Aquel día se reveló por primera vez su carácter tenaz, soberbio, irritable ante la contradicción, hasta el punto de adoptar las más extremas resoluciones. El recuerdo de los golpes recibidos le enfureció como algo que pedía venganza. «¡Abajo la guerra!» Ya que no le era posible protestar de otro modo, abandonaría su país. La lucha iba á ser larga, desastrosa, según los enemigos del Imperio. El entraba en quinta dentro de unos meses. Podía el emperador arreglar sus asuntos como mejor le pareciese. Desnoyers renunciaba al honor de servirle. Vaciló un poco al acordarse de su madre. Pero sus parientes del campo no la abandonarían y él tenía el propósito de trabajar mucho para enviarle dinero. ¡Quién sabe si le esperaba la riqueza al otro lado del mar!… ¡Adiós, Francia!
Gracias á sus ahorros, un corredor del puerto le ofreció el embarque sin papeles en tres buques. Uno iba á Egipto, otro á Australia, otro á Montevideo y Buenos Aires; ¿cuál le parecía mejor?… Desnoyers, recordando sus lecturas, quiso consultar el viento y seguir el rumbo que le marcase, como lo había visto hacer á varios héroes de novelas. Pero aquel día el viento soplaba de la parte del mar, internándose en Francia. También quiso echar una moneda en alto para que indicase su destino. Al fin se decidió por el buque que saliese antes. Sólo cuando estuvo con su magro equipaje sobre la cubierta de un vapor próximo á zarpar tuvo interés en conocer su rumbo: «Para el río de la Plata…» Y acogió estas palabras con un gesto de fatalista. «¡Vaya por la América del Sur!» No le desagradaba el país. Lo conocía por ciertas publicaciones de viajes, cuyas láminas representaban tropeles de caballos en libertad, indios desnudos y emplumados, gauchos hirsutos volteando sobre sus cabezas lazos serpenteantes y correas con bolas.
El millonario Desnoyers se acordaba siempre de su viaje á América: cuarenta y tres días de navegación en un vapor pequeño y desvencijado, que sonaba á hierro viejo, gemía por todas sus junturas al menor golpe de mar, y se detuvo cuatro veces por fatiga de la máquina, quedando á merced de olas y corrientes. En Montevideo pudo enterarse de los reveses sufridos por su patria y de que el Imperio ya no existía. Sintió vergüenza al saber que la nación se gobernaba por sí misma, defendiéndose tenazmente detrás de las murallas de París. ¡Y él había huído!… Meses después, los sucesos de la Commune le consolaron de su fuga. De quedarse allá, la cólera por los fracasos nacionales, sus relaciones de compañerismo, el ambiente en que vivía, todo le hubiese arrastrado á la revuelta. A aquellas horas estaría fusilado ó viviría en un presidio colonial, como tantos de sus antiguos camaradas. Alabó su resolución y dejó de pensar en los asuntos de su patria. La necesidad de ganarse la subsistencia en un país extranjero, cuya lengua empezaba á conocer, hizo que sólo se ocupase de su persona. La vida agitada y aventurera de los pueblos nuevos le arrastró á través de los más diversos oficios y las más disparatadas improvisaciones. Se sintió fuerte, con una audacia y un aplomo que nunca había tenido en el viejo mundo. «Yo sirvo para todo—decía—, si me dan tiempo para ejercitarme.» Hasta fué soldado—él, que había huído de su patria por no tomar un fusil—, y recibió una herida en uno de los muchos combates entre «blancos» y «colorados» de la Ribera Oriental.
