Todos pasaban el contenido de los equipajes a los armarios y las perchas, cuidando después del arreglo de sus personas. Diez días para llegar a Río Janeiro, la escala más próxima: ¡diez días de vida común! ¡Toda una existencia cuyo vacío había que poblar con diversiones y nuevas amistades!… Y la fiesta del cumpleaños del Emperador, la primera del viaje, difundía por el buque un regocijo de escolares que empiezan sus vacaciones.
Entre las pilastras del comedor ondulaban abullonadas las banderas de diversos pueblos. Guirnaldas de rosas contrahechas y bombillas eléctricas de varios matices tendíanse de capitel a capitel. Al final del salón, sobre una columna rodeada de plantas y teniendo como fondo el pabellón alemán, erguíase un gran busto de yeso, el del héroe de la fiesta, con fieros y majestuosos bigotes. Sobre las mesas aleteaban pequeñas banderas, una por cada comensal: la de su respectiva nacionalidad.
El culto a los trapos de colores—religión de última hora, adorada con fanatismo por el público de hoteles cosmopolitas, trasatlánticos y trenes internacionales, gente que vive gustosa fuera de su patria—extendía por todo el comedor, como una primavera de percalina, la floración de sus diversos tonos. La bandera germánica, sombreada por su faja negra, mezclábase con el bullicioso tricolor de la francesa, la púrpura británica, el verde de la italiana, que parece un reflejo de mar latino, la cruz blanca suiza, las barras y enrejados de las escandinavas y el reventón de cohete rojo y dorado de la española. Sobre las otras mesas, como hijas vistosas que en la frescura de su juventud no temen la bizarría de lo llamativo, lucían el verde y ámbar brasileños, de un tono igual al de los frutos tropicales; el sol majestuoso y las barras de la ribera uruguaya; el aleteo primaveral albo y celeste del pabellón argentino; la blanca estrella chilena sobre un cielo de intenso azul, y la gran constelación de la América del Norte amontonando en el arranque del rojo septagrama su rebaño de asteroides.
Antes de servirse el primer plato surgieron protestas. Se negaban algunos pasajeros a sentarse, mirando iracundos la bandera que cubría con intrusos colores el montón de platos de su cubierto. Querían la suya, la de su país. Ellos pagaban lo mismo que los demás: a bordo todos eran iguales, y su república valía tanto como cualquiera otra de América… Los camareros, azorados cual si fuese a estallar una conflagración internacional, salían a toda prisa al comedor y regresaban trayendo con ellos al mayordomo, sonriente y confuso a la vez, como un gerente de restorán de moda que implora perdón por olvidos en el servicio.
–No tenemos su bandera, señor: desolado, completamente desolado… Yo le prometo que en el próximo viaje cuidaré de tenerla… Por el momento, si el señor quiere, hágame el honor de contentarse con esta otra… Al fin todos vamos a Buenos Aires.
Y sustituía la bandera de la protesta con otra argentina, que era la más abundante, la que adornaba los cubiertos de todas las personas de problemática nacionalidad. El hombre acababa por conformarse, vencido tal vez por el perfume de la sopa que humeaba en los platos, pero atacaba su comida con un mohín de pena, como un señor a quien le han amargado la noche.
Pasaban los camareros sosteniendo con ambas manos vasijas de metal, de cuyas bocas surgían golletes de botellas entre pedazos de hielo. Sonaban incesantemente los estampidos del vino espumoso. Muchos se creían en una posición equívoca si no acompañaban su comida con champaña en esta noche de fiesta.
La nutrición era la misma para todos, como si se hubiesen trastornado las bases sociales y vivieran sometidos a un régimen igualitario. Pero el afán de singularizarse asombrando al vecino tomaba su desquite en los líquidos, y equivalían a títulos de suprema distinción las botellas que figuraban en las mesas: unas, blancas y puntiagudas como agujas góticas, cuyas etiquetas evocaban la imagen del padre Rhin pasando entre castillos y peinando sus barbas de espuma en los puentes medievales; otras, negras, con la cabezota de corcho afirmada en un casco de alambres y de láminas metálicas, llevando sobre los hombros, cual regio toisón, el collar obscuro y las letras de oro de su champañesco origen.
