Misericordia - Гальдос Бенито Перес 5 стр.


–Lo mismo hace conmigo. Pero yo no lo llevo a mal, señora. ¡Bendito sea el Señor, que nos da el bien más grande de nuestros cuerpos: el hambre santísima!».

VII

Ya pasaba de los sesenta la por tantos títulos infeliz Doña Francisca Juárez de Zapata, conocida en los años de aquella su decadencia lastimosa por doña Paca, a secas, con lacónica y plebeya familiaridad. Ved aquí en qué paran las glorias y altezas de este mundo, y qué pendiente hubo de recorrer la tal señora, rodando hacia la profunda miseria, desde que ataba los perros con longaniza, por los años 59 y 60, hasta que la encontramos viviendo inconscientemente de limosna, entre agonías, dolores y vergüenzas mil. Ejemplos sin número de estas caídas nos ofrecen las poblaciones grandes, más que ninguna esta de Madrid, en que apenas existen hábitos de orden, pero a todos los ejemplos supera el de doña Francisca Juárez, tristísimo juguete del destino. Bien miradas estas cosas y el subir y bajar de las personas en la vida social, resulta gran tontería echar al destino la culpa de lo que es obra exclusiva de los propios caracteres y temperamentos, y buena muestra de ello es doña Paca, que en su propio ser desde el nacimiento llevaba el desbarajuste de todas las cosas materiales. Nacida en Ronda, su vista se acostumbró desde la niñez a las vertiginosas depresiones del terreno; y cuando tenía pesadillas, soñaba que se caía a la profundísima hondura de aquella grieta que llaman Tajo. Los nacidos en Ronda deben de tener la cabeza muy firme y no padecer de vértigos ni cosa tal, hechos a contemplar abismos espantosos. Pero doña Paca no sabía mantenerse firme en las alturas: instintivamente se despeñaba; su cabeza no era buena para esto ni para el gobierno de la vida, que es la seguridad de vista en el orden moral.

El vértigo de Paquita Juárez fue un estado crónico desde que la casaron, muy joven, con D. Antonio María Zapata, que le doblaba la edad, intendente de ejército, excelente persona, de holgada posición por su casa, como la novia, que también poseía bienes raíces de mucha cuenta. Sirvió Zapata en el ejército de África, división de Echagüe, y después de Wad-Ras pasó a la Dirección del ramo. Establecido el matrimonio en Madrid, le faltó tiempo a la señora para poner su casa en un pie de vida frívola y aparatosa que, si empezó ajustando las vanidades al marco de las rentas y sueldos, pronto se salió de todo límite de prudencia, y no tardaron en aparecer los atrasos, las irregularidades, las deudas. Hombre ordenadísimo era Zapata; pero de tal modo le dominaba su esposa, que hasta le hizo perder sus cualidades eminentes; y el que tan bien supo administrar los caudales del ejército, veía perderse los suyos, olvidado del arte para conservarlos. Paquita no se ponía tasa en el vestir elegante, ni en el lujo de mesa, ni en el continuo zarandeo de bailes y reuniones, ni en los dispendiosos caprichos. Tan notorio fue ya el desorden, que Zapata, aterrado, viendo venir el trueno gordo, hubo de vencer la modorra en que su cara mitad le tenía, y se puso a hacer números y a querer establecer método y razón en el gobierno de su hacienda; pero ¡oh triste sino de la familia! cuando más engolfado estaba el hombre en su aritmética, de la que esperaba su salvación, cogió una pulmonía, y pasó a mejor vida el Viernes Santo por la tarde, dejando dos hijos de corta edad: Antoñito y Obdulia.

Administradora y dueña del caudal activo y pasivo, Francisca no tardó en demostrar su ineptitud para el manejo de aquellas enredosas materias, y a su lado surgieron, como los gusanos en cuerpo corrupto, infinitas personas que se la comían por dentro y por fuera, devorándola sin compasión. En esta época desastrosa, entró a su servicio Benigna, que si desde el primer día se acreditó de cocinera excelente, a las pocas semanas hubo de revelarse como la más intrépida sisona de Madrid. Qué tal sería la moza en este terreno, que la misma doña Francisca, de una miopía radical para la inspección de sus intereses, pudo apreciar la rapacidad minuciosa de la sirviente, y aun se determinó a corregirla. En justicia, debo decir que Benigna (entre los suyos llamada Benina, y Nina simplemente por la señora) tenía cualidades muy buenas que, en cierto modo, compensaban, en los desequilibrios de su carácter, aquel defecto grave de la sisa. Era muy limpia, de una actividad pasmosa, que producía el milagro de agrandar las horas y los días. Además de esto, Doña Francisca estimaba en ella el amor intenso a los niños de la casa; amor sincero y, si se quiere, positivo, que se revelaba en la vigilancia constante, en los exquisitos cuidados con que sanos o enfermos les atendía. Pero las cualidades no fueron bastante eficaces para impedir que el defecto promoviera cuestiones agrias entre ama y sirviente, y en una de estas, Benina fue despedida. Los niños la echaron muy de menos, y lloraban por su Nina graciosa y soboncita.