En Buenos Aires volvió á trabajar de tallista. La ciudad empezaba á transformarse, rompiendo su envoltura de gran aldea. Desnoyers pasó varios años ornando salones y fachadas. Fué una existencia laboriosa, sedentaria, y remuneradora. Pero un día se cansó de este ahorro lento que sólo podía proporcionarle á la larga una fortuna mediocre. El había ido al nuevo mundo para hacerse rico como tantos otros. Y á los veintisiete años se lanzó de nuevo en plena aventura, huyendo de las ciudades, queriendo arrancar el dinero de las entrañas de una Naturaleza virgen. Intentó cultivos en las selvas del Norte, pero la langosta los arrasó en unas horas. Fue comerciante de ganado, arreando con solo dos peones tropas de novillos y mulas, que hacía pasar á Chile ó Bolivia por las soledades nevadas de los Andes. Perdió en esta vida la exacta noción del tiempo y el espacio, emprendiendo travesías que duraban meses por llanuras interminables. Tan pronto se consideraba próximo á la fortuna, como lo perdía todo de golpe por una especulación desgraciada. Y en uno de estos momentos de ruina y desaliento, teniendo ya treinta años, fué cuando se puso al servicio del rico estanciero Julio Madariaga.
Conocía á este millonario rústico por sus compras de reses. Era un español que había llegado muy joven al país, plegándose con gusto á sus costumbres y viviendo como un gaucho, después de adquirir enormes propiedades. Generalmente, lo apodaban el gallego Madariaga, á causa de su nacionalidad, aunque había nacido en Castilla. Las gentes del campo trasladaban al apellido el título de respeto que precede al nombre, llamándole don Madariaga.
–Compañero—dijo á Desnoyers un día que estaba de buen humor, lo que en él era raro—, pasa usted muchos apuros. La falta de plata se huele de lejos. ¿Por qué sigue en esa perra vida?… Créame, gabacho, y quédese aquí. Yo voy haciéndome viejo y necesito un hombre.
Al concertarse el francés con Madariaga, los propietarios de las inmediaciones, que vivían á quince ó veinte leguas de la estancia, detenían al nuevo empleado en los caminos para augurarle toda clase de infortunios.
–No durará usted mucho. A don Madariaga no hay quien lo resista. Hemos perdido la cuenta de sus administradores. Es un hombre que hay que matarlo ó abandonarlo. Pronto se marchará usted.
Desnoyers no tardó en convencerse de que había algo de cierto en tales murmuraciones. Madariaga era de un carácter insufrible; pero tocado de cierta simpatía por el francés, procuraba no molestarlo con su irritabilidad.
–Es una perla ese gabacho—decía, como excusando sus muestras de consideración—. Yo lo quiero porque es muy serio.... Así me gustan á mí los hombres.
No sabía con certeza el mismo Desnoyers en qué podía consistir esta seriedad tan admirada por su patrón, pero experimentó un secreto orgullo al verle agresivo con todos, hasta con su familia, mientras tomaba al hablar con él un tono de rudeza paternal.
La familia la constituían su esposa Misiá Petrona, á la que él llamaba la china, y dos hijas, ya mujeres, que habían pasado por un colegio de Buenos Aires, pero al volver á la estancia recobraron en parte la rusticidad originaria. La fortuna de Madariaga era enorme. Había vivido en el campo desde su llegada á América, cuando la gente blanca no se atrevía á establecerse fuera de las poblaciones por miedo á los indios bravos. Su primer dinero lo ganó como heroico comerciante, llevando mercancías en una carreta de fortín en fortín. Mató indios, fué herido dos veces por ellos, vivió cautivo una temporada y acabó por hacerse amigo de un cacique. Con sus ganancias compró tierra, mucha tierra, poco deseada por lo insegura, dedicándose á la cría de novillos, que había de defender carabina en mano de los piratas de las praderas. Luego se casó con su china, joven mestiza que iba descalza, pero tenía varios campos de sus padres. Estos habían vivido en una pobreza casi salvaje sobre tierras de su propiedad que exigían varias jornadas de trote para ser recorridas. Después, cuando el gobierno fué empujando los indios hacia las fronteras y puso en venta los territorios sin dueño—apreciando como una abnegación patriótica que alguien quisiera adquirirlos—, Madariaga compró y compró á precios insignificantes y con larguísimos plazos. Adquirir tierra y poblarla de animales fué la misión de su vida. A veces, galopando en compañía de Desnoyers por sus campos interminables, no podía reprimir un sentimiento de orgullo:
–Diga, gabacho. Según cuentan, más arriba de su país parece que hay naciones poco más ó menos del tamaño de mis estancias. ¿No es así?…
El francés aprobaba… Las tierras de Madariaga eran superiores á muchos principados. Esto ponía de buen humor al estanciero.
