Si los acreedores se mostraban amenazantes, recurría al «secretario». Debía ver á mamá inmediatamente: él quería evitarse sus lágrimas y reconvenciones. Y Argensola se deslizaba como un ratero por la escalera de servicio del caserón de la avenida Víctor Hugo. El local de sus embajadas era siempre la cocina, con gran peligro de que el terrible Desnoyers llegase hasta allí en una de sus evoluciones de hombre laborioso, sorprendiendo al intruso. Doña Luisa lloraba, conmovida por las dramáticas palabras del mensajero. ¡Qué podía hacer! Era más pobre que sus criadas; joyas, muchas joyas, pero ni un franco. Fué Argensola quien propuso una solución, digna de su experiencia. El salvaría á la buena madre llevando al Monte de Piedad algunas de sus alhajas. Conocía el camino. Y la señora aceptó el consejo; pero sólo le entregaba joyas de mediano valor, sospechando que no las vería más. Tardíos escrúpulos la hacían prorrumpir á veces en rotundas negativas. Podía saberlo su Marcelo: ¡qué horror!… Pero el español consideraba denigrante salir de allí sin llevarse algo, y á falta de dinero, cargaba con un cesto de botellas de la rica bodega de Desnoyers.
Todas las mañanas entraba doña Luisa en Saint-Honorée d'Eylau para rogar por su hijo. Apreciaba esta iglesia como algo propio. Era un islote hospitalario y familiar en el océano inexplorado de París. Cruzaba discretos saludos con los fieles habituales, gentes del barrio procedentes de las diversas repúblicas del nuevo mundo. Le parecía estar más cerca de Dios y de los santos al oir en el atrio conversaciones en su idioma. Además, era á modo de un salón por donde transcurrían los grandes sucesos de la colonia sudamericana. Un día era una boda, con flores, orquesta y cánticos. Ella, con su Chichí al lado, saludaba á las personas conocidas, cumplimentando luego á los novios. Otro día eran los funerales de un ex presidente de República ó cualquier otro personaje ultramarino que terminaba en París su existencia tormentosa. ¡Pobre presidente! ¡Pobre general!… Doña Luisa recordaba al muerto. Lo había visto en aquella iglesia muchas veces oyendo su misa devotamente, y se indignaba contra las malas lenguas que, á guisa de oración fúnebre, hacían memoria de fusilamientos y Bancos liquidados allá en su país. ¡Un señor tan bueno y tan religioso! ¡Que Dios lo tenga en su gloria!… Y al salir á la plaza contemplaba con ojos tiernos los jinetes y amazonas que se dirigían al Bosque, los lujosos automóviles, la mañana radiante de sol, toda la fresca puerilidad de las primeras horas del día, reconociendo que es muy hermoso vivir.
Su mirada de gratitud para lo existente acababa por acariciar el monumento del centro de la plaza, todo erizado de alas, como si fuese á desprenderse del suelo. ¡Víctor Hugo!… Le bastaba haber oído este nombre en boca de su hijo, para contemplar la estatua con un interés de familia. Lo único que sabía del poeta era que había muerto. De eso casi estaba segura. Pero se lo imaginaba en vida gran amigo de Julio, en vista de la frecuencia con que repetía su nombre.
