Evocaba en su memoria, con el relieve de las cosas vivientes, su último día en Madrid… Una gran mancha roja temblaba sobre el empapelado de una pared: era el reflejo de incendio del carbón amontonado en la chimenea, única luz del dormitorio. Y sobre el fondo rojo, parpadeante, una sombra horizontal, de contornos humanos. Ojeda conocía bien las líneas de este cuerpo: era ella, pegada a él, bajo las cubiertas de la cama, empequeñecida, humilde por el dolor de una desesperación silenciosa. Él también permanecía callado, con la nuca en las almohadas; percibiendo entre sus brazos el dulce contacto de unas espaldas sedosas revueltas en blondas; sintiendo en un hombro la leve pesadumbre de su cabeza, que parecía querer ocultarse, hundirse. Una caricia húmeda refrescaba su cuello: tal vez era el contacto de su boca abandonada; tal vez eran lágrimas. Y los dos permanecían en dolorosa inmovilidad, temiendo que sus ojos se encontrasen, evitando una palabra que hiciese estallar la callada pena; pero los dos, al fingir esta indiferencia heroica, se adivinaban mutuamente.
Sus caricias habían sido tristes, desesperadas; algo semejante—pensaba Ojeda—a los amores de un condenado a muerte en vísperas del suplicio. El goce animal les había hecho olvidar la realidad por algún tiempo; pero al sobrevenir el cansancio y la hartura, los dos experimentaban la misma decepción del enfermo que ve reaparecer sus dolores luego de un paliativo con el que creía sanar para siempre… ¡Y no había más! ¡Y la hora terrible estaba más próxima que antes!…
Al través de los balcones cerrados llegaban los ruidos de la estrecha calle popular. Un vendedor pregonaba patatas asadas, llamándolas "chuletas de huerta", con melancólico quejido, como si cantase una desgracia. Ojeda le saludó mentalmente, con cierta emoción, y pensó que tal vez hacía ella lo mismo. Nunca le habían visto; no sabían ciertamente si era un hombre, un niño o una vieja, pero durante cuatro años le oían todas las tardes de cita amorosa, siempre a la misma hora, sirviéndoles su grito de aviso cronométrico. Seguramente eran las seis y media. ¡Adiós!, ¡adiós! ¡Cuándo volverían a oírle!… Luego pasó un tropel de chicuelos voceando los periódicos de la tarde, con la reseña de la corrida de toros. Un piano de manubrio rompió a tocar, en medio de la calle, un vals de opereta vienesa, con apresurado tecleo y acompañamiento de timbres. Se oía la voz del organillero pidiendo a gritos que «le echasen algo» de los balcones. Cuando callaba el piano venía de lejos un runruneo de guitarra con choque de castañuelas y férreo retintín de triángulo. Una voz bravía de cantor nómada entonaba una jota, venerable música del terruño, miedosa de aventurarse en el centro de Madrid y que se extingue lentamente en el refugio de los barrios populares. Igualmente les había visitado muchas tardes este canto medieval, evocando en el cerrado dormitorio un recuerdo de excursiones en automóvil por las altiplanicies de Castilla: una visión de llanuras de rastrojo con hilos de agua bordeados de álamos; cubos de fortaleza sosteniéndose erguidos entre montones de ruinas; pueblos de color pardo; torres de iglesia con nidos de cigüeñas en el remate. ¡Adiós! ¡También adiós!
De pronto, un sonido metálico, de mística vibración, suave como la voz de una mujer, cortó el aire, envolviendo los ruidos de la calle. Era para Ojeda la más amada de todas las visitas invisibles que venían a buscarles en su encierro amoroso.
–La campana de don Miguel—murmuró tristemente una boca junto a su cuello.
Sí; la campana de don Miguel, la que todas las tardes les avisaba el momento de sacudir la dulce pereza, de levantarse y comenzar los preparativos de partida… «Don Miguel» era Cervantes, y la campana la de un convento inmediato donde aquél había sido enterrado. Nadie conocía su tumba. Sus huesos se pulverizaban revueltos con los de los sacristanes y antiguos vecinos del barrio; pero era indiscutible que allí habían dado tierra a su cadáver, y esto bastaba para Fernando. Y desconociendo la personalidad del convento y de sus habitantes femeninos, la campana de las pobres monjas era siempre para los dos amantes «la campana de don Miguel».
