Los argonautas - Висенте Бласко Ибаньес 10 стр.


–Yo…—dijo Fernando con perplejidad—sí… por el dinero, como usted… Y ¡quién sabe! Tal vez por algo que no es la riqueza; por otros deseos menos explicables.

Había reflexionado mucho durante la noche anterior, y ahondando en sus decisiones, encontraba en ellas motivos inconscientes, no sospechados hasta entonces, que le hacían avanzar con un empujón tan rudo como el deseo de riqueza. Parecía cantar en sus oídos la poética romanza de Heine, en la que describe cómo el caballero Tannhauser se arrancó de los brazos de Venus por sólo el gusto de conocer de nuevo del dolor humano. «¡Oh Venus, mi bella dama! Los vinos exquisitos y los tiernos besos tienen ahíto mi corazón. Siento sed de sufrimientos. Hemos bromeado mucho, hemos reído demasiado: las lágrimas me dan ahora envidia, y es de espinas y no de rosas que quiero ver coronada mi cabeza…» El hombre vive en eterno descontento. Tal vez huya él también, como el poeta amante de la diosa, por hartura de felicidad y sed de dolores.

De pronto, junto a ellos, rompió a tocar la banda de música una marcha triunfal. El techo del paseo y los gruesos cristales del mirador temblaron con el rugido armonioso de los cobres.

–Ya zarpa el buque—dijo Maltrana levantándose de un salto—. Mire usted cómo se va moviendo la isla. ¡Nos vamos!, ¡nos vamos!… Eso que toca la música es magnífico; jamás he oído nada tan solemne; es el saludo a la esperanza, la gran marcha triunfal de la ilusión.

Y como poseído de un irresistible deseo de movilidad, huyó de su amigo.

¡La esperanza!… Ojeda, sin abandonar su asiento tornó a verse lejos, muy lejos, como en la tarde anterior. Estaba en París, y María Teresa volvía de una excursión a las tiendas de modas. Esta vez era un libro su única compra. Lo había adquirido en los almacenes del Louvre, entusiasmada por su baratura y hermosa encuadernación. ¡Adorable Teri! ¡Siempre mujer! Ella, a la que concedía Fernando más talento que a muchas hembras literarias, compraba sus libros en las tiendas de modas entre una pieza de encajes y una docena de guantes.

Era una traducción francesa de las tragedias de Esquilo. En días sucesivos leyeron con las cabezas juntas, como los amantes adúlteros del poema dantesco. «¡Qué hermoso!—exclamaba ella—. ¿Y dices que esto tiene miles de años? ¡Si es de lo más moderno! ¡Si parece de ahora!…» Llevada de su caprichosa imaginación, lamentaba que las palabras nobles y melancólicas de Prometeo no fuesen acompañadas de música. «Una música de Wagner, ¿me entiendes?, de nuestro amado don Ricardo… O mejor de Beethoven: algo así como la Novena sinfonía». Fernando recordaba la escena que los había hecho comulgar a los dos en el estremecimiento de la admiración. Prometeo está encadenado a la roca, y en torno de él, chapoteando las olas, las clementes oceánidas, las ninfas del mar, se apiadan del suplicio del héroe. «¿Qué has hecho, desgraciado, para que así te castiguen los dioses?» «He enseñado a los mortales a que no piensen en la muerte» contesta Prometeo. «¿Y cómo lo conseguiste?» «Les he hecho conocer la ciega esperanza».

Y durante miles y miles de años reinaba sobre el mundo la divinidad benéfica y consoladora que el héroe sombrío había dado a los humanos, pagando esta generosidad con el tormento de sus entrañas rasgadas por el águila, «perro alado de Zeus». Ella conducía los rebaños de hombres en armas; ella había aleteado ante las proas de los descubridores; ella conmovía con su paso quedo el silencio cerrado donde meditan sabios y artistas; ella guiaba las muchedumbres ansiosas de bienestar y amplio emplazamiento que se descuajan de un hemisferio para ir a replantarse en el otro.

Fernando la vio; la vio venir, con sus ojos entornados, por encima del azul del mar, como una burbuja de oro desprendida del sol, como un harapo de luz que acabó por detenerse sobre el filo de la proa, lo mismo que las imágenes divinas que adornaban las naves de los primeros argonautas.

