Bajo El Emblema Del León - Stefano Vignaroli



A Giuseppe Luconi y Mario Pasquinelli,

ilustres conciudadanos que forman

parte de la Historia de Jesi.

Amigos de Jesi

Stefano Vignaroli

LO STAMPATORE

Nel segno del leone

©2019 2020 Stefano Vignaroli

Todos los derechos de reproducción, distribución y traducción están reservados. Los fragmentos de historia de Jesi han sido extraídos y adaptados libremente de los textos de Giuseppe Luconi.

Ilustraciones del Profesor Mario Pasquinelli, cedidas amablemente por los legítimos herederos.

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Stefano Vignaroli

EL IMPRESOR

BAJO EL EMBLEMA DEL LEÓN

PREFACIO

Bajo el emblema del león cierra de manera magistral la trilogía de ambiente renacentista, cuyo título es El Impresor, inaugurada con La sombra del campanile y seguida por La corona de bronce. Los protagonistas, una vez más, son el indómito condottiero, el marqués Andrea Franciolini, y la condesa Lucia Baldeschi, condenados por el destino a posponer constantemente las nupcias, constatación de su gran amor. Y junto con ellos, sus descendientes, los homónimos Andrea y Lucia de nuestros días. La inesperada llamada a las armas, por parte del Duca di Urbino el día de la ceremonia de matrimonio, obliga a Andrea a marcharse, emprendiendo un peligroso viaje, primero hacia el norte de Italia y luego a los Países Bajos, y a Lucia a asumir otra vez el gobierno de la ciudad de Jesi y de su condado. De esta manera la narración se desdobla: por un lado están el caballero errante y sus aventuras, jalonadas y enriquecidas con personajes más o menos históricos, como es el caso del astuto y despiadado Giovanni dalle Bande Nere, y del rival, primero, y más tarde amigo, el duque Franz Vollenweider, mercenario, medio pícaro y medio lansquenete. Por otra parte, Lucia, madre atenta, amante apasionada y mujer gobernadora en una época dominada por los hombres, que sólo en Bernardino, el impresor, encuentra un apoyo, un confidente y un aliado. Como telón de fondo, el enfrentamiento entre el emperador Carlos V1 y el Papa con sus aliados, desde el rey de Francia a los distintos señores de las ciudades italianas, que estrechan y rompen alianzas de manera maquiavélica. Batallas, intrigas, amores, aquelarres bajo la luz de la luna y, sobre todo, dos grandes misterios, surgidos de las entrañas de la tierra, de unas excavaciones en la plaza que da al Palazzo del Governo de Jesi, vinculan y articulan las aventuras de las Lucias y los Andreas de ayer y de hoy. Un antiguo códice, querido y anhelado por Hitler y un emblema con la representación del león tumbado, símbolo de la ciudad, turban los sueños, generan angustia y ansias de conocimiento e inducen a la acción. Una prosa fluida nos devuelve no sólo los colores sino también los sonidos y la atmósfera de lugares y situaciones y encadena al lector a la página desde el primero hasta el último capítulo, en un constante aumento de la expectación por la suerte de los protagonistas. Vignaroli suscribe un gran fresco histórico, con una mezcla de fantasía y erudición, que sella dignamente el último acto de una gran trilogía.

Marco Torcoletti

INTRODUCCIÓN

Después de los dos primeros episodios de la serie El Impresor, henos aquí ya al final, en el último episodio de la saga dedicada a la Jesi del Renacimiento. Habíamos dejado a Andrea casi moribundo, auxiliado por su amada, disfrazada. La trama se desplaza a Urbino, pero por supuesto nuestros dos héroes, Andrea Franciolini y Lucia Baldeschi, deberán volver a Jesi para culminar su sueño de amor. Las nupcias deberían ser un acontecimiento festivo y espléndido, debería ser oficiada por el obispo de la ciudad de Jesi, Monseñor Piersimone Ghislieri. Pero ¿estamos seguros de que oscuras tramas, tanto del destino como de los hombres, no impedirán por enésima vez, la unión entre Andrea y Lucia? Los dos amantes se han vuelto a encontrar y por nada del mundo querrían separarse otra vez. Andrea, por fin, hará de padre de su hija, Laura, y, porqué no, también de la hija adoptiva de Lucia, Anna.

Las niñas son fantásticas, están creciendo sanas y vivarachas en la residencia de campo de los condes Baldeschi, y Andrea goza con su presencia. Pero vientos de guerra conducirán de nuevo al Capitano darme de la Regia Ciudad de Jesi a los campos de batalla. Y a abandonar enseguida la tranquilidad y la paz recién conquistadas. Los lansquenetes están a las puertas de la Italia septentrional y el Duca della Rovere, en una extraña alianza con Giovanni de Medici, más conocido como Giovanni Dalle Bande Nere, hará todo lo posible para impedir que la soldadesca germana llegue a Firenze e incluso hasta Roma. Evitar el saqueo de la Ciudad Eterna en el 1527 no será una tarea fácil, ni para el Duca della Rovere, ni para Giovanni dalle Bande Nere, ni tampoco para el Capitán Franciolino de Franciolini.

Sigamos, una vez más, las aventuras de los personajes del siglo XVI a través del descubrimiento de antiguos documentos y hallazgos arqueológicos de la joven pareja de investigadores de nuestro tiempo. De nuevo, la estudiosa Lucia Balleani y el arqueólogo Andrea Franciolini nos llevarán de la mano y nos guiarán a través de los arcanos misterios de la Jesi del Renacimiento, entre calles, callejones y palacios de un centro histórico que, a las puertas de los años 20 del siglo XXI, comienza a expulsar del subsuelo antiguos e importantes objetos relacionados con épocas pasadas.

