Elio se sobresaltó y, luego, al reconocer la voz bromista del primo, se volteó y vio que un sonriente Libero estaba en la puerta con una bolsa y una bebida en la mano. Detrás de él, Gaia hincaba los dientes en un enorme croissant.
Del sujeto, ningún rastro. Desapareció tal como había aparecido. Desaparecidos él, su libro, su reloj y su bolsa.
Libero se sentó al lado de él, le pasó un croissant y se dio cuenta de que temblaba.
¿Pasó algo? le preguntó.
Creo que estoy un poco mareado por el tren mintió Elio.
Gaia entendió que su hermano estaba sufriendo una de sus crisis y se propuso hablar con Libero en secreto.
El resto del viaje fue tranquilo. Libero describió la fiesta de la cosecha que iba a tener lugar dentro de poco y en la que participaban los pueblos vecinos. Se iba a hacer al aire libre con bailes tradicionales, como la taranta, y también con bailes más modernos.
Elio miraba a la hermana y al primo y se preguntaba cómo habían hecho esos dos para sintonizarse tan rápidamente en el mismo canal. Pero estaba feliz de no viajar solo; todos esos sucesos extraños empezaban a preocuparlo. ¿Era víctima de un complot o debía empezar a dudar de su integridad mental?
Libero se agitó, era hora de preparase para bajar, había visto por la ventana la casa de la señora Gina, que había tomado como punto de referencia. El tren se detuvo, él cargó todas las valijas mientras Gaia abría la puerta del vagón y se lanzó. Estaba agitado como quienes, como él, viajaban muy poco.
Los habitantes del lugar le decían estación, pero era solo una parada. Las únicas comodidades era una marquesina con el techo agujereado y una máquina automática para comprar los billetes, siempre rota, que decía a toda persona que pasara: «Esté alerta: la estación no está vigilada, puede sufrir un robo».
Liber suspiró hondo y dijo:
Ahora respiró hondo. Bienvenidos a Campoverde.
Ya siento el perfume de los campos notó Gaia. ¿No, Elio?
Elio no advertía la diferencia con la ciudad y se encogió de hombros.
Elio, tú toma la valija de Gaia; yo llevo el resto ordenó Libero.
A Gaia esta actitud de caballero, que en otros casos la habría fastidiado, hecha con esa naturalidad, la divertía. Y se prestaba al juego. Tal vez, su evaluación inicial del primo había sido apresurada. No era tan tonto
Gaia y Libero pasaron delante de la máquina habladora que por enésima vez repitió la misma frase y, sonriendo, se dirigieron al paso subterráneo.
Elio tuvo que aferrar con las dos manos la enorme valija de Gaia para descender las escaleras del paso subterráneo y, de nuevo, para volver a subir. Esto lo dejó agotado.
Al llegar a los últimos escalones, usó todas sus fuerzas, convencido de que la tía lo estaba esperando con el auto.
Fuera de la estación, lo esperaba el estacionamiento vacío. Libero, con la prima a su lado, se dirigió hacia la izquierda por una larga calle estrecha y asfaltada lo mejor posible. Dos canales de agua separaban la calzada de los campos de maíz, de un lado, y los de trigo, del otro.
Elio, desesperado, mientras recuperaba el aliento, les gritó que se detuvieran. La hermana se volteó extrañada. Hacía años que no oía a su hermano hablar en voz alta, mucho menos gritar.
¿Dónde está el auto de la tía? preguntó Elio.
Ah, me olvidaba, me llamó antes, dijo que no podía venir a buscarnos porque Camilla, nuestra vaca, está por parir de un momento a otro y no puede alejarse.
¿Camilla, parir? ¿Cómo hacemos? preguntó Elio jadeando.
Quédate tranquilo, son solo cuatro kilómetros y ya llegamos a la granja agregó Libero en tono tranquilizador.
¿Cuatro kilómetros? fueron las últimas palabras de Elio.