Sus alas se tendían majestuosas en el éter como velas cóncavas; su túnica arremolinábase atrás, en pliegues armoniosos, impelida por el viento. Era igual a la Victoria de Samotracia, y lo mismo que a ella, le faltaba la cabeza.

Por esto acabó de conocerla Ojeda. Ella no piensa, ella no tiene ojos…

Era la esperanza, la ciega esperanza que con el avance de su torso señalaba al Sur.

III

Después del almuerzo, los pasajeros del Goethe oyeron sonar a proa la banda de música, con la lejanía soñolienta que infunde la inmensidad del Océano a todas las vibraciones.

–Van a vacunar a los de tercera—dijo Maltrana, siempre enterado de lo que ocurría en el buque.

Estaban aún frente a la isla, costeando sus rugosas montañas, pétreo oleaje de antiguas erupciones llegadas hasta el mar. Bajaban por las laderas, como ovejas en tropel, blancas viviendas, medio ocultas algunas de ellas en los repliegues sombreados de verde. Por encima de las cumbres iba pasando la caperuza nevada del Teide como una cabeza curiosa, ocultándose o apareciendo, según el buque marchaba cerca o lejos de la costa.

Maltrana no podía mantenerse tranquilo en el jardín de invierno mientras tomaba el café con Fernando. Ocurría a bordo algo extraordinario sin que él lo presenciase.

–¿Le parece que vayamos a ver la gente de tercera?… Debe ser interesante.

Descendieron las escaleras de dos pisos, y saliendo del castillo central viéronse en la explanada de proa, al pie del palo trinquete. Bajo el gran toldo que sombreaba este espacio aglomerábase el hedor sudoroso de una muchedumbre. El médico del buque y varios ayudantes, todos con blusas blancas, ocupaban el centro junto a una mesa cargada de botiquines. Y al son de la música pasaban los emigrantes en interminable fila, todos con un brazo descubierto que presentaba a la lancera del vacunador. El primer oficial, secundado por los ayudantes de la comisaría, organizaba el desfile, cuidando de que todos, después de arremangarse el brazo, presentasen con la otra mano el papel de su pasaje.

El acto de la vacunación era a la vez un recuento. Al partir de Tenerife, última escala del viejo mundo, empezaba el gran viaje; nadie había de entrar en el buque hasta América, y la comisaría necesitaba conocer el número de las gentes que iban a bordo. Los marineros recorrían los sollados, los obscuros pasadizos, las bodegas, hasta los más apartados rincones, en busca de viajeros ocultos empujando a los fugitivos que pretendían evitarse esta operación.

Los oficiales alemanes llamaban a cada momento para dar sus órdenes a un empleado de la comisaría, hombre grueso y de bigotes canos que se expresaba en distintos idiomas, pasando de uno a otro con asombrosa facilidad. Maltrana y él se saludaron afectuosamente.

–Ése es don Carmelo—dijo Ojeda—, un compatriota nuestro. Habla todas las lenguas de Europa; además el árabe, y creo que un poco de japonés. Y con toda su sabiduría aquí le tiene usted ganando unos cuantos marcos, sin otra satisfacción que ostentar una gorra de uniforme y que los emigrantes le llamen oficial. Le busco todos los días en su despacho, que está abajo, siempre con la luz encendida, y charlamos de lo que ocurre en el buque. ¡Qué hombre! Ahí donde le ve, hizo sus estudios en Málaga, él solito, yendo por el puerto de barco en barco y diciendo a todo marino que encontraba aburrido: «Vamos a echar un párrafo en su idioma, compañero».

Mientras hablaba Isidro de la mujer y los hijos de su amigo, andaluces trasplantados a Hamburgo, y de las escaseces pecuniarias de éste, que le obligaban a buscar entre los pasajeros ricos uno que quisiera entretener los ocios de la travesía estudiando idiomas, don Carmelo gritó con el acento de su tierra:

–¡Too Dios con er papé en la mano!, ¡que se vea bien!

Y repetía la orden en italiano, en francés, en portugués y en árabe.

