Colligite Fragmenta - AAVV 5 стр.


No menos evidente es que en una sociedad que vive bajo las condiciones que estamos exponiendo nadie podrá llevar una vida realmente colmada, tampoco los que han escalado los puestos más altos de la pirámide social, como Simone Weil supo detectar con su habitual lucidez en su obra Réflexions sur les causes de la liberté et de lopression sociale: «En una sociedad basada en la opresión, no sólo los débiles sino también los más poderosos están sujetos a las ciegas exigencias de la vida colectiva». Es en este sentido que Michel Seres podía escribir en sus Éclaircissements: «En ningún momento de la historia ha habido tan pocos ganadores y tantos perdedores como hoy».

Un modelo de felicidad que se desentienda de los males y problemas de nuestros semejantes es una contradicción en los términos. Pero esto es precisamente lo que el sistema dominante ha logrado en gran parte: eliminar al otro de nuestro ámbito convivencial y degradarlo a algo impersonal y abstracto que no nos incumbe. ¡Cuánta razón tenía Paul Ricoeur al definir el mundo actual como un «mundo sin prójimos»! A pesar de todos los supuestos progresos conseguidos por la civilización moderna, lo que en el fondo y en esencia sigue imperando es la vieja ley de la selva, por mucho que se disfrace de Estado de derecho, de sociedad civil, de global governance, de comunidad internacional y de otras etiquetas formales. Con plena razón, el filósofo italiano Dario Renzi podía hablar en Fondamenti di un umanesimo socialista, uno de sus últimos libros, del «bellicismo che invade ogni sfera dellessistenza».

5. SOLEDAD Y MIEDO

El culto al egoísmo y a lo que Max Horkheimer llamaba el «imperialismo del yo» nos ha hecho olvidar que toda vida verdadera y digna de este nombre es siempre vida compartida y vida en común. Lo que se ha impuesto no es la filosofía del yo-tú de Martín Buber, la intersubjetividad de Emmanuel Lévinas, el personalismo comunitarista de Emmanuel Mounier o el sacrificio voluntario por los demás de Simone Weil, sino la atomización y el solipsismo. Hay aplausos y gritos en los estadios deportivos y en otras manifestaciones de masas, pero no el diálogo con el prójimo que Sócrates introdujo en la cultura universal como fuente de la verdad y del Bien. Convivencia es hoy ante todo insociabilidad, consecuencia inevitable de una sociedad en la que el otro es considerado a priori como algo molesto u hostil, en vez de ver en él el compañero, el amigo o el hermano. Porque si es cierto que vivimos en la sociedad de masas descrita y analizada una y otra vez desde el último tercio del siglo XIX por Gabriel de Tarde, Gustave Le Bon, Émile Durkheim o nuestro Ortega y Gasset, no lo es menos que uno de los fenómenos más frecuentes del mundo actual es la soledad. ¿Cómo no recordar en este contexto lo que Albert Camus escribió en su conmovedor relato autobiográfico La chute? «¿Sabe usted lo que es la criatura solitaria errando por las grandes ciudades?» No menos significativo en este aspecto es la obra La muchedumbre solitaria de David Riesman.

La soledad no voluntariamente elegida sino impuesta por un entorno social inhóspito no tarda en convertirse en miedo. El «mi ser es miedo» que Kafka confesaría en una de sus cartas a su prometida Milena ha dejado de ser la expresión particular de un individuo desarraigado para convertirse en una experiencia cada vez más extendida. Ya poco después de terminada la II Guerra Mundial, Emmanuel Mounier estaba en condiciones de detectar «el gran miedo difuso» que latía en la psique del hombre de aquella época y que desde entonces no ha hecho más que crecer y concretizarse a todos los niveles, empezando por el miedo a no contar con un puesto de trabajo.

6. EL VERDADERO ÉXITO

En todos los ciclos históricos y sociedades han existido personas que, en vez de dedicarse a hacer carrera y a brillar en sociedad, han consagrado su vida a desvelarse por sus semejantes y a socorrer a los débiles y desamparados que toda época y toda civilización engendra. Pues bien, son precisamente estas almas generosas y misericordiosas que han renunciado de antemano a los trofeos de tipo convencional para practicar el Bien en sus diversas manifestaciones, las que han alcanzado el verdadero éxito. Por supuesto, algunas de ellas conocieron la fama, pero no porque la buscaran, sino porque el carácter excepcional de su vida y de su obra no pudo pasar desapercibido a la opinión pública, como ocurrió con nombres como los de Tolstoi, Gandhi, Albert Schweitzer, Simone Weil o Madre Teresa.

También en una fase histórica como la nuestra, caracterizada por el autocentrismo, la pobreza de sentimientos y la insolidaridad, no faltan los seres que no dan un solo paso para formar parte de las ferias de vanidades al uso y no tienen otro afán que el de tender la mano a las víctimas engendradas precisamente por quienes han dedicado su vida a pisar y humillar a los demás.

