pensado demasiado y aceptaría sin miramientos el acuerdo, considerando un precio adecuado por su vida, pero para mí la pompa y la gloria no eran sino atributos de mi puesto, al cual estaba entregado por completo. De consentir aquel arreglo me sería restituido todo aquello que por derecho me correspondía según mi cargo y mi vida serías salvada, mientras el resto de mis hermanos la perdían, quedando únicamente como una marioneta al servicio de un nuevo señor, sin potestad de decisión ni autonomía de acción, teniendo que abandonar mi importante función que beneficiaba al pueblo, para hacerlo únicamente para un solo hombre, que se ha autoproclamado faraón.

En definitiva, sería un esclavo en una jaula de oro. Creo que mi vida, de esta manera, no vale nada. Es por eso por lo que no pude renunciar a todo lo que creo y lo que doy, a pesar de las múltiples advertencias e invitaciones. Por ello no tuve más opción que huir como los demás, antes de que el peso de la venganza y el arrebato se hiciesen dueño de nuestras vidas.

Quizás mi historia no tenga nada de particular y diferente a la de tantos otros que llegaron a estar al lado del poder, pudiendo saborear sus mieles, y lo perdieron todo por una u otra circunstancia. Puede que mi única peculiaridad fuese que no provenía de cuna noble, ni de una de esas familias acaudaladas que vivían en las grandes urbes.

Mi humilde origen se encontraba alejado de las conjuras y envidias, tan retirado del poder que nadie se sintió amenazado por mi existencia. Es lo que tiene vivir en las lindes del imperio, que todo parece ir más lento, donde las noticias de la capital llegan a cuentagotas e incluso los tributos que se han de pagar son menores, con lo que los aldeanos se sienten afortunados.

Por otra parte, la educación recibida por los ciudadanos alejados de la gran sociedad egipcia, es bastante deficiente. Apenas unos pocos de la aldea llegaban a ser diestros en grabar los símbolos en arcilla y después interpretarlos correctamente.

La mayoría se conformaban con fiarse en las palabras transcritas por los escribas que traían las caravanas, como forma de cerrar los pactos, o de los que provenían de la capital cuando llegaba la época de la recogida, para cobrar la parte correspondiente.

Los soldados que acompañaban al escriba garantizaban el cumplimiento íntegro del pago por parte de cada una de las familias. Ya que, de no querer pagar, eran apresados y llevados como esclavos a la capital, para ser vendidos al mejor postor, mientras se destruían y quemaban todos sus bienes.

Una exhibición innecesaria de fuerza, que buscaba con su presencia recordarnos a quien debíamos rendir tributo y pleitesías, como gracia por dejarnos vivir en nuestras propias tierras. Esa basta ciudad a orillas del gran río, ahora convertida en capital de los reinos del norte, que años atrás mandó sus más fieros ejércitos para conquistar a sangre y fuego toda ésta extensa sabana, dejándola yerma y casi sin habitantes, y de cuyo poder apenas queda un destacamento de soldados que se mantiene en un puesto próximo al paso del desfiladero en previsión de posibles invasiones.

Nadie parecía estar demasiado interesado en que mi pueblo progresase, más allá de dar hijos que pudiesen trabajar y producir lo necesario para entregar el tributo ciclo a ciclo, pagando impuestos cada vez más elevados, pues según decían los de la capital, gozábamos de una privilegiada paz, lo que nos debía permitir tener más cosechas y alimentos que poder entregar en fecha.

Pero no todos son desventajas por vivir en un sitio tan alejado de la imponente capital, donde trataban a los que vivían fuera de sus murallas como ciudadanos de segunda. Para aquellos que saben y quieren aprovechar las oportunidades que ofrece la vida, un lugar fronterizo podía resultar muy provechoso, sobre todo por el constante paso de caravanas que debían de atravesar nuestra aldea tras cruzar el desfiladero.

Gracias a nuestra beneficiosa posición estratégica, éramos los primeros con quienes comerciaban, lo que posibilitaba que tuviésemos todo tipo de abalorios y objetos decorativos, a la vez que finas telas, y todo ello a cambio de unas pocas provisiones y el uso del abrevadero por parte de las bestias de carga, antes de proseguir camino.

Lo que facilitaba que, con cada nueva caravana, pudiésemos tener contacto directo con culturas muy dispares, con sus propias lenguas y formas de actuar. Una ocasión inigualable para aprender lenguas extranjeras que superaba cualquier educación que mis congéneres de la capital pudiesen recibir.

