Al oír este nombre Isidora palideció, y el corazón saltó en el pecho. Su espontaneidad quiso decir algo; pero se contuvo asustada de las indiscreciones que podría cometer. Después salió a relucir el tema más común en estos paseos de parejas. Hablaron de aspiraciones, del porvenir, de lo que cada cual esperaba ser. Miquis habló seriamente, sin dejar su expresión irónica, por ser la ironía, más que su expresión, su cara misma. Él esperaba ser un facultativo de fama y operador habilísimo. Llevaría un sentido por cada operación, y viviría con lujo, sin olvidar a su bondadoso y honrado padre, labrador de mediana fortuna, que tantos sacrificios hacía para darle carrera. En cuanto esta fuese concluida pensaba el buen Miquis hacer oposición a una plaza de hospitales.
«En los hospitales—decía—, en esos libros dolientes es donde se aprende. Allí está la teoría unida a la experiencia por el lazo del dolor. El hospital es un museo de síntomas, un riquísimo atlas de casos, todo palpitante, todo vivo. Lo que falta a un enfermo le sobra a otro, y entre todos forman un cuerpo de doctrina. Allí se estudian mil especies de vidas amenazadas y mil categorías de muertes. Las infinitas maneras de quejarse acusan los infinitos modos de sufrir, y estos las infinitas clases de lesiones que afligen al organismo humano; de donde resulta que el supremo bien, la ciencia, se nutre de todos los males y de ellos nace, así como la planta de flores hermosas y aromáticas es simplemente una transformación de las sustancias vulgares o repugnantes contenidas en la tierra y en el estiércol».
Pensaba Miquis trabajar y aplicarse mucho, sin desdeñar espectáculo triste, ni dolencia asquerosa, ni agonía tremenda, porque de todas estas miserias había de nutrir su saber. Después vendrían las visitas bien remuneradas, las consultas pingües. Él se dedicaría a una especialidad. Al fin completaría sus satisfacciones abonándose a diario a la Ópera, para que su espíritu, cansado del excesivo roce con lo humano, se restaurase en las frescas auras de un arte divino.
Luego tocaba a Isidora explanar sus pretensiones. ¡Pero le era tan difícil hacerlo!… Sus ideales eran confusos, y su posición particular, su delicadeza, no le permitían hablar mucho de ellos. ¡Oh!, si dijera todo lo que podía decir, Miquis se asombraría, se quedaría hecho un poste. ¡Pero no, no podía explicarse con claridad! La cosa era grave. Quizás entre el presente triste y el porvenir brillante habrían de mediar los enojos de un pleito, cuestiones de familia, escándalos, revelaciones, proclamación de hechos hasta entonces secretos, y que llenarían de asombro a la buena sociedad, a la buena sociedad, fijarse bien, de Madrid. Entretanto, únicamente se podía decir que ella no era lo que parecía, que ella no era Isidora Rufete, sino Isidora… A su tiempo madurarían las uvas; a su tiempo se sabría el apellido, la casa, el título… Vivir para ver. Estas cosas no ocurren todos los días, pero alguna vez…
Pasó un naranjero.
«¿Son de cáscara fina?—preguntó Miquis al comprar cuatro naranjas—. Toma, cómete esta para que se te vaya refrescando la sangre. La fluidez de la sangre despeja el cerebro, da claridad a las ideas…
–Así es—prosiguió Isidora con cierta fatuidad mal disimulada—, que si me preguntas cosas que no sean de lo que ahora está pasando, quizás no te podré contestar. ¿Qué sé yo lo que será de mí? ¿Conseguiré lo que deseo y lo que me corresponde? ¡Hay tanta picardía en este mundo!
–Verdaderamente que sí—dijo Augusto en el tono más enfáticamente burlesco que usar sabía—. El mundo es una sentina, una cloaca de vicios. En él no hay más que dolor y falsía. Malo es el mundo, malo, malo, malo. ¡Duro en él! En cambio nosotros somos muy buenos; somos ángeles. La culpa toda es del pícaro mundo, de ese tunante. Es el gato, hija mía, el gato, autor de todas las fechorías que ocurren en… el Cosmos. ¡Ah, mundo, pillín, si yo te cogiera!… Pero ven acá, alma mía; puesto que vas a dar un salto tan brusco en la escala social…, dime: allá, en esos Olimpos, ¿te acordarás del pobre Miquis?
–¿Pues no me he de acordar? Serás entonces un médico célebre.