Ganar o perder depende de una sola cosa: la conducta ética. Quien no elige el Bien como norma de conducta será siempre un fracasado, por muchos laureles que coleccione. La única opción para rehuir este triste destino es el de convertir nuestro yo en morada de hospitalidad y acogida para quienes llaman a nuestra puerta en busca del calor, la comprensión y la ternura que no han encontrado fuera. Pero no menos necesario es acudir allí donde cunden el dolor y la desgracia, como hizo el teólogo y médico Albert Schweitzer al decidir un día consagrar su vida a cuidar y curar a los enfermos de lepra de Lambarene. Una actitud que correspondía a su máxima de que nuestro paso por la tierra sólo adquiere sentido cuando elegimos la Hingebung como norma de conducta; una bella palabra alemana que en castellano significa ofrendarse o entregarse totalmente a otro o a un propósito noble. Aquí es el lugar indicado para señalar que toda búsqueda del Bien es afán de autoperfeccionamiento y, al mismo tiempo, lucha por el perfeccionamiento de las condiciones de vida del género humano en su totalidad. O para decirlo con las palabras de Charles Fourier: «Dios no ve en la raza humana más que una sola familia, de la cual todos sus miembros tienen derecho a sus mercedes. Quiere que sea dichosa toda entera o que ningún pueblo goce de felicidad»; (Oeuvres complètes, I).

7. LA OPCIÓN DEL SIN-PODER

«La bondad consiste en renunciar voluntariamente a la fuerza que uno posee», exclamaba el viejo Schelling en sus lecciones sobre La edad del mundo. Si recuerdo este testimonio filosófico, hoy olvidado, es precisamente porque constituye la negación más rotunda de la ideología del éxito hoy dominante, también porque expresa en los términos más sencillos mi propia visión de la problemática que estamos analizando. Creo, en efecto, que renunciar voluntariamente y a priori a toda manifestación de poder personal constituye la única opción que pueda dar a nuestro paso por la tierra un sentido profundo. Fue la opción voluntaria del Ohn-Macht o sin-poder la que eligió también Hugo Ball tras su conversión al catolicismo. Y no otra cosa pensaba Albert Camus cuando en su obra autobiográfica Le premier homme dijo que tan triste es ser vencido por alguien que vencerle a él. Pero ya en sus Carnets había escrito al cumplir los 32 años: «No estoy hecho para la política, puesto que soy incapaz de querer o aceptar la muerte del adversario». En la misma línea, nuestro gran Ángel Ganivet escribía, en su Ideárium español: «Los grandes creyentes han sido mártires; han caído resistiendo, no atacando».

8. EL PODER DEL BIEN

También el hombre supuestamente emancipado de nuestros días no ha sabido atenerse al viejo imperativo délfico del «conócete a tí mismo» y vive en estado de autoalienación o ignorancia en todos los aspectos esenciales. En primer lugar con respecto a lo que significa verdadera autorrealización, que él suele confundir con el hedonismo y el materialismo a ras de suelo, propagados constantemente por los medios de comunicación de masas y demás tribunas prosistémicas como meta suprema de la existencia humana. De ahí que su condición sea análoga a la de los moradores de la caverna platónica condenados a vivir sin conocer ni la verdad ni el Bien, dos valores que para Platón y el pensamiento idealista en su conjunto han significado siempre una y la misma cosa.

Si hago referencia a estos viejos problemas a la vez filosóficos, ontológicos e históricos es para subrayar con todo énfasis que la situación altamente precaria en que se halla hoy el Bien no significa en modo alguno que la lucha por un mundo más justo y más humano haya perdido su sentido y su razón de ser. Personalmente pienso que por muchas batallas que el Bien haya perdido y sigue perdiendo, posee una fuerza intrínseca inextinguible y eterna que en mejores o peores circunstancias y en mayor o menor grado revive y se perpetúa una y otra vez. Es en este sentido que en uno de mis libros alemanes, Das Elend des Politischen, pudiese yo hablar del «poder del Bien».

Allí y precisamente allí donde el Bien es pisoteado de manera permanente, lejos de haber dejado de existir, está presente en nuestra conciencia en forma de ausencia y de nostalgia, como ocurre en la desdichada sociedad actual. También cuando el Bien ha sido abandonado por casi todo el mundo y vive en estado casi absoluto de soledad, sigue formando parte modo negativo de la misma realidad opuesta o indiferente a él. La psicosis de insatisfacción, inseguridad y miedo que se ha apoderado de la gente es la mejor prueba de que el Bien es lo insustituible por antonomasia y que todo intento de prescindir de él no puede engendrar más que la aporía universal a que nos ha conducido la ideología del éxito hoy triunfante. Y ello no puede ser de otra manera porque el Bien es el único valor cuya derrota incluye implícitamente la derrota de quienes pretenden haberle vencido. De ahí que toda victoria sobre el Bien no sea en verdad más que una victoria pírrica, condenada de antemano al más estrepitoso de los fracasos y a vivir en contradicción permanente consigo misma. Ese es el estado existencial en que hoy se encuentra el hombre y el mundo en su totalidad. El fin de la vida humana no es la contradicción ni la lucha de los contrarios, sino su reconciliación y su unidad. Creo que luchar por esta meta constituye la única forma de dar un sentido coherente y profundo a nuestro paso por la tierra y de evitar que nuestra vida no sea más que una reproducción individual del extravío, la falsa plenitud y la indigencia espiritual reinantes en el mundo de hoy.

Notas:

Quiero agradecer a los amigos organizadores de este IV Congreso de Estudios Personalistas, y en particular a la profesora Emilia Bea, la ocasión, para mí tan significativa, de presentar a Heleno Saña y de darle la bienvenida en nombre de todos nosotros a esta que también es mi Universidad y mi Facultad.

Se me pide hacer una semblanza de Heleno Saña, del escritor, del filósofo, del amigo. Pero ¿cómo hacer una semblanza del amigo como si se tratara de una tercera persona? ¿Cómo hablar del amigo sin hablarle a él, reconociéndole como justo destinatario de estas palabras? Me permitirán por tanto que, sin dejar de hablarles a ustedes, sea a él a quien me dirija con esta personal semblanza.

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