La desheredada - Гальдос Бенито Перес 3 стр.


–No, hija mía. Siga usted, que la oigo con mucho interés.

–Fue, en no sé qué tiempo, de la Milicia Nacional, hizo barricadas, hablaba mucho, y para él todos los que gobernaban eran ladrones. Cuando yo era niña jugaba con el morrión de mi abuelo… ¡Qué cosas!… Oiga usted… El que llamo mi padre fue más listo que el que llamo mi abuelo. ¡Oh!, sí, era caballero y tenía talento. En el partido le temían. Él mismo lo decía: «Yo tengo que llegar a donde debo llegar, o me volveré loco…» ¡Pobrecito! Cuando estaba cesante se desesperaba. Iba a las sesiones del Congreso y hacía mucho ruido en la tribuna aplaudiendo a la oposición. Salía de Madrid con recados secretos. No hablaba más que de la que se iba a armar, de una cosa tremenda…, ¿me entiende usted?».

El anciano, después de tragarse la mitad de la atmósfera del cuarto, hizo signos afirmativos, arqueando las cejas y sonriendo como hombre conocedor de las debilidades de sus semejantes.

«La última vez que le dejaron cesante, nos vimos tan mal, tan mal, que no se podía esperar a que le colocaran. Yo trabajaba; mi mamá cayó enferma; mi padre entró de corrector de pruebas en una imprenta donde se hacía un periódico grande, muy grande… Trabajaba todas las noches junto a un quinqué de petróleo que le abrasaba la frente. Se tragaba mil discursos, artículos, sueltos, decretos, y cuando llegaba la mañana (porque el trabajo duraba toda la noche) y volvía a casa, no descansaba, no, señor. ¿Qué creerá usted que hacía? Pues ponerse a escribir. Todos los días entraba con una mano de papel y la llenaba de cabo a rabo. ¿Qué creerá usted que escribía?

–Cartas al Soberano, al Santo Padre, a los embajadores y ministros. Por ahí empiezan muchos.

–¡Quia!; no, señor. Escribía decretos, leyes y reales órdenes. Aunque al salir de su cuarto cerraba siempre, yo hallé una noche medios de abrir, y vimos todo. Mi mamá y yo decíamos: «Quizás esté copiando para traernos algo de comer». ¡Qué chasco nos llevamos!; todo se volvía: Artículo primero, tal cosa; artículo segundo, tal cosa. Y luego: Quedo encargado de la ejecución del presente decreto. Hacía preámbulos atestados de disparates. Conforme llenaba pliegos los iba coleccionando con mucho cuidado, y a cada legajo le ponía un letrero diciendo: Deuda Pública, o Clases Pasivas, Aduanas, Banco, Amillaramientos. También ponía en ciertos paquetes rótulos que no entendíamos, porque eran ya locura manifiesta, y decían: Ruinas, o bien Fanatismo, Barbarie, Urbanización de Envidiópolis, Vidrios rotos, Sobornos, Subvención Personal, y así por este estilo. «¡Ay Dios mío!—dijimos mamá y yo—; ya no tenemos marido, ya no tenemos padre. Este hombre está loco». Estuvimos llorando toda la noche.

–Todo sea por Dios—dijo, con emoción el viejo, al ver que Isidora se interrumpía para llorar—. Pero ¿qué es eso, hija mía, comparado con lo que Cristo padeció por nosotros?

–Mi madre murió en aquellos días—prosiguió Isidora, casi completamente ahogada por el llanto—. Aquel día, ¡oh Dios mío, qué día!, mi padre hizo los disparates más atroces; no lloró, no se afectó nada. Cuando mi madre expiró en mis brazos, él dio dos o tres paseos por el cuarto, y mirándome con unos ojos…, ¡Jesús, qué ojos!…, me dijo: «Se le harán los honores de tenienta generala muerta en campaña…». No puedo recordar estas cosas; me muero de pena. Fue preciso encerrarle aquí. Un pariente bastante acomodado que teníamos en el Tomelloso se condolió de mí y ofreció dar la pensión de segunda. Yo me fui a la Mancha con él, y mi hermanito se quedó aquí con una tía de mi madre. Pasado algún tiempo, mi tío el canónigo se olvidó de pagar la pensión. Es el mejor de los hombres; pero tiene unas rarezas…».

Desde la mitad de esta relación, ya tenía Isidora que beberse las lágrimas entre palabra y palabra. El bendito señor que la oía, enternecido de tanta desdicha, levantose de su asiento y dio algunos pasos para vencer su emoción.