A los tres meses se presentó de visita en la casa. No podía olvidar a la señora ni a los nenes. Estos eran su amor, y la casa, todo lo material de ella, la encariñaba y atraía. Paquita Juárez también tenía especial gusto en charlar con ella, pues algo (no sabían qué) existía entre las dos que secretamente las enlazaba, algo de común en la extraordinaria diversidad de sus caracteres. Menudearon las visitas. ¡Ay! la Benina no se encontraba a gusto en la casa donde a la sazón servía. En fin, que ya la tenemos otra vez en la domesticidad de Doña Francisca; y tan contenta ella, y satisfecha la señora, y los pequeñuelos locos de alegría. Sobrevino en aquel tiempo un aumento de las dificultades y ahogos de la familia en el orden administrativo: las deudas roían con diente voraz el patrimonio de la casa; se perdían fincas valiosas, pasando sin saber cómo, por artes de usura infame, a las manos de los prestamistas. Como carga preciosa que se arroja de la embarcación al mar en los apuros del naufragio, salían de la casa los mejores muebles, cuadros, alfombras riquísimas: las alhajas habían salido ya… Pero por más que se aligeraba el buque, la familia continuaba en peligro de zozobra y de sumergirse en los negros abismos sociales.

Para mayor desdicha, en aquel funesto periodo del 70 al 80, los dos niños padecieron gravísimas enfermedades: tifoidea el uno; eclampsia y epilepsia la otra. Benina les asistió con tal esmero y solicitud tan amorosa, que se pudo creer que les arrancaba de las uñas de la muerte. Ellos le pagaban, es verdad, estos cuidados con un afecto ardiente. Por amor de Benina, más que por el de su madre, se prestaban a tomar las medicinas, a callar y estarse quietecitos, a sudar sin ganas, y a no comer antes de tiempo: todo lo cual no impidió que entre ama y criada surgiesen cuestiones y desavenencias, que trajeron una segunda despedida. En un arrebato de ira o de amor propio, Benina salió disparada, jurando y perjurando que no volvería a poner los pies en aquella casa, y que al partir sacudía sus zapatos para no llevarse pegado en ellos el polvo de las esteras… pues lo que es alfombras, ya no las había.

En efecto: antes del año, apareciose Benina en la casa. Entró, anegado en lágrimas el rostro, diciendo: «Yo no sé qué tiene la señora; yo no sé qué tiene esta casa, y estos niños, y estas paredes, y todas las cosas que aquí hay: yo no sé más sino que no me hallo en ninguna parte. En casa rica estoy, con buenos amos que no reparan en dos reales más o menos; seis duros de salario… Pues no me hallo, señora, y paso la noche y el día acordándome de esta familia, y pensando si estarán bien o no estarán bien. Me ven suspirar, y creen que tengo hijos. Yo no tengo a nadie en el mundo más que a la señora, y sus hijos son mis hijos, pues como a tales les quiero…». Otra vez Benina al servicio de Doña Francisca Juárez, como criada única y para todo, pues la familia había dado un bajón tremendo en aquel año, siendo tan notorias las señales de ruina, que la criada no podía verlas sin sentir aflicción profunda. Llegó la ocasión ineludible de cambiar el cuarto en que vivían por otro más modesto y barato. Doña Francisca, apegada a las rutinas y sin determinación para nada, vacilaba. La criada, quitándole en momentos tan críticos las riendas del gobierno, decidió la mudanza, y desde la calle de Claudio Coello saltaron a la del Olmo. Por cierto que hubo no pocas dificultades para evitar un desahucio vergonzoso: todo se arregló con la generosa ayuda de Benina, que sacó del Monte sus economías, importantes tres mil y pico de reales, y las entregó a la señora, estableciéndose desde entonces comunidad de intereses en la adversa como en la próspera fortuna. Pero ni aun en aquel rasgo de caridad hermosa desmintió la pobre mujer sus hábitos de sisa, y descontó un pico para guardarlo cuidadosamente en su baúl, como base de un nuevo montepío, que era para ella necesidad de su temperamento y placer de su alma.

