Los argonautas - Висенте Бласко Ибаньес 4 стр.


Ojeda le había admirado hasta los veinte años, dándole preferencia en sus afectos sobre la madre buena, dulce e insignificante. Había paladeado en las tribunas del Congreso tardes de orgullo y de gloria, pensando que aquel señor que desde el banco azul hacía resonar la cúpula con su voz grave y movía los brazos con tanta elegancia, era el autor de su existencia. Luego, cuando la afición a los versos le sacó del círculo solemne y entonado en que se movía su familia y vivió en el Ateneo y en las redacciones de los periódicos, su facultad admirativa fue achicándose, y sin dejar de sentir cierta veneración por la personalidad moral de su padre, creyó menos en la valía de su inteligencia.

Al morir este personaje, en vísperas de ser ministro por séptima vez, Fernando acababa de ingresar en el cuerpo diplomático, como si con esto siguiese una tradición de familia. Apenas cesaron de hablar los periódicos «de la irreparable pérdida que había sufrido el país» con la muerte del hombre ilustre, hízose el silencio en torno de su recuerdo, con esa facilidad de olvido que acompaña a los hombres del teatro y de la política. Siempre que Fernando encontraba al jefe del partido o algún otro personaje ilustre amigo de su padre, era objeto de presentaciones. «Éste es el chico de Ojeda… ¡Pobre Ojeda! Un hombre que valía mucho.» Y tras este responso continuaba su plática sobre accidentes de la política. Mientras tanto, la madre vivía encerrada en la estupefacción dolorosa que le había producido aquella muerte, considerándola algo inaudito, inexplicable, como si los personajes del calibre de su esposo no pudiesen morir, y se imaginaba a todo el país en el mismo estado de ánimo.

Quiso avanzar Fernando en su carrera, ir destinado a una Legación, y la buena señora no se atrevió a oponerse a sus deseos. Ella quedaría en Madrid con su hija, mientras el primogénito daba en el extranjero nuevo lustre al apellido del padre. Los graves señores volvieron a evocar por unos momentos a su olvidado compañero. «Hay que hacer algo por el chico de Ojeda.» Y Fernando pasó diez años fuera de España como secretario de Legación, con frecuentes traslados que le hicieron viajar desde las naciones del Norte de Europa a las repúblicas de la América del Sur, siempre acompañado por la protección de los amigos del «malogrado personaje». Pero esta protección se mostraba cada vez más lejana, más tenue, como el recuerdo ya esfumado del grande hombre. El hijo del eterno ministro, habituado a la adulación y a la influencia social desde los tiempos en que era estudiante, iba notando el vacío de la indiferencia en torno de su personalidad diplomática. Nada significaba ya ser «el chico de Ojeda». Ahora eran «los chicos» de otros personajes de gloria más reciente los que merecían los empujones del favor. Además, una falta absoluta de adaptación le hacía chocar con los superiores, que le consideraban intolerable por su independencia. Empezaba a hablar con desprecio de «la carrera». En una Legación, el ministro, que había alcanzado sus ascensos, antes de que se inventasen las máquinas de escribir, por el primor caligráfico con que copiaba los protocolos, decía a Ojeda con irónica superioridad: «¡Qué letra tan pésima la suya!… ¿Y usted hace versos? ¿Y usted presume de literato?». Otros jefes le echaban en cara sus aficiones «ordinarias», su marcada intención de evitar las reuniones entonadas del mundo diplomático para juntarse con la bohemia del país, juventud melenuda que recitaba versos y discutía a gritos, en torno de los ajenjos, bajo nubes de tabaco. Un ministro había escrito durante un año entero a Madrid para que sacasen de su Legación al secretario Ojeda, individuo peligroso que muchos tenían por socialista. En realidad, sólo deseaba alejarlo para que la señora ministra recobrase su calma de buen tono y no se comprometiese con un inferior cantando romanzas y recitando poesías en la penumbra del anochecer.

