–Pero żhan venido aquí otros hombres después de Gulliver?
–Algunos—contestó el sabio—. Recuerde usted que la visita de ese Gulliver fué hace muchos ańos, muchísimos, un espacio de tiempo que corresponde, según creo, á lo que los Hombres-Montańas llaman dos siglos. Imagínese cuántos naufragios pueden haber ocurrido durante un período tan largo; cuántos habrán venido á visitarnos forzosamente de esos hombres gigantescos que navegan en sus casas de madera más allá de la muralla de rocas y espumas que levantaron nuestros dioses para librarnos de su grosería monstruosa…. Nuestras crónicas no son claras en este punto. Hablan de ciertas visitas de Hombres-Montańas que yo considero apócrifas. Pero con certeza puede decirse que llegaron á esta tierra unos catorce seres de tal clase en distintas épocas de nuestra historia. De esto hablaremos más detenidamente, si el destino nos permite conversar en un sitio mejor y con menos prisa. El último gigante que llegó lo vi cuando estaba todavía en mi infancia; el único que hemos conocido después del triunfo de la Verdadera Revolución. Era un hombre de manos callosas y piel con escamas de suciedad. Babia un líquido blanco y de hedor insufrible, guardado en una gran botella forrada de juncos. Este líquido ardiente parecía volverle loco. Nuestros sabios creen que era un simple esclavo de los que trabajan en los buques enormes de los mares sin límites. Como el tal líquido despertaba en él una demencia destructiva, mató á varios miles de los nuestros, nos causó otros dańos, y tuvimos que suprimirle, encargándose nuestra Facultad de Química de disolver y volatilizar su cadáver para que tanta materia en putrefacción no envenenase la atmósfera. Creo necesario hacerle saber que desde entonces decidimos suprimir todo Hombre-Montańa que apareciese en nuestras costas.
Gillespie, á pesar de la tranquilidad con que estaba dispuesto á aceptar todos los episodios de su aventura, se estremeció al oir las últimas palabras.
–Entonces, żdebo morir?—preguntó con franca inquietud.
–No, usted es otra cosa—dijo el profesor—; usted es un gentleman, y su buen aspecto, así como lo que llevamos inquirido acerca de su pasado, han sido la causa de que le perdonemos la vida … por el momento.
Las palabras del sabio le fueron revelando todo lo ocurrido en esta tierra extraordinaria desde el atardecer del día anterior. Los escasos habitantes de la costa le habían visto aproximarse, poco antes de la puesta del sol, en su bote, más enorme que los mayores navíos del país. La alarma había sido dada al interior, llegando la noticia á los pocos minutos hasta la misma capital da la República. Los miembros del Consejo Ejecutivo habían acordado rápidamente la manera de recibir al visitante inoportuno, haciéndole prisionero para suprimirlo á las pocas horas. Los aparatos voladores del ejército salían á su encuentro una vez cerrada la noche. El Hombre-Montańa pudo vagar á lo largo de la costa sin tropezarse con ningún habitante, porque todos los ribereńos se habían metido tierra adentro por orden superior.
Al verle tendido en el suelo, empezó el asedio de su persona. El manotazo á la primera máquina volante que le había explorado con sus luces, así como la curiosidad de Gillespie, que le permitió descubrir por encima del bosque todas las evoluciones de la flotilla luminosa, aconsejaron la necesidad de un ataque brusco y rápido.
Dos sabios de laboratorio y su séquito de ayudantes, llegados de la capital en varios automóviles, se encargaron del golpe decisivo, pinchándole en las muńecas y en los tobillos con las agudas lanzas de unas mangas de riego. Así le inocularon el soporífico paralizante.
