Los argonautas - Висенте Бласко Ибаньес 12 стр.


Llegar a la India, ponerse en contacto con sus riquezas, apoderarse de sus pedrerías y sus especias de exótico perfume, entrar en la ciudad de Quinsay, urbe monstruosa de treinta y cinco leguas de ámbito con «doscientos puentes de mármol, sobre gruesas columnas de extraña magnificencia», fue el ensueño con que empezó su vida el siglo xv, para no finalizar hasta haberlo realizado.

La parte de Europa más avanzada en el Océano, la península Ibérica, era el lugar de partida de todas las intentonas para descubrir la ruta misteriosa de la India por Oriente y por Occidente. El contacto con los árabes españoles había acostumbrado a sus navegantes al uso de la brújula, impulsándolos a apartarse de las costas. Los marinos portugueses, gallegos y cántabros comerciaban con las Islas Británicas y las repúblicas anseáticas del Báltico; los marinos catalanes y mallorquines, rivales de los italianos en el comercio de Oriente, usaban cartas de navegar desde mediados del siglo xiii. Las Ordenanzas de Aragón disponían que cada galera llevase dos cartas marinas, cuando los demás buques de la cristiandad navegaban sin otros rumbos que el instinto y la costumbre. Raimundo Lulio hablaba de la fabricación en Mallorca de instrumentos náuticos, groseros sin duda, pero asombrosos para aquella época, los cuales servían para determinar el tiempo y la altura del Polo a bordo de las naves. Un marino catalán, Jaime Ferrer, avanzando en el Mar Tenebroso, llegó a Río de Oro, cinco grados más al Sur del cabo Non, que los portugueses, ochenta y seis años después, creyeron ser los primeros en haberlo doblado.

El infante don Enrique de Portugal, gran protector de descubrimientos, fundaba en el Algarbe la Academia de Sagres para los estudios geográficos, y los individuos de ella, viejos navegantes y médicos hebreos aficionados a la cosmografía, elegían como presidente a un piloto catalán, maese Jacobo de Mallorca. Españoles y portugueses, al explorar las costas de África o arriesgarse Océano adentro, se establecían en las islas, que eran como puestos avanzados en esta guerra tenaz con el misterio del Mar Tenebroso. El Archipiélago de las Canarias, las islas, de los Azores, Madera y Cabo Verde, convertíanse en lugares de parada y descanso para los nautas atrevidos y al mismo tiempo en lugares de observación para los que soñaban con nuevas expediciones. El misterio del Océano los retenía allí, y se casaban con isleñas hijas de europeos, constituyendo nuevas familias de marinos.

Eran los pobladores de aquellas islas a modo de los ejércitos destacados largos años en una frontera, que acaban por crear ciudades y producir generaciones aparte. El Mar Tenebroso, violado por estos intrusos en su huraña soledad, iba librándoles a regañadientes, poco a poco, el secreto de sus lejanos horizontes inexplorados. En los hogares isleños se hablaba de los hallazgos que hacía todo navegante que por tomar vientos mejores se alejaba de las islas conocidas. Martín Vicente recogía en su navío un «madero labrado por artificio y a lo que juzgaba no con hierro» luego de haber venteado durante muchos días el poniente. Pero Correa casado con una cuñada de Colón, encontraba en la isla de Puerto Santo un madero labrado en la misma forma, además de varias cañas tan gruesas, «que en un cañuto de ellas podían caber tres azumbres de agua o de vino».

Los vecinos de la islas de los Azores, siempre que soplaban recios vientos de Poniente o Noroeste encontraban en sus playas grandes pinos arrastrados por las olas. En la isla de las Flores, una de este archipiélago, «había echado la mar dos cuerpos de hombres muertos que parecían tener las caras muy anchas y de otro gesto que tienen los cristianos». También se hablaba de que en las cercanías de la isla habían aparecido ciertas almadías con casas movedizas, embarcaciones extrañas que no podían hundirse y que al ser arrastradas por una tempestad habían perdido tal vez sus tripulantes.