«Todo sea por Dios—dijo liando nerviosamente otro cigarrillo—. Noble criatura, su juventud de usted ha sido muy triste; ha nacido usted en un páramo…

–Y todo cuanto he padecido ha sido injusto—añadió ella prontamente, sorbiendo también una regular porción de aire, porque todo es contagioso en este mundo—. No sé si me explicaré bien; quiero decir que a mí no me correspondía compartir las penas y la miseria de Tomás Rufete, porque aunque le llamo mi padre, y a su mujer mi madre, es porque me criaron, y no porque yo sea verdaderamente su hija. Yo soy…».

Se detuvo bruscamente por temor de que su natural franco y expansivo la llevase, sin pensarlo, a una revelación indiscreta. Pero el escribiente, con esa rapacidad de pensamiento que distingue a los hombres perspicaces, se apoderó de la idea apenas indicada, y dijo así:

«Sí, entiendo, entiendo. Usted por su nacimiento pertenece a otra clase más elevada; sólo que circunstancias largas de referir la hicieron descender… ¡Cosas de Nuestro Padre que está en los Cielos! Él sabrá por qué lo hace. Acatemos sus misterios divinos, que al fin y a la postre, siempre son para nuestro bien. Usted, señorita—añadió tras breve pausa, quitándose cortesanamente la gorra—, no ve, no puede ver en el infelicísimo Rufete más que un padre putativo, tal y como el Santo Patriarca San José lo era de Nuestro Señor Jesucristo».

¡De qué manera tan clara relampagueó el orgullo en el semblante de Isidora al oír aquellas palabras! Su rubor leve pasó pronto. Sus labios vacilaron entre la sonrisa de vanidad y la denegación impuesta por las conveniencias.

«Yo no quisiera hablar de eso—dijo tomando un tonillo enfático de calma y dignidad, que no hacía buena concordancia con su ruso—. ¡Respeto tanto al que llamo mi padre, le quiero tanto, nos quiso él tanto a mí y a mi hermanito!…, ¡fuimos tan mimados cuando éramos niños!… Nos hacía el gusto en todo, y como entonces mandaba el partido y él tenía una buena colocación (porque estaba en Propiedades del Estado), vivíamos muy bien. En aquella época Rufete puso nuestra casa con mucho lujo, con un lujo… ¡Dios de mi vida! Como él no tenía más idea que aparentar, aparentar, y ser persona notable…

–Hija mía—dijo el anciano con vivacidad—, una de las enfermedades del alma que más individuos trae a estas casas es la ambición, el afán de engrandecimiento, la envidia que los bajos tienen de los altos, y eso de querer subir atropellando a los que están arriba, no por la escalera del mérito y del trabajo, sino por la escala suelta de la intriga, o de la violencia, como si dijéramos, empujando, empujando…».

No bien hizo el venerable sujeto esta sustanciosa observación, que indicaba tanto juicio como experiencia, marchó con acompasado y no muy lento andar hacia el rincón opuesto del despacho. Reflexionaba Isidora en aquellas sabias palabras, fijos los ojos en las rayas de la estera de cordoncillo; pero su pena y la situación en que estaba la reclamaron, y volvió a suspirar y a asombrarse de que el Director tardase tanto. Cuando alzó los ojos, el anciano pasaba por delante de ella en dirección de la mesa; en seguida pasaba de nuevo en dirección del ángulo. Sin advertir que el buen señor estaba muy agitado, sin duda por hacerse generosamente partícipe de las penas que había oído referir, Isidora se distraía un poco, pues por grande que sea una desdicha y por mucho que embargue y ahogue, hay momentos en que deja libre el espíritu para que dé un par de vueltas o paseos por el campo de la distracción, y se fortifique antes de volver al martirio. Un dilatado aburrimiento, un largo período de antesala, ayudan este fenómeno del alma.

Como en el despacho aquel reinaban el silencio y la calma; como en el pasar y repasar del anciano escribiente había algo de oscilación de péndulo; como, además, del propio interior de Isidora se derivaba una dulce somnolencia que aletargaba su dolor, la joven se entretuvo, pues, un ratito contemplando la habitación. ¡Qué bonito era el mapa de España, todo lleno de rayas divisorias y compartimientos, de columnas de números que subían creciendo, de rengloncitos estadísticos que bajaban achicándose, de círculos y banderolas señalando pueblos, ciudades y villas! En la región azul que representaba el mar, multitud de barquitos precedidos de flechas marcaban las líneas de navegación, y por la gran viñeta de la cabecera menudeaban las locomotoras, los vapores, los faros, y además muelles llenos de fardos, chimeneas de fábricas, ruedas dentadas, globos geográficos, todo presidido por un melenudo y furioso león y una señora con las carnes bastante más descubiertas de lo que la honestidad exige… ¡Qué silencio tan hondo y suave se aposentaba en la sosegada estancia, y cómo se sentía el ambiente puro del campo! Sólo cuando se abría la puerta entraba un eco lejano y horripilante de risas y gritos que no eran como los gritos y risas del mundo. ¡Y cuántos y cuán bonitos libros encerraba el armario de caoba, sobre el cual gallardeaba un busto de yeso! Aquel señor blanco sin niñas en los ojos, con los hombros desnudos como una dama escotada, debía de ser alguno de los muchos sabios que hubo en tiempos remotos, y en él, en el estante de los libros y en el mapa gráfico—estadístico se cifraba toda la sabiduría de los siglos.