–Entonces no sería un disparate que un día me proclamase yo rey. Figúrese, gabacho. ¡Don Madariaga primero!… Lo malo es que también sería el último, porque la china no quiere darme un hijo… Es una vaca floja.
La fama de sus vastos territorios y sus riquezas pecuarias llegaba hasta Buenos Aires. Todos conocían á Madariaga de nombre, aunque muy pocos lo habían visto. Cuando iba á la capital, pasaba inadvertido por su aspecto rústico, con las mismas polainas que usaba en el campo, el poncho arrollado como una bufanda y asomando sobre éste las puntas agresivas de una corbata, adorno de tormento impuesto por las hijas, que en vano arreglaban con manos amorosas para que guardase cierta regularidad.
Un día había entrado en el despacho del negociante más rico de la capital.
–Señor, sé que necesita usted novillos para Europa, y vengo á venderle una puntita.
El negociante miró con altivez al gaucho pobre. Podía entenderse con uno de sus empleados; él no perdía el tiempo en asuntos pequeños. Pero ante la sonrisa maliciosa del rústico, sintió curiosidad.
–¿Y cuántos novillos puede usted vender, buen hombre?
–Unos treinta mil, señor.
No necesitó oir más el personaje. Se levantó de su mesa y le ofreció obsequiosamente un sillón.
–Usted no puede ser otro que el señor Madariaga.
–Para servir á Dios y á usted.
Aquel instante fué el más glorioso de su existencia.
En el antedespacho de los gerentes de Banco, los ordenanzas le ofrecían asiento misericordiosamente, dudando de que el personaje que estaba al otro lado de la puerta se dignase recibirlo. Pero apenas sonaba adentro su nombre, el mismo gerente corría á abrir. Y el pobre empleado quedaba estupefacto al escuchar cómo el gaucho decía, á guisa de saludo: «Vengo á que me den trescientos mil pesos. Tengo pasto abundante, y quisiera comprar una puntita de hacienda para engordarla.»
Su carácter desigual y contradictorio gravitaba sobre los pobladores de sus tierras con una tiranía cruel y bonachona. No pasaba vagabundo por la estancia que no fuese acogido por él rudamente desde sus primeras palabras.
–Déjese de historias, amigo—gritaba, como si fuese á pegarle—. Bajo el sombraje hay una res desollada. Corte y coma lo que quiera, y remédiese con esto para seguir su viaje… ¡Pero nada de cuentos!
Y le volvía la espalda luego de entregarle unos pesos.
Un día se mostraba enfurecido porque un peón clavaba con demasiada lentitud los postes de una cerca de alambre. ¡Todos le robaban! Al día siguiente hablaba con sonrisa bonachona de una importante cantidad que debería pagar por haber garantizado con su firma á un «conocido», en completa insolvencia: «¡Pobre! ¡Peor es su suerte que la mía!»
Al encontrar en un camino la osamenta de una oveja recién descarnada, parecía enloquecer de rabia. No era por la carne. «El hambre no tiene ley, y la carne la ha hecho Dios para que la coman los hombres.» ¡Pero al menos que dejasen la piel!… Y comentaba tanta maldad repitiendo siempre: «Falta de religión y buenas costumbres.» Otras veces, los merodeadores se llevaban la carne de tres vacas, abandonando las pieles bien á la vista; y el estanciero decía sonriendo: «Así me gusta á mí la gente: honrada y que no haga mal.»
Su vigor de incansable centauro le había servido poderosamente en la empresa de poblar sus tierras. Era caprichoso, despótico y de grandes facilidades para la paternidad, como sus compatriotas que siglos antes, al dominar el nuevo mundo, clarificaron la sangre indígena. Tenía los mismos gustos de los conquistadores castellanos por la belleza cobriza, de ojos oblicuos y cabello cerdoso. Cuando Desnoyers le veía apartarse con cualquier pretexto y poner su caballo al galope hacia un rancho cercano, se decía sonriendo: «Va en busca de un nuevo peón que trabajará sus tierras dentro de quince años.»
