Doña Manuela también rió un poco, siguiendo con la vista la ruidosa persecución que se alejaba, y entró después en el mercado de casquijo, buscando las golosinas silvestres que la gente rumia con fruición en Navidad, olvidándolas durante el resto del año. Los puestos de venta llegaban hasta las mismas puertas del Principal; los compradores codeábanse con el centinela, y los dos oficiales de la guardia, con las manos metidas en el capote y las piernas golpeadas por el inquieto sable, paseaban por entre el gentío buscando caras bonitas.
Andábase con dificultad, temiendo meter el pie en las esteras de esparto redondas y de altos bordes, en las cuales amontonábanse, formando pirámide, las lustrosas castañas de color de chocolate y las avellanas, que exhalaban el acre perfume de los bosques. Las nueces lanzaban en sus sacos un alegre cloc-cloc cada vez que la mano del comprador las removía para apreciar su calidad; y un poco más adentro, como un tesoro difícil de guardar, estaba en pequeños sacos la aristocracia del casquijo, las bellotas dulzonas, atrayendo las miradas de los golosos.
Acababa de hacer su compra doña Manuela, cuando hubo de volver la cabeza sintiendo en la espalda una amistosa palmada.
Era un señor entrado en años, con un sombrero de cuadrada copa, de forma tan rara, que debía pertenecer a una moda remota, si es que tal moda había existido. Iba embozado en una capa vieja, por bajo de la cual asomaba una esportilla de compras, y por encima del embozo de raído terciopelo mostrábase su rostro lleno y colorado, en el que los detalles más salientes, aparte de las arrugas, eran un bigote de cepillo y unas cejas canosas, tan oblicuas, que hacían recordar los chinos de los abanicos.
–¡Juan!—exclamó doña Manuela.
Visanteta dio con un codo al cochero y le habló al oído. Era don Juan, el hermano de la señora, aquel de quien todos hablaban mal en casa, aunque con cierto respeto, llamándole por antonomasia «el tío».
Los ojillos de don Juan, inquietos e investigadores, revolvíanse en sus profundas cuencas rodeadas de grietas. Mientras su mirada se perdía en el fondo del capazo que Nelet tenía abierto a sus pies, decía con la risita burlona que a doña Manuela, según confesión propia, le «requemaba la sangre»:
–De compras, ¿eh…? Yo también voy danzando por el Mercado hace más de una hora. ¡Válgame Dios, cómo está todo! Comprendo que los pobres no puedan comer.... Chica, si empiezas así vas a llevar a casa medio Mercado.... Eso son bellotas, ¿verdad? Comida de ricos; quien puede gasta. Eso sólo lo compra la gente de dinero.
–¿Que tú no compras?—dijo doña Manuela sonriendo, a pesar de que no ocultaba el efecto que le producían las palabras de su hermano.
–¿Quién…? ¿yo…? ¡Bueno va! A mí nadie me estafa.
Y al decir esto miró al vendedor con tanta indignación como si fuese un enemigo del sosiego público; pero el palurdo, inmóvil y con las manos metidas en la faja, no se dignó reparar en la ferocidad agresiva del avaro.
–Además—continuó don Juan—, ¿para qué quiero yo eso? Los que no tenemos dientes hemos de abstenernos de muchas cosas; muchas gracias si uno puede comer sopas de ajos y tiene con qué pagarlas.... Algo he comprado: unas pocas castañas y nueces; pero no para mí, son para Vicenta, que aunque ya es vieja tiene una dentadura envidiable. Poquita cosa. Ya ves tú… para mí y la criada poco necesitarnos. Además, todo va por las nubes, y dinero hay poco.... ¡Je, je…!
Y el viejo reía como si gozase interiormente de repetir a su hermana en todos los tonos que era muy pobre.
–Vamos, cállate—dijo doña Manuela con voz temblorosa, sin ocultar ya su irritación—. Me disgusto cada vez que te oigo hablar de pobreza; sólo falta que me pidas una limosna.
–Mujer, no te irrites.... No quiero hacer creer que necesito limosnas; soy pobre, pero aún tengo para no morirme de hambre, y sobre todo, con orden y economía, sin querer aparentar más de lo que realmente se tiene, lo pasa cualquiera tan ricamente.