–Es verdaderamente extraordinario—continuó el profesor—que haya conocido usted el nuevo sol que ve en estos instantes. Estaba acordado el matarle, mientras dormía, con una segunda inyección de veneno, cuyos efectos son muy rápidos. Pero los encargados del registro de su persona se apiadaron al enterarse de la categoría á que indudablemente pertenece usted en su país. Le diré que yo tuve el honor de figurar entre ellos, y he contribuído, en la medida de mi influencia, á conseguir que las altas personalidades del Consejo Ejecutivo respeten su vida por el momento. Como la lengua de todos los Hombres-Montańas que vinieron aquí ha sido siempre el inglés, el gobierno consideró necesario que yo abandonase la Universidad por unas horas para prestar el servicio de mi ciencia. Ha sido una verdadera fortuna para usted el que reconociésemos que es un gentleman.
Gillespie no ocultó su extrańeza ante tan repetida afirmación.
–żY cómo llegaron ustedes á conocer que soy un gentleman?—preguntó, sonriendo.
–Si pudiera usted examinarse en este momento desde los bolsillos de sus pantalones al bolsillo superior de su chaqueta, se daría cuenta de que lo hemos sometido á un registro completo. Apenas se durmió usted bajo la influencia del narcótico, empezó esta operación á la luz de los faros de nuestras máquinas volantes y rodantes. Después, el registro lo hemos continuado á la luz del sol. Una máquina-grúa ha ido extrayendo de sus bolsillos una porción de objetos disparatados, cuyo uso pude yo adivinar gracias á mis estudios minuciosos de los antiguos libros, pero que es completamente ignorado por la masa general de las gentes. La grúa hasta funcionó sobre su corazón para sacar del bolsillo más alto de su chaqueta un gran disco sujeto por una cadenilla á un orificio abierto en la tela; un disco de metal grosero, con una cara de una materia transparente muy inferior á nuestros cristales; máquina ruidosa y primitiva que sirve entre los Hombres-Montańas para marcar el paso del tiempo, y que haría reir por su rudeza á cualquier nińo de nuestras escuelas.
También he registrado hasta hace unos momentos el enorme navío que le trajo á nuestras costas. He examinado todo lo que hay en él; he traducido los rótulos de las grandes torres de hoja de lata cerradas por todos lados, que, según revela su etiqueta, guardan conservas animales y vegetales. Los encargados de hacer el inventario han podido adivinar que era usted un gentleman porque tiene la piel fina y limpia, aunque para nosotros siempre resulta horrible por sus manchas de diversos colores y los profundos agujeros de sus poros. Pero este detalle, para un sabio, carece de importancia. También han conocido que es usted un gentleman porque no tiene las manos callosas y porque su olor á humanidad es menos fuerte que el de los otros Hombres-Montańas que nos visitaron, los cuales hacían irrespirable el aire por allí donde pasaban. Usted debe bańarse todos los días, żno es cierto, gentleman?… Además, el pedazo de tela blanca, grande como una alfombra de salón, que lleva usted sobre el pecho, junto con el reloj, ha impregnado el ambiente de un olor de jardín.
Se detuvo el profesor un instante para agregar con alguna malicia:
–Y yo pude afirmar además, de un modo concluyente, que es usted un verdadero gentleman, porque he ordenado á dos de mis secretarios que volviesen las hojas de un libro más grande que mi persona, con tapas de cuero negro, que nuestra grúa sacó de uno de sus bolsillos. He podido leer rápidamente algunas de dichas hojas. En la primera, nada interesante: nombres y fechas solamente; pero en otras he visto muchas líneas desiguales que representan un alto pensamiento poético. Indudablemente, el Gentleman-Montańa ha pasado por una universidad. En nuestro país, sólo un hombre de estudios puede hacer buenos versos. Los de usted, gigantesco gentleman, me permitirá que le diga que son regulares nada más y por ningún concepto extraordinarios. Se resienten de su origen: les falta delicadeza; son, en una palabra, versos de hombre, y bien sabido es que el hombre, condenado eternamente á la grosería y al egoísmo por su propia naturaleza, puede dar muy poco de sí en una materia tan delicada como es la poesía.