–¡Y tan célebre!… Vamos a lo principal. ¿Y tendrás a menos ser esposa de un Galeno?
–¿De un qué?… ¿De una notabilidad?… ¡Oh, no! Poco entiendo de cosas del mundo; pero me parece que los grandes doctores pueden casarse con…
–Con las reinas, con las emperatrices.
–Y sobre todo chico—añadió Isidora—, de algo ha de valer que nos conozcamos ahora. Y lo que es a mí…».
¡Cuánta ternura brilló en sus ojos, mirando a Miquis, que la devoraba con los suyos!
«Lo que es a mí… no me han de imponer un marido que no sea de mi gusto, aunque esté más alto que el sol.
–¡Bendita sea tu boca!—exclamó Augusto, apoderándose de las dos manos de ella—. ¡Ay!, prenda, ¡qué frías tienes las manos!
–¡Y las tuyas, qué calientes!».
Isidora volvió a pensar en que nunca más saldría a la calle sin guantes.
«¿Querrás siempre a este pobre Miquis, que te quiere más?… Desde que te vi en Leganés, me estoy muriendo, no sé lo que me pasa, no estudio, no duermo, no puedo apartar de mí esos ojos, ese perfil divino y todo lo demás».
Ella empezó a comer otra naranja, y él la miraba embebecido. Nunca le había parecido tan guapa como entonces. Sus labios, empapados en el ácido de la fruta, tenían un carmín intensísimo, hasta el punto de que allí podían ser verdad los rubíes montados en versos de que tanto han abusado los poetas. Sus dientecillos blancos, de extraordinaria igualdad y finísimo esmalte, mordían los dulces cascos como Eva la manzana, pues desde entonces acá el mundo no ha variado en la manera de comer fruta. Saboreando aquella, Isidora ponía en movimiento los dos hoyuelos de su cara, que ya se ahondaban, ya se perdían, jugando en la piel. La nariz era recta. Sus ojos claros, serenos y como velados, eran, según decía Miquis, de la misma sustancia con que Dios había hecho el crepúsculo de la tarde.
Miquis intentó abrazarla. Isidora había despuntado un casquillo con intención de comérselo. Variando de idea al ver las facciones de su amigo tan cerca de las suyas, alargó un poco la mano y puso el pedazo de naranja entre los dientes de Miquis. Él se comió lo que era de comer y retuvo un rato entre sus labios las yemas de aquellos dedos rojos de frío.
Isidora se levantó bruscamente, y echó a correr por el sendero.
Corrieron, corrieron…
«¡Ya te cogí!—exclamó Augusto, fatigadísimo y sin aliento, apoderándose de ella—. Perla de los mares, antes de cogerte se ahoga uno.
–Formalidad, formalidad, señor doctorcillo—dijo Isidora, poniéndose muy seria.
–¡Formalidad al amor! El amor es vida, sangre, juventud, al mismo tiempo ideal y juguete. No es la Tabla de Logaritmos, ni el Fuero Juzgo, ni las Ordenanzas de Aduanas.
–Juicio, mucho juicio, Sr. Miquis.
–El juicio está claro, señorita. Yo sé lo que me digo. Oye bien. Por mi padre, que es lo que más quiero, juro que me caso contigo.
–¡Huy, qué prisa!…
–Está dicho.
–¡Mira éste!
–Un Miquis no vuelve atrás; un re non mente; la palabra de un Miquis es sagrada.
–¡Bah, bah!
–Soy del Toboso, de ese pueblo ilustre entre los pueblos ilustres. Un tobosino no puede ser traidor.
–Pero puede ser tinaja.
–No te rías; esto es serio. Estamos hablando de la cosa más grave, de la cosa más trascendental».
Y era verdad que estaba serio.
«No nos detengamos aquí—dijo Isidora viendo que el estudiante buscaba un sitio para sentarse—. Hace fresco.
–Sigamos. En otra parte hablaremos mejor.
–¿A dónde quieres llevarme? Yo no voy sino a mi casa.
–Por ahora bajemos a la Castellana, para que veas cosa buena.
–Sí, sí, a la Castellana. Mi tío el Canónigo me decía que es cosa sin igual la Castellana.
–Escribiré mañana a tu tío el Canónigo.
–¿Para qué?
–Para pedirte. Agárrate de mi brazo. Vamos aprisa… Cuando digo que me caso… Sí, estudiante y todo. Mi padre pondrá el grito en el cielo; pero cuando te conozca, cuando vea esta joya… desprendida de la corona del Omnipotente…».