Y estas palabras las subrayó el viejo con el acento y la mirada burlona que fijaba en su hermana.
–Juan, toda la vida serás un miserable. ¿De qué te sirve guardar tanto dinero…? ¿Vas a llevarlo al otro mundo?
–¿Yo…? Pienso retardar todo lo posible ese viaje, y tiempo me queda para malgastar antes los cuatro cuartos que guardo.... No quiero que nadie se ría de mí después de muerto.
Doña Manuela púsose seria, más que por lo que decía su hermano, por lo que adivinaba en su mirada. Tal vez por esto don Juan cambió de conversación.
–Di, Manuela, ¿y Juanito?
–En la tienda. Si tengo tiempo entraré a verle.
–Dile que venga mañana. Aunque sea un grandullón, no quiero privarme del gusto de darle el aguinaldo como cuando era un chicuelo.
El viejo, al decir esto, ya no mostraba la sonrisa irónica y parecía hablar con sinceridad.
–También irán a verte las niñas y Rafael.
–Que vengan—contestó don Juan, en quien reapareció la mortificante sonrisa—. Les daré una peseta de aguinaldos; lo único que se puede permitir un tío pobre.
–¡Calla, avaro…! Me avergüenzas. Eres capaz de morirte de hambre por no gastar un céntimo.... ¿Por qué no vienes a comer con nosotros mañana?
El tono festivo y cariñoso con que ella dijo estas palabras alarmó más a don Juan que la seriedad irritada de momentos antes.
–¿Quién…? ¿yo…? Tengo hechos mis preparativos; no quiero ofender a mi vieja Vicenta, que se propone lucirse como cocinera. Mira, también yo gasto, aunque soy un pobre.
Y al decir esto, señalaba a un pillete mandadero, inmóvil a corta distancia, con un capón gordo y lustroso en los brazos.
Doña Manuela avanzó el labio superior en señal de desprecio.
–¡Valiente compra! ¿Y eso es para todas las Pascuas? No te arruinarás… ni llenarás mucho el estómago.
–No todos son tan ricos como tú, marquesa, ni pueden ir a la compra con un par de criados. Únicamente los que tienen millones pueden ser rumbosos.
Y tras estas palabras, que debían encerrar mortificante intención, don Juan se despidió, como si deseara que su hermana quedase furiosa contra él.
–Adiós, Manuela; que compres mucho y bien.
–Adiós, avaro....
Y los dos hermanos se separaron sonriendo, como si cambiaran frases cariñosas y en su interior rebosase el afecto.
La señora siguió adelante, pasando por entre los puestos de la miel, donde aleteaban las avispas, apelotonándose sobre el barniz de las pequeñas tinajas.
Doña Manuela iba siguiendo los callejones tortuosos formados por las mesas cercanas al mercadillo de las flores. Allí estaba toda la aristocracia del Mercado, la sangre azul de la reventa, las mozas guapas y las matronas de tez tostada y espléndidas carnes, con su aderezo de perlas y pañuelo de seda de vivos colores. Doña Manuela continuaba haciendo sus compras, deteniéndose ante los productos raros y extraños para la estación que puede ofrecer una huerta fecunda, cuyas entrañas jamás descansan y que el clima convierte en invernadero. En lechos de hojas estaban alineados y colocados con cierto arte los pimientos y tomates, con sus rubicundeces falsas de productos casi artificiales; los guisantes en sus verdes fundas; todo apetitoso y exótico, pero tan caro, que al oír sus precios retrocedían con asombro los buenos burgueses que por espíritu de economía iban al Mercado con la espuerta bajo la raída capa.
Los dos criados encontraban cada vez más pesadas sus cestas, y seguían con dificultad a la señora al través del gentío compacto e inquieto que se agitaba a la entrada del Mercado Nuevo, cuyos pórticos, en plena tarde de sol, tenían la lobreguez y humedad de una boca de cueva.