Sentían gran satisfacción y hasta orgullo ingiriendo en sus ocultos amores el recuerdo del famoso hidalgo. Ojeda, que era poeta, había decidido tomar aquella casa, para sus encuentros amorosos, sólo por la vecindad del convento. Además, este barrio popular y sucio había sido el de los grandes autores del Siglo de Oro, el llamado «barrio de los poetas». En el espacio ocupado por tres calles pequeñas habían vivido casi a un tiempo los hombres más célebres de la literatura castellana.
Cuando al cerrar la noche salía Fernando, sintiendo en su brazo el brazo de la amante y en la muñeca el dulce cosquilleo de sus dedos juguetones, deteníase algunas veces en la angosta acera antes de ganar las calles amplias del centro de la ciudad. «Ésta era la casa de Lope de Vega…» Ésta no; era otra que ocupaba el mismo sitio y tenía un huerto, y en él, a la sombra de contados árboles, escribía aquel trabajador portentoso comedias a centenares y versos a millones… Vestía la sotana; pero llevaba bajo de ella, por la noche, su buena espada de Toledo para poner en fuga a los enemigos que le salían al encuentro. Galante y desalmado en su juventud, como don Juan, habíase acogido, viendo próxima la vejez, al seguro de la Iglesia para decir su misa entre un acto terminado de escribir y otro que empezaba a versificar. Las hojas secas de su huerto crujían bajo las amplias sayas de pizpiretas comediantas que venían en busca de madrigales improvisados por el maestro a puerta cerrada. Y en una casa próxima había vivido Quevedo, y más allá otros poetas de menos renombre…
El respeto del viajero por las ruinas «donde ha ocurrido algo» sentíalo Ojeda al pasar por estas calles angostas, con el pavimento desigual cubierto de suciedades, grupos de chicuelos jugando «al toro» en las esquinas, comadres sentadas ante las puertas, por las que se esparcían vahos de puchero pobre, y balcones que goteaban una humedad de ropa vieja puesta a secar. Por estos mismos lugares había pasado también, siglos antes, un sacerdote de alta frente remangándose la sotana en los charcos y llevándose la otra mano a los bigotes y la perilla con gesto de antiguo soldado. Era don Pedro Calderón. Las procesiones del barrio habían visto formar muchas veces en ellas a un anciano enjuto, de barbillas blancas, tartamudo, con una mano mutilada, el hidalgo Cervantes, veterano de guerras famosas, que aguardaba la hora de la muerte con melancólica resignación sin otro título que el de «Esclavo de la Hermandad del Santo Sacramento».
–¡La campana de don Miguel!—repitió una voz junto a Ojeda—.Hay que tener resolución… ¡Arriba!
Y entre el revoloteo de las cubiertas repelidas, pasó sobre él un cuerpo de satinados y firmes contactos. La vio de pie ante la chimenea, envuelta en fulgores de horno que inflamaban con tono arrebolado las nacaradas blancuras de su desnudez. Protestó, como siempre, al notar que el amante, incorporándose en la cama, buscaba el conmutador eléctrico. Nada de luz: ella gustaba de comenzar sus arreglos al fulgor de la chimenea. Más adelante podría encender. Y vagó por la habitación, buscando de mueble en mueble las piezas de ropa esparcidas al azar en la locura pasional del primer momento. Pasaba del resplandor de la chimenea a los rincones de sombra, preocupada con estas rebuscas, mostrando, en su impúdica distracción, al agacharse y erguirse, las más recónditas intimidades. Cada vez que tornaba al círculo de luz, una nueva prenda cubría su cuerpo.
