Pantoja (pasando al grupo de la derecha). Sin olvidar, amiga mía, la casa de enseñanzas superiores, que ha de ser santuario de la verdadera ciencia…
Evarista. Bien sabe el amigo Pantoja que no ceso de pensar en ello.
Don Urbano (pasando también a la derecha). En ello pensamos noche y día.
Marqués. Admirable, admirable. (Se levanta.)
Evarista (a Cuesta, que también pasa a la derecha). Y ahora, Leonardo, ¿qué hacemos?
Cuesta (sentándose al lado de Evarista, propone a la señora nuevas operaciones). Nos limitaremos por hoy a emplear22 alguna cantidad en dobles…
Pantoja (en pie a la izquierda de Evarista). O a prima…23
Marqués (paseando por la escena con Don Urbano). Me permitirá usted, querido Urbano, que proclamando a gritos los méritos de su esposa, no eche en saco roto los míos, los nuestros: hablo por mi mujer y por mí. Virginia ya lleva dado a Las Esclavas24 un tercio de nuestra fortuna.
Don Urbano. De las más saneadas de Andalucía.25
Marqués. Y en nuestro testamento se lo dejamos todo, menos la parte que destinamos a ciertas obligaciones y a la parentela pobre…
Don Urbano. Muy bien… Pero, según mis noticias, no estuvo usted muy conforme, años ha, con que Virginia tuviera piedad tan dispendiosa.
Marqués. Es cierto. Pero al fin me catequizó. Suyo soy en cuerpo y alma. Me ha convertido, me ha regenerado.
Don Urbano. Como a mí mi Evarista.
Marqués. Por conservar la paz del matrimonio, empecé a contemporizar, a ceder, y cediendo y contemporizando, he llegado a esta situación. No me pesa, no. Hoy vivo en una placidez beatífica, curado de mis antiguas mañas. He llegado a convencerme de que Virginia no sólo salvará su alma, sino también la mía.
Don Urbano. Como yo… Que me salve.
Marqués. Cierto que no tenemos iniciativa para nada.
Don Urbano. Para nada, querido Marqués.
Marqués. Que a las veces, hasta el respirar nos está vedado.
Don Urbano. Vedada la respiración…
Marqués. Pero vivimos tranquilamente.
Don Urbano. Servimos a Dios sin ningún esfuerzo…
Marqués. Nuestras benditas esposas van delante de nosotros por el camino de la gloriosa eternidad y… Descuide usted, que no nos dejarán atrás.
Don Urbano. Cierto.
Evarista. ¿Urbano?
Don Urbano (acudiendo presuroso). ¿Qué?
Evarista. Ponte a las órdenes de Cuesta para la liquidación, y para la entrega a los Padres…
Don Urbano. Hoy mismo. (Se levanta Cuesta.)
Evarista. Otra cosa: bajas un momento y le dices a Electra que ya van tres horas de juego…
Pantoja (imperioso). Que suba. Ya es demasiado retozar.
Don Urbano. Voy. (Viendo venir a Electra.) Ya está aquí.
ESCENA VII
Los mismos; Electra, tras ella Máximo.
Electra (entra corriendo y riendo, perseguida por Máximo, a quien lleva ventaja en la carrera. Su risa es de miedo infantil). Que no me coges… Bruto, fastídiate.
Máximo (trae en una mano varios objetos que indicará, y en la otra una ramita larga de chopo, que esgrime como un azote). ¡Pícara, si te cojo…!
Electra (sin hacer caso de los que están en escena recorre ésta con infantil ligereza, y va a refugiarse en las faldas de Doña Evarista, arrodillándose a sus pies y echándole los brazos a la cintura). Estoy en salvo… tía; mándele usted que se vaya.
Máximo. ¿Dónde está esa loca? (Con amenaza jocosa.) ¡Ah! Ya sabe donde se pone.
Evarista. ¿Pero, hija, cuándo tendrás formalidad? Máximo, eres tú tan chiquillo como ella.
Máximo (mostrando lo que trae). Miren lo que me ha hecho. Me rompió estos dos tubos de ensayo… Y luego… vean estos papeles en que yo tenía cálculos que representan un trabajo enorme. (Muestra los papeles suspendiéndolos en alto.) Éste lo convirtió en pajarita;26 éste lo entregó a los chiquillos para que pintaran burros, elefantes… y un acorazado disparando contra un castillo.
Pantoja. ¿Pero se metió en el laboratorio?
Máximo. Y me indisciplinó a los niños, y todo me lo han revuelto.
Pantoja (con severidad). Pero, señorita…
Evarista. ¡Electra!
