Eran una linda y crédula pareja, Irene y José, ella de Murcia, él de Alicante. Durante un tiempo prolongado mantuvieron correspondencia conmigo, incluso tuve que invertir algunos pesitos y mandarles varios discos de mi autoría, autografiados y todo. En definitiva hasta Santiago no paramos, para allá iban y decidí que esa era mi opción mejor, si no era la capital, al menos la segunda ciudad en importancia.
Me despedí de ellos con pesar, no pude hacerles creer que no iba a aquella ciudad a hacer un concierto, decían que se quedarían con las ganas de verme actuar. Los pobres, no sabían que estaba actuando para ellos desde el mismo momento en que me recogieron, pero bueno, en realidad me consuela saber que ambas partes salimos beneficiadas de aquel encuentro fortuito.
Ya en plena ciudad decidí aventurarme por el Parque Céspedes para probar credenciales y también allí impacté: miradas de asombro, sonrisas, saludos y mucho, abundante calor humano; bueno, humano y ambiental porque Santiago es la candela. El asfalto parecía hervir, por suerte debajo de los laureles la brisa se sentía fresca y un gran alivio experimenté cuando me quité la mochila y la guitarra de la espalda.
¿Qué hacer ahora? Ya había dado el primer paso, mi mente era un hervidero, me recomendé relax y comencé a crear variantes de supervivencia. Por el prestigio y el honor de Silvio no podía de manera alguna ponerme a cantar en plena calle o en el parque para ganarme la vida. Si se me hubiera ocurrido hacerlo, poniendo delante de mí la gorra para que me arrojaran monedas, al otro día hubiese salido en la prensa.
De momento contaba con unos doscientos pesos que generosamente me dieron familiares y amigos antes de partir, ellos me bastarían para un par de semanas a lo máximo. Buscar un alquiler era algo que tenía que priorizar, allí no conocía a nadie, pero todos me conocían y ese razonamiento me tranquilizó. Me tranquilizó tanto que estuve a punto de quedarme dormido en el banco. La sensación de sosiego me hizo sentir como una carnada en vez de pescador y asumí que esa era la estrategia correcta, esperar para ver cómo reaccionaban ante mi presencia, esperar para ver qué pez, o pececita mordía el anzuelo.
Estaba en esa semi vigilia casi embeleso cuando escuché unas risas frescas y alborozadas cerca de mí. Un par de chicas dieciochoañeras, que adiviné eran del preuniversitario por el uniforme que llevaban se habían instalado en el banco contiguo y hacían chistes con el objetivo evidente de llamar mi atención. Como lo lograron les dediqué una sonrisa franca, pero me recomendé paciencia, por situaciones similares ya había pasado en los pueblos cercanos a mi ciudad y sabía cuál sería el final de un posible encuentro concertado. Ellas estaban en el grupo porcentual etáneo más alto de mis fans, si me hubiera acercado a ellas me esperaban muchas preguntas, petición de autógrafos y canciones, frases melosas e intencionadas y muy posible una futura cita por la noche, era lo único que podían ofrecer. Mentalmente les pedí disculpas y me dije que como carnada debía reservarme para un pez mayor.
El pez mayor no demoró en llegar, ya la había divisado en la distancia haciéndome blanco de escrutadoras miradas. Dio un par de vueltas por los alrededores y siempre tornaba la vista hacia mí, a la tercera enfiló directamente al banco donde me sentaba.
_ ¡Ay!, yo no sabía que usted fumaba.
Tendría unos veintiocho o treinta años, alta, esbelta, de tez canela, pelo lacio y abundante ¿India o mulata?, me pregunté y la respuesta más acertada que encontré fue, ¡santiaguera nata! Un bello engendro con una voz melodiosa y una gracia visible en el semblante. Realmente hubiera preferido una rabirrubia antes que aquella morena, considerando los rescoldos aun humeantes de mi pasión por la Cardinale, sin embargo no estaba en condiciones en ese momento de hacer distinciones ictiológicas y suponiendo que esa era la pececita que esperaba, le brindé la más torcida de mis sonrisas.