En este reconocimiento del lugar empleó Isidora menos de un minuto. De pronto se fijó en el anciano, que seguía pasando por delante de ella con rapidez creciente, y se asombró de ver la agitación de sus manos, el temblor de sus labios y la vivacidad de sus ojos, apariencias muy distintas de aquella su anterior facha bondadosa y simpática. Parándose ante Isidora, exclamó con palabra torpe y muy conmovida:

«Señora, nunca hubiera creído esto en una persona como usted.

–¡Yo!—murmuró Isidora, llena de espanto.

–¡Sí!—dijo el otro alzando la voz—, usted me está insultando; usted me está insultando».

El disparatado juicio, la voz alterada del viejo, su agitación creciente, fueron un rayo de luz para Isidora. Se levantó buscando la puerta; corrió hacia ella despavorida. El terror le daba alas. Entre tanto el anciano gritaba:

«Insultándome, sí, sin respeto a mis canas, a mis sufrimientos de padre… ¡Oh, Señor! Perdónala, perdónala, Señor, porque no sabe lo que se dice».

Isidora salió al pasillo cuando llegaba el Director, que al instante comprendió la causa de su miedo. Sonriendo, la tomó de la mano para obligarla a entrar.

«El pobre Canencia…—dijo—. Cosa rara… Hace tanto tiempo que está tranquilo… Pero es un ángel, es incapaz de hacer el menor daño».

Ambos le miraron. El semblante del anciano no expresaba ira, sino emoción, y dos lágrimas rodaban por sus mejillas.

«También usted me insulta, señor Director—dijo oprimiéndose el pecho, y con la entonación y los ademanes de un cómico mediano—. No puedo más, no puedo más… ¡Adiós, adiós, ingratos!».

Y salió escapado.

«Eso le pasa pronto—indicó el Director a Isidora, que aún no había vuelto de su espanto—. Es un bendito; hace treinta y dos años que está en la casa y pasa largas temporadas, a veces dos y tres años, sin la más ligera perturbación. Sus accesos no son más que lo que usted ha visto. Principia por decir que tiene dos máquinas eléctricas en la cabeza y luego sale con que le insulto. Echa a correr, da unos cuantos paseos por la huerta, y al cabo de un rato está ya sereno. Trabaja bien, me ayuda mucho, y, como usted habrá visto si le ha oído, es de encargo para dar consejos. Parece un santo y un filósofo. Yo le quiero al pobre Canencia. Vino por cuestiones y pleitos con sus hijos… Historia larga y triste que no es de este lugar. Vamos a la de usted, que tampoco es alegre, y hoy menos que nunca».

El Director dio un gran suspiro, expresión oficial de sus sentimientos compasivos, e Isidora quedose fría, aguardando terribles noticias. ¡Cómo miraba al buen señor, deletreando en su cara, y qué bien le decía esta que no esperara nada bueno!

«Yo quisiera verle…—balbució Isidora.

–Eso es imposible. ¡Verle!, ¿y para qué?… Mal, muy mal está el pobre Rufete—afirmó el Director, moviendo la cabeza—. Llénese usted de paciencia, porque, verdaderamente, si esta enfermedad es incurable, si no cesa de atormentarse el que la padece, mejor es que se vaya a descansar… Yo, lo digo con franqueza, si tuviera alguna persona de mi familia en ese estado, desearía…».

Trabajo le costó a Isidora admitir la funesta verdad que se le quería anunciar con caritativas precauciones, y tragando saliva para deshacer aquel nudo que en su garganta se formaba, habló con medias palabras de esta manera:

«Quién sabe… Todavía… Pero yo quiero verle.

–Vamos, que no… Ya…».

El buen señor estaba impaciente. Tenía que hacer.

«Siéntese usted…—murmuró acercando un sillón—. ¿Quiere usted que le traiga un vaso de agua?».