Stefano Vignaroli

Capítulo 1

Bernardino, en el umbral de su imprenta, que daba a la Via delle Botteghe, a la altura del arco de la antigua Domus Verronum, observaba desfilar, con gran satisfacción, el cortejo nupcial. Finalmente, después de tantos obstáculos y altibajos, la condesa Lucia Baldeschi, en un radiante día de finales del verano de 1523, se casaría con Andrea De Franciolini. Es más, para ser exactos, con el Marchese Franciolino De Franciolini, Señor dellAlto Montefeltro y Capitano darme de la regia Ciudad de Jesi. El cortejo propiamente dicho había sido precedido por estruendo de tambores y toques de trompeta, por la exhibición de abanderados, por las evoluciones de las elegantes aves rapaces lanzadas al vuelo por hábiles halconeros, e incluso por el desfile de familias de la nobleza de los distintos distritos de la ciudad, cada una de ellas identificada por el proprio abanderado y por el estandarte de la jurisdicción a la que pertenecía. La ciudad era un derroche de colores. Cada calle, cada callejón y cada palacio estaban engalanados. El aire fresco de septiembre, hacia las horas centrales del día, había dado paso a los rayos del sol que estaban caldeando la atmósfera de manera realmente insólita para aquella estación, tanto que a muchos nobles se les desparramaba el sudor en el interior de sus vestidos de brocado o terciopelo. Las más afortunadas eran las damas que habían escogido vestir frescos trajes de seda de colores. Bernardino había reconocido a aquellos que pertenecían a las familias más importantes de Jesi, no sólo por los emblemas sino porque conocía bien sus fisonomías. Los Condes Marcelli, los Marqueses Honorati, Amatori, Amici y Colocci. Todos se dirigían hacia la Piazza San Floriano para asistir a la función religiosa presidida por el Cardenal Piersimone Ghislieri, obispo muy amado por toda la ciudadanía. Después del paso de malabaristas y tragafuegos y otra tanda de abanderados, apareció finalmente la novia, muy hermosa, sobre un caballo con el manto blanco inmaculado, con la crin arreglada en finas y pequeñas trenzas que caían por ambos lados del elegante cuello del animal. Lucía iba ataviada con una espléndida gamurra de seda adamascada roja, enriquecida con motivos florales bordados de realce. En el cuello rectangular y en los bordes de las mangas habían sido añadidos encajes blancos. El traje, que le llegaba hasta los pies, adornado con botones engarzados y gemas preciosas, apretado en la cintura por un cinturón finamente trenzado, no permitía a la dama sentarse a caballo a la amazona, de la manera en que ella estaba habituada a hacerlo. Las dos piernas debían estar apoyadas en el mismo lado de la cabalgadura, haciendo todavía más difícil y penoso mantener el equilibrio en la silla. Pero Lucia conservaba una mirada altanera, sosteniéndose liviana con las riendas, sin mirar fijamente a ningún ciudadano a los ojos. Se dejaba admirar, sin intercambiar la mirada con nadie. Sólo cuando pasó al lado de Bernardino, su rostro se iluminó y esbozó una sonrisa a modo de saludo dirigida a su amigo y mentor. El impresor se dio cuenta y se regocijó por ello sin exteriorizarlo. Mientras miraba con obsequiosa admiración a la Condesa Baldeschi, se dio cuenta de que el rojo era el color preferido de las novias de la época. El rojo era el símbolo de la potencia creadora y, por lo tanto, de la fertilidad pero, sobre todo, los tejidos de aquel color eran los más caros y apreciados. El cortejo nupcial era considerado parte integrante de la ceremonia del matrimonio. Habitualmente, constituía una representación pública de ostentación de la riqueza de la familia de la novia que desfilaba por las calles de la ciudad con sus valiosas prendas nupciales, acompañada por los nobles caballeros de la familia. Nada de esto sucedía con Lucia Baldeschi que no había querido a ningún presunto caballero perteneciente a su familia a su alrededor. Su sobria elegancia y su porte eran casi el de una reina que iba al altar para casarse con su príncipe. Una reina que, de todos modos, había sido siempre amada por su pueblo, por lo que era y no por lo que quería aparentar. Y nunca se habría permitido aparecer de otra forma sólo porque ese era un día especial. Todos los jesinos habían aprendido a amarla como una mujer de carácter fuerte y determinado pero, al mismo tiempo, con un alma buena y amable. Bernardino se sumó al cortejo que, dentro de poco, llegaría al atrio de la iglesia de San Floriano, donde debería estar esperándolo el novio junto con el cardenal Ghislieri. Allí, en el atrio, se desarrollaría la ceremonia nupcial con el intercambio de los anillos. Después de lo cual, los celebrantes y los invitados, entrarían en la iglesia para la celebración de la auténtica misa.

Aunque no lo pareciese, Lucia estaba de los nervios. No veía la hora de bajar del caballo y acercarse a su prometido, tendiendo hacia delante su mano izquierda, de tal manera que él pudiese besarla y la mantuviese asida a la suya. Pero en cuanto el caballo blanco pisó la plaza, que en su momento había sido el lugar de nacimiento del emperador Svevo, fue evidente para la novia y para todo su séquito que el Capitano Franciolini no estaba en su puesto, debajo del palio preparado a tal fin delante de la iglesia. El obispo, el cardenal Ghislieri, acogió a la joven novia abriendo los brazos incómodo. Era evidente que no sabía por dónde empezar para darle las debidas explicaciones.

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