Su fama llegó hasta el Ministerio de Estado. «¡Lástima de chico! ¡La maldita literatura! ¡Si el grande hombre levantase la cabeza!» Y todos, jefes de sección, ministros de diversas categorías, secretarios y hasta agregados, repetían lo mismo: «Tiene talento, es un original; pero le falta el pliegue». El tal pliegue significaba su falta de adaptación a «la carrera», su rebeldía a moldearse en las tradiciones y frivolidades de la vida diplomática… ¡Para lo que valía la dichosa carrera! Su madre le enviaba todos los meses una cantidad tres o cuatro veces superior al sueldo que él percibía. Su hermana Lola, a pesar de que veía en él un conjunto de todas las gallardías y seducciones varoniles, protestaba contra las maternales larguezas. Todo para el hijo que andaba por el extranjero paseando su casaca dorada, y para ella, que había de buscar un marido, los regateos y estrecheces. ¡Armonías de familia!… En algunos países de América, él y sus compañeros se lamentaban de que un conductor de automóvil o un encargado de hotel ganase mayor sueldo que un diplomático. Por esto las ilusiones de su vida de miseria esplendorosa giraban siempre en torno del matrimonio, ambicionando todos una novia rica para hacer buena figura en «la carrera».

El deseo de no contrariar a su madre, que veía en la diplomacia la única ocupación digna, fue lo que mantuvo a Fernando en su puesto; pero al morir la pobre señora, presentó la renuncia. Habituado a recibir ayudas pecuniarias sin ocuparse directamente del manejo de sus intereses, Ojeda se creyó rico, muy rico, viéndose propietario de una casa en Madrid y muchas tierras en Andalucía. Su hermana estaba casada con un ingeniero, hombre formal, que había hecho su fortuna en la América del Sur, ayudado por algunos parientes. Era el talento administrativo de la familia, y Fernando se burlaba de su honrada simplicidad, sin dejar por eso de admirarle. Dominábalo su mujer con el prestigio del nacimiento: estaba orgulloso de ser el yerno póstumo del «ilustre señor Ojeda», y recordaba sus glorias con más frecuencia que los hijos. La familia de la suegra proporcionaba igualmente grandes satisfacciones a su vanidad. Aunque aquélla no había disfrutado otro título honorífico que el de esposa de un grande hombre, estaba emparentada con varias condesas, marquesas y grandes de España, de cuyos honores y distinciones llevaba cuenta exacta el ingeniero. Su orgullo bonachón creía haber perdido lamentablemente el tiempo cuando terminaba el año sin haber hecho noventa visitas a estas ilustres damas, a las que llamaba por antonomasia «nuestras tías».

Ojeda le confió sus bienes para seguir sin preocupaciones una vida doble de placeres. Pasaba sin transición del mundo en que le había colocado su nacimiento a otro más humilde, hacia el cual le empujaban sus aficiones artísticas. En un mismo día charlaba de mujeres, juego y caballos con la juventud desocupada y elegante de los clubs aristocráticos; luego pasaba la tarde en el pobre estudio de algún artista «independiente y desconocido», tuteándose con melenudos de botas destrozadas que tal vez no habían almorzado; asistía después a un té, donde flirteaba con damas de fama contradictoria, y comía en un palacio o en una taberna de bohemios, puesto de frac, para ir luego al Teatro Real.

El amanecer le sorprendía en los gabinetes de Fornos con camaradas de infancia y hembras de alto precio, y otras veces en los camarotes de un colmado con guitarristas, toreros, «socias» de mantón y «fraternales amigos» que le tuteaban y cuyos apellidos no conocía bien: hombres con brillantes enormes, rumbosos, dicharacheros, que habían estado algunas veces en la cárcel o bordeaban con frecuencia sus puertas.