Un Antonio Leme, habitante de Madera, corriendo con su barco un mal tiempo hacia Poniente, juraba haber divisado tres islas; otro vecino de Madera enviaba peticiones al rey de Portugal para que le diese una nave, con la que descubriría una isla que afirmaba haber visto todos los años en determinadas épocas. Y en las Canarias, así como en las Azores, también veían los habitantes tierras nuevas que surgían en el horizonte al llegar ciertos meses, y que para el vulgo eran las de las tradiciones marítimas: la isla de las Siete Ciudades y la de San Borombón, pintadas por algunos cartógrafos en sus mapas con los títulos de «Antilla» y «Mano de Satán». Los de mayores conocimientos explicaban con arreglo a los escritores antiguos, la naturaleza de estas tierras tan pronto visibles como ocultas y que frecuentemente cambiaban de lugar. Plinio había hablado de enormes arboledas del Septentrión que el mar socava, y como son de grandes raíces, flotan sobre las olas y de lejos parecen islas. Séneca había descrito la naturaleza de ciertas tierras de la India, que por ser de piedra liviana y esponjosa van sobrenadando en el Océano.

La Antilla salía al encuentro de los marinos extraviados por la tempestad, dando lugar con su rápida aparición a nuevas expediciones. Diego Detiene, patrón de carabela, que llevaba como piloto a un Pedro de Velasco, vecino de Palos, salía de la isla de Fayal cuarenta años antes de los descubrimientos de Colón, y avanzando cientos de leguas mar adentro, encontraba indicios de tierra; pero a fines de agosto había de retroceder, temiendo la proximidad del invierno. Vicente Díaz, piloto de Tavira, realizaba otra expedición hacia Poniente, pero había de volverse por la escasez de sus provisiones. Otros navegantes salían a la descubierta de estas islas ocultas, y nadie volvía a saber de ellos.

Se hablaba mucho de un piloto que había conseguido pisar las tierras ignotas. Unos le consideraban vizcaíno, de los que hacían comercio con Francia e Inglaterra; otros portugués, que navega de Lisboa a la Mina; los más le tenían por andaluz y le llamaban Alonso Sánchez de Huelva. Una tempestad había sorprendido barco entre Canarias y Madera, llevándolo hasta una gran isla, que se creyó luego fuese la de Santo Domingo. Desembarcó Sánchez tomó la altura, hizo agua y leña, y volvió hacia las tierras conocidas; pero tan penoso fue el viaje, que murieron de hambre y cansancio doce hombres de los diez y siete que formaban su tripulación, y los cinco restantes llegaron en tal estado a las Azores, que fallecieron al poco tiempo. Esto ocurría en 1484, ocho años antes del descubrimiento de las Indias. Cuando las primeras expediciones españolas desembarcaron en las costas de Cuba, sus naturales, en frecuente comunicación con los de la isla Española o Santo Domingo, les hablaron de otros hombres blancos y barbudos que algún tiempo antes habían llegado sobre una nave.

–Gente interesante la que se reunía en estas islas avanzadas del Mar Tenebroso—dijo Maltrana—. Navegantes ávidos de novedad, hombres de estudio que a la vez eran hombres de acción, sentíanse atraídos todos ellos por el misterio del Océano. Luego de navegar desde los hielos de la isla de Thule al puerto de San Jorge de la Mina (donde los lusitanos hacían acopio de negros para venderlos en Lisboa), acababan por establecerse en los archipiélagos portugueses o españoles, sin que nadie supiese gran cosa de su existencia anterior. Se parecían a los aventureros de vida novelesca y obscura que en nuestros tiempos viven en las minas del África del Sur, en las praderas de Australia, en el Oeste de los Estados Unidos o en las pampas de la Argentina, vagabundos cuya verdadera nacionalidad se ignora, que llevan con ellos un ensueño, una energía latente, y se introducen por medio del matrimonio en familias poderosas que les ayudan, acabando por triunfar. Después de la victoria ocultan aún con más cuidado su origen, amontonando sobre él testimonios contradictorios e inverosímiles.