Fernando la seguía con su vista desde el fondo del lecho, iluminada inferiormente de rojo y con el busto perdido en la penumbra. Bregaba jadeante y frunciendo el ceño con la angostura del corsé, que se resistía a encerrarla en su molde. Siempre ocurría lo mismo: su cuerpo, después de los supremos espasmos, parecía dilatarse en el reposo de la más noble de las fatigas. La veía encerrada en un medallón de seda, vestido interior impuesto por la estrechez de los trajes de moda, con cierto aire masculino y gracioso de doncel medieval, agitando sus crenchas cortas de gruesos bucles negros, su pelo verdadero, libre de los postizos del peinado, que esperaban sobre el mármol de la chimenea el momento del acople. La dama elegante, de gesto altivo e irónico, tomaba en la intimidad un aspecto de paje.
Después él se veía de pie, yendo hacia ella, con la voz ronca y temblona de emoción. «¡Paje adorado!… ¡Y no verte más! ¡Perderte dentro de poco!…»
Pero la amante, arreglándose el pelo ante el espejo, hablaba con una frialdad fingida, temblándole la voz. «Vístete… Vámonos pronto. ¡Y pensar que una noche como ésta tengo que ir con tía al Real!… ¡Qué rabia!»
Un estrépito de metales golpeados arrancó a Ojeda de su ensimismamiento. Esta impresión le hizo temblar, mientras su memoria retrogradaba al presente.
De nuevo se encontró en el invernáculo, ante los pliegos de la carta empezada. Los camareros recogían del suelo las teteras y bandejas, inmóviles poco antes sobre un aparador. El movimiento de las cosas era cada vez más violento. Casi toda la gente había desaparecido mientras soñaba Fernando con los ojos entornados. Algunos sillones mecíanse solos, como si quisieran juguetear entre ellos al verse sin ocupación; las mesas, abandonadas, crujían ladeándose lo mismo que en las evocaciones de espíritus. Sólo quedaba en las ventanas un débil resplandor lívido: la luz eléctrica descendía conquistadora de los techos, invadiendo hasta los últimos rincones. En el salón de lujo, algunas señoras pelirrubias, de mejillas rojas, hacían labores, o con las gafas caladas leían periódicos ilustrados. La música continuaba sonando imperturbable para ellas y los camareros.
Quiso arrancarse Fernando este paladeo de recuerdos melancólicos. «¡A escribir!» Necesitaba terminar la carta, pues al amanecer del día siguiente llegarían a puerto… Pero la música le retuvo, paralizando su voluntad con la vibración de algo conocido. ¿Qué cantaba el violoncelo?… Vio de pronto, como trazada en el aire por los sones graves de dicho instrumento, la varonil figura de Wolfram de Eschembach, el noble trovador consejero de Tannhauser el maldito, y su imaginación puso palabras al canto melancólico de las cuerdas. «¡Oh tú, mi dulce estrella de la tarde, que lanzas desde el fondo del cielo tu suave resplandor!…» El wagneriano canto le hizo recordar otra estrella aparecida en un momento doloroso de su existencia, y de nuevo olvidó el presente y quedó inmóvil en su asiento, como un cuerpo sin alma, como un fakir en rígida meditación, en torno del cual crecen las lianas y se enroscan las serpientes mientras su espíritu vive a miles de leguas.
Se vio en una calle mal alumbrada, levantándose el cuello del gabán mientras ella se estremecía en su abrigo de pieles. Les hacía temblar el brusco tránsito del dormitorio caldeado al vientecillo glacial del anochecer. Salieron de la casa con cierto encogimiento, sin atreverse a mirar los muebles y los cuadros, modesta decoración reunida al azar cuatro años antes. Guardaban demasiados recuerdos para ser contemplados con indiferencia, y ellos se habían propuesto mantener hasta el último momento su fingida serenidad. Ojeda dio unos duros a la portera, que les salía al paso arrebujada en un mantón para abrir los cristales del zaguán. La adelantaba la propina del próximo mes.
–¡Que Dios se lo pague, señoritos! Tápense bien, que hace mucho frío… ¡Hasta mañana, señoritos!