Gillespie se mostró sorprendido por las últimas palabras. Sus ojos, que hasta entonces habían vagado sobre la enana muchedumbre, atraídos por la diversa novedad del espectáculo, se concentraron en el profesor, teniendo que hacer un esfuerzo para distinguir todos los detalles de su minúscula persona.
Llevaba en la cabeza un gorro cuadrangular con dorada borla, igual al de los doctores de las universidades inglesas y norteamericanas. El rostro carilleno y lampińo estaba encuadrado por unas melenillas negras y cortas. Los ojos tenían el resguardo de unos cristales con armazón de concha. Cubrían el resto de su abultada persona una blusa negra apretada á la cintura por un cordón, que hacía más visible la exagerada curva de sus caderas, y unos pantalones que, á pesar de ser anchos, resultaban tan ajustados como el mallón de una bailarina.
–ĄPero usted es una mujer!—exclamó Gillespie, asombrado de su repentino descubrimiento.
–żY qué otra cosa podía ser?—contestó ella—. żCómo no perteneciendo á mi sexo habría llegado á figurar entre los sabios de la Universidad Central, poseyendo los difíciles secretos de un idioma que sólo conocen los privilegiados de la ciencia?
Calló, para ańadir poco después con una voz lánguida, dejando á un lado la bocina:
–żY en qué ha conocido usted que soy mujer?
El ingeniero se contuvo cuando iba á contestar. Presintió que tal vez corría el peligro de crearse un enemigo implacable, y dijo evasivamente:
–Lo he conocido en su aspecto.
La sabia quedó reflexionando para comprender el verdadero sentido de tal respuesta.
–ĄAh, si!—dijo al fin con cierta sequedad—. Lo ha conocido usted, sin duda, en mis abundancias corporales. Yo soy una persona seria, una persona de estudios, que no dispone de tiempo para hacer ejercicios gimnásticos, como las muchachas que pertenecen al ejército. La ciencia es una diosa cruel con los que se dedican á su servicio.
–Lo he conocido también—se apresuró á ańadir Edwin—en la dulzura de su voz y en la hermosura de sus sentimientos, que tanto han contribuído á salvar mi vida.
La profesora acogió estas palabras con una larga pausa, durante la cual sus anteojos de concha lanzaron un brillo amable que parecía acariciar al gigante. Pensaba, sin duda, que este hombre grosero y de aspecto monstruoso era capaz de decir cosas ingeniosas, como si perteneciese al sexo inteligente, ó sea el femenino. Bajó los ojos y ańadió con una expresión de tierna simpatía:
–Por algo he encontrado tantas veces en sus versos la palabra Amor con una mayúscula más grande que mi cabeza.
Después pareció sentir la necesidad de cambiar el curso de la conversación, recobrando su altivo empaque de personaje universitario. Aunque ninguno de los presentes pudiera entenderla, temía haber dicho demasiado.
–Usted se irá dando cuenta, Gentleman-Montańa—continuó—, de que ha llegado á un país diferente á todos los que conoce, una nación de verdadera justicia, de verdadera libertad, donde cada uno ocupa el lugar que le corresponde, y la suprema dirección la posee el sexo que más la merece por su inteligencia superior, desconocida y calumniada desde el principio del mundo…. Deje de mirarme á mí unos instantes y examine la muchedumbre que le rodea. Tiene usted permiso para moverse un poco; así hará su estudio con mayor comodidad. Espere á que dé mis órdenes.
Y recobrando su portavoz, empezó á lanzar rugidos en un idioma del que no pudo entender el americano la menor sílaba. La máquina volante que descansaba sobre su pecho levantó el vuelo, y los otros cuatro aeroplanos aflojaron los hilos metálicos sujetos á sus extremidades. La muchedumbre se arremolinó, iniciando á continuación un movimiento de retroceso.