Como se ve, tenía el vicio del descuento, que en cierto modo, por otro lado, era la virtud del ahorro. Difícil expresar dónde se empalmaban y confundían la virtud y el vicio. La costumbre de escatimar una parte grande o chica de lo que se le daba para la compra, el gusto de guardarla, de ver cómo crecía lentamente su caudal de perras, se sobreponían en su espíritu a todas las demás costumbres, hábitos y placeres. Había llegado a ser el sisar y el reunir como cosa instintiva, y los actos de este linaje se diferenciaban poco de las rapiñas y escondrijos de la urraca. En aquella tercera época, del 80 al 85, sisaba como antes, aunque guardando medida proporcional con los mezquinos haberes de Doña Francisca. Sucediéronse en aquellos días grandes desventuras y calamidades. La pensión de la señora, como viuda de intendente, había sido retenida en dos tercios por los prestamistas; los empeños sucedían a los empeños, y por librarse de un ahogo, caía pronto en mayores apreturas. Su vida llegó a ser un continuo afán: las angustias de una semana, engendraban las de la semana siguiente: raros eran los días de relativo descanso. Para atenuar las horas tristes, sacaban fuerzas de flaqueza, alegrando con afectadas fantasmagorías los ratos de la noche, cuando se veían libres de acreedores molestos y de reclamaciones enfadosas. Fue preciso hacer nuevas mudanzas, buscando la baratura, y del Olmo pasaron al Saúco, y del Saúco al Almendro. Por esta fatalidad de los nombres de árboles en las calles donde vivieron, parecían pájaros que volaban de rama en rama, dispersados por las escopetas de los cazadores o las pedradas de los chicos.

En una de las tremendas crisis de aquel tiempo, tuvo Benina que acudir nuevamente al fondo de su cofre, donde escondía el gato o montepío, producto de sus descuentos y sisas. Ascendía el montón a diez y siete duros. No pudiendo decir a su señora la verdad, salió con el cuento de que una prima suya, la Rosaura, que comerciaba en miel alcarreña, le había dado unos duros para que se los guardara. «Dame, dame todo lo que tengas, Benina, así Dios te conceda la gloria eterna, que yo te lo devolveré doblado cuando los primos de Ronda me paguen lo del pejugar… ya sabes… es cosa de días… ya viste la carta».

Y revolviendo en el fondo del baúl, entre mil baratijas y líos de trapos, sacó la sisona doce duros y medio y los dio a su ama diciéndole: «Es todo lo que tengo. No hay más: puede creerlo; es tan verdad como que nos hemos de morir».

No podía remediarlo. Descontaba su propia caridad, y sisaba en su limosna.

VIII

Tantas desdichas, parecerá mentira, no eran más que el preámbulo del infortunio grande, aterrador, en que el infeliz linaje de los Juárez y Zapatas había de caer, la boca del abismo en que sumergido le hallamos al referir su historia. Desde que vivían en la calle del Olmo, Doña Francisca fue abandonada de la sociedad que la ayudó a dar al viento su fortuna, y en las calles del Saúco y Almendro desaparecieron las pocas amistades que le restaban. Por entonces la gente de la vecindad, los tenderos chasqueados y las personas que de ella tenían lástima empezaron a llamarla Doña Paca, y ya no hubo forma de designarla con otro nombre. Gentezuelas desconsideradas y groseras solían añadir al nombre familiar algún mote infamante: Doña Paca la tramposa, la Marquesa del infundio.