¡Vamos, arriba el ánimo! ¡La valija de tu hermana hasta tiene rueditas! se burló Libero y, tras decir esto, retomó el camino.
A lo lejos se empezaban a vislumbrar las primeras casas del pueblo.
¡Ahí está! Esta casa con el cerezo es nuestra granja.
Libero indicó una casa rústica de color rojo veneciano con postigos verdes. Tenía un jardín delantero bellísimo muy cuidado y, en la parte de atrás, estaba el establo y las sogas para tender la ropa. Más allá, se extendían los campos.
¡Mamá, llegamos! gritó Libero, que soltó las valijas en el caminito y fue corriendo al establo.
La tía Ida salió a la puerta de la casa.
¡Mis sobrinitos! gritó de alegría.
Gaia le tiró los brazos al cuello. Elio se acercó agitado y le dio, por educación, un beso en las mejillas.
Ida había superado hacía poco los cincuenta años, pero su belleza aún no se había marchitado aun cuando ella no hiciera nada para resaltarla. Era delgada y de altura, bien proporcionada, y sus brazos y piernas tenían músculos marcados y fuertes que serían la envida de cualquier atleta. La dura vida de la granja era su entrenamiento diario. Su cabello era rubio y lo tenía recogido en una cola de caballo. La piel del rostro era clara y sus bellísimos ojos eran verdes, como los del sobrino
Mientras, Libero volvía del establo gritando con alegría.
¡Camila tuvo una hembra! ¡Más leche en el futuro!
La tía los invitó a entrar. La mesa estaba preparada y en el aire se sentía el buen aroma del almuerzo listo. Los chicos comieron con hambre. Gaia no paraba de contarle a la tía las emociones del viaje.
Después de almorzar, Gaia ayudó a la tía a ordenar la cocina, mientras Libero arrastró a Elio en un paseo por la granja pidiéndole, en realidad, ordenándole que lo ayudara en cada tarea.
Por la noche, la tía les explicó que iban a dormir en la sala, en el diván cama, hasta que arreglaran la buhardilla que sería su habitación por el verano.
Gaia se lanzó por las escaleras detrás de la tía para verla. Elio, en cambio, estaba trastornado por la enésima mala noticia.
Subieron hasta el primer piso, donde estaban las habitaciones de la tía, de Libero y de Ercole, el más chico, que estaba de campamento con los scouts. Ida le indicó la escalerita de madera que llevaba a la buhardilla. Ella no iba a subir, estaba cansada de subir y bajar; había ido varias veces en el día para abrir las ventanas y ventilar.
Mientras tanto, la tía se fue a su habitación para llamar por teléfono en secreto a su cuñada Giulia. Quería ponerla al tanto de la llegada de sus hijos.
Giulia no dejó que el teléfono sonara más de dos veces.
Hola, querida, ¿cómo estás? le preguntó Ida.
Bien, pero cuéntame cómo fue todo.
Logró llegar de la estación caminando desde la estación sin desmayarse. Pensaba que lo iba a estar esperando con el auto, como excusa Libero le dijo que la vaca Camila tenía parir reía Ida.
¡Me habría gustado verlo sudado!
Después de almorzar comenzó a decir Ida, pero Giulia la interrumpió.
¿Comió algo?
Sí, liquidó el primer plato y la carne.
¡Guau! En casa, apenas le da un mordisco a un sándwich.
Es difícil, no habla dijo Ida. Pero vas a ver que vamos a lograr que se recupere un poquito.
En el fondo, se oía que Carlo preguntaba y reía.
Hice desaparecer el televisor y los videojuegos. Si tiene que ser un tratamiento para caballos, así será.
Elio, despatarrado en el diván, no podía mover ni un músculo. Hacía años que nos e movía tanto.
En la escuela, con una excusa u otra, se las ingeniaba para saltar la hora de gimnasia.
En la escuela, con una excusa u otra, se las ingeniaba para saltar la hora de gimnasia.