Allí era donde resultaba más insufrible el monótono zumbido del Mercado. El techo bajo de los pórticos repercutía y agrandaba las voces de los compradores. Un hedor repugnante de carne cruda impregnaba el ambiente, y sobre la línea de mostradores ostentábanse los rojos costillares pendientes de garfios, las piernas de toro con sus encarnados músculos asomando entre la amarillenta grasa con una armonía de tonos que recordaba la bandera nacional, y los cabritos desollados, con las orejas tiesas, los ojos llorosos y el vientre abierto, como si acabase de pasar un Herodes exterminando la inocencia.
Mientras tanto, las cestas de Nelet y Visanteta se llenaban hasta los bordes, y en el rostro de los dos criados iba marcándose el gesto de mal humor. ¡Vaya una compra! El bolso de doña Manuela parecía un cántaro sin fondo que iba regando de pesetas todo el Mercado.
Abandonaron las carnicerías para entrar en el mercado de la fruta, entre los dos pórticos. La gente arremolinábase en las entradas, y allí fue donde doña Manuela se dio cuenta por primera vez de la molesta persecución que sufría. Había sentido varias veces una tímida mano deslizándose más abajo de su talle; pero ahora era más: era un pellizco desvergonzado lo que venía a atormentarla audazmente en sus redondeces de buena moza.
Volvió rápidamente la cabeza… y ¡mire usted que estaba bien…! ¡Un señor venerable, con cara de santito, entretenerse en tales porquerías! Doña Manuela lanzó una mirada tan severa al vejete de rostro bondadoso, que el sátiro retrocedió, levantando el embozo de la capa con sus audaces manos.
Siguió adelante la ofendida señora, pero a los pocos pasos la detuvo el escándalo que estalló a su espalda. Sonó una bofetada y la voz de Visanteta gritando a todo pulmón: «¡Tío morra!», repitiendo la frase un sinnúmero de veces con la furia de una virtud salvaje que quiere enterar a todo el mundo de su ruda castidad. La gente parábase entre asombrada y curiosa, el cochero reía abriendo sus quijadas de a palmo, y el vejete, cabizbajo, como si todo aquello no rezase con él, escurríase discretamente entre el gentío. Era que la amazona de la huerta, al sentir el primer pellizco del viejo pirata, había contestado con una bofetada, contenta en el fondo de que alguien pusiera a prueba su virtud.
La señora la hizo callar, muy contrariada por el escándalo, y siguieron la marcha, mientras Nelet, alegre por este incidente que rompía lo monótono de las compras, preguntaba como un testarudo a la muchacha en qué sitio la habían pellizcado, y sentía un escalofrío de gusto cada vez que ella, ruborizándose, le llamaba «animal» y «descarado ».
La peregrinación prosiguió a lo largo de unas mesas en las cuales, bajo toldos de madera, estaban apiladas las frutas del tiempo: las manzanas amarillas con la transparencia lustrosa de la cera; las peras cenicientas y rugosas atadas en racimos y colgantes de los clavos; las naranjas doradas formando pirámides sobre un trozo de arpillera, y los melones mustios por una larga conservación, estrangulados por el cordel que los sostenía días antes de los costillares de la barraca, con la corteza blanducha, pero guardando en su interior la frescura de la nieve y la empalagosa dulzura de la miel. A un extremo del mercadillo, cerca del Repeso, los panaderos con sus mesas atestadas de libretas blancas y morenas, prolongadas unas, como barcos, y redondas y con festones otras, como bonetes de paje; y un poco más allá, los «tíos» de Elche mostrando sus enormes sombreros tras la celosía formada por los racimos de dátiles de un amarillo rabioso.
Cuando la señora y sus criados volvieron a la gran plaza, detuviéronse en la entrada del mercadillo de las flores. Un intenso perfume de heliotropo y violeta salía de allí, perdiéndose en la pesada atmósfera de la plaza.
Doña Manuela estaba inmóvil, repasando mentalmente sus compras para saber lo que faltaba. La muchedumbre se agitó con nervioso oleaje, despidiendo gritos y carcajadas. Ahora, las chicuelas que vendían sin licencia corrían perseguidas hacia la calle de San Fernando, y otra vez el rebaño de la miseria, greñudo, sucio, con las ropas caídas, pasó azorado y veloz con triste chancleteo, arrollándolo todo, mostrando la palidez del hambre a la muchedumbre glotona y feliz.
