Al sonar las campanadas de las doce, Labarta, que no admitía informalidades en asuntos de mesa, se impacientaba, cortando el relato de sus viajes y triunfos.
–¡Doña Pepa! Aquí tenemos al convidado.
Doña Pepa era el ama de llaves, la compañera del grande hombre, que llevaba quince años atada al carro de su gloria. Se entreabría un cortinaje, y avanzaba una pechuga saliente sobre un abdomen encorsetado con crueldad. Después, mucho después, aparecía un rostro blanco y radiante, una cara de luna. Y mientras saludaba al pequeño Ulises con su sonrisa de astro nocturno, seguía entrando y entrando el complemento dorsal de su persona, cuarenta años carnales, frescos, exuberantes, inmensos.
El notario y su esposa hablaban de doña Pepa como de una persona familiar, pero el niño nunca la había visto en su casa. Doña Cristina elogiaba sus cuidados con el poeta, pero desde lejos y sin deseos de conocerla. Don Esteban excusaba al grande hombre.
–¡Qué quieres!… Es un artista, y los artistas no pueden vivir como Dios manda. Todos, por serios que parezcan, son en el fondo unos perdidos. ¡Qué lástima! Un abogado tan eminente… ¡El dinero que podría ganar!…
Las lamentaciones del padre abrieron nuevos horizontes á la malicia del pequeño. De un golpe abarcó el móvil principal de nuestra existencia, que hasta entonces sólo había columbrado envuelto en misterios. Su padrino tenía relaciones con una mujer; era un enamorado como los héroes de las novelas. Recordó muchas de sus poesías valencianas, todas dirigidas á una dama; unas veces cantando su belleza con la embriaguez y la noble fatiga de una reciente posesión; otras quejándose de su desvío, pidiéndole la entrega de su alma, sin la cual no es nada la limosna del cuerpo.
Ulises se imaginó una gran señora, hermosa como doña Constanza. Cuando menos, debía ser marquesa. Su padrino bien merecía esto. Y se imaginó igualmente que sus encuentros debían ser por la mañana, en uno de los huertos de fresas inmediatos á la ciudad, adonde le llevaban sus padres á tomar chocolate después de oír la primera misa en los amaneceres dominicales de Abril y Mayo.
Mucho después, cuando sentado á la mesa del padrino sorprendió cruzándose sobre su cabeza las sonrisas de éste y el ama de llaves, llegó á sospechar si doña Pepa sería la inspiradora de tanto verso lacrimoso y entusiástico. Pero su buena fe se encabritaba ante tal suposición. No, no era posible; forzosamente debía existir otra.
El notario, que llevaba largos años de amistad con Labarta, pretendía dirigirle con su espíritu práctico, siendo el lazarillo de un genio ciego. Una renta modesta heredada de sus padres bastaba al poeta para vivir. En vano le proporcionó su amigo pleitos que representaban enormes cuentas de honorarios. Los autos voluminosos se cubrían de polvo en la mesa, y don Esteban había de preocuparse de las fechas, para que el abogado no dejase pasar los términos del procedimiento.
Su hijo, su Ulises, sería otro hombre. Le veía gran civilista, como su padrino, pero con una actividad positiva heredada del padre. La fortuna entraría por sus puertas como una ola de papel sellado.
Además, podía poseer igualmente el estudio notarial, oficina polvorienta, de muebles vetustos y grandes armarios con puertas alambradas y cortinillas verdes, tras de las cuales dormían los volúmenes del protocolo envueltos en becerro amarillento, con iniciales y números en los lomos. Don Esteban sabía bien lo que representaba su estudio.
–No hay huerto de naranjos—decía en los momentos de expansión—, no hay arrozal que dé lo que da esta finca. Aquí no hay heladas, ni vendaval, ni inundaciones.