Marqués. ¡Deliciosa infancia! (Entusiasmado.) Electra, niña grande, benditas sean sus travesuras. Conserve usted mientras pueda su preciosa alegría.
Electra. Yo no rompí los cilindros. Fue Pepito… Los papeles llenos de garabatos, sí los cogí yo, creyendo que no servían para nada.
Cuesta. Vamos, haya paces.
Máximo. Paces. (A Electra.) Vaya, te perdono la vida, te concedo el indulto por esta vez… Toma. (Le da la vara. Electra la coge pegándole suavemente.)
Electra. Esto por lo que me has dicho. (Pegándole con fuerza.) Esto por lo que callas.
Máximo. ¡Si no he callado nada!
Pantoja. Formalidad, juicio.
Evarista. ¿Qué te ha dicho?
Máximo. Verdades que han de serle muy útiles… Que aprenda por sí misma lo mucho que aún ignora; que abra bien sus ojitos y los extienda por la vida humana, para que vea que no es todo alegrías, que hay también deberes, tristezas, sacrificios…
Electra. ¡Jesús, qué miedo! (En el centro de la escena la rodean todos, menos Pantoja, que acude al lado de Evarista.)
Cuesta. Conviene no estimular con el aplauso sus travesuras.
Don Urbano. Y mostrarle un poquito de severidad.
Máximo. A severidad nadie me gana… ¿Verdad, niña, que soy muy severo y que tú me lo agradeces? Di que me lo agradeces.
Electra (azotándole ligeramente). ¡Sabio cargante! Si esto fuera un azote de verdad, con más gana te pegaría.
Marqués (risueño y embobado). ¡Adorable! Pégueme usted a mí, Electra.
Electra (pegándole con mucha suavidad). A usted no, porque no tengo confianza… Un poquito no más… así… (Pegando a los demás.) Y a usted… a usted… un poquito.
Evarista. ¿Por qué no vas a tocar el piano para que te oigan estos señores?
Máximo. ¡Si no estudia una nota! Su desidia es tan grande como su disposición para todas las artes.
Cuesta. Que nos enseñe sus acuarelas y dibujos. Verá usted, Marqués. (Se agrupan todos junto a la mesa, menos Evarista y Pantoja que hablan aparte.)
Electra. ¡Ay, sí! (Buscando su cartera de dibujos entre los libros y revistas que hay en la mesa.) Verán ustedes. Soy una gran artista.
Máximo. Alábate, pandero.
Electra (desatando las cintas de la cartera). Tú a deprimirme, yo a darme bombo, veremos quién puede más… Ea (mostrando dibujos), quédense pasmados. ¿Qué tienen que decir de estos magníficos apuntes de paisajes, de animales que parecen personas, de personas que parecen animales? (Todos se embelesan examinando los dibujos, que pasan de mano en mano.)
Evarista (que apartando su atención del grupo del centro, entabla una conversación íntima con Pantoja). Tiene usted razón, Salvador. Siempre la tiene, y ahora, en el caso de Electra, su razón es como un astro de luz tan espléndida, que a todos nos obscurece.
Pantoja. Esa luz que usted cree inteligencia, no lo es. Es tan sólo el resplandor de un fuego intensísimo que está dentro: la voluntad. Con esta fuerza, que debo a Dios, he sabido enmendar mis errores.
Evarista. Después de la confidencia que me hizo usted anoche, veo muy claro su derecho a intervenir en la educación de esta loquilla…
Pantoja. A marcarle sus caminos, a señalarle fines elevados…
Evarista. Derecho que implica deberes inexcusables…
Pantoja. ¡Oh! ¡Cuánto agradezco a usted que así lo reconozca, amiga del alma! ¡Yo temía que mi confidencia de anoche, historia funesta que ennegrece los mejores años de mi vida, me haría perder su estimación!
Evarista. No, amigo mío. Como hombre, ha estado usted sujeto a las debilidades humanas. Pero el pecador se ha regenerado, castigando su vida con las mortificaciones que trae el arrepentimiento, y enderezándola con la práctica de la virtud.
Pantoja. La tristeza, el amor a la soledad, el desprecio de las vanidades, fueron mi salvación. Pues bien: no sería completa mi enmienda si ahora no cuidara yo de dirigir a esta niña, para apartarla del peligro. Si nos descuidamos, fácilmente se nos irá por los caminos de su madre.
Evarista. Mi parecer es que hable usted con ella…
Pantoja. A solas.
Evarista. Eso pensaba yo: a solas. Hágale comprender de una manera delicada la autoridad que tiene usted sobre ella…
Pantoja. Sí, sí… No es otro mi deseo. (Siguen en voz baja.)