¡Ay, su hijo!… Todos sus pensamientos, sus conjeturas, sus deseos, convergían en él y en su irreductible marido. Ansiaba que los dos hombres se entendiesen, terminando una lucha en la que ella era la única víctima. ¿No haría Dios el milagro?… Como un enfermo que cambia de sanatorio, persiguiendo á la salud, abandonaba la iglesia de su calle para frecuentar la Capilla Española de la avenida Friedland. Aquí aún se consideraba más entre los suyos. A través de las sudamericanas, finas y elegantes, como si se hubiesen escapado de una lámina de periódico de modas, sus ojos buscaban con admiración á otras damas peor trajeadas, gordas, con armiños teatrales y joyas antiguas. Al encontrarse estas señoras en el atrio, hablaban con voces fuertes y manoteos expresivos, recortando enérgicamente las palabras. La hija del estanciero se atrevía á saludarlas, por haberse suscrito á todas sus obras de beneficencia, y al ver devuelto el saludo experimentaba una satisfacción que la hacía olvidar momentáneamente sus penas. Eran de aquellas familias que admiraba su padre sin saber por qué; procedían de lo que llamaban al otro lado del mar «la madre patria», todas excelentísimas y altísimas para la buena doña Chicha, y emparentadas con reyes. No sabía si darles la mano ó doblar una rodilla, como había oído vagamente que es de uso en las cortes. Pero de pronto recordaba sus preocupaciones, y seguía adelante para dirigir sus ruegos á Dios. ¡Ay, que se acordase de ella! ¡Que no olvidase á su lujo por mucho tiempo!…
Fué la gloria la que se acordó de Julio, estrechándolo en sus brazos de luz. Se vió repentinamente con todos los honores y ventajas de la celebridad. La fama sorprende cautelosamente por los caminos más tortuosos é ignorados. Ni la pintura de almas ni una existencia accidentada llena de amoríos costosos y duelos complicados proporcionaron al joven Desnoyers su renombre. La gloria le tomó por los pies.
Un nuevo placer había venido del otro lado de los mares, para felicidad de los humanos. Las gentes se interrogaban en los salones con el tono misterioso de los iniciados que buscan reconocerse: «¿Sabe usted tanguear?…» El tango se había apoderado del mundo. Era el himno heroico de una humanidad que concentraba de pronto sus aspiraciones en el armónico contoneo de las caderas, midiendo la inteligencia por la agilidad de los pies. Una música incoherente y monótona, de inspiración africana, satisfacía el ideal artístico de una sociedad que no necesitaba de más. El mundo danzaba… danzaba… danzaba. Un baile de negros de Cuba introducido cargan tasajo para las Antillas conquistaba la tierra entera en pocos meses, daba la vuelta á su redondez, saltando victorioso de nación en nación… lo mismo que la Marsellesa. Penetraba hasta en las cortes más ceremoniosas, derrumbando las tradiciones del recato y la etiqueta, como un canto de revolución: la revolución de la frivolidad. El Papa tenía que convertirse en maestro de baile, recomendando la «furlana» contra el «tango», ya que todo el mundo cristiano, sin distinción de sectas, se unía en el deseo común de agitar los pies con un frenesí tan incansable como el de los poseídos de la Edad Media.
Julio Desnoyers, al encontrar esta danza de su adolescencia, soberana y triunfadora en pleno París, se entregó á ella con la confianza que inspira una amante vieja. ¡Quién le hubiese anunciado, cuando era estudiante y frecuentaba los bailes más abyectos de Buenos Aires, vigilados por la policía, que estaba haciendo el aprendizaje de la gloria!…
De cinco á siete, centenares de ojos le siguieron con admiración en los salones de los Campos Elíseos, donde costaba cinco francos una taza de té con derecho á intervenir en la danza sagrada. «Tiene la línea», decían las damas apreciando su cuerpo esbelto, de mediana estatura y fuertes resortes. Y él, con el chaqué ceñido de talle y abombado de pecho, los pies de femenil pequeñez enfundados en charol y cañas blancas sobre altos tacones, bailaba grave, reflexivo, silencioso, como un matemático en pleno problema, mientras las luces azuleaban las dos cortinas obscuras, apretadas y brillantes de sus guedejas. Las mujeres solicitaban ser presentadas á él, con la dulce esperanza de que sus amigas las envidiasen viéndolas en los brazos del maestro. Las invitaciones llovían sobre Julio. Se abrían á su paso los salones más inaccesibles. Todas las tardes adquiría una docena de amistades. La moda había traído profesores del otro lado del mar, compadritos de los arrabales de Buenos Aires, orgullosos y confusos al verse aclamados lo mismo que un tenor de fama ó un conferencista. Pero sobre estos bailarines de una vulgaridad originaria y que se hacían pagar, triunfaba Julio Desnoyers. Los incidentes de su vida anterior eran comentados por las mujeres como hazañas de galán novelesco.
