—Ya estoy instalado aquí —dijo Sam.
Una vez más, Caitlin escuchó las risas de los muchachos.
—¿Por qué no te relajas? —le preguntó uno de ellos— Estás demasiado tensa; ven, siéntate y date un toque.
El chico le ofreció la pipa de agua.
Ella volteó y lo fulminó con la mirada.
—¿Por qué no te metes esa pipa por el trasero? —dijo, rechinando los dientes.
Los demás interrumpieron la conversación con comentarios molestos.
—¡Auch, ZAPE! —gritó uno de ellos.
El muchacho que le había ofrecido la pipa era un tipo grande y musculoso a quien, Caitlin sabía, habían echado del equipo de futbol americano. Se puso de pie. Estaba rojo del coraje.
—¿Qué me dijiste, perra? —dijo.
Ella miró hacia arriba. Era mucho más alto de lo que recordaba; medía casi dos metros. Caleb estrujó su hombro, pero ella no sabía si era porque la instaba a conservar la calma o porque él también estaba alerta.
El ambiente del lugar se tensó muchísimo.
El Rottweiler se acercó más; ahora estaba a sólo unos treinta centímetros de distancia y gruñía como loco.
—Relájate, Jimbo —le dijo Sam al jugador de americano.
Ahí estaba Sam, el protector. A pesar de todo, la protegía a ella.
—Caitlin es como un dolor de muelas pero estoy seguro de que no quiso decir eso. Además, no deja de ser mi hermana. Sólo cálmate.
—¡Claro que quise decir eso! —gritó Caitlin, más enojada que nunca— ¿Ustedes creen que son muy cool porque drogaron a mi hermano? Son sólo un montón de perdedores que no se dirige a ningún lado. Si quieren echar a perder sus vidas, adelante, ¡pero no involucren a Sam!
Como si fuera posible, Jim se enojó aún más y dio unos cuantos pasos amenazantes hacia ella.
—Vaya, vean quién es. La señorita maestra, señorita mamá que vino a decirnos qué hacer.
Se escuchó un coro de risas.
—¡Por qué tú y tu noviecito de juguete no vienen aquí a darme mi merecido?
Jimbo dio un paso más y empujó a Caitlin con su enorme mano que más bien parecía pata de felino.
Mala idea.
La ira estalló dentro de la chica y le fue imposible controlarla. En cuanto Jimbo la tocó, ella se movió a toda velocidad, lo sujetó de la muñeca y se la torció hacia atrás. Sólo se escuchó un escandaloso crujido, como si se la hubiera fracturado.
Luego, Caitlin lo giro, le puso la muñeca en lo alto de la espalda, y lo empujó de cara hasta el suelo.
En menos de un segundo, estaba tirado bocabajo sobre la tierra, y sin poder incorporarse. Ella dio un paso, le puso el pie en el cuello y lo mantuvo pegado al suelo con firmeza.
El chico gritó de dolor.
—¡Dios mío, mi muñeca, mi muñeca! ¡Maldita perra! ¡Me rompió la muñeca!
Sam se puso de pie como todos los demás y miró impactado a Jimbo. No lo podía creer. No tenía idea de cómo, su hermanita, había podido someter de esa forma a un tipo tan grande.
—Ofréceme una disculpa —le gruñó Caitlin a Jimbo. A ella misma le asustaba el gutural y animalesco sonido de su voz.
—¡Lo siento, lo siento! ¡Lo siento! —gritó Jimbo lloriqueando.
Caitlin sólo quería dejarlo ir y terminar con ese asunto, pero había algo en ella que no se lo permitía. La ira la había invadido de forma muy inesperada y con demasiada fuerza. No podía terminar con todo así nada más. En su interior, el enojo seguía fluyendo, creciendo. Quería matar a aquel chico. Era ridículo pero en verdad quería hacerlo.
—¿Caitlin! —gritó Sam; y ella percibió el miedo en su voz —¡Por favor!
Pero Caitlin no podía ceder; en verdad iba a asesinar al muchacho.
En ese momento escuchó un gruñido, y por el rabillo del ojo, alcanzó a ver al perro. De pronto dio un enorme salto con la boca abierta y los colmillos preparados para morderle el cuello.