_Bueno, ¿y cómo podrías saberlo?
_Es que usted es tan conocido y al menos en los recitales y entrevistas nunca lo he visto fumar. Cuando lo cuente a mis amigas no me lo van a creer, ¡el mismísimo Silvio Rodríguez en el Parque Céspedes! De veras que nunca imaginé que me pudiera pasar esto. Estoy tan nerviosa.
_Pues no tiene razón alguna para estarlo, soy tan mortal y tan cubano como usted o como cualquiera ¿Cómo me imaginaba?, pero bueno, siéntese para charlar un rato, ¿o está muy apurada?
_ ¿Apurada yo? No, ¡qué va, si tengo todo el tiempo del mundo! Pues, buenoje, je lo imaginaba un poquito más alto, no tan pálido y la voz, aunque me suena extraña, no la imaginé tan cálida.
Tuve un estremecimiento al imaginar que había descubierto el fraude.
_Realmente no eres tú, vamos a tutearnos, la primera que hace esa observación. Sucede que los maquillajes para la televisión y los conciertos le cambian un poco el semblante a uno, pero así como me ves así soy, recuerda que yo soy de donde hay un río y ojalá por lo menos pudiera conocerte, esto último lo dije con la entonación de esas respectivas canciones.
No tuve que gastar más balas, se echó a reír tan alegremente de mi broma que sentí que abría las puertas para el escape. Sin dificultad se creyó la historia de la voz afectada por recientes conciertos y también la de mi retiro de incógnito, al menos para las agencias de prensa e instituciones culturales, a Santiago para calmar mi espíritu después de fuertes desavenencias conyugales y también se imaginó que debía ofrecerme un refugio, aunque modesto para aliviar mis tristezas. Refugio que le acepté después de falsos titubeos.
Ella era en verdad el pez, la pieza mayor que esperé: divorciada, sin hijos, con casa propia y un bello mundo espiritual. Escribía versos y cuentos de una rara y graciosa ironía, cantaba como una diva y sobre todo era una amante perfecta, fogosa y tierna; versátil y caprichosa.
Me sorprendía a diario con cosas nuevas, ocurrencias magistrales, platos sencillos, pero deliciosos, caricias insospechadas, historias asombrosas de mitos y leyendas y sobre todo siempre con un carácter alegre y colorido. En las noches pedía que le recitara las letras de mis canciones y luego me leía sus versos lindos y rimados, sus cuentos jocosos y agudos. Tenía un cuaderno titulado DIA REAL, que por supuesto sonaba a explosión acuosa intestinal, que era una verdadera joya del sarcasmo. Uno de sus cuentos cortos era este_ No quería morir inédito, de veras que no quería, pero murió. Hace más de cinco años que su espíritu anda dando tumbos entre las palancas y linotipos de la imprenta.
Durante casi un mes fui el huésped ilustre de aquella mujer única, cuyo nombre mencionar no quiero para no herir su sensibilidad, o mejor aún para no hurgar en la ancha herida que le dejé, pues sé que me amó profundamente. Escapé de allí como un cobarde cuando supe que Silvio vendría en breve a la ciudad. Ni siquiera se me ocurrió pensar en la variante de contarle toda la verdad, estoy seguro que me hubiera perdonado. Me justifiqué a mí mismo mi mala acción con los ocho o diez años de edad que me llevaba y me perdí de su mundo y de su ciudad sin dejarle ni una nota siquiera.
De pronto me vi en la calle, con menos dinero que al principio, pues entre tragos y cigarros había gastado casi la mitad y además con la misma incertidumbre del comienzo del viaje. Regresar a la casa era rendirme, la Habana por otra parte estaba ahora más lejos e inaccesible, aunque continuaba siendo una tentación, pues en pocas semanas comenzaría allí el Onceno Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, con todas las posibilidades infinitas que me podría brindar la multitud de jóvenes de distintas nacionalidades que nos visitarían para continuar con mis planes extravagantes.