Destinados a repetir generación tras generación la profesión de nuestros ancestros, arando con esmero la ruda tierra para arrancar de esta una exigua cosecha, que nos permitía sacar grano para preparar el pan que era el sustento fundamental de nuestra alimentación, así como para cultivar en la siguiente siembra, o pastoreando el escaso rebaño por los cerros próximos, que proporcionaban leche y carne para comer, a la vez que crías con las que negociar en la estación de las crecidas de los ríos.

Sin mayores aspiraciones que la de sacar adelante el pequeño negocio doméstico, para poder así alimentar a la familia, con el deseo de que los próximos impuestos no suban demasiado. Donde el lugar de nacimiento parecía establecer de antemano a lo que se dedicaría cada uno el resto de su vida.

Aunque siempre quedaban salidas para aquellos que no se conformaban con su humilde y predecible destino. Algunos optaban por dirigirse hacia la capital en busca de una mejor vida, llevándose con ellos los escasos víveres acumulados, así como el poco dinero que la familia había conseguido reunir a lo largo de los años, pensando que allí todo sería más fácil y que tendrían más oportunidades para trabajar y hacer fortuna, aunque luego nadie regresaba para contarlo.

Entre los jóvenes se decía que los pocos que partían debían de haberse hecho muy ricos y que, por ese motivo, ni se molestaban en volver a un lugar tan alejado y olvidado del imperio. Los más mayores, en cambio, sospechaban que las mieles de éxito no eran tan fáciles de conseguir, y estaban seguros de que más de uno no había regresado por no hacer pasar a su familia la vergüenza de haber perdido sus escasas pertenencias sin conseguir nada a cambio.

También estaban los que preferían probar suerte partiendo junto con alguna de las muchas caravanas que nos visitaban, ofreciéndose para limpiar y cuidar a sus animales de carga a cambio de comida y cobijo. Pero de estos tampoco volvió nunca nadie, quizás porque encontrasen una mejor vida, formando su propia familia, allá donde la caravana se dirigía o porque fuese víctima de ataques de los muchos maleantes que aguardaban el paso de sus presas para despojarles de cualquier dinero o metal precioso que portasen.

Existía una tercera opción, si es que se puede llamar así, esa que ninguna madre quería para sus hijos, pero que algunos jóvenes, quizás los más inconscientes, deseaban con fervor, ávidos de conocer nuevos lugares y con la esperanza de enriquecerse rápidamente. Hacer la guerra, convirtiéndose en soldados a las órdenes del imperio más grande y extenso jamás conocido, el cual siempre buscaba nuevas tierras que conquistar. Algunos se acercaban al puesto destacado junto al desfiladero para que les dieran instrucción militar, otros lo hacían a los soldados que guarecían las grandes murallas de la capital, incluso había quien se ofrecía a acompañar al escriba imperial en su infame labor de recaudar los pocos bienes que teníamos para mantener el alto estatus de opulencia y bienestar en la capital.

Para estos que escogían hacerse soldados de fortuna, nadie tenía buenas palabras, ni celebraciones comunitarias de despedida. Debían irse a escondidas, cuando nadie los viese, pues los más antiguos habían prohibido tal opción, sabiendo que se convertirían en perros de guerra, y que allá a donde fuesen destinados iban a llevar la desgracia de las armas.

Es por ello por lo que los que se habían ido a tal menester, nunca regresaban, pues eran muchos los que fallecían al servicio del faraón, en alguna de sus grandes contiendas, de las que únicamente se narraban las victorias y no el número de los valientes soldados que habían dejado su vida para conseguirlo. Además, tenían vetado volver al pueblo pues para su familia, y para el resto, era alguien impropio, que se había manchado las manos con la sangre de sus semejantes.

Cuando era yo muy joven y apenas acababa de cumplir la edad necesaria para empezar a trabajar, algo muy importante en mi aldea, pues suponía disponer de una mano más para ayudar en las tareas de recolección o pastoreo.

Como mi padre era pastor, tal y como lo fue su padre, y el padre de éste, a mí me tocaba serlo, y me empecé por encargar de las tareas más sencillas, sacar a pastar las pocas cabras que poseíamos.

La faena era simple, por la mañana temprano salía con los animales en busca de verdes prados en donde esperar a que comiesen para de emprender camino de regreso antes de que cayese el sol. Aunque vivíamos en un valle muy amplio, casi todo a nuestro alrededor eran montañas escarpadas, imposibles de escalar, situándose el pueblo cerca de la salida de un estrecho cañón, único paso posible de acceso desde las tierras fuera del imperio.

Habían sido muchos los ejércitos enviados a conquistar las tierras que se encontraban más allá de las montañas, pero ninguno lo había conseguido. Los pocos que regresaban hablaban de enemigos invisibles, aliados con las alimañas, que sin atacarlos conseguían repeler cualquier acometida.

En todo ese tiempo, el pueblo de las montañas, como también se les conocía, nunca habían iniciado ningún ataque, pues únicamente se habían limitado a defenderse y a repeler al ejército conquistador, es por eso, que desde la capital de los reinos del norte se decidió renunciar a sus tentativas de expandirse por aquellas tierras desconocidas, apostando un destacamento como medida de precaución por si algún día cambiaban de opinión. Aunque eran conscientes de que desconocían por completo la naturaleza de las armas de aquellos de las montañas que ni siquiera se mostraban, ni tan siquiera tenían idea sobre su número ni sus intenciones.

Pero lo único que llegaba por aquel desfiladero eran caravanas procedentes de lugares muy lejanos, que aprovechaban aquel paso natural para acercarse a los pueblos del imperio, y nunca refirieron de ningún pueblo en las montañas que les hubiese molestado.

Así que todo aquel que quisiera pasar por allí se veía obligado a descansar en nuestra aldea, ya que era el único lugar de avituallamiento de toda la zona. Extranjeros de tierras lejanas, cargados de materiales extraños que hacían las delicias de las mujeres de la aldea, con telas e indumentarias llamativas, llenos de serpenteantes brillos, portados por animales de largas patas y cuello encorvado, que nada tenían que ver con nuestras menudas cabras que al menor descuido se escapaban monte arriba y que tanto trabajo daban para devolverlas a su corral.

Es ahí, en medio del ajetreo interminable del trueque, entre abalorios y vasijas, cuando recibíamos noticias sobre el mundo exterior, a la vez que algunos intentábamos aprender más sobre sus extrañas lenguas y culturas. Los mismos que luego nos convertiríamos en los intérpretes para próximas caravanas lo que facilitaría el intercambio, pues si no, únicamente podíamos comunicarnos de forma muy rudimentaria y limitada mediante gestos, tal y como se habla con una persona que no goza de la facultad de oír.

Todo un privilegio para un joven como yo, que no tenía más futuro que el de cuidar de las cabras de la familia el resto de mi vida. Consiguiendo quedar excusado de mis tareas mientras hubiese alguna caravana en la que pudiesen requerir de mi traducción, escapando brevemente de la monotonía de sacar a pastar al ganado cada día, hiciese bueno o malo.

Un trabajo que implicaba pasar bastante tiempo alejado del pueblo, lo que me posibilitaba repetir una y otra vez aquel idioma que había oído durante el trueque. Quizás fuesen esos momentos de soledad o mi voluntad por aprender practicando continuamente, lo que me permitió ser seleccionado para las Escuelas.

La primera vez que oí hablar de ellas, fue en una reunión, como se solían hacer a la caída del sol una vez habían partido las caravanas, donde se juntaban, hombres y mujeres por separado, para comentar cómo les había ido con el trueque. Una de las mujeres dijo haber hablado con uno de los porteadores, que comentaba cómo se habían encontrado a una pareja de Maestros, que con caminar pausado recorrían las aldeas buscando pupilos para las Escuelas.

Aquello movilizó a los habitantes de aquel pequeño lugar como nunca había presenciado antes. En los días consecutivos, los niños fueron pasando uno a uno delante del principal del pueblo para ser probados, y con ello conocer quién poseía mayores cualidades para ser presentado ante los Maestros. Evaluándoles desde su rapidez en el correr hasta su puntería con la onda.

Nadie sabía con certeza en qué se fijaban los Maestros a la hora de escoger un nuevo pupilo, algunos decían que buscaban al más fuerte, otros al más rápido o al más audaz. Sea como fuere, todos querían que su hijo fuese el elegido, ya que era un gran honor para esa familia y para la aldea en general.

Cuando pregunté por aquellas Escuelas, nadie estaba seguro sobre su verdadero paradero, se creía que estaban escondidas en algún lugar remoto e inaccesible entre las montañas, pero únicamente podían acudir allí los niños y niñas previamente seleccionados, que habían destacado por alguna cualidad especial. Al parecer los encargados de buscar nuevos alumnos, eran muy estrictos con su juicio y podían pasar por varios pueblos antes de encontrar con alguien de su agrado.

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