Ella reaccionó de inmediato. Soltó a Jimbo, y con un solo movimiento, atrapó al perro en el aire. Lo cargó, lo sujetó del vientre y lo aventó.
El animal salió volando a tres, a seis metros de distancia. Lo arrojó con tal fuerza que surcó el lugar y atravesó la pared del establo. Al golpear con ella, la madera crujió, y volaron astillas por todas partes; el perro aulló y salió despedido hasta el otro lado.
Todo mundo miró a Caitlin en silencio. Nadie era capaz de asimilar lo que acababan de presenciar. Había sido, obviamente, un acto de fuerza y velocidad sobrehumanas, y no existía explicación viable para justificarlo. Se quedaron boquiabiertos.
A Caitlin le abrumaron sus sentimientos. Emoción, ira, tristeza. Ya no sabía lo que sentía y, además, no podía confiar en ella misma. Le era imposible hablar. Tenía que salir de ahí. Sabía que Sam no la acompañaría porque era una persona muy diferente ahora.
Y ella, también.
TRES
Caitlin y Caleb caminaron sin prisa a lo largo de la ribera. Ese lado del río Hudson estaba descuidado; contaminado por las fábricas abandonadas y los depósitos de combustible para los que ya no había uso. Era una zona desolada pero tranquila. Caitlin se asomó al río y vio enormes trozos de hielo que se resquebrajaban ese día de marzo y fluían con la corriente. Su delicado y sutil crujido, llenaba el aire. La imagen de los trozos era sobrenatural y reflejaba la luz de una manera muy peculiar, como el paciente rocío lo hace sobre la rosa. De pronto anheló caminar hasta uno de aquellos bloques de hielo, sentarse en él y permitir que la llevara a donde éste quisiera.
Caitlin y Caleb continuaron en silencio; cada uno en su propio mundo. Ella estaba avergonzada por haber hecho gala de tanta furia; le apenaba haber perder los estribos y mostrarse así de violenta.
También le apenaba que su hermano hubiera actuado de aquella forma, que estuviera con ese montón de perdedores. Nunca lo había visto actuar así. Habría querido ahorrarle a Caleb la pena de presenciar aquello. No fue el mejor momento para presentarle a la familia; seguramente la opinión que ahora tenía acerca de ella, era muy mala, y eso era lo que más le afectaba.
Aún peor: tenía miedo de pensar a dónde irían después de lo sucedido. Sam había sido su mayor esperanza en lo que se refería a encontrar a su padre. Y ahora, se había quedado sin ideas; si lo hubiera buscado ella misma, ya habría dado con él desde años atrás. No sabía qué decirle a Caleb. ¿Se iría de su lado? Por supuesto. Ella no le era de utilidad y, además, tenía que encontrar una espada. ¿Qué razón habría para que se quedara?
Caminaron en silencio y Caitlin sintió que el nerviosismo la invadía. Supuso que Caleb sólo esperaba el momento adecuado y que estaba eligiendo las palabras indicadas para avisarle que se iría. Como toda la gente de su vida lo había hecho antes.
—Lo lamento —dijo ella con ternura—. Me apena la forma en que me comporté. Lo siento, perdí el control.
—No te preocupes, no hiciste nada malo. Eres muy poderosa y apenas estás aprendiendo.
—También me siento avergonzada por la forma en que se comportó mi hermano.
Caleb sonrió.
—Si hay algo que he aprendido a través de los siglos, es que no se puede controlar a la familia.
Siguieron caminando en silencio. Caleb volteó hacia el río.
—¿Y entonces? —preguntó Caitlin— ¿Ahora qué?
Se detuvo y la miró.
—¿Te vas a ir? —le preguntó ella vacilante.
Él se veía imbuido en sus pensamientos.
—¿Se te ocurre otro lugar en donde pueda estar tu padre? ¿Recuerdas a alguien que lo haya conocido? ¿Algún dato?
Ya había intentado recordar antes, pero no encontró nada, absolutamente nada. Negó con la cabeza.
—Debe haber algo —dijo él con énfasis—. Esfuérzate más. ¿Tienes algún recuerdo?