–Te estás matando—decía Argensola—. Bailas demasiado.
La gloria de su amigo representaba nuevas molestias para él. Sus plácidas lecturas ante la estufa se veían ahora interrumpidas diariamente. Imposible leer más de un capítulo. El hombre célebre le apremiaba con sus órdenes para que se marchase á la calle. «Una nueva lección» decía el parásito. Y cuando estaba solo, numerosas visitas, todas de mujeres, unas preguntonas y agresivas, otras melancólicas, con aire de abandono, venían á interrumpirle en su reflexivo entretenimiento. Una de éstas aterraba con su insistencia á los habitantes del estudio. Era una americana del Norte, de edad problemática, entre los treinta y dos y los cincuenta y nueve años, siempre con faldas cortas, que al sentarse se recogían indiscretas, como movidas por un resorte. Varios bailes con Desnoyers y una visita á la rue de la Pompe representaban para ella sagrados derechos adquiridos, y perseguía al maestro con la desesperación de una creyente abandonada. Julio había escapado al saber que esta beldad, de esbeltez juvenil vista por el dorso, tenía dos nietos. «Máster Desnoyers ha salido», decía invariablemente Argensola al recibirla. Y la abuela lloraba, prorrumpiendo en amenazas. Quería suicidarse allí mismo, para que su cadáver espantase á las otras mujeres que venían á quitarle lo que consideraba suyo. Ahora era Argensola el que despedía á su compañero cuando deseaba verse solo. «Creo que la yanqui va á venir», decía con indiferencia. Y el grande hombre huía, valiéndose muchas veces de la escalera de servicio.
En esta época empezó á desarrollarse el suceso más importante de su existencia. La familia Desnoyers iba á unirse con la del senador Lacour. René, el hijo único de éste, había acabado por inspirar á Chichí cierto interés que casi era amor. El personaje deseaba para su descendiente los campos sin límites, los rebaños inmensos, cuya descripción le conmovía como un relato maravilloso y banquetes. Toda celebridad nueva le sugería inmediatamente el plan de un almuerzo. No había personaje de paso en París, viajero polar ó cantante famoso que escapase sin ser exhibido en el comedor de Lacour. El hijo de Desnoyers—en el que apenas se había fijado hasta entonces—le inspiró una simpatía repentina. El senador era un hombre moderno, y no clasificaba la gloria ni distinguía las reputaciones. Le bastaba que un apellido sonase, para aceptarlo con entusiasmo. Al visitarle Julio, lo presentaba con orgullo á sus amigos, faltando poco para que le llamase «querido maestro». El tango acaparaba todas las conversaciones. Hasta en la Academia se habían ocupado de él, para demostrar elocuentemente que la juventud de la antigua Atenas se divertía con algo semejante… Y Lacour había soñado toda su vida con una república ateniense para su país.
El joven Desnoyers conoció en estas reuniones al matrimonio Laurier. El era un ingeniero que poseía una fábrica de motores para automóviles en las inmediaciones de París: un hombre de treinta y cinco años, grande, algo pesado, silencioso, que posaba en torno de su persona una mirada lenta, como si quisiera penetrar más profundamente en los hombres y los objetos. Madama Laurier tenía diez años menos que su marido, y parecía despegarse de él por la fuerza de un rudo contraste. Era de carácter ligero, elegante, frívola, y amaba la vida por los placeres y satisfacciones que proporciona. Parecía aceptar con sonriente conformidad la adoración silenciosa y grave de su esposo. No podía hacer menos por una criatura de sus méritos. Además, había aportado al matrimonio una dote de trescientos mil francos, capital que sirvió al ingeniero para ensanchar sus negocios. El senador había intervenido en el arreglo de esta sociedad matrimonial. Laurier le interesaba por ser hijo de un compañero de su juventud.