Ojeda y Maltrana ocupaban una mesa en el centro del comedor con otros dos pasajeros: un señor de patillas blancas, parco en el hablar, que siempre llegaba con retraso a las comidas y pasaba el resto del tiempo encerrado en su camarote. Era el doctor Rubau, viejo médico residente en Montevideo. El otro, con la cabeza gris y el bigote extrañamente rubio, pequeño de cuerpo y de un perfil aquilino, se decía francés y vivía en París; pero hablaba el alemán con tanta soltura y estaba tan habituado a los usos germánicos, que los del buque, creyéndolo compatriota, habían colocado ante su cubierto la bandera del Imperio. Todos los años iba a América para visitar las joyerías de varios países, de las que era proveedor, y al mismo tiempo importaba en Europa pieles y plumas. Mostrábase preocupado desde que entró en el vapor con la busca de compañeros para una partida de bridge, y su tristeza era grande al ver que en el fumadero sólo jugaban al poker. Todos los días, al sentarse a la mesa, el señor Munster quedaba pensativo, sin dejar por esto de mover las mandíbulas, y acababa por formular la misma pregunta, en un castellano gangoso:
–Pero ¿de veras que ninguno de ustedes conoce el bridge?… ¡Un juego tan distinguido!
Maltrana, que se había familiarizado con él atrevidamente desde los primeros momentos, creyendo encontrar en su vaga nacionalidad cierto perfume de sinagoga, le invitaba a monstruosas partidas de poker, en las que debían arriesgarse miles y miles de francos. Y lo decía con un aplomo desdeñoso, como si tuviese a su disposición todos los millones encerrados en el fondo del buque.
Aprovechó Isidro esta comida extraordinaria para ir mostrando a Ojeda las gentes mencionadas por él en conversaciones anteriores. Por encima de las banderas, las cabezas inclinadas ante los platos y las guirnaldas de verdura, pasaba revista a todos los que titulaba pomposamente «mis amigos».
–Hoy no falta nadie; sala llena. Bien se ve que tenemos buen tiempo… Los buques son como los muebles viejos, que, después de una sacudida, sueltan, al quedar inmóviles, un rosario de bichos cuya existencia nadie sospechaba. ¡Qué de caras desconocidas!… Han estado ocultos como cucarachas en el agujero de sus camarotes, aguantando el mareo, y hoy es la primera vez que suben al comedor. Mire usted el abate de las conferencias; hermosa cabeza de corsario con sus barbazas negras. Nadie adivinaría su sotana, que desde aquí no puede verse. Mire también a las señoras viejas sentadas junto a él; ¡con qué arrobamiento le contemplan mientras come!… Fíjese en la mesa del centro, la más grande del salón; es para catorce pasajeros, y la ocupa el doctor Zurita con su familia. ¡Hombre generoso y campechano! ¡Como si nos conociésemos toda la vida! Siempre que hablo con él, me ofrece un puro magnífico: «Che, Maltrana, oiga, galleguito simpático…». Y crea usted que es un hombre de gran sentido, que sabe ver las cosas como pocos… Eche una mirada al obispo, con toda su familia de admiradores tiránicos. Le han obligado a ponerse la sotana de seda con faja carmesí. ¡Y cómo le brilla la cruz! Sin duda la han limpiado en común para quitarle el vaho del mar…
Maltrana continuó, después de una breve pausa:
–Esa señora que entra retrasada, tan alta y buena moza, es una chilena, ¡Qué mujer!, ¿eh, Ojeda? ¡Qué cuello, qué andares de reina, qué brillantes!… Pero no hay ilusiones posibles. El barbudo hermosote que avanza pisándole la cola del vestido es el esposo: dos metros de talla; se ruboriza cuando tiene que hablar con un extraño, pero se le adivinan unos músculos de boxeador y una gran facilidad para dar «puñete», como él dice… Los que ocupan la mesa con ellos son todos del mismo país: muchachos grandotes y buenazos, que vuelven de Alemania; gente simpática y franca que me quiere y distingue. Siempre que me encuentran en los alrededores del café, me saludan del mismo modo: «Vamos a tomar una copa». Y dos noches seguidas les oigo hablar de «curarse» antes de ir a dormir: ellos tan sanotes, que parecen desafiar a las enfermedades. Me gustaría saber qué demonio de cura es ésa.
