«Me gustaría visitar Italia: Venecia, Padua, Jesolo, Oderzo»
Tenemos otras ciudades decentes, en la Toscana y el resto de la península, pero intuyo que su gente es del Véneto y no replico. Incluso, en Alemania, las heladerías italianas son todas venecianas. Aquella región, por el cono, se parece a la Campania por la pizza.
En la embajada me dan un documento, en el que me debería garantizar moverme libremente, pero cómo ha comenzado el viaje
«Me temo que no llegaré muy lejos con este pase. No estoy aquí de vacaciones, sino para traer de regreso a Italia el cuerpo de mi profesor universitario y exjefe»
«¿Está enterrado en Ankara?» pregunta, sin haber comprendido bien el problema.
«Luigi Barbarino, así se llamaba, ha muerto hace una semana, mientras escavaba en un sitio arqueológico en Tarso. Tengo que ir hasta allá para recuperar el cuerpo»
«Tengo un amigo que vive en Tarso digamos que es un examigo. Puede ayudarte. Es ingeniero en una industria petroquímica. Te escribo su dirección» dice y arranca una página de un diario en el que escribe algo.
No me gustaría aprovecharme, pero: «Gracias, pero ¿cómo hago con la lengua?»
«Êl habla muy bien italiano» responde casi enfadada. «Yo le he enseñado».
«¿No tienes su número de teléfono? Así lo puedo llamar desde aquí».
«La verdad es que lo borré, pero si vas a esta dirección, seguro lo encuentras. Dile que vas de parte de Chiara».
Ella me trata como un niño. Me acompaña a la estación de autobuses, pide un boleto a mi nombre y subo al autobús. Se desprende un aroma que huele a misterio y a oriente. Me alejo de ella, pero primero le escribo mi número de teléfono en un papel.
Desde afuera, el autobús se ve bonito, con su estilo de años 60. En cuanto entro, me doy cuenta de que realmente es de esa época. Además, todos fuman: no se puede respirar. Afortunadamente, las ventanas de los años sesenta se podían abrir. Viajo durante seis horas con la cabeza fuera, como hacen los perros (quién sabe por qué). Así con la cabeza afuera, veo Ankara, hasta ahora solo había conocido sus tristes oficinas. Los edificios me recuerdan a la interminable superficie de Londres, de casas grises e indistintas, con una diferencia: ¡aquí son más decadentes! Por un instante, borro de mi vista las casas y cúpulas de las mezquitas, trato, en vano, de ver la columna que la ciudad de Ancyra (Ankara de la época romana) había erigido para honrar al emperador Flavio Claudio Julian.
¡El querido Julian!
Durante años, he tenido una obsesión con el último emperador pagano de la época romana. Cuando estaba en la universidad, escribí varios artículos y un par de libros sobre él. Apodado Apóstata porque como cristiano se convirtió al paganismo. Luego, trató, a lo largo de su corta vida, de atraer a nuevos fieles, reformando la religión tradición. La utopía era convertir de vuelta todo el imperio al paganismo, ahora inevitablemente cristianizado. El motivo de mi fascinación por él está todo aquí. El emperador Julian quería cambiar el mundo, sin darse cuenta de que el mundo ya había cambiado, pero en una dirección completamente diferente y ya no había vuelta atrás. Aún en el avión, me prometí que la columna del emperador filósofo sería lo primero que vería en Ankara, pero después de este lío burocrático
En realidad, Julian es el verdadero motivo que me impulso a venir a Turquía. La misión oficial sería recuperar los restos del pobre Barbarino, pero estoy aquí, sobretodo, para ver la tumba del querido emperador, nunca encontrada hasta ahora. Poco antes de morir, el profesor me había escrito que ¡lo había encontrado al fin!
El autobús va muy rápido por la llanura desierta sin fin. Me quedo dormido imaginando que estoy en una de esas películas en la que el protagonista recorre estados americanos de costa a costa en autobús.
Mientras tanto, en Ankara, el teniente Karim, el de la interminable tarde en las aduanas, regresa a casa, en la que lo esperan sus dos hijos. La madre de los niños se había ido por años. Aturk, el mayor, había estado detrás de la puerta durante varios minutos y la abrió en cuanto escuchó el ruido del viejo vehículo pequeño.
«Entonces, ¿me lo dará?»
«¿Ni siquiera me saludas?» responde con brusquedad el padre.
«Bienvenido, señor teniente», dice Aturk con un tono serio fingido y vuelve a preguntar: «¿Lo tendré?»
Karim no responde, entra a la casa, deja su chaqueta de trabajo en el perchero, se sienta en su sillón marrón de la sala y su hijo lo sigue.
«No me han dicho nada».
«Pero ¿no puedes llamar tú? ¿Te das cuenta de lo importante que es?»
«Lo sé» responde él cortante. «Tráeme algo de beber».
El teniente se levanta para coger su chaqueta, saca un pequeño diario de cuero negro del bolsillo interior, vuelve a la silla maltrecha y marca el número: «Buenas tardes, soy»
«¡No diga su nombre!»
La voz al otro lado del teléfono lo interrumpe de inmediato. «Le dije que no me llame».
«Sí es verdad, pero, sabe»
La misteriosa voz lo interrumpe: «¿Ha hecho lo que le pedí que hiciera?»
«Sí, el señor»
«¡Le he dicho que no diga nombres!»
«En resumen, ese italiano: lo detuvimos retrasamos todo el tiempo que pudimos. Ahora que tiene un pase de la embajada, recuperará su pasaporte recién el lunes».
«¡Bien! Recuerde. Cuando regrese a Ankara con el ataúd haz lo que te escribimos».
«Sí, sellarlo bien y grabar las letras»
«Siga las instrucciones» lo interrumpe la voz autoritaria.