De pronto me vi en la calle, con menos dinero que al principio, pues entre tragos y cigarros había gastado casi la mitad y además con la misma incertidumbre del comienzo del viaje. Regresar a la casa era rendirme, la Habana por otra parte estaba ahora más lejos e inaccesible, aunque continuaba siendo una tentación, pues en pocas semanas comenzaría allí el Onceno Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, con todas las posibilidades infinitas que me podría brindar la multitud de jóvenes de distintas nacionalidades que nos visitarían para continuar con mis planes extravagantes.
En un carro-jaula para transportar reses hice el viaje hasta Camagüey, entre hedores y humedades que se impregnaron por varios días en mis pertenencias y de lo cual tuve conciencia cuando deambulando por el Casino Campestre y frente a la jaula de los leones una niñita le comentó a su madre, ¡qué peste se mandan estos leones!, y para ser honesto los pobres felinos eran totalmente inocentes de la acusación.
En la oscuridad del parque, celebrando a solas y entre rasgueos de cuerdas mi cumpleaños número veintiuno, mientras me daba buches de una botella de vino Viña 95, tuve la feliz idea de visitar a mi amigo Ricardo Alfaro, quien estudiaba en el Curso Preparatorio de Idioma Ruso en la Universidad de aquella ciudad. Compré otra botella para agasajarlo y ablandarlo, me deshice de parte de mi indumentaria silviesca y enrumbé por la Vía de Circunvalación hacia allá.
Con un par de tragos de vino y un cigarro que regalé al portero tuve acceso libre al recinto universitario: varias edificaciones blancas de tres o cuatro pisos de la típica arquitectura que brinda el sistema constructivo Gran Panel. A causa de la hora ya avanzada y para no llamar mucho la atención me tiré en la primera litera que encontré vacía en uno de los albergues, acogedor y silencioso, donde descansé de un tirón la fatiga de mis huesos.
En la mañana una algarabía de voces chillonas y risas nerviosas me despertó. De un salto me senté en la cama y me vi rodeado de rostros extraños, de tez oscura y dientes de blancura sin igual. Eran estudiantes de Madagascar y Bangladesh, envueltos sus tradicionales túnicas y vestuarios, otros aún con los piyamas puestos y los ojos legañosos. Me disculpé lo mejor que pude por la intromisión, y con ellos mismos conocí dónde se encontraba el albergue de la gente de Ruso.
Ricardo no se hallaba en el dormitorio, un amigo suyo me aconsejó esperarlo en el aula y al cabo de media hora lo vi aparecer. Realmente se alegró de verme y yo me alegré de que se alegrara, me dedicó todo el primer turno de clases. Ante mi insistencia para que entrara al aula y no le pusieran la ausencia me tranquilizó, comentándome que había ligado a la profesora, una tal Berta, tembona, pero hermosa y bien conservada y que precisamente anoche no se encontraba en el albergue porque se había quedado en su casa, como muchas veces pasaba. Esto venía a mis planes como anillo al dedo, pues de entrada tendría garantizada su litera en el albergue para pernoctar.
Después de terminadas las clases, en un banco oculto de miradas indiscretas despachamos la botella de Viña 95 y le conté con detalle de mis andanzas. Él, tan alocado o más que yo, lejos de recriminarme me dio nuevas ideas de qué debía hacer. Por lo pronto me dijo que me afeitara y cambiara de peinado para no llamar tanto la atención con la estampa silviesca. Me opuse persistente pues tenía la mira puesta en el Festival, donde pensaba aprovechar la imagen usurpada y sacarle buen provecho. En fin tranzamos en que iba a recortarme un poco el chivo y alborotar mis cabellos, cosa que no sería difícil dada su naturaleza ondulada.