Calló por unos instantes, mientras sus ojos seguían explorando el salón entre el boscaje de adornos multicolores. El viejo médico comía lentamente, preocupado con el funcionamiento de su dentadura, de una regularidad y una brillantez equívocas. El joyero, entre plato y plato, calábase los lentes para examinar a las señoras, como si inventariase el valor de sus diamantes. Maltrana continuó, en voz más tenue:
–Aquellas tres damas guapetonas, de perfil majestuoso, con los ojos negros y grandes, son de la República Oriental. Fíjese en los brazos, amigo Ojeda; ¡qué blancura!, ¡qué armónica carnosidad! Son Tizianos de pelo negro. ¡Y pensar que en Montevideo los hombres se divierten armando una guerra cada dos años como si les aburriese vivir en tan buena compañía!… Allá en las mesas del fondo se mantienen las argentinas en grupo aparte. Parecen haberse escapado de las láminas de un periódico chic; esbeltas y elegantes como las artistas de los teatros de París que lanzan la última moda; pero menos… etéreas, más sólidas, mejor nutridas, sin trampantojos ni mentiras en su construcción como hijas de un pueblo joven que tiene su suerte confiada a los flancos de la mujer… Y en las demás mesas, ¡qué de cabezas rubias!… Las grandes damas de la opereta han sacado lo mejor de su vestuario teatral. Sus trajes podrían cantar solos La viuda alegre y todas las obras en las que figura un baile del gran mundo. Y en las otras mesas, rubias y más rubias, pero hinchadas de grasa, con el talle cuadrado, las manos cuadradas y la cara barnizada por el sol. Después las verá usted arriba. Trajes de gala que datan de un matrimonio remoto; medias blancas con zapatos negros; collares de nodriza entre joyas valiosas… Son las compañeras de los germanos esparcidos por América; valerosas señoras que después de un viaje por Europa vuelven a fregar los platos de la estancia o de la tienda. Unas se quedan en el almacén de Buenos Aires. Otras irán a las costas del Pacífico, al Paraguay o al corazón de Brasil a continuar su vida de ahorro.
Sonrió después maliciosamente, designando una mesa junto a la entrada.
–Es la mesa de «la cuarentena»; y la llamo así porque en ella encorrala el mayordomo a todo el pasaje sospechoso. Ahí están las cocotas francesas, tan dignas, tan modositas, tan bien criadas. Van vestidas como siempre, para que conste que no desean llamar la atención. Algunas no se han peinado siquiera y llevan la cabeza oculta en un turbante de velos. Además, guardan lo mejor del equipaje para sus empresas de tierra firme… Con ellas está Conchita, una paisana nuestra, una madrileña, que come estirada y seria, pues la pobre sólo puede entender por señas a sus compañeras. Algunas veces, volviendo la cara, habla con don José, un cura español que ocupa la mesa inmediata. Y mezclados con este rebaño femenino comen varios muchachos alemanes, rubios, orejudos y de mandíbula fuerte, niños tímidos que al hablar se cuadran como reclutas, lo que no les impide meterse América adentro a difundir valerosamente la quincalla de Hamburgo y de Berlín, en mula, en piragua o a pie, llevando el muestrario a la espalda lo mismo que una mochila.