Electra (en el grupo del centro, disputando con Máximo). Quita, quita. ¿Tú qué sabes? (Mostrando un dibujo.) Dice este bruto que el pájaro parece un viejo pensativo, y la mujer una langosta desmayada.
Marqués. ¡Oh! no… que está muy bien.
Máximo. A veces, cuando menos cuidado pone, tiene aciertos prodigiosos.
Cuesta. La verdad es que este paisajito, con el mar lejano, y estos troncos…
Electra. Mi especialidad ¿no saben ustedes cuál es? Pues los troncos viejos, las paredes en ruínas. Pinto bien lo que desconozco: la tristeza, lo pasado, lo muerto. La alegría presente, la juventud, no me salen. (Con pena y asombro.) Soy una gran artista para todo lo que no se parece a mí.
Don Urbano. ¡Qué gracia!
Cuesta. ¡Deliciosa!
Marqués. ¡Cómo chispea! Me encanta oírla.
Máximo. Ya vendrá la reflexión, las responsabilidades…
Electra (burlándose de Máximo). ¡La razón, la seriedad! Miren el sabio… fúnebre. Yo tengo todo eso el día que me dé la gana… y más que tú.
Máximo. Ya lo veremos, ya lo veremos.
Pantoja (que ha prestado atención a lo que hablan en el grupo del centro). No puedo ocultar a usted que me desagrada la familiaridad de la niña con el sobrino de Urbano.
Evarista. Ya la corregiremos. Pero tenga usted presente que Máximo es un hombre honradísimo, juicioso…
Pantoja. Sí, sí; pero… Amiga mía, en los senderos de la confianza tropiezan y resbalan los más fuertes: me lo ha enseñado una triste experiencia.
Electra (en el grupo del centro). Yo sentaré la cabeza cuando me acomode. Nadie se pone serio hasta que Dios lo manda. Nadie dice ¡ay! ¡ay! hasta que le duele algo.
Marqués. Justo.
Cuesta. Y ya, ya aprenderá cosas prácticas.
Electra. Cierto: cuando venga Dios y me diga: «niña: ahí tienes el dolor, los deberes, la duda…»
Máximo. Que lo dirá… y pronto.
Evarista. Electra, hija mía, no tontees…
Electra. Tía, es Máximo que… (Pasa al lado de su tía.)
Don Urbano. Máximo tiene razón…
Cuesta. Seguramente. (Cuesta y Don Urbano pasan también al lado de Evarista, quedando solos a la izquierda Máximo y el Marqués.)
Máximo. ¿Puedo saber ya, señor Marqués, el resultado de su primera observación?
Marqués. Me ha encantado la chiquilla. Ya veo que no había exageración en lo que usted me contaba.
Máximo. ¿Y la penetración de usted no descubre bajo esos donaires algo que…?
Marqués. Ya entiendo… belleza moral, sentido común… No hay tiempo aún para tales descubrimientos. Seguiré observando.
Máximo. Porque yo, la verdad, consagrado a la ciencia desde edad muy temprana, conozco poco el mundo, y los caracteres humanos son para mí una escritura que apenas puedo deletrear.
Marqués. Pues en esa escritura y en otras sé yo leer de corrido.
Máximo. ¿Viene usted a mi casa?
Marqués. Iremos un rato. Es posible que mi mujer me riña si sabe que visito el taller de Electrotecnia y la fábrica de luz. Pero Virginia no ha de ser muy severa. Puedo aventurarme… Después volveré aquí, y con el pretexto de admirar a la niña en el piano, hablaré con ella y continuaré mis estudios.
Máximo (alto). ¿Viene usted, Marqués?
Don Urbano. ¿Pero nos dejan?
Marqués. Me voy un rato con este amigo.
Evarista. Marqués, estoy muy enojada por sus largas ausencias, pero muy enojada. No podrá usted desagraviarme más que almorzando hoy con nosotros. Es castigo, Don Juan;27 es penitencia.
Marqués. Yo la acepto en descargo de mi culpa, bendiciendo la mano que me castiga.
Evarista. Tú, Máximo, vendrás también.
Máximo. Si me dejan libre a esa hora, vendré.
Electra. No vengas, hombre… por Dios, no vengas. (Con alegría que no puede disimular.) ¿Vas a venir? Di que sí. (Corrigiéndose.) No, no: di que no.
Máximo. ¡Ah! No te libras de mí. Chiquilla loca, tú tendrás juicio.
Electra. Y tú lo perderás, sabio tonto, viejo… (Le sigue con la mirada hasta que sale. Salen Máximo y el Marqués por el jardín. José entra por el foro.)