Me pidió prestados treinta pesos para invitar a cenar a la profe esa noche y me repitió que de ninguna manera fuera a pensar que con ello me estaba cobrando el alquiler del hospedaje. Me dejó además la tarjeta del comedor universitario para que la utilizara en el desayuno y la comida y me presentó a varios de sus amigos, que pronto lo fueron míos también, pues escasamente les llevaba tres o cuatro años de edad y compartíamos gustos y aspiraciones similares.
Trabajo me costó sentirme otra vez propio como era. Con tal de ganar la confianza de mis nuevos conocidos mandé a comprar una botella de ron y entre tragos y canciones inauguramos la noche, luego vendría otra botella hija de una ponina colectiva y más tarde otra más salida de mis fondos, las que bebimos hasta caer rendidos por el alcohol. El fruto más amargo de aquella noche fue que tuve que deshacerme de mi entrañable compañera, la guitarra.
Cuando en la mañana me vi con sólo diez pesos en el bolsillo me horroricé. Maquinalmente conté los cigarrillos que me quedaban, seis, estaba en la ruina. Mi vista se detuvo en la sensual cintura de la guitarra, le pedí perdón a las cuerdas y clavijas por lo que pensaba hacer y salí con ella a venderla al mejor postor. No tuve que averiguar mucho, uno de los estudiantes de Bangladesh, nombrado Layanta Palipana, me la compró en ciento veinte pesos sin chistar. Cuando descendía las escaleras de su cuarto acerté a escuchar el tintineo triste de una canción asiática que brotaba de sus cuerdas y el corazón se me encogió de pena. Para aliviarla me disparé un par de buches que habían quedado en la última botella y salí en busca de Ricardo.
Ahora necesitaba hacer cálculos estrictos de mis finanzas pues ninguna de mis otras pertenencias valía una peseta. Previsoramente decidí reservar el pasaje en ómnibus hacia la Habana para finales de julio y quitarme esa preocupación de encima. Los albergues, por otra parte, dentro de unos días cerraban por las vacaciones, así que pedí a Ricardo su apoyo inmediato en la solución de mi hospedaje en esos quince días que se avecinaban. Rápido de mente y sagaz como era me ofreció una oportunidad, según él única, de esa forma yo le tiraba un cabo y él me tiraba otro. Como no tenía otra alternativa tuve que aceptar su plan, que consistía ni más ni menos que en suplantarlo físicamente en la Brigada Estudiantil Universitaria que durante dos semanas y de forma voluntaria iría a trabajar en la agricultura en un municipio de la provincia. Enriqueció mi mochila con un mosquitero, una frazada, jarro de aluminio, pasta de dientes, dos latas de leche condensada y una bolsa de galletas de sal, habló con el jefe de la brigada, socito suyo, para que guardara el secreto y de esa manera, con sombrero de yarey y todo me vi viajando dos días después en un ómnibus atestado hasta Vertientes, rodeado de gente extraña y bulliciosa.
El himno nacional en esos días era la canción My World de Bee Gee y la cantábamos a coro con tremendo entusiasmo y mayor desafinación, intercalándola con los viejos bolerones reverdecidos por los Pasteles Verdes.
Dos chicas sentadas frente a mí no cesaban de cuchichear y sonreír mientras me observaban en detalle. Imaginé que ellas como tantos otros, a pesar de haberme desensilviado, todavía distinguían en mí rastros del plagiado y en un inicio no les hice mucho caso, pero al ver su insistencia les pregunté si tenía monos en la cara.
_No chico, no y no te pongas bravo, sólo comentábamos que para ser primos tú y Richar no se parecen en nada.
_ ¿Y quién les dijo que éramos primos?
_Bueno, es lo que se comenta, ¿son primos o no?
_Somos más que eso, somos primos y hermanos de crianza, lo que pasa es que Ricardo salió bonitillo y yo soy, por así decirlo, el patico feo de la familia.
Enseguida me di cuenta que había metido la pata con eso del patico feo, porque las dos zorras comenzaron a reírse como si les estuvieran dando cuerda. Ríe que te ríe y ríe.