Está visto que Dios quería probar a la dama rondeña, porque a las calamidades del orden económico añadió la grande amargura de que sus hijos, en vez de consolarla, despuntando por buenos y sumisos, agobiaran su espíritu con mayores mortificaciones, y clavaran en su corazón espinas muy punzantes. Antoñito, defraudando las esperanzas de su mamá, y esterilizando los sacrificios que se habían hecho para encarrilarle en los estudios, salió de la piel del diablo. En vano su madre y Benina, sus dos madres más bien, se desvivían por quitarle de la cabeza las malas ideas: ni el rigor ni las blanduras daban resultado. Se repetía el caso de que, cuando ellas creían tenerle conquistado con carantoñas y mimos, él las engañaba con fingida sumisión, y escamoteándoles la voluntad, se alzaba con el santo y la limosna. Era muy listo para el mal, y hallábase dotado de seducciones raras para hacerse perdonar sus travesuras. Sabía esconder su astuta malicia bajo apariencias agradables; a los diez y seis años engañaba a sus madres como si fueran niñas; traía falsos certificados de exámenes; estudiaba por apuntes de los compañeros, porque vendía los libros que se le habían comprado. A los diez y nueve años, las malas compañías dieron ya carácter grave a sus diabluras; desaparecía de la casa por dos o tres días, se embriagaba, se quedó en los huesos. Uno de los principales cuidados de las dos madres era esconder en las entrañas de la tierra la poca moneda que tenían, porque con él no había dinero seguro. La sacaba con arte exquisito del seno de Doña Paca, o del bolso mugriento de Benina. Arramblaba por todo, fuera poco, fuera mucho. Las dos mujeres no sabían qué escondrijos inventar, ni en qué profundidades de la cocina o de la despensa esconder sus mezquinos tesoros.

Y a pesar de esto, su madre le quería entrañablemente, y Benina le adoraba, porque no había otro con más arte y más refinado histrionismo para fingir el arrepentimiento. A sus delirios seguían comúnmente días de recogimiento solitario en la casa, derroche de lágrimas y suspiros, protestas de enmienda, acompañadas de un febril besuqueo de las caras de las dos madres burladas… El blando corazón de estas, engañado por tan bonitas demostraciones, se dejaba adormecer en la confianza cómoda y fácil, hasta que, de improviso, del fondo de aquellas zalamerías, verdaderas o falsas, saltaba el ladronzuelo, como diablillo de trampa en el centro de una caja de dulces, y… otra vez el muchacho a sus correrías infames, y las pobres mujeres a su desesperación.

Por desgracia o por fortuna (y vaya usted a saber si era fortuna o desgracia), ya no había en la casa cubiertos de plata, ni objeto alguno de metal valioso. El demonio del chico hacía presa en cuanto encontraba, sin despreciar las cosas de valor ínfimo; y después de arramblar por los paraguas y sombrillas, la emprendió con la ropa interior, y un día, al levantarse de la mesa, aprovechando un momento de descuido de sus madres y hermana, escamoteó el mantel y dos servilletas. De su propia ropa no se diga: en pleno invierno andaba por las calles sin abrigo ni capa, respetado de las pulmonías, protegido sin duda contra ellas por el fuego interior de su perversidad. Ya no sabían Doña Paca y Benina dónde esconder las cosas, pues temían que les arrebatara hasta la camisa que llevaban puesta. Baste decir que desaparecieron en una noche las vinajeras, y un estuchito de costura de Obdulia; otra noche dos planchas y unas tenacillas, y sucesivamente elásticas usadas, retazos de tela, y multitud de cosas útiles aunque de valor insignificante. Libros no había ya en la casa, y Doña Paca no se atrevía ni a pedirlos prestados, temerosa de no poder devolverlos. Hasta los de misa habían volado, y tras ellos, o antes que ellos, gemelos de teatro, guantes en buen uso, y una jaula sin pájaro.

Por otro estilo, y con organismo totalmente distinto del de su hermano, la niña daba también mucha guerra. Desde los doce años se desarrolló en ella el neurosismo en un grado tal, que las dos madres no sabían cómo templar aquella gaita. Si la trataban con rigor, malo; si con mimos, peor. Ya mujer, pasaba sin transición de las inquietudes epilépticas a una languidez mortecina. Sus melancolías intensas aburrían a las pobres mujeres tanto como sus excitaciones, determinantes de una gran actividad muscular y mental. La alimentación de Obdulia llegó a ser el problema capital de la casa, y entre las desganas y los caprichos famélicos de la niña, las madres perdían su tiempo, y la paciencia que Dios les había concedido al por mayor. Un día le daban, a costa de grandes sacrificios, manjares ricos y substanciosos, y la niña los tiraba por la ventana; otro, se hartaba de bazofias que le producían horroroso flato. Por temporadas se pasaba días y noches llorando, sin que pudiera averiguarse la causa de su duelo; otras veces se salía con un geniecillo displicente y quisquilloso que era el mayor suplicio de las dos mujeres. Según opinión de un médico que por lástima las visitaba, y de otros que tenían consulta gratuita, todo el desorden nervioso y psicológico de la niña era cuestión de anemia, y contra esto no había más terapéutica que el tratamiento ferruginoso, los buenos filetes y los baños fríos.

Назад Дальше