Caitlin trató de nuevo. Cerró los ojos y deseó recordar con todas sus fuerzas. Ya se había preguntado lo mismo en varias ocasiones. Había soñado tanto con su padre, que ya no distinguía entre los sueños y la realidad. Podía recordar cada una de las ocasiones en que él se le había aparecido mientras dormía. Era siempre el mismo sueño. Caitlin corría por el campo, lo veía a lo lejos y luego él se alejaba a medida que ella se acercaba. Pero no era él en realidad. Era sólo parte de un sueño.
Eran imágenes, recuerdos de cuando era niña, el deseo de haberse ido con él a algún sitio. Era verano, pensó. Recordaba el océano y su profunda calidez. Pero, como siempre, no estaba segura si aquella imagen era real. La línea se desdibujaba cada vez más y no podía recordar con precisión dónde estaba esa playa.
—Lo siento —dijo—. Desearía tener algo, si no por ti, al menos por mí. Pero no es así. No tengo idea de dónde pueda estar ni de cómo encontrarlo.
Caleb miró al río. Respiró hondo y observó el hielo. Sus ojos cambiaron de color una vez más; en esta ocasión, se tornaron color gris.
Caitlin creyó que había llegado el momento, que de pronto voltearía y le daría la noticia: se iba porque ella ya no le servía de nada.
Hasta le dieron ganas de inventar algo, una mentira acerca de su padre, algún indicio que le permitiera mantener a Caleb cerca. Pero sabía que eso era algo que no debía hacer.
Estaba a punto de llorar.
—No lo entiendo —dijo él con suavidad mientras contemplaba el río—. Estaba seguro de que tú eras la elegida.
Se quedó en silencio. A Caitlin la espera se le hacía eterna.
—Y hay algo más que no comprendo —agregó y volteó a verla; sus grandes ojos eran hipnóticos.
—Cuando estoy contigo, percibo algo. Cierta oscuridad. Con otros, siempre puedo ver lo que hemos compartido, las veces que se han cruzado nuestros caminos en las encarnaciones del pasado; pero contigo, todo tiene un velo encima. No puedo ver y eso nunca me había sucedido antes. Es como si alguien me estuviera impidiendo ver más allá.
—Tal vez no tuvimos un pasado juntos —dijo Caitlin.
Él sacudió la cabeza.
—Eso también lo podría ver. Pero contigo es imposible. Tampoco puedo ver nuestro futuro juntos. Nunca me había sucedido, nunca, en tres mil años. Sin embargo, en el fondo, me parece que te recuerdo, que estoy a punto de verlo todo. Está ahí, en algún lugar de mi mente, pero no fluye. Me está volviendo loco.
—Bien, entonces —dijo Caitlin— tal vez no hay nada. Tal vez sólo tenemos el presente, quizá nunca hubo nada más y tal vez nunca lo habrá.
Se arrepintió de inmediato de lo haber dicho eso. Ahí estaba de nuevo; nada más abría la boca y decía estupideces sin pensarlo. ¿Por qué había tenido que hablar de esa manera? Era precisamente lo contrario de lo que pensaba y sentía. Lo que en realidad había querido expresar, era: Sí, yo también siento como si hubiera estado contigo por siempre y que seguiremos juntos toda la vida. Pero no; como siempre, todo tuvo que salirle todo mal. Era porque estaba nerviosa; y lo peor era que ya no había manera de retractarse.
A pesar de todo, las palabras de Caitlin no detendrían a Caleb. Se acercó a ella, levantó una mano y la posó con suavidad sobre su mejilla para retirar su cabello. La miró directamente a los ojos y estableció un vínculo demasiado fuerte.
A ella le palpitó el corazón y la temperatura comenzó a subirle. Tenía la sensación de haberse perdido.
¿Estaría él tratando de recordar?, ¿se preparaba para decir adiós?
¿O tal vez estaba a punto de besarla?
CUATRO
Si acaso había algo que Kyle odiaba más que a los humanos, era a los políticos. No soportaba sus poses, su hipocresía, su mojigatería. Detestaba esa arrogancia sin fundamentos. La mayoría de ellos había vivido, si acaso, un siglo; él tenía cinco mil años de edad. Por eso le repateaba cuando los políticos hablaban de su “experiencia del pasado”.