ESCENA VIII
Electra, Evarista, Don Urbano, Pantoja, Cuesta, José.
José (anunciando). La señora Superiora de San José28 de la Penitencia.
Pantoja. ¡Oh, mi buena Sor Bárbara de la Cruz…!
Evarista. Que pase aquí. (Se levanta.) No: al salón. Vamos.
Pantoja. ¡Qué feliz oportunidad! Así me evita el ir al convento.
Evarista. Hija, que estudies. (Señalándole la estancia próxima.)
Cuesta (despidiéndose). Yo me retiro. Volveré luego.
Evarista. Adiós.
Cuesta (aparte, por Electra). ¿La dejarán sola?
Pantoja (acudiendo a Electra). Cultive usted, Electra, con discernimiento ese arte sublime. Consagre usted todo su talento al gran Bach…29 para que se vaya asimilando el estilo religioso. (Vanse todos menos Electra.)
ESCENA IX
Electra; al poco rato Cuesta.
Electra (entonando una salmodia de Iglesia, recoge los dibujos y los ordena). Bach… para que me asimile… ¡qué gracia! el estilo religioso. (Canta.)
Cuesta (entra por el foro recatándose). ¡Sola…!
Electra (canta algunas notas litúrgicas. Ve avanzar a Cuesta). ¿Pero no se había marchado usted, Don Leonardo?
Cuesta (con timidez). Sí; pero he vuelto, hija mía. Tengo que hablar con usted.
Electra (un poquito asustada). ¡Conmigo!
Cuesta. El asunto es delicado, muy delicado… (Con fatiga y dificultad de respiración.) Perdone usted… padezco del corazón… no puedo estar en pie. (Electra le aproxima una silla. Se sienta.) Sí: tan delicado es el asunto que no sé por donde empezar.
Electra. Por Dios, ¿qué es?
Cuesta (animándose). Electra, yo conocí a su madre de usted.
Electra. ¡Ah! Mi madre fue muy desgraciada.
Cuesta. ¿Qué entiende usted por desgraciada?
Electra. Pues… que vivió entre personas malas que no le permitían ser tan buena como ella quería.
Cuesta. ¡Oh! Sin saberlo ha dicho usted una gran verdad… ¿Recuerda usted a su madre?… ¿Piensa usted en ella?
Electra. Mi madre es para mí un recuerdo vago, dulcísimo; una imagen que nunca me abandona… Viva la guardo en mi corazón, que no es todavía más que una gran memoria, y en esta gran memoria la están buscando siempre mis ojos ansiosos de verla. ¡Pobre madre mía! (Se lleva el pañuelo a los ojos. Cuesta suspira.) Dígame, Don Leonardo: cuando trataba usted a mi madre ¿era yo muy chiquitita?
Cuesta. Era usted una monada. Le hacíamos a usted cosquillas para verla reír; su risa me parecía el encanto, la alegría de la Naturaleza.
Electra. Vea usted por que he salido tan loca, tan traviesa y destornillada… Y alguna vez me cogería usted en brazos.
Cuesta. Muchísimas.
Electra (sonriendo sin acabar de secar sus lágrimas). ¿Y no le tiraba yo de los bigotes?
Cuesta. A veces con tanta fuerza, que me hacía usted daño.
Electra. Me pegaría usted en las manos.
Cuesta. ¡Vaya!
Electra. ¿Pues sabe usted que creo que todavía me duelen…?
Cuesta (impaciente por entrar en materia). Pero vamos al caso. Advierto a usted, Electra, que esto es reservadísimo. Queda entre los dos.
Electra. ¡Oh! me da usted miedo, Don Leonardo.
Cuesta. No es para asustarse. Vea usted en mí un amigo, el mejor de los amigos; vea en este acto el interés más puro, el sentimiento más elevado…
Electra (confusa). Sí, sí: no dudo… pero…
Cuesta. Vea usted por qué doy este paso… Aunque no soy muy viejo, no me siento con cuerda vital para mucho tiempo. Viudo hace veinte años, no tengo más familia que mi hija Pilar, ya casada, y ausente. Casi estoy solo en el mundo, con el pie en el estribo para marchar a otro… y mi soledad ¡ay! parece como que quiere echarme más pronto… (Con gran dificultad de expresión.) Pero antes de partir… (Pausa.) Electra, he pensado mucho en usted antes que la trajeran a Madrid, y al verla ¡Dios mío! he pensado, he sentido… qué sé yo… un dulce afecto, el más puro de los afectos, mezclado con alaridos de mi conciencia.
Electra (aturdida). ¡La conciencia! ¡Qué cosa tan grave debe ser! La mía es como un niño que está todavía en la cuna.