Isidora no decía nada. Sus ojos, aterrados, se clavaron en el busto de yeso. Lo examinó bien y estúpidamente, viéndole con claridad, por esa atracción rara que en el momento de recibir una noticia grave ejerce sobre los sentidos un objeto material cualquiera, que luego queda por algún tiempo asociado a la noticia misma…

—IV—

Al mismo tiempo que Isidora contaba sus desdichas al inocentísimo Canencia, ocurría no lejos de allí un hecho que, con ser muy triste, no afectaba grandemente a los que lo presenciaban. Eran éstos el Director facultativo, el administrativo, un practicante, alumno de Medicina, el capellán y un enfermero. El moribundo, pues de morirse un hombre se trata, era Rufete. La crisis era violenta y calmosa, de desarrollo fácil y término decidido. El enfermo apenas tenía movimiento y vida más que en la cabeza; no padecía nada; se iba por rápida y llana pendiente, sin choque, sin batalla, sin convulsiones, sin defensa.

«Muere bien»—dijo en voz baja el médico.

El paciente dio un gran suspiro, abrió los ojos, miró a todos uno por uno; y no con furia, no con espasmos de insensato, ni iracundas recriminaciones, sino con apagada voz, con sentimiento tranquilo, que más que nada era profundísima lástima de sí mismo, pronunció estas palabras: «Caballeros, ¿es cierto lo que me figuro?… ¿Es cierto que estoy en Leganés?».

El médico le quiso consolar con palabras campechanas.

«Hombre, no sea usted tonto…; si está usted en su casa… Vamos, que se va usted a poner bueno».

El enfermo movió tristemente la cabeza. Permaneció largo rato mudo. Después tomó la mano del cura, la besó… Quiso hablar, no pudo, se le vio luchar con la palabra. Al fin, tras un desesperado esfuerzo de voluntad, pudo decir a media voz:

«Mis hijos…, la marquesa…».

Y calló para siempre. Médico y aprendiz observaron con la atención y la frialdad de la ciencia aquel caso de tránsito, y después se fueron a extender el parte. Acercose a ellos el Director, manifestándoles con más lástima que alarma la presencia en la casa de una hija del muerto. El aprendiz de médico declaró al punto conocerla, y alegrándose de que allí estuviera, quiso participar de las dificultades de darle la noticia y del compromiso de consolarla y darle algún socorro si lo había menester.

Fue el Director a su despacho en busca de Isidora, y allí pasó lo que referido queda. Ya la desgraciada joven del ruso empezaba a comprender la certeza de su desdicha, cuando entró en el despacho un mozo como de veinticuatro años, el cual, llegándose a ella con muestras de confianza, le dijo:

«¿Conque usted por aquí, Isidora?… ¡Y en qué momento tan triste!… ¿Pero no me conoce usted? ¿Tan desmemoriada estamos, Isidora? ¿No se acuerda usted de D. Pedro Miquis, el del Toboso, que iba muchas veces al Tomelloso a buscar a su tío de usted, el señor Canónigo, para salir juntos de casa? Pues yo soy hijo de D. Pedro Miquis. ¿No se acuerda usted tampoco de mi hermano Alejandro? ¿No se acuerda de que algunas veces, por vacaciones, íbamos acompañando a mi padre?… Pues hace cinco años que estoy aquí estudiando Medicina. ¿Y cómo está su señor tío? ¿Hace mucho que ha dejado usted aquel célebre Tomelloso?…».

Isidora le miraba por una rasgadura hecha en la nube negra de su pena; le miraba y le reconocía. Sí, su memoria se iba iluminando ante aquella fisonomía que con ninguna otra podía confundirse. Aquel semblante pálido y moreno, tan moreno y tan pálido que parecía una gran aceituna; aquella brevedad de la nariz contrastando con el grandor agraciado de la boca, cuyos dientes blanquísimos estaban siempre de manifiesto; aquella ceja ancha, tan negra y espesa que parecía cinta de terciopelo, y aquellos ojos garzos donde anidaban traidoras todas las malicias y toda la ironía del mundo; aquella fealdad graciosa, aquella desenvoltura de maneras, aquel abandono en el vestir, y, por último, la desenfadada manera de insinuarse, pregonaban, sin dejar lugar a dudas, a Augustito Miquis, el hijo de D. Pedro Miquis, el del Tomelloso. De golpe entraron a la mente de Isidora ideas mil y recuerdos de una época en que la infancia se confundía con la adolescencia, época de tonterías, de miedos, de inocentes confianzas y de lances cuya memoria no siempre es agradable. No acertó a contestar sino con medias palabras. Miquis se hizo cargo de la situación, y poniéndose todo lo serio que podía, cosa en él de grandísima dificultad, dijo en tono grotescamente compungido:

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