Gillespie vió que unos grupos de jinetes repelían al gentío para que se alejase. Otros soldados acababan de descender de varias máquinas rodantes que tenían la forma de un león. Estos guerreros jóvenes eran de aire gentil y graciosamente desenvueltos.
Uno de ellos pasó muy cerca de sus ojos, y entonces pudo descubrir que era una mujer, aunque más joven y esbelta que la profesora de inglés. Los otros soldados tenían idéntico aspecto y también eran mujeres, lo mismo que los tripulantes de las máquinas voladoras. Sus cabelleras cortas y rizadas, como la de los pajes antiguos, estaban cubiertas con un casquete de metal amarillo semejante al oro. No llevaban, como los aviadores, una larga pluma en su vértice. El adorno de su capacete consistía en dos alas del mismo metal, y hacía recordar el casco mitológico de Mercurio.
Todos estos soldados eran de aventajada estatura y sueltos movimientos. Se adivinaba en ellos una fuerza nerviosa, desarrollada por incesantes ejercicios. Paro, á pesar de su gimnástica esbeltez de efebos vigorosos, la blusa muy ceńida al talle por el cinturón de la espada y los pantalones estrechamente ajustados delataban las suaves curvas de su sexo. Iban armados con lanzas, arcos y espadas, lo que hizo que Gillespie se formase una triste idea de los progresos de este país, que tanto parecían enorgullecer á la profesora de inglés.
El cordón de peones y jinetes empujó á la muchedumbre hasta los linderos del bosque, dejando completamente limpia la pradera. Entonces, la doctora, desde lo alto de su carro-lechuza, volvió á valerse del portavoz.
–Gentleman Montańa, puede usted incorporarse.
El ingeniero se fué levantando sobre un codo, y este pequeńo movimiento derribó varias escalas portátiles que aún estaban apoyadas en su cuerpo y habían servido para el registro efectuado horas antes. Tres enanos que vagaban sobre su vientre, explorando por última vez los bolsillos de su chaleco, cayeron de cabeza sobre la tupida hierba de la pradera y trotaron á continuación dando chillidos como ratones. Sin dejar de huir se llevaban las manos á diferentes partes de sus cuerpos magullados, mientras una carcajada general del público circulaba por los lindes de la selva.
Al fin Gillespie quedó sentado, teniendo como vecinos más inmediatos á la profesora y sus secretarios, que ocupaban el automóvil-lechuza, y por otro lado á los tripulantes de las cuatro máquinas aéreas, las cuales se movían dulcemente al extremo de sus hilos metálicos, flácidos y sin tensión.
En esta nueva postura Gillespie pudo ver mejor á la muchedumbre. Sus ojos se habían acostumbrado á distinguir los sexos de esta humanidad de dimensiones reducidas, completamente distinta á la del resto de la tierra. Los soldados; los personajes universitarios, mudos hasta entonces, pero que se habían ocupado en adormecerle y registrarle; los empleados, los obreros, todos los que se movían dando órdenes ó trabajando en torno de él, llevaban pantalones y eran mujeres.
Edwin vió que de un automóvil en forma de clavel que acababa de llegar descendían unas figuras con largas túnicas blancas y velos en la cabeza. Eran las primeras hembras que encontraba semejantes á las de su país. Debían pertenecer á alguna familia importante de la capital; tal vez era la esposa de un alto personaje acompańada de sus tres hijas. Concentró su mirada en el grupo para examinarlas bien, y notó que las tres seńoritas, todas de apuesta estatura, asomaban bajo los blancos velos unas caras de facciones correctas pero enérgicas. Sus mejillas tenían el mismo tono azulado que la de los hombres que se rasuran diariamente. La madre, algo cuadrada á causa de la obesidad propia de los ańos, prescindía de esta precaución, y por debajo de la corona de flores que circundaba sus tocas dejaba asomar una barba abundante y dura.