Habían desfilado los hombres, y eran ahora las mujeres, con una escolta de chiquillos, las que se iban presentando a recibir la vacunación. Pasaban ante el médico brazos membrudos con la blancura y la firmeza de la carne septentrional; brazos grasosos en los que se hundían los dedos de los operadores; brazos de redondez ambarina, semejantes a los de las mujeres de Tiziano, pero que ostentaban en su parte alta un obscuro triángulo de roñosa suciedad.

Luchaban al destaparse las mujeres con las mangas de la camisola o de la gruesa elástica, y en este forcejeo se les abría el pecho, mostrando escapularios y medallas sobre las flacideces de la maternidad. Las hembras árabes, morenas y huesosas, iban casi desnudas bajo sus barones rayados; las gruesas napolitanas, de cabello revuelto y ojos de brasa, devolvían al corpiño con tranquilo impudor las saltonas exuberancias surgidas al desabrocharse; las castellanas angulosas de pelo aceitoso y retinto, peinadas como vírgenes prerrafaelistas, cubrían prontamente su brazo con triples forros y se alejaban ruborizadas, moviendo la corta y bailarinesca balumba de sus zagalejos trasudados. Unos chiquillos berreaban agarrándose a sus madres, trémulos de pavor al ver las blusas blancas de los operadores; otros, con el sombrero en el cogote y mostrando la sonrisa marfileña de sus dientes de lobo, se disputaban por quién avanzaría primero el brazo, como si aquello fuese una fiesta.

Maltrana explicaba a su amigo el orden en que iban divididos los emigrantes. La proa era para «los latinos»: españoles, italianos, portugueses, franceses, árabes, judíos del Mediodía y hasta egipcios. Nadie podía adivinar el latinismo de estas últimas gentes; pero así los había encasillado la comisaría. En la parte de popa se aglomeraban otras naciones: alemanes, rusos y judíos, muchos judíos de diversas procedencias, polacos, galitzianos, rutenos, moscovitas y balcánicos, cocinando aparte, según las preocupaciones y ritos de su religión. Los israelitas llevaban carne sacrificada por los rabinos de Hamburgo. La bulliciosa latinidad gozaba el privilegio sobre las otras castas de beber vino en las comidas dos veces por semana y tomar chocolate al amanecer otras dos veces, en vez del café habitual.

Las lamentaciones de don Carmelo, que juraba para él solo con grandes aspavientos, interrumpieron a Maltrana.

–¡Mardita sea mi arma! Ya me extrañaba yo que hisiésemos er viaje sin sorpresas. ¡Pero camará, que no haya medio de librarse de esa gente!…

Cambió algunas palabras en alemán con el primer oficial y luego gritó a unos camareros españoles que estaban al servicio de «los latinos»:

–A ve esos güenos mozos; ¡tráiganlos pa acá!

Avanzaron seis jóvenes, con la cabeza descubierta, las ropas haraposas y los pies metidos en zapatos rotos o alpargatas deshilachadas.

–¿De moo que no tenéis pasaje y os habéis metió aquí de polisones sin má ni má, como si esto juese la casa e toos? ¿Y creéis que esto va a quear ansí?… Tú, ¿de ónde eres?

Y los seis polisones fueron contestando al interrogatorio de don Carmelo. Uno era de Tenerife y los restantes procedían de Andalucía y Galicia. Se habían introducido ocultamente en varios buques, que los echaron en tierra al llegar a Canarias. ¡Y a buscar de nuevo un escondrijo en la bodega de otro barco!… Así pensaban llegar, fuese como fuese, adonde se habían propuesto. Los seis querían ir a Buenos Aires; y como bestias humildes, resignadas de antemano a los golpes que creían merecer, bajaban la cabeza contentos con su desgracia si lograban alcanzar el término del viaje.

Don Carmelo habló en voz baja con el primer oficial.

–Está bien—dijo solemnemente—. Pero como aquí nadie viene sin pasaje y el buque no pué retroceer por vosotros, vais a golveros nadando a Tenerife. La isla está allí cerquita.

Y señalaba la costa que se veía en lontananza, entre la borda del buque y el filo del toldo. El oficial se acariciaba impasible la barba rubia mientras el intérprete traducía sus órdenes. Las mujeres abrían los ojos con asombro y terror.