El personal de la estancia comentaba el parecido fisonómico de ciertos jóvenes que trabajaban lo mismo que los demás, galopando desde el alba para ejecutar las diversas operaciones del pastoreo. Su origen era objeto de irrespetuosos comentarios. El capataz Celedonio, mestizo de treinta años, generalmente detestado por su carácter duro y avariento, también ofrecía una lejana semejanza con el patrón.
Casi todos los años se presentaba con aire de misterio alguna mujer que venía de muy lejos, china sucia y mal encarada, de relieves colgantes, llevando de la mano á un mesticillo de ojos de brasa. Pedía hablar á solas con el dueño; y al verse frente á él, le recordaba un viaje realizado diez ó doce años antes para comprar una punta de reses.
–¿Se acuerda, patrón, que pasó la noche en mi rancho porque el río iba crecido?
El patrón no se acordaba de nada. Únicamente un vago instinto parecía indicarle que la mujer decía verdad. «Bueno, ¿y qué?»
–Patrón, aquí lo tiene… Más vale que se haga hombre á su lado que en otra parte.
Y le presentaba el pequeño mestizo. ¡Uno más y ofrecido con esta sencillez!… «Falta de religión y buenas costumbres.» Con repentina modestia, dudaba de la veracidad de la mujer. ¿Por qué había de ser precisamente suyo?… La vacilación no era, sin embargo, muy larga.
–Por si es, ponlo con los otros.
La madre se marchaba tranquila, viendo asegurado el porvenir del pequeño; porque aquel hombre pródigo en violencias también lo era en generosidades. Al final no le faltaría á su hijo un pedazo de tierra y un buen hato de ovejas.
Estas adopciones provocaron al principio una rebeldía de Misiá Petrona, la única que se permitió en toda su existencia. Pero el centauro la impuso un silencio de terror.
–¿Y aún te atreves á hablar, vaca floja?… ¡Una mujer que sólo ha sabido darme hembras! Vergüenza debías tener.
La misma mano que extraía negligentemente de un bolsillo los billetes hechos una bola, dándolos á capricho, sin reparar en cantidades, llevaba colgando de la muñeca un rebenque. Era para golpear al caballo, pero lo levantaba con facilidad cuando alguno de los peones incurría en su cólera.
–Te pego porque puedo—decía como excusa al serenarse.
Un día, el golpeado hizo un paso atrás, buscando el cuchillo en el cinto.
–A mí no me pega usted, patrón. Yo no he nacido en estos pagos… Yo soy de Corrientes.
El patrón quedó con el látigo en alto.
–¿De verdad que no has nacido aquí?… Entonces tienes razón; no puedo pegarte. Toma cinco pesos.
Cuando Desnoyers entró en la estancia, Madariaga empezaba á perder la cuenta de los que estaban bajo su potestad á uso latino antiguo y podían recibir sus golpes. Eran tantos, que incurría en frecuentes confusiones. El francés admiró el ojo experto de su patrón para los negocios. Le bastaba contemplar por breves minutos un rebaño de miles de reses para saber su número con exactitud. Galopaba con aire indiferente en torno del inmenso grupo cornudo y pataleante, y de pronto hacía apartar varios animales. Había descubierto que estaban enfermos. Con un comprador como Madariaga, las marrullerías y artificios de los vendedores resultaban inútiles.
Su serenidad ante la desgracia era también admirable. Una sequía sembraba repentinamente sus prados de vacas muertas. La llanura parecía un campo de batalla abandonado. Por todas partes bultos negros; en el aire grandes espirales de cuervos que llegaban de muchas leguas á la redonda. Otras veces era el frío: un inesperado descenso del termómetro cubría el suelo de cadáveres. Diez mil animales, quince mil, tal vez más, se habían perdido…