Fernando se conmovió con las palabras de la buena mujer. ¡Cuándo sería ese mañana!… Mañana vendría su viejo criado a levantar la casa, a llevarse aquellos muebles que él le regalaba para evitar la profanación de una venta.
Ella, al dar algunos pasos en la calle, se detuvo y ordenó imperiosamente:
–¡Escupe!…
¿Por qué?… Pasada la sorpresa, él obedeció. Recordaba que en todos sus viajes, cada vez que se creían felices en un lugar, formulaba su amante el mismo deseo. «Escupe para que volvamos.» Equivalía a dejar algo de sus personas que alguna vez había de atraerlos irresistiblemente. Hizo lo mismo ella, y súbitamente tranquilizada se agarró de su brazo. Los menudos pies, montados en altos tacones, vacilaban doloridos cada vez que descendían de la acera al arroyo empedrado con guijarros desiguales. Por esto se apoyaba con fuerza en Ojeda, haciéndole sentir del hombro a la rodilla el adorable y firme contacto de su cuerpo.
–Volverás, Fernando—murmuraba—. Se lo he pedido… a quién tú sabes, y así será. Tú te ríes de estas cosas, tú eres un impío, pero para eso estoy yo: para pedir por ti y que salgas en bien de esta aventura que se te ha metido en la cabeza.
¿Volver a Madrid?… Ojeda recordaba las palabras de su amante cuando al empezar la tarde se habían juntado. Ya que él se iba en la misma noche, ella saldría para París dos días después.
–¡Y así lo haré!—afirmaba la mujer—. ¡Oh, Madrid! ¡cómo lo odio! ¡qué horror quedarme aquí para siempre!… Y bien mirado, lo que temo es vivir en él… sin ti… ¡Pobrecito Madrid! ¡Yo que lo quiero tanto! ¡yo que te he conocido viviendo en él!… Pero no, no podría estar aquí una semana más. Te vería por todos lados; cada calle nos guarda un recuerdo. No; decididamente… lo detesto. Pero tú volverás, dime que volverás pronto. Piensa que has escupido para volver, y eso es importante. No vendrás aquí mismo… conforme… Pero volverás a Europa. ¡Y esto es Europa, Fernando!… Nos juntaremos en París, y si no en Suiza… o si te parece mejor en Italia, o tal vez en Atenas o El Cairo. Todo lo conocemos. ¡Hemos sido felices en tantos lugares!… Pero dime cuándo vas a volver. ¡Dímelo cierto!… ¡no me engañes!
El rostro de Fernando se crispó con una risa dolorosa. ¡Volver! Aún no había emprendido el viaje y al término de él le aguardaba lo desconocido, con sus aventuras y misterios. Volvería pronto; cuando más, tardaría un año. ¡Palabra!
–¡Un año!…—murmuró ella—. ¡Maldito dinero!
Pasaban ante el convento y tuvieron que bajar de la acera cediendo el paso a unas devotas enmantilladas de negro que se dirigían a la iglesia. Ojeda inclinó la cabeza. «¡Adiós, don Miguel!» Se despedía mentalmente del ilustre vecino. Aquél había sido un hombre completo, un hombre representativo de su época: soldado de mar y tierra, cautivo rebelde, héroe ignorado, creyente y mujeriego, adulador sin éxito de nobles y ricos. Sólo había faltado en la vida intensa del gran hidalgo el embarque para las Indias.
En las calles en cuesta que descendían a la Carrera de San Jerónimo, unos terrenos sin edificar dejaban abierto un ancho espacio de cielo entre las casas. Los ojos de los dos se fijaron al mismo tiempo en una estrella que resaltaba sobre las otras con brillo extraordinario. Él, volviendo la mirada hacia su compañera, creyó ver el reflejo del astro, como un punto de luz, en el temblor de una lágrima. A través del velillo del sombrero columbraba su pálido perfil, empequeñecido por un gesto de dolorosa timidez, los labios apretados, las alillas de la nariz dilatadas por la angustia, una raya profunda entre las cejas: la arruga vertical que anunciaba siempre sus preocupaciones y sus enfados.