Las risas de Isidora oíanse desde lejos. Al llegar al barrio de Salamanca guardaron más compostura y desenlazaron sus brazos. Descendían por la calle de la Ese, cuando Isidora se detuvo asombrada de un rumor continuo que de abajo venía.
—IV—
«¿Hay aquí algún torrente?—preguntó a Miquis.
–Sí, torrente hay… de vanidad.
–¡Ah! ¡Coches!…
–Sí, coches… Mucho lujo, mucho tren… Esto es una gloria arrastrada».
Isidora no volvía de su asombro. Era el momento en que la aglomeración de carruajes llegaba a su mayor grado, y se retardaba la fila. La obstrucción del paseo impacientaba a los cocheros, dando algún descanso a los caballos. Miquis veía lo que todo el mundo ve: muchos trenes, algunos muy buenos, otros publicando claramente el quiero y no puedo en la flaqueza de los caballos, vejez de los arneses y en esta tristeza especial que se advierte en el semblante de los cocheros de gente tronada; veía las elegantes damas, los perezosos señores, acomodados en las blanduras de la berlina, alegres mancebos guiando faetones, y mucha sonrisa, vistosa confusión de colores y líneas. Pero Isidora, para quien aquel espectáculo, además de ser enteramente nuevo, tenía particulares seducciones, vio algo más de lo que vemos todos. Era la realización súbita de un presentimiento. Tanta grandeza no le era desconocida. Habíala soñado, la había visto, como ven los místicos el Cielo antes de morirse. Así la realidad se fantaseaba a sus ojos maravillados, tomando dimensiones y formas propias de la fiebre y del arte. La hermosura de los caballos y su grave paso y gallardas cabezadas, eran a sus ojos como a los del artista la inverosímil figura del hipogrifo. Los bustos de las damas, apareciendo entre el desfilar de cocheros tiesos y entre tanta cabeza de caballos, los variados matices de las sombrillas, las libreas, las pieles, producían ante su vista un efecto igual al que en cualquiera de nosotros produciría la contemplación de un magnífico fresco de apoteosis, donde hay ninfas, pegasos, nubes, carros triunfales y flotantes paños.
¡Qué gente aquella tan feliz! ¡Qué envidiable cosa aquel ir y venir en carruaje, viéndose, saludándose y comentándose! Era una gran recepción dentro de una sala de árboles, o un rigodón sobre ruedas. ¡Qué bonito mareo el que producían las dos filas encontradas, y el cruzamiento de perfiles marchando en dirección distinta! Los jinetes y las amazonas alegraban con su rápida aparición el hermoso tumulto; pero de cuando en cuando la presencia de un ridículo simón lo descomponía.
«Debían prohibir—dijo Isidora con toda su alma—que vinieran aquí esos horribles coches de peseta.
–Déjalos… En ellos van quizás algunos prestamistas que vienen a gozarse en las caras aburridas de sus deudores, los de las berlinas. El simón de hoy es el landau de mañana… Esto es una noria; cuando un cangilón se vacía otro se llena».
Apareció un coche de gran lujo, con lacayo y cochero vestidos de rojo.
«El Rey Amadeo—dijo Miquis—El Rey. Mira, mira, Isidora… No me quitaré yo el sombrero como esos tontos.
–Si apenas le saludan…—observó Isidora con lástima—. Pues cuando vuelva a pasar, le hago yo la gran cortesía. Mí tío el Canónigo dice que está excomulgado este buen señor; pero el Rey es Rey».
Pasado su primer arrobamiento, Isidora empezó a ver con ojos de mujer, fijándose en detalles de vestidos, sombreros, adornos y trapos.
«¡Qué variedad de sombreros! ¡Mira este, mira aquel, Miquis!… ¡Vaya un vestidito! Y tú, ¿por qué no montas a caballo, para parecerte a aquel joven?…
–Es un cursi.
–Y tú un veterinario… ¡Qué hermosas son las mantillas blancas! Es moda nueva, quiero decir, moda vieja que han desenterrado ahora… Creo que es cosa de política. Mi tío el Canónigo decía…
–Hazme el favor de no nombrarme más a tu tío el Canónigo, quiero decir, a mi querido tío… Esto de las mantillas blancas es una manifestación, una protesta contra el Rey extranjero.
–¡Qué salado! Si yo tuviera una mantilla blanca también me la pondría.
–Y yo te ahorcaría con ella.