–En las Azores—dijo Ojeda—vivió durante diez y seis años, casado con una hija del gobernador de Fayal, el cosmógrafo Martín Behaín, constructor del primer globo terrestre que se conoce, y el cual es considerado por unos caballero bohemio de raza eslava, por otros noble portugués dado a las aventuras, y por los más, simple mercader de paños nacido en Nuremberg. Y al mismo tiempo, casado con una hija de Muñiz de Pelestrelo, antiguo gobernador de la isla de Puerto Santo, vivía otro aventurero, navegante en diversos mares y de obscuro pasado, un tal Cristóbal Colón…

–Usted que ha estudiado las cosas de aquella época, amigo Ojeda—preguntó Maltrana—, ¿cómo ve al famoso Almirante?…

–Le advierto que yo tengo una opinión muy personal. Siento por él una simpatía de clase: era un poeta. En su libro de Las Profecías se han encontrado versos mediocres, pero ingenuos, que indudablemente son de él. Adoro su imaginación, que infunde a muchos de sus actos cierto carácter poético; su amor a lo maravilloso, su religiosidad extremada de marinero metido en teologías, que le hace decir cosas heréticas sin saberlo y le impulsa a escoger libros religiosos poco aceptados… Admiro su coraje, su tenacidad para realizar un ensueño. Y lo que en él me inspira más afecto es que no fue un verdadero hombre de ciencia, frío y lógico, de los que usan la razón como único instrumento y desdeñan las otras facultades, sino un intuitivo, de más fantasía que estudios, semejante a Edison y a otros inventores de nuestra época, que tampoco son verdaderos hombres de ciencia y saltan del absurdo a la verdad, produciendo sus obras por adivinación, lo mismo que los artistas… Este hombre extraordinario y misterioso lo veo lleno de contradicciones y complejidades como un héroe de novela moderna; y lo prueba el hecho de que, transcurridos cuatro siglos, todavía se discute sobre su persona y no se sabe con certeza su origen.

–Yo odio el Colón convencional fabricado por el vulgo—dijo Isidro—. Ese Colón que ven todos, lo mismo que en las estatuas y los cuadros, con el capotillo forrado de pieles, una mano en la esfera terrestre (que conocía menos que cualquier escolar de nuestra época) y con la otra señalando a Poniente, como quien dice: «Allá está América; la veo y voy a ir por ella…». Y Colón murió sin enterarse de que las tierras descubiertas eran un mundo nuevo y desconocido; diciendo en su carta al Papa que había explorado trescientas leguas de la costa de Asia y la isla de Cipango, con otras muchas a su alrededor… Las trescientas leguas asiáticas eran las costas atlánticas de la América Central, y Cipango (o sea el Japón) la isla de Santo Domingo. Él fue quien menos valor científico dio al descubrimiento, viendo en sus viajes una simple empresa política y comercial. De la novedad de las tierras encontradas no tuvo la menor sospecha: eran para él las costas orientales de Asia, la India ultra-Ganges, y por esto las bautizó con el nombre de Indias. Y en la carta en que daba cuenta del primer descubrimiento a su amigo y protector Luis Santángel, ministro de Hacienda de la corona de Aragón y judío converso, declaraba que de las tierras descubiertas «habían hablado otros muchos antes que él, pero por conjetura y sin alegar de vista», refiriéndose a los viajeros que habían hablado y escrito sobre los misterios de Asia.

La contemplación del mar y la calma de la tarde incitaron a los dos amigos a seguir allí, continuando su plática, en la que evocaban pasadas lecturas, interrumpiéndose muchas veces el uno al otro para añadir un nuevo dato.

Colón había encontrado el resumen de toda la ciencia de su época en el tratado De imagine mundi, del cardenal Pedro de Aliaco, teólogo, matemático, cosmógrafo, astrólogo, y uno de los que asistieron al Concilio de Constanza, donde fue quemado Juan Huss. El ejemplar De imagine mundi le acompañaba en todos sus viajes. Las Casas había visto este libro, ya ajado y cubierto de anotaciones en los últimos años de Colón. Éste encontraba reunido en la obra de Aliaco todo lo que podía animarle en su propósito de pasar al Asia por breve camino navegando hacia Occidente. Las afirmaciones de Aristóteles y su comentador Averroes, y las de Séneca daban todas ellas por segura la posibilidad de llegar en pocos días con viento favorable desde el extremo más avanzado de España a la India. La escasa distancia entre los dos extremos del mundo conocido afirmábala igualmente el cardenal con el testimonio de Plinio, que da a la India una grandeza desmesurada, la tercera parte del mundo habitado, con ciento diez y ocho naciones; de modo que Asia ocupaba todo el mar Pacífico, todo el Atlántico, y avanzaba hacia Europa, llenando parte de la América.