La clientela era segura; gentes de Iglesia, que llevaban tras de ellas á los devotos, por considerar á don Esteban como de su clase, y labradores, muchos labradores ricos. Las familias acomodadas del campo, cuando oían hablar de hombres sabios, pensaban inmediatamente en el notario de Valencia. Le veían con religiosa admiración calarse las gafas para leer de corrido la escritura de venta ó el contrato dotal que sus amanuenses acababan de redactar. Estaba escrito en castellano y lo leía en valenciano, sin vacilación alguna, para mejor inteligencia de los oyentes. ¡Qué hombre!…
Después, mientras firmaban las partes contratantes, el notario, subiéndose los vidrios á la frente, entretenía á la reunión con algunos cuentos de la tierra, siempre honestos, sin alusiones á los pecados de la carne, pero en los que figuraban los órganos digestivos con toda clase de abandonos líquidos, gaseosos y sólidos. Los clientes rugían de risa, seducidos por esta gracia escatológica, y reparaban menos en la cuenta de honorarios. ¡Famoso don Esteban!… Por el placer de oírle habrían hecho una escritura todos los meses.
El futuro destino del príncipe de la notaría era objeto de las conversaciones de sobremesa en días señalados, cuando estaba invitado el poeta.
–¿Qué deseas ser?—preguntaba Labarta á su ahijado.
Los ojos de la madre imploraban al pequeño con desesperada súplica: «Di arzobispo, rey mío.» Para la buena señora, su hijo no podía debutar de otro modo en la carrera de la Iglesia.
El notario hablaba, por su parte, con seguridad, sin consultar al interesado. Sería un jurisconsulto eminente; los miles de duros rodarían hacia él como si fuesen céntimos; figuraría en las solemnidades universitarias con una esclavina de raso carmesí y un birrete chorreando por sus múltiples caras la gloria hilada del doctorado. Los estudiantes escucharían respetuosos al pie de su cátedra. ¡Quién sabe si le estaba reservado el gobierno de su país!…
Ulises interrumpía estas imágenes de futura grandeza:
–Quiero ser capitán.
El poeta aprobaba. Sentía el irreflexivo entusiasmo de todos los pacíficos, de todos los sedentarios, por el penacho y el sable. A la vista de un uniforme, su alma vibraba con la ternura amorosa del ama de cría que se ve cortejada por un soldado.
–¡Muy bien!—decía Labarta—. ¿Capitán de qué?… ¿De artillería?… ¿De Estado Mayor?
Una pausa.
–No; capitán de buque.
Don Esteban miraba el techo, alzando las manos. Bien sabía él quién era el culpable de esta disparatada idea, quién metía tales absurdos en la cabeza de su hijo.
Y pensaba en su hermano el médico, que vivía retirado en la casa paterna, allá en la Marina, un hombre excelente pero algo loco, al que llamaban el Dotor las gentes de la costa y el poeta Labarta apodaba el Tritón.
II
MATER ANFITRITA
Cuando de tarde en tarde aparecía el Tritón en Valencia, la hacendosa doña Cristina modificaba el régimen alimenticio de la familia.
Este hombre sólo comía pescado. Y su alma de esposa económica temblaba angustiosamente al pensar en los precios extraordinarios que alcanza la pesca en un puerto de exportación.
La vida en aquella casa, donde todo marchaba acompasadamente, sufría graves perturbaciones con la presencia del médico. Poco después de amanecer, cuando sus habitantes saboreaban los postres del sueño, oyendo adormecidos el rodar de los primeros carruajes y el campaneo de las primeras misas, sonaban rudos portazos y unos pasos de hierro hacían crujir la escalera. Era el Tritón, que se echaba á la calle incapaz de permanecer entre cuatro paredes así que apuntaba la luz. Siguiendo las corrientes de la vida madrugadora llegaba al Mercado, deteniéndose ante los puestos de flores, donde era más numerosa la afluencia femenina.
Los ojos de las mujeres iban hacia él instintivamente, con una expresión de interés y de miedo. Algunas enrojecían al alejarse, imaginando contra su voluntad lo que podría ser un abrazo de este coloso feo é inquietante.