Elio, vamos, corre a llamar a tu hermana. Necesito ayuda para preparar la cena.
Elio no creía lo que oía. Levantarse le parecía imposible.
Pero la tía, con tono de general que no admitía negativas, intimó:
Elio, ¿me oíste?
Voy respondió y con un agotamiento de funeral fue hacia las escaleras.
Se detuvo al pie y comenzó a llamarla para que bajara.
Gaia, no obstante los gritos del hermano, no respondía.
Aún más afligido, subió. La semioscuridad que provenía de la buhardilla le daba ansiedad. Un escalón tras otro, el trayecto le parecía infinito. Llegó con la cabeza apenas bajo el hueco rectangular y comenzó a llamarla de nuevo. Una vez más, obtuvo silencio como respuesta. Reunió fuerzas y afrontó los últimos escalones. Desde arriba, algo le aferró el brazo.
Elio se quedó inmóvil, con los ojos cerrados. El terror se dibujó en su rostro.
¡Te atrapé! exclamó Gaia, que vio al hermano en ese estado.
¡Quítate, estúpida! Me hiciste preocupar. Podrías haberme respondido.
Gaia no hizo caso de la provocación. Todo lo que había encontrado le causaba curiosidad.
Esta buhardilla está llena de cosas raras. Ven, mira esto
Elio terminó de subir y siguió a la hermana, que estaba hojeando fotos viejas.
Mira qué cómico le dijo pasándoselas.
¿Qué tiene de cómico? preguntó Elio.
¿Cómo qué tiene? preguntó Gaia. ¿NO lo reconoces?
¿A quién? volvió a preguntar Elio.
¡A papá! exclamó Gaia.
¿Papá? Tienes razón. Así vestido, no lo había reconocido. Se parece un poco a Libero. ¡Está vestido de la misma manera!
Después de tanto tiempo, finalmente, se le escapó una sonrisa. Gaia, mientras tanto, exploraba con curiosidad otras fotos.
¿Viste esta? Parece Libero cuando era chico. Está tan serio y ceñudo que casi no se lo reconoce. En la foto se veía un niño, débil, con la mirada fija en el vacío, pálido e inexpresivo. Parece que fue abducido por extraterrestres comentó Gaia.
La imagen lo mostraba en el jardín, con autitos en las manos. Había sido tomada mientras oscurecía, con el atardecer a sus espaldas. Al lado de su larga sombra había otra, pero el niño estaba solo en la foto.
Elio la miró fijo y dijo preocupado:
¿Ves esta sombra?
¿Cuál?
Elio comenzaba a agitarse.
Esta, ¿no la ves? Esta que no corresponde a ningún cuerpo dijo indicándola.
¿Esta? Te equivocas: es del árbol. Aunque la perspectiva no la convencía, Gaia intentó tranquilizarlo.
Elio no quería parecer loco y, para evitar volver sobre el tema, afrontó el motivo por el que había ido.
Debemos bajar. La tía me había mandado a llamarte. Necesita ayuda con la cena.
¿Tú te quedas aquí? preguntó Gaia saltando como un grillo y dirigiéndose a la escalera.
Elio pensó que ni en sueños se habría quedado ahí solo.
No, bajo contigo respondió.
Gaia encontró a la tía atareada con la cena y comenzó a ayudarla.
Elio estaba por arrojarse en el diván cuando llegó la voz de Ida.
¿Qué haces? Vamos, arriba, ven a ayudar. Aún no es hora de descansar. Pon la mesa.
¿Dónde está Libero? preguntó Gaia.
Seguramente está terminando de cerrar el establo respondió Ida. Elio, si terminaste, ¿por qué no vas a buscarlo?
Voy yo se ofreció Gaia con alegría.
No, a ti te necesito aquí. Deja que vaya a tu hermano.
Sí respondió Elio exhausto. Extrañamente sentía un hambre feroz.