Fue el destino lo que lo obligó a interactuar con ellos, a verlos cada noche cuando se levantaba de su sueño y salía a la ciudad a través del edificio del Ayuntamiento. Varios siglos atrás, la Cofradía de Blacktide se había establecido debajo del Ayuntamiento de la ciudad de Nueva York, y además, había mantenido una estrecha relación de trabajo con los políticos. De hecho, la mayor parte de ellos, de los que abarrotaban el lugar, en realidad pertenecía en secreto a su cofradía y ejecutaba sus órdenes por toda la ciudad y el estado. Involucrarse y tener tratos con ellos, era un mal necesario.
Sin embargo, la cantidad de políticos que todavía eran humanos, era suficiente para causarle escalofríos al ambicioso vampiro. No soportaba dejarlos entrar en aquel edificio. En particular le molestaba que se acercaran demasiado a él. Caminó e inclinó su hombro para golpear con fuerza a uno de ellos. “¡Hey! Le gritó el hombre, pero Kyle siguió caminando; rechinó la mandíbula y se dirigió a las enormes puertas abatibles al final del corredor.
Si pudiera, los mataría a todos. Pero no le estaba permitido. Su cofradía aún tenía que rendirle cuentas al Consejo Supremo, y por alguna razón, éste todavía se negaba a terminar con ellos. Estaban esperando el momento indicado para exterminar a la raza humana para siempre. A pesar de ese inconveniente, en la historia de los vampiros se podían encontrar algunos momentos muy bellos en los que tuvieron luz verde y estuvieron muy cerca de actuar. En 1350 en Europa, por ejemplo, alcanzaron un consenso y diseminaron la Peste Negra. Fueron muy buenos tiempos; Kyle sonrió al recordarlos.
Hubo otros momentos bastante afortunados, como la Edad Media, cuando a los vampiros se les permitió hacer la guerra sin cuartel por toda Europa, matar y violar a millones. La sonrisa de Kyle se hizo más amplia. Aquellos fueron algunos de los mejores siglos de su vida.
Pero en los últimos cien años, el Consejo Supremo se había debilitado y convertido en una burla. Era casi como si les temieran a los humanos. La Segunda Guerra Mundial no había estado nada mal, pero fue un suceso limitado y breve. Kyle deseaba mucho más. Desde entonces no había surgido ninguna plaga importante y tampoco conflictos bélicos genuinos. Daba la impresión de que los vampiros estaban paralizados, temerosos de la forma en que se había incrementado la cantidad y el poder de los seres humanos.
Ahora, las cosas por fin se estaban poniendo en su lugar. Kyle salió pavoneándose por las puertas del frente, bajó los escalones, salió del edificio del Ayuntamiento y caminó con gracia. Avanzó con más ahínco al pensar en el recorrido que realizaría al Puerto de South Street. Ahí le esperaba un cargamento inmenso. Decenas de miles de cajas llenas de peste bubónica intacta y modificada genéticamente. La habían almacenado en Europa los últimos cien años; fue preservada desde la última epidemia y recientemente, modificada para ser resistente a los antibióticos. Ahora le pertenecía a Kyle y podía hacer con ella lo que le viniera en gana. Como desencadenar una nueva guerra en el Continente Americano; su territorio.
Lo recordarían durante los próximos siglos.
Sólo de pensarlo, comenzó a reír en voz alta, pero debido a su expresión facial, aquella risa parecía más un gruñido.
Por supuesto, tendría que reportarle a su Rexius, es decir, al líder de su cofradía, pero ése era sólo un pormenor técnico. En la práctica, sería Kyle quien dirigiría la maniobra. Los miles de vampiros de su propia cofradía y de las comunidades vecinas, tendrían que reportarle a él, y eso lo haría más poderoso que nunca.
Kyle ya sabía cómo propagaría la peste: primero soltaría un cargamento en Penn Station, otro en Grand Central, y el último en Times Square. Todos estarían programados para liberar la peste al mismo tiempo: la hora pico. Eso calentaría bastante el ambiente. Según sus cálculos, la mitad de Manhattan estaría infectada en unos cuantos días, y una semana después, la enfermedad habría atacado a toda la población. Esa peste se propagaba con facilidad porque había sido diseñada para funcionar como los virus de transmisión aérea.