–Es capaz de aplastar una pulga sobre el brazo—decían los marineros de su pueblo para ponderar la dureza de sus bíceps.
Su cuerpo carecía de grasa. Bajo la morena piel sólo se marcaban rígidos tendones y salientes músculos; un tejido hercúleo del que había sido eliminado todo elemento incapaz de desarrollar fuerza. Labarta le encontraba una gran semejanza con las divinidades marinas. Era Neptuno antes de que le blanquease la cabeza; Poseidón tal como le habían visto los primeros poetas de Grecia, con el cabello negro y rizoso, las facciones curtidas por el aire salino, la barba anillada, con dos rematas en espiral que parecían formados por el goteo del agua del mar. La nariz algo aplastada por un golpe recibido en su juventud, y los ojos pequeños, oblicuos y tenaces, daban á su rostro una expresión de ferocidad asiática. Pero este gesto se esfumaba al sonreír su boca dejando visibles los dientes unidos y deslumbrantes, unos dientes de hombre de mar, habituado á alimentarse con salazón.
Caminaba los primeros días por las calles desorientado y vacilante. Temía á los carruajes; le molestaba el roce de los transeúntes en las aceras. Se quejaba del movimiento de una capital de provincia, encontrándolo insufrible, él, que había visitado los puertos más importantes de los dos hemisferios. Al fin emprendía instintivamente el camino del puerto en busca del mar, su eterno amigo, el primero que le saludaba todas las mañanas al abrir la puerta de su casa allá en la Marina.
En estas excursiones le acompañaba muchas veces su sobrino. El movimiento de los muelles tenía para él cierta música evocadora de su juventud, cuando navegaba como médico de trasatlántico; chirridos de grúas, rodar de carros, melopeas sordas de los cargadores.
Sus ojos recibían igualmente una caricia del pasado al abarcar el espectáculo del puerto: vapores que humeaban, veleros con sus lonas tendidas al sol, baluartes de cajones de naranjas, pirámides de cebollas, murallas de sacos de arroz, compactas filas de barricas de vino panza contra panza. Y saliendo al encuentro de estas mercancías que se iban, los rosarios de descargadores alineaban las que llegaban: colinas de carbón procedentes de Inglaterra; sacos de cereales del mar Negro; bacalaos de Terranova, que sonaban como pergaminos al caer en el muelle, impregnando el ambiente de polvo de sal; tablones amarillentos de Noruega, que conservaban el perfume de los bosques resinosos.
Naranjas y cebollas caídas de los cajones se corrompían bajo el sol, esparciendo sus jugos dulces y acres. Saltaban los gorriones en torno de las montañas de trigo, escapando con medroso aleteo al oír pasos. Sobre la copa azul del puerto trenzaban sus interminables contradanzas las gaviotas del Mediterráneo, pequeñas, finas y blancas como palomas.
El Tritón iba enumerando á su sobrino las categorías y especialidades de los buques. Y al convencerse de que Ulises era capaz de confundir un bergantín con una fragata, rugía escandalizado:
–Entonces, ¿qué diablos os enseñan en el colegio?…
Al pasar junto á los burgueses de Valencia sentados en los muelles caña en mano, lanzaba una mirada de conmiseración al fondo de sus cestas vacías. Allá en su casa de la costa, antes de que se elevase el sol ya tenía él en el fondo de la barca con qué comer toda una semana. ¡Miseria de las ciudades!
De pie en los últimos peñascos de la escollera, tendía la vista sobre la inmensa llanura, describiendo á su sobrino los misterios ocultos en el horizonte. A su izquierda—más allá de los montes azules de Oropesa que limitaban el golfo valenciano—veía imaginativamente la opulenta Barcelona, donde tenía numerosos amigos; Marsella, prolongación de Oriente clavada en Europa; Génova, con sus palacios escalonados en colinas cubiertas de jardines. Luego su vista se perdía en el horizonte abierto frente á él. Este camino era el de la dichosa juventud.