Tras cruzar la puerta de entrada, miró alrededor para tratar de ubicar al primo. Estaba en los campos, sentado sobre el tractor y mirando al cielo.
Elio se acercó gritando. Parecía es ese día todos había perdido el oído porque también él, como Gaia antes, no le respondía.
Esperemos que sea contagioso, así pierdo yo también el oído y puedo quedarme recostado sin responderle a nadie reflexionaba Elio.
Debió llegar hasta la mitad para obtener una respuesta.
¿Por qué gritas? preguntó Libero.
Debes entrar, es hora de cenar respondió Elio.
Sube lo invitó como si no oyera lo que le decía.
¿Yo, ahí arriba?
Sí, sube. Te muestro algo.
Elio subió. Libero se hizo a un lado y se sentaron juntos.
¡Mira qué maravilla! exclamó Libero indicando el cielo. Piensa que hace algunos años no podía verlo.
¿Qué? preguntó Elio tratando de ver no sé qué cosa extraña.
El cielo repitió.
¿El cielo?
Sí, el cielo. Es bellísimo, pero suele pasar que, durante mucho tiempo de nuestra vida, no alzamos la cabeza para mirarlo, y no quiero decir mirarlo para ver cómo está el tiempo, sino admirarlo en silencio, como se hace con el mar, que estando en una posición más favorable a los ojos, se parecía con más frecuencia. ¿Tú te detienes a mirarlo?
No.
Deberías. Te carga de energía y pone muchas cosas en perspectiva.
Elio se sorprendió por semejante profundidad en el primo y permaneció en silencio con él por un momento para admirarlo.
Del blanco enceguecedor hasta los matices del humo, las nubes estaban suspendidas entre dos franjas de cielo; un cielo plomizo por debajo de ellas, turquesa por arriba mixto en los reverberos ocres de un sol ya casi en el ocaso que las alumbraba mostrando toda sus cimas doradas y dando de la sensación de ser la luz de otro mundo que está allí para iluminar una vida que se desarrollaba sobre ellas. Densas, como claras batidas a nieve, las blancas; garabateadas como en el desahogo pictóricos de una criatura de tres años, las grises.
Entre todas, se distinguía una, con forma de unicornio, que se recortaba oscura en el fondo blanco como si el animal gris corriera sobre las blancas praderas del cielo. Exactamente como en un fresco de Tiepolo, este cielorraso natural desfondado tendía al infinito que había más allá de lo visible, al misterio que hace sentir que nuestras almas son pequeñas y al mismo tiempo eternas.
Libero de repente bajó del tractor de un salto.
Ahora tengo hambre dijo riendo en voz alta. ¿Y tú, Elio?
Sí.
Entonces, salta y vamos a comer, tal vez la próxima te llevo a dar una vuelta con el tractor.
Y se dirigió hacia la casa.
Elio no perdió tiempo y lo siguió. El hambre volvía a hacerse sentir.
Capítulo 4
Como un mal augurio, murmuraba palabras en una lengua desconocida
Elio se levantó muy temprano. Era inevitable ceder a la tía que lo llamaba con insistencia. Afuera apenas amanecía. Miró el cielo que clareaba y volvió a pensar por un momento en el ocaso del día anterior, en la sensación de paz que tuvo en esos instantes, pero duró poco. Sus orejas comenzaron a silbar, un silbido sordo, punzante, que le cortaba el alma y lo hacía precipitarse nuevamente en su fría realdad.
Elio se arrastró aún en pijama hasta la cocina, esperando despertarse un poco con el desayuno.
La tía, el primo y su hermana ya estaban vestidos y peinados como si fueran las ocho, ¡y eran las cinco y media! Había un cierto aire de fiesta. Su primo Ercole estaba por volver del campamento de los scouts. Ida estaba entusiasmada por el regreso del hijo, que se había ausentado por cinco días. Siempre se preocupaba cuando sus hijos no estaban en casa, por el accidente que había sufrido Libero cuando era pequeño, y no quería perderlos nunca de vista.