–¡Qué interesante el comisionista alemán!—dijo Ojeda—. Tal vez con el tiempo haya quien lo cante lo mismo que a los paladines medievales que corrían el mundo por difundir la gloria de su dama. Hoy la dama es la industria, y la gloria la nota de pedidos. Allí donde existe, en todo el globo, un grupo de hombres recién instalado que lucha con la selva, los pantanos, las fiebres y las bestias, allí se presenta inmediatamente el comisionista rubio con su muestrario; y para no perder el tiempo, aprende durante el camino a balbucear el idioma del país.
–¡Las latas que me dan estos muchachos—exclamó Maltrana—y las que me darán, para evitarse el pago de un maestro!… Han bajado en Tenerife únicamente para comprar libros españoles, y pasan las horas con ellos, rumiando las breves lecciones tomadas en Berlín. Cuando tienen una duda, me buscan por todo el barco o consultan la sabiduría gramatical de fraulein Conchita, su compañera de mesa… ¡Gente tenaz, que no conoce el cansancio ni el ridículo! Sus triunfos obscuros van a ser más positivos que las victorias de los feldmariscales de su ejército. A la larga, resultará que descubrimos y colonizamos nosotros un mundo nuevo para gloria y provecho del libro mayor de Hamburgo y de Brema.
Interrumpió Isidro su charla para examinar un nuevo plan que el camarero acababa de colocar ante él. Pero a los pocos momentos volvió la cabeza hacia el gran busto blanco.
–¡Qué cambio el de nuestros tiempos, amigo Ojeda! ¡Qué transformación de valores!… El oro y el comercio, que en otras épocas sólo eran para la gente despreciable acorralada en las juderías, reinan ahora como fuerzas directoras del mundo… Y si lo duda usted, ahí tiene al amigo de los bigotes tiesos que nos preside, místico y guerrero como Lohengrin, músico y genial como Nerón, siempre con coraza y casco de aletas, y que, sin embargo pasará a la Historia con el título de primer viajante de comercio de nuestra época.
Ojeda escuchaba con ojos distraídos la charla de su compañero.
En los largos intermedios que dejaba el servicio, bebía el champán de su copa, sin percatarse de su insistencia. Isidro cuidaba de la botella amorosamente, haciéndola girar en el cubo de hielo para su enfriamiento. Llenaba luego apresuradamente las copas, como si su vacío le infundiese horror, y apenas sentía disminuir el peso de la botella, reclamaba con vigilante previsión el envío de otra. Dirigía equitativamente este gasto extraordinario: las buenas cuentas mantienen las amistades. Una botella la pagaría el doctor Rubau, que apenas había tomado algunas gotas mezcladas con agua mineral; otra, su gran amigo Munster; otra, Ojeda… y él se reservaba modestamente para el banquete siguiente. Sus ojos, cada da vez más animados y saltones, acompañaron la mirada distraída de su amigo hasta la próxima mesa, ocupada por una mujer sola.
–¡Mire usted a nuestra vecina la yanqui! Una real moza: tal vez la más elegante de todas. No parece la misma que vemos arriba puesta siempre de gran sombrero y gabán largo… ¡Qué escote! ¡Y qué hermosa torre de pelo, entre rubio y ceniciento!… Le advierto camarada, que ella también le ha mirado muchas veces, así como la que no quiere mirar, con el rabillo del ojo… Usted le interesa, amigo Ojeda, me consta. Esta tarde, después del té, he hablado con ella, si es que nuestra conversación puede llamarse hablar. Sabe un poquito de francés y otro poquito de español. Yo no conozco una palabra de inglés; pero al fin nos hemos entendido por adivinación. Y mansamente, como quien no quiere saber nada, me ha preguntado por mi amigo; y yo, ¡figúrese!… le he dicho que era usted un gran poeta, un notable personaje; he hablado de su familia, de su gran fortuna, de que va a América por el solo gusto de pasear, y de las muchas señoras que se deja en Madrid muertas de pena…