Tenía cierta reputación entre la gente literaria de escalera abajo, que grita y pugna por subir. «Un muchacho simpático y de talento… ¡Lástima que sea rico!» Y los que se compadecían de su riqueza le llamaban al mismo tiempo simpático por la facilidad con que se prestaba a un donativo de cinco duros. Reunió en un volumen impreso sus poesías… ¡Magnífico! Era Musset. Lanzó otro tomo… ¡Soberbio! Era Baudelaire. Publicó un tercer libro… ¡Colosal! Era… el mismísimo Espíritu Santo hecho poesía. Los versos no estorban a nadie y son ocupación de gran señor, por lo mismo que no dan dinero. Escribió un drama heroico, un drama caballeresco, la epopeya de los conquistadores en las Indias vírgenes, con estrofas sonoras en las que vibraba un tintineo de espadas y corazas, y los profesionales recibieron sonriendo como hienas a este niño de buena familia que venía a quitarles el pan de la mesa. Muy bonitos los versos, pero «aquello no era teatro». Resultaba demasiado poeta para la escena.

En ese tiempo encontró a María Teresa. Fue en casa de una de las parientas de su madre; en el té de una condesa que figuraba entre las veneradas «tías» del marido de Lola. Iba a estas reuniones Fernando cuando de cinco a siete de la tarde no encontraba mejor distracción a su aburrimiento. Sabía de antemano lo que le preguntarían sus ilustres parientas, viejas pretenciosas de pelo teñido y dentadura semejante a un juego de dominó. «Pero grandísimo perdido, ¿cuándo te casas?…» Y si él se resignaba a asistir a estas reuniones, era justamente para no casarse, para aprovechar el tedio de alguna señora que se trasladaba humillada de un salón a otro sin encontrar compañía, iniciando con ella pláticas sentimentales que terminaban a veces en algo más positivo.

En la pieza donde estaba instalado el buffet encontró a María Teresa. Acababa de llegar de París, donde vivía largas temporadas. Una rápida aparición en Madrid, y luego a huir otra vez. La molestaban y la hacían reír a un tiempo la curiosidad malsana y la altivez miedosa de sus amigas. Fingían sorpresa al verla, la abrazaban, admiraban su traje, hacían elogios de su hermosura, le pedían datos sobre las últimas modas, y escapaban, procurando no tropezarse con ella otra vez.

Ojeda la conocía vagamente. Su marido había sido de «la carrera», un antiguo plenipotenciario que actualmente vegetaba retirado en una ciudad de provincia. Años antes la había visto en una comida en la Embajada de España en París, cuando ella estaba recién casada e iba con su marido a ocupar la Legación española en una corte de la Europa septentrional. Fernando la había deseado con su ávida admiración juvenil. ¡Qué mujer!… Pero ella, orgullosa de su belleza y de su nuevo rango, apenas se fijó en el modesto secretario de una Legación americana, de paso en París. Sólo tenía sonrisas para los personajes importantes que la rodeaban, y un gesto de agradecimiento para aquel viudo rico y viejo que, contrariando a sus hijos, la había hecho su esposa. Procedente de una familia de militares pobres y gloriosos, veíase convertida de pronto, por el entusiasmo casi senil de su marido, en una gran señora diplomática, rodeada de todas las comodidades de la riqueza, sin tener ya que sufrir el tormento de una mediocridad con la que habían pugnado desde la niñez sus gustos de mujer elegante.

Luego, Fernando no la vio más. ¡Pero había oído tantas cosas de ella!… Los hijos del marido se encargaban de propalarlas, y todas las amigas de María Teresa las repetían con la secreta fruición de demoler a una compañera que inspira envidia. ¡Quién podría conocer la verdad! Lo cierto fue que el viejo marido, dimitiendo de pronto su plenipotencia, se vino a vivir a España, unas veces en Madrid, evitando el contacto con sus hijos, a los que guardaba cierto rencor, otras en provincias, dedicándose, según decían, a grandes empresas agrícolas. Ella permaneció en París, y de tarde en tarde escapaba a la Península para ver a su marido, restableciéndose entre los dos por breves días cierto simulacro de reconciliación; pero en realidad—según las amigas—, estos viajes eran únicamente para procurarse dinero.