Marchando en línea recta encontraba á Nápoles, con su montaña de humo, sus músicas y sus bailarinas morenas de pendientes de aro. Más allá, las islas de Grecia; en el fondo de una calle acuática, Constantinopla; y á continuación, bordeando la gran plaza líquida del mar Negro, una serie de puertos donde los argonautas olvidaban sus orígenes, sumidos en un hervidero de razas, acariciados por el felinismo de las eslavas, la voluptuosidad de las orientales y la avidez de las hebreas.
A su derecha estaba África. Veía los puertos egipcios, con su corrupción tradicional que empieza á removerse y croquear como un pantano fétido apenas desciende el sol; Alejandría, en cuyos cafetuchos bailan las falsas almeas sin más ropas que un pañuelo en la mano, y cada mujer es de una nación diferente, y suenan á coro todos los idiomas de la tierra…
Los ojos del médico se apartaban del mar para convergir en su aplastada nariz. Recordaba una noche de calor egipcio, aumentado por los ardores del whisky; el roce de las mercenarias desnudeces; la pelea con otros navegantes rojos y septentrionales; el boxeo á obscuras, y él, con la cara ensangrentada, huyendo al buque, que afortunadamente zarpaba al amanecer. Como todos los hombres mediterráneos, no bajaba á tierra sin llevar el aguijón oculto en el talle, y había pinchado para abrirse paso.
«¡Qué tiempos!», pensaba el Tritón, con más nostalgia que remordimiento. Y añadía como excusa: «¡Ay, entonces tenía yo veinticuatro años!»
Estos recuerdos le hacían volver los ojos á una mole que avanzaba en el mar, azuleada por la distancia, despegada de la tierra á la simple vista, como un islote enorme. Era el promontorio coronado por el Mongó, el gran promontorio Ferrario de los geógrafos antiguos, la punta más avanzada de la Península en el Mediterráneo inferior, que cierra por el Sur el golfo de Valencia.
Tenía la forma de una mano cuyas falanges fuesen montañas, pero le faltaba el pulgar. Los otros cuatro dedos se tendían sobre las olas, formando los cabos de San Antonio, San Martín, La Nao y Almoraira. En una de sus ensenadas estaba su pueblo natal y la casa de los Ferragut, cazadores de piratas moros en otros siglos, contrabandistas á ratos en los tiempos modernos, navegantes en todas las épocas, tal vez desde que los primeros caballos de madera aparecieron saltando sobre las espumas que hierven en el promontorio, desde que llegaron los griegos de Marsella para fundar Artemisión, la ciudad de la divina Artemis que los latinos llamaron Diana y tomó definitivamente el nombre de Denia.
En esta casa quería vivir y morir, sin deseos de ver más tierras, con la repentina inmovilidad que acomete á los vagabundos de las olas y les hace fijarse sobre un escollo de la costa, lo mismo que un molusco á una cabellera de algas.
Pronto se cansaba el Tritón de sus paseos al puerto. El mar de Valencia no era un mar para él. Lo enturbiaban las aguas del río y de las acequias de riego. Cuando llovía en las montañas de Aragón, un líquido terroso desaguaba en el golfo, tiñendo las olas de encarnado y las espumas de amarillo. Además, le era imposible entregarse al placer diario de la natación. Una mañana de invierno, al empezar á desnudarse en la playa, la gente corrió como atraída por un fenómeno. El pescado del golfo tenía para él un sabor insoportable á légamo.
–Me voy—acababa por decir al notario y su esposa—. No comprendo cómo podéis vivir aquí.
En una da esas retiradas á la Marina se empeñó en llevarse á Ulises. Empezaba el estío, el muchacho estaba libre del colegio por tres meses, y el notario, que no podía alejarse de la ciudad, veraneaba con su familia en la playa del Cabañal, cortada por acequias malolientes, junto á un mar despreciable. El pequeño se mostraba paliducho y débil por sus estudios y cavilaciones. Su tío le haría fuerte y ágil como un delfín. Y á costa de rudas porfías, pudo arrancárselo á doña Cristina.