La presencia de Julio fué para Margarita Laurier un rayo de sol en el aburrido salón de Lacour. Ella bailaba la danza de moda, frecuentando los «té-tango» donde era admirado Desnoyers. ¡Verse de pronto al lado de este hombre célebre é interesante que se disputaban las mujeres!… Para que no la creyese una burguesa igual á las otras contertulias del senador, habló de sus costureros, todos de la rue de la Paix, declarando gravemente que una mujer que se respeta no puede salir á la calle con un vestido de menos de ochocientos francos, y que el sombrero de mil, objeto de asombro hace pocos años, era ahora una vulgaridad.
Este conocimiento sirvió para que «la pequeña Laurier»—como la llamaban las amigas, á pesar de su buena estatura—se viese buscada por el maestro en los bailes, saliendo á danzar con él entre miradas de despecho y envidia. ¡Qué triunfo para la esposa de un simple ingeniero, que iba á todas partes en el automóvil de su madre!… Julio sintió al principio la atracción de la novedad. La había creído igual á todas las que languidecían en sus brazos siguiendo el ritmo complicado de la danza. Después la encontró distinta. Las resistencias de ella á continuación de las primeras intimidades verbales exaltaron su deseo. En realidad, nunca había tratado á una mujer de su clase. Las de su primera época eran parroquianas de los restoranes nocturnos, que acababan por hacerse pagar. Ahora, la celebridad traía á sus brazos damas de alta posición, pero con un pasado inconfesable, ansiosas de novedades y excesivamente maduras. Esta burguesa que marchaba hacia él y en el momento del abandono retrocedía con bruscos renacimientos de pudor representaba algo extraordinario.
Los salones de tango experimentaron una gran pérdida. Desnoyers se dejó ver con menos frecuencia, abandonando su gloria á los profesionales. Transcurrían semanas enteras sin que las devotas pudiesen admirar de cinco á siete sus crenchas negras y sus piececitos charolados brillando bajo las luces al compás de graciosos movimientos.
Margarita Laurier también huyó de estos lugares. Las entrevistas de los dos se desarrollaron con arreglo á lo que ella había leído en las novelas amorosas que tienen por escenario á París. Iba en busca de Julio temiendo ser reconocida, trémula de emoción, escogiendo los trajes más sombríos, cubriéndose el rostro con un velo tupido, «el velo de adulterio», como decían sus amigas. Se daban cita en los squares de barrio menos frecuentados, cambiando de lugar como los pájaros miedosos, que á la más leve inquietud levantan el vuelo para ir á posarse á gran distancia. Unas veces se juntaban en las Buttes Chaumont, otras preferían los jardines de la orilla izquierda del Sena, el Luxemburgo y hasta el remoto Parque de Montsouris. Ella sentía escalofríos de terror al pensar que su marido podía sorprenderla, mientras el laborioso ingeniero estaba en la fábrica, á una distancia enorme de la realidad. Su aspecto azorado, sus excesivas precauciones para deslizarse inadvertida, acababan por llamar la atención de los transeuntes.
Julio se impacientó con las molestias de este amor errante, sin otro resultado que algunos besos furtivos. Pero callaba al fin, dominado por las palabras suplicantes de Margarita. No quería ser suya como una de tantas: necesitaba convencerse de que este amor iba á durar siempre. Era su primera falta y deseaba que fuese la última. ¡Ay! ¡Su reputación intacta hasta entonces!… ¡El miedo á lo que podía decir la gente!… Los dos retrocedieron hasta la adolescencia; se amaron con la pasión confiada y pueril de los quince años, que nunca habían conocido. Julio había saltado de la niñez á los placeres del libertinaje, recorriendo de un golpe toda la iniciación de la vida. Ella había deseado el matrimonio por hacer como las demás, por adquirir el respeto y la libertad de una mujer casada, sintiendo únicamente hacia su esposo un vago agradecimiento. «Terminamos por donde otros empiezan», decía Desnoyers.