–Que pongan una escaleriya pa que sartén con más fasiliá—ordenó don Carmelo.

Los camareros le obedecieron, colocando una pequeña escalera contra la borda, mientras el intérprete repetía la orden. «¡Al agua, muchachos! E un remojonsito na más.»

Los polisones de más edad seguían con la cabeza baja, entre incrédulos y aterrados, dudando de que esta orden pudiese ser cierta pero dudando igualmente de que todo fuese una burla, habituados a durezas y castigos en los buques que les habían servido de refugio. Uno que era casi un niño se atrevió a mirar por encima de la borda, apreciando con ojos de espanto la distancia enorme que se extendía entre el buque y la costa.

–¡Yo no quiero!… ¡No quiero morir!… ¡Yo quiero ir a Buenos Aires! ¡Madre!… ¡Mamita!…

Y se echó al suelo gimiendo, agitando las piernas para repeler a los que se acercasen. Comenzaron a partir suspiros y exclamaciones de los grupos de mujeres. Don Carmelo miró al primer oficial que seguía acariciándose la barba.

–Güeno, niños; será pá más tarde. A la noche os iréis nadando. Mientras tanto, que os vacunen, y luego comeréis… A ver unos pantalones viejos pa estos güenos mozos; no es caso de que vayan enseñando las vergüensas al pasaje… Pero queda convenido ¿eh, niños? a la noche os marcharéis nadando.

Súbitamente tranquilizados, los polisones se dejaron llevar por los marineros, que los empujaban rudamente, acogiendo este trato con humildad y agradecimiento.

–Hay que ser enérgico—dijo don Carmelo a los dos amigos poniendo un gesto feroz—. Si no fuese así, too er buque se llenaria de gente sin pasaje. Cuatro van a ir a las máquinas; siempre hasen farta fogoneros; y los dos más pequeños ayudarán a la limpiesa de las cubiertas. Podíamos desembarcarlos en Río Janeiro. Pero er comandante es güeno, y de seguro que los yevaremos hasta Buenos Aires. Los tunantes van a salirse con la suya.

La música continuaba sonando y se reanudó el desfile de los brazos arremangados ante el grupo de blusas blancas.

Ojeda estaba impresionado por la escena anterior. Creía oír aún los gemidos del mozuelo pataleando en la cubierta: «¡Yo no quiero morir! ¡Yo quiero ir a Buenos Aires!…». El vagabundo de los puertos tenía la misma ilusión que él y casi todos los que habitaban las cubiertas superiores. Dormitando entre los fardos y barricas de un muelle, había visto también a la diosa alada y sin cabeza; había sentido la caricia de la esperanza. Y allá marchaban todos, afrontando la nostalgia del recuerdo o las necesidades del presente; revueltos, confundidos, igualados por la ilusión común… ¡Buenos Aires! ¡Qué magia poderosa la de este nombre, que hacía correr a los miserables, como ratones hambrientos, para ocultarse en las entrañas de los buques!…

Se impacientó Maltrana ante la monotonía del desfile.

–Después de éstos vacunarán a los de popa: gente menos limpia y presentable que «los latinos», con largas melenas y gabanes de piel de carnero. Arriba estaremos mejor.

Y subieron a lo más alto del buque, a la cubierta de los botes, buscando la sombra de un toldo y dos sillones libres para descansar en la soledad azul impregnada de luz. La mayoría del pasaje prefería quedarse abajo, refugiada en la suave penumbra de la cubierta de paseo.

Maltrana saludó a una señora que leía tendida en un largo sillón, la espalda sobre un cojín, mostrando entre la flor nívea y rizada de su faldamenta el arranque de unas piernas enfundadas en seda blanca y los altos tacones de los zapatos. Fernando, advertido por el codo del compañero, se fijó en sus cabellos, de un rubio obscuro, recogidos en forma de casco; en sus ojos claros y temblones como gotas de agua marina, que se elevaron unos instantes del libro para mirarle con tranquila fijeza; en el color blanco de su cuello, una blancura de miga de pan ligeramente dorada por el sol y la brisa del mar.

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