Oponíanse a esto otras doctrinas, afirmando que en el planeta era más el espacio ocupado por el mar que el de la tierra firme; pero Colón, como todos los que se sienten poseídos de una idea fija desechaba lo que no parecía de acuerdo con su opinión, rebuscando nuevos y extraños argumentos para afirmarla. Él desenterró—dándole el valor de un libro santo—el Apocalipsis de Esdras, judío visionario del siglo primero que vivía fuera de Palestina. Y apoyándose en Esdras, que afirmaba que seis partes del mundo están en seco y sólo la séptima la ocupan los mares, todavía, poco antes de morir, cuando llevaba hechos tres viajes de descubrimiento, escribía Colón a los Reyes Católicos: «Digo que el mundo no es tan grande como dice el vulgo, y el conjunto de ello es seis partes y la séptima solamente cubierta de agua».

También en los libros sagrados y en la literatura clásica encontraba argumentos en su apoyo. Unos versos de la tragedia Medea, de Séneca, eran para él profecía indiscutible. «Vendrán los días—dice el coro—en que el Océano aflojará sus lazos y surgirá una nueva tierra, y un marinero semejante a Tifis, el que guió a Jasón, será el descubridor, y ya no aparecerá la isla de Thule como la última de las tierras.» Buscaba apoyo igualmente en el Antiguo Testamento, interpretando obscuras palabras de Isaías; y al dar cuenta de su descubierta, decía que con ella se habían cumplido simplemente las predicciones de aquel profeta.

Su misticismo fantaseador y la convicción de que las tierras nuevas encontradas por él tocaban con el Oriente asiático le impulsaban a dar por realizados los más bizarros descubrimientos. En la costa de Venezuela, al notar en el Océano la gran extensión de agua dulce de la desembocadura del Orinoco, declaraba este río «uno de los cuatro que bañan el Paraíso terrenal». Y para dar emplazamiento al Paraíso, que, según sus autores favoritos, está situado en la cumbre de una gran montaña, escribía a los Reyes Católicos afirmando que «el mundo no es redondo en la forma que dicen los antiguos, sino en la forma de una pera, que es toda muy redonda, salvo allí donde tiene el pezón, que es lo más alto; o como quien tiene una pelota muy redonda y encima de ella coloca una teta de mujer, y esta parte del pezón es la más alta y más propincua al cielo». El pezón del mundo estaba en la costa de Paria, cerca del Orinoco, y en esta altura inaccesible vivían Elías y Enoch esperando el Juicio final.

Las arenas de oro encontradas en La Española le hacían adivinar el verdadero nombre de esta isla. Era la Cipango de Marco Polo y de los viajeros asiáticos; pero antes había sido la tierra de Ofir, adonde Salomón enviaba sus navíos.

En todas sus cartas, el deseo de riquezas y la esperanza de encontrarlas mezclábanse con un entusiasmo religioso por sus viajes, que iban a proporcionar a la Iglesia la conquista de millones de almas perdidas en la idolatría. «El oro es bueno, Señora—escribía a la reina—; y tal es su poder, que saca las almas del Purgatorio y las lleva al Paraíso.» Y a la vez que ingenuamente exponía esta impiedad, deseaba reunir mucho oro para armar un ejército a su costa de cien mil infantes y diez mil caballos, con el cual prometía al Papa rescatar el Santo Sepulcro del poder de los infieles y contener el avance de los turcos. Cuando al final se convencía de que el oro no era abundante y costaba mucho de acopiar, proponía, para la obra santa de la conquista de Jerusalén, establecer un comercio de esclavos indios en la Península, tráfico que podía dar una ganancia anual de cuarenta millones de maravedíes. Y a continuación enviaba las primeras muestras de indígenas al mercado de Sevilla.

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