Los ojos de María Teresa parecieron atraerle, y los dos se saludaron como antiguos conocidos. Ella le felicitó sonriente y maternal por sus versos, que indudablemente no había leído, y por su drama, que no conocería nunca. Casi era un grande hombre. ¡Cómo podía imaginárselo así cuando le había visto por primera vez en París!…

–Además, me han dicho que es usted un grandísimo «golfo».

Ojeda se inclinó sonriente, con exagerada cortesía.

–Y usted también, según dicen, parece un poco «golfa».

Dudó ella un momento con el ceño fruncido, no sabiendo si enfadarse por estas palabras, y al fin acabó por lanzar el gorjeo de su risa.

–Venga usted y nos sentaremos en aquel rincón. Con usted es imposible enfadarse. ¡Qué tipo tan interesante! Vamos a burlarnos un poco de toda esta gente… Nosotros hemos visto otras cosas.

Pasaron la tarde hablando de los países que llevaban visitados, de las gentes de «la carrera» que habían conocido, interrumpiendo estos recuerdos para reír a dúo de los que pasaban por el comedor y comunicarse sus maledicencias. Al hablar se miraban de frente con una fijeza curiosa, como extrañados de no haberse conocido antes, adivinando cada uno con rápida clarividencia lo que pensaba el otro; pensamientos que se desarrollaban fuera del curso de sus palabras. Al día siguiente sintieron la necesidad de verse… y al otro… y al otro. Ella se preocupaba de la vida de su vida; le acosaba con preguntas para conocerla con todos sus detalles; la hacían reír mucho sus relatos de aventuras en los bajos fondos de Madrid.

–Quisiera ver eso; conocer sus bohemios, sus cantaoras. Lléveme con usted, Fernandito; sea usted bueno. Yo conozco algo de París, pero lo de aquí es indudablemente más interesante, más típico… Debe oler a puchero.

Estos deseos caprichosos desaparecieron de golpe después de la caída… si es que hubo caída. Fueron el uno del otro casi sin saber cómo, por impulso natural y fácil, sin enterarse ciertamente de cuál de los dos apuntó el primer intento y cuándo se inició la realización. Ella no se tomó el trabajo de fingir la más leve resistencia, de coquetear con negativas sonrientes acompañadas de ojos aprobadores.

–Desde que te vi, adiviné que esto iba a ser… y ha sido. Tú pensarás lo que quieras; tal vez me crees más fácil de lo que soy. Pero contigo, ¡para qué fingimientos!…

Como Teri se marchaba a París, él se fue también, y empezó lo que llamaba Fernando la mejor época de su existencia: una vida de concentración egoísta, una vida a dos, de ceguera y olvido para todo lo que estaba más allá de ellos, cortada por frecuentes viajes emprendidos al azar de una lectura o de un recuerdo histórico. «¡Qué hermoso besarnos entre las columnas del Partenón!» Y emprendían un viaje a Grecia. «¡Qué delicia ver el desierto, los dos juntitos, desde lo alto de las Pirámides!» Y salían para Egipto. Y así fueron a contemplar, tomados del talle y con las cabezas juntas, el sol de media noche en Noruega, el Kremlin cubierto de nieve, las palmeras del oasis de Biskra y las azules corrientes del Bósforo, sin contar otras excursiones más vulgares en busca del canal veneciano la colina toscana o el lago suizo como fondo decorativo de un amor que ansiaba abarcar todo el viejo mundo en su insolente felicidad. Pronto notó Ojeda una transformación en el carácter de Teri. Perdía por momentos su alegre inconsciencia de pájaro loco. Era más grave en sus palabras; mostraba una mesura conservadora en sus juicios sobre el amor. Ella, que al principio le incitaba a narrar las aventuras de su pasado, riendo gozosa cuanto más incontables eran, palidecía ahora con un gesto de protesta.

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