El teniente continúa temeroso: «Por supuesto. Quisiera saber si, según lo acordado, mi hijo»
«Puede hacer la solicitud».
«Entonces me asegura que lo obtendrá»
De nuevo la voz autoritaria: «Le he dicho que haga la solicitud: ¡Significa que será escuchada!»
«Yo... yo, le agradezco».
«Me despido. ¡No llame más a este número!»
«Gracias una vez más, buonas tardes».
Aturk regresa de la cocina con paso lento y torpe, cuida de no derramar una gota del vaso lleno de vino blanco barato: «¿Y?»
«Puedes hacer la solicitud».
Incluso el hijo no entiende lo que le está diciendo: «Ya tengo la solicitud hace meses»
«Te he dicho que hagas la solicitud: el puesto es tuyo».
«Gracias, gracias». Aturk se acerca a su padre como para darle un beso, pero se limita a un abrazo, que le corresponde de manera fría.
«Vamos, ahora ve y prepara la cena para ti y tu hermano».
El teniente bebe lentamente su vino antes de acostarse, satisfecho de lo que había hecho ese día.
Sábado 17 de julio
Me había quedado dormido soñando con California, me despierto con ruidos de bocina y un grito incomprensible, mientras el autobús avanza lento a la estación. Tarso se parece a Palermo, famoso, según la película Johnny Stecchino, por su tráfico caótico.
Llego a pie al centro o, al menos, supongo que lo es. Paso por una puerta monumental de época romana (¿cuál es la famosa puerta donde Antonio conoció a Cleopatra antes de la derrota de Azio?). Aquí nadie sabe alemán, solo muestro la hoja con la dirección del ingeniero a, al menos, diez personas. Entre gestos y medias palabras en inglés, me indican un camino a lo largo del río Tarsus Cayi. Las memorias clásicas me recuerdan que es el Cidno, famoso en la antigüedad por sus aguas transparentes pero gélidas, tanto que Alejandro Magno corrió el riesgo de ahogarse en él. Ahora, se ha reducido a un río negro, por los vertidos de las numerosas industrias petroleras de la zona, supongo. Toco el timbre de la casa número 60, una especie de casa sobre esteras. Abre una anciana y encorvada señora.
«Busco a Fatih Persin» digo en mi lengua materna, un poco perdido en mis pensamientos.
«Italiano, ven italiano» sonríe la anciana mostrando un poco los dientes que le quedan y haciendo un gesto. Luego, huye por una escalera.
Esta casa es rara. Está en la mitad del río, no tiene objetos ni muebles particulares, pero es original en su género. Me acomodo en una silla roja de madera con un asiento tejido de paja. El olor a salsa de carne a fuego lento está impregnado en toda la casa.
Un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado, muy alto y delgado, desciende de la destartalada escalera: «Buenos días, soy Fatih» me da la mano y dice algo a la señora.
«Soy Francesco Speri, Chiara me ha dado su dirección Chiara» me olvidé su apellido.
«Rigoni» completa un poco sorprendido Fatih. «¿Qué puedo hacer por ti?» El ingeniero habla mi idioma con cierta dificultad, pero nos entendemos. Mientras se sienta, llega su madre, por lo menos, creo que lo es, con una bandeja y dos tazas de café. Su aspecto no es muy atractivo. Algo flota en la taza y el olo es agrio. Sí, agrío, no amargo.
Le agradezco y cojo la taza enorme. «Chiara me dijo que podía pedirle ayuda. Tengo que seguir la carretera que bordea el río en dirección al monte Tauro. En algún lugar de allí, mi profesor de arqueología estaba cavando cuando»
«No es como el cafè italiano, ¿cierto? Tiene limón», explica Fatih, al ver mi mirada de desconfianza. Sonríe: «No hay problema, hoy es sábado, puedo ir contigo en la moto».
Acepto la ayuda, no sin antes haberme tragado esa especie de limonada caliente con sabor a café.
Salimos de inmediato, sin casco. La moto, en realidad, es un scooter. No va más de 30 km por hora, pero incluso ahora, que no estoy manejando, ¡es como si fuese un avión! El camino es largo y sinuoso. En cada curva, abrazo más fuerte al pobre conductor, me da un poco de vergüenza, pero el miedo de caerme es más fuerte. Este tipo de carretera no parece terminar nunca de repente, Fatih frena. Notó que había señales que indicaban trabajos en curso. Dejamos el scooter y seguimos a pie hasta una colina en pendiente. Este es el sitio que el profesor estaba excavando.
Pobre Julian, sepultado en un remoto páramo de montaña, lejos de ese fabuloso mundo sobre el que había reinado. En realidad, no fue su elección. Odio a los habitantes de Antioquía, desde dónde había partido para la expedición a Persia, se había propuesto acampar en Tarso al regreso, en lugar de volver a ver a los antioqueños. No regresó vivo de esa guerra. Sus oficiales, como una forma extrema de respeto, decidieron enterrarlo donde había decidido quedarse ese invierno: un invierno largo e interminable.
No se puede acceder a la excavación, la entrada esta protegida con un rudimentario alambre de púas. Un hombre, fastidiado agarrando el sombrero de paja que tenía en la cabeza, se acerca. Parece sospechoso, pero en cuanto menciono a Luigi Barbarino se abre con nosotros y se presenta como el asistente del profesor. El sol golpea sin descanso. Hace un gesto para seguirlo hasta una especie de almacén. Veo fragmentos de jarrones antiguos, huesos de animales, incluso, ollas sucias y ropa apilada. En ese almacén, cubierto con placas de aluminio y lleno de polvo, ese extraño tipo no solo trabaja ahí, creo que incluso duerme y come ahí.