–¡Ordinario!
–Tonta.
–Esta gente—afirmó Isidora con mucho tesón—sabe lo que hace. Es la gente principal del país, la gente fina, decente, rica; la que tiene, la que puede, la que sabe.
–Trampas, fanatismo, ignorancia, presunción.
–¿Pues y tú?…, grosero, salvaje, pedante…
–Isidora, mira que eres mi mujer.
–¿Yo mujer de un albéitar?…
–Isidora, mira que te cojo… y ni tu tío el Canónigo te saca de mis manos.
–Basta de bromas. ¡Vaya, que te tomas unas libertades!… Nuestros gustos son diferentes.
–Su gusto de usted, señora, se amoldará al gusto mío. Eso se lo enseñará a usted mi secretario, que es una vara de fresno.
–¡A mí tú!—exclamó ella con brío, deteniéndose y mirándole.
–No hagas caso… Te quiero como a la Medicina… Haz de mí lo que gustes…
–Eso ya es otra cosa…
–Cuando nos casemos, como yo he de ganar tanto dinero, tendrás tres coches, catorce sombreros y la mar de vestidos…
–¡Si yo no me caso contigo!…»—declaró la joven en un momento de espontaneidad.
Había en su expresión un tonillo de lástima impertinente, que poco más o menos quería decir: «¡Si yo soy mucho para ti, tan pequeño!».
«Falta saberlo. Te casarás por fuerza. Te obligaré. Tú no me conoces. Soy un tirano, un monstruo, un Han de Islandia; beberé tu sangre…
–¿Qué es eso de Han de Islandia?—preguntó ella en su prurito de ilustrarse.
–Han de Islandia es berenjenas. Déjese usted de sabidurías. Coser, planchar y espumar el puchero.
–No espumaré yo el tuyo, paleto.
–¡Marquesa de pañuelo de hierbas!
–Sacamuelas».
Los dos se echaron a reír.
«No te quiero—murmuró Isidora.
–Pues me echo a llorar.
–No te quiero ni pizca, ni esto.
–Pues yo te adoro. Mientras más me desdeñas, más me gustas. Cuando pienso que ya se acerca la hora de separarnos, no sé qué me da… Se me antoja robarte.
–¡Y cuánta gente a pie!—exclamó ella sin hacer caso de las gracias de Augusto.
–Aquí, en días de fiesta, verás a todas las clases sociales. Vienen a observarse, a medirse y a ver las respectivas distancias que hay entre cada una, para asaltarse. El caso es subir al escalón inmediato. Verás muchas familias elegantes que no tienen qué comer. Verás gente dominguera que es la fina crema de la cursilería, reventando por parecer otra cosa. Verás también despreocupados que visten con seis modas de atraso. Verás hasta las patronas de huéspedes disfrazadas de personas, y las costureras queriendo pasar por señoritas. Todos se codean y se toleran todos, porque reina la igualdad. No hay ya envidia de nombres ilustres, sino de comodidades. Como cada cual tiene ganas rabiosas de alcanzar una posición superior, principia por aparentarla. Las improvisaciones estimulan el apetito. Lo que no se tiene se pide, y no hay un solo número uno que no quiera elevarse a la categoría de dos. El dos se quiere hacer pasar por tres; el tres hace creer que es cuatro; el cuatro dice: «Si yo soy cinco», y así sucesivamente.
–Ya se van los coches»—dijo Isidora, que apenas había oído la charla de su amigo.
Era tarde. Llegaba el momento en que, cual si obedeciera a una consigna, los carruajes rompen filas y se dirigen hacía el Prado. Es tan reglamentario el paseo, que todos llegan y se van a la misma hora. Isidora notó la confusión del desfile al galope, tomándose unos a otros la delantera, escurriéndose los más osados entre el tumulto; y oía con delicia el chasquido de látigos, el ¡eh!… de los cocheros, y aquel profundo rumor de tanta y tanta rueda, pautando el suelo húmedo entre los crujidos de la grava. Ella habría deseado correr también. Su corazón, su espíritu, se iban con aquel oleaje. Allá lejos brillaban ya no pocas luces de gas entre el polvo del Prado. Aquella neblina que se forma con el vaho de la población, las evaporaciones del riego y el continuo barrer (de que son escobas las colas de los vestidos), se iban iluminando hasta formar una claridad fantástica, cual irradiación lumínica del suelo mismo. Viendo cómo los coches se perdían en aquel fondo, Isidora apresuró el paso.