Doña Manuela dio sus órdenes. Podían regresar los dos a casa y volver Nelet con la espuerta vacía. Quedaba por comprar el pavo, los turrones y otras cosas que tenía en memoria. Ella aguardaría en la «tienda».
Y esta palabra bastó para que la entendieran, pues en casa de doña Manuela, la «tienda» era por antonomasia el establecimiento de Las Tres Rosas, y fuera de ella no se reconocía otra tienda en Valencia.
Colocada entre la calle de San Fernando y la de las Mantas, en el punto más concurrido del Mercado, participaba del carácter de estas dos vías comerciales de la ciudad. Era rústica y urbana a un tiempo; ofrecía a los huertanos un variado surtido de mantas, fajas y pañuelos de seda, y a las gentes de la ciudad las indianas más baratas, las muselinas más vistosas. Ante su mostrador desfilaban la bizarra labradora y la modesta señorita, atraída por la abundancia de géneros de aquel comercio a la pata la llana que odiaba los reclamos, ostentando satisfecho su título de Casa fundada en 1832, y cifraba su orgullo en afirmar que todos los géneros eran del país, sin mezcla de tejidos ingleses o franceses.
Doña Manuela detúvose al llegar frente a la tienda y abarcó su exterior con una ojeada. Del primer piso, y cubriendo el rótulo ajado de la casa, Antonio Cuadros, sucesor de García y Peña, colgaban largas cortinas formadas de mantas que parecían mosaicos, orladas con complicados borlajes y apretadas filas de madroños; fajas obscuras, matizadas a trechos con gorros rojos y azules prendidos con alfileres; pañuelos de seda con piezas de docena, ondulados como nacarado oleaje, y percales estampados, mostrando pájaros fantásticos y ramajes quiméricos con rabiosos colorines que conmovían placenteramente a las bellezas de la huerta.
En el escaparate central estaba la muestra de la casa, lo que había hecho famoso al establecimiento: un maniquí vestido de labradora, con tres rosas en la mano, que al través del vidrio, mirando a los transeúntes con ojos cristalinos, les enviaba la sonrisa de su rostro de cera, punteado por las huellas de cien generaciones de moscas.
Doña Manuela entró en la tienda. El mismo aspecto de otros tiempos, aunque con cierto aire de restaurada frescura. La anaquelería, de madera vieja, atestada de cajas; sobre el mostrador telas y más telas extendidas sin compasión hasta barrer el suelo; dependientes con el pelo aceitoso y las brillantes tijeras asomando por la abertura del bolsillo, y mujeres discutiendo con ellos, como si estuvieran en el centro del Mercado, abrumándolos con irritantes exigencias.
–Voy al momento, Manuela. Siéntese usted.
El que así hablaba era un hombre fornido, de áspero bigote, estrecha frente, pelo hirsuto y fuerte, rebelde a peines y cepillos, con las puntas hacia adelante, y quijada brutal, que se disimulaba un tanto bajo una sonrisa bondadosa. Estaba ocupado en vender un tapabocas a dos mujeres que llevaban de las manos a un chiquillo barrigudo, y era de admirar la paciencia con que aquel hombre, siempre sonriendo, sufría a las feroces compradoras, que por seis reales regateaban durante ¿media hora.
Doña Manuela atendía con interés las palabras de los compradores y no volvió la cabeza para ver quién abría la puertecilla de la garita—a la que pomposamente llamaban despacho—y saltaba velozmente el mostrador.
–Siéntese usted, mamá.
Era Juanito quien la hablaba, su hijo mayor, un muchacho nacido en la misma tienda, que seguía agarrado a ella «sin servir para nada», como decía su madre, y sin querer ser otra cosa que comerciante.
Estaba próximo a los treinta años. Era alto, enjuto, desgarbadote y algo cargado de espaldas; la barba espesa y crespa se le comía gran parte del rostro, dándole un aspecto terrorífico de bandido de melodrama; pero no era más que un antifaz, pues examinándolo bien, bajo la máscara de pelo veíase la cara sonrosada e inocente de un ruño, la mirada tímida y la sonrisa bondadosa de esos seres detenidos en la mitad de su crecimiento moral, que aunque mueran viejos son débiles y blandos, faltos de voluntad, incapaces de vivir sin el calor que presta el cariño.