Dos de los trabajadores levantaron la mirada. Desde su perspectiva, parecía como si Otets estaba simplemente hablando con un hombre desconocido, quizás un socio de negocios o un representante de otra facción. No hay razón para alarmarse.
El pánico se elevó nuevamente en el pecho de Reid. No quería soltar las armas. Otets estaba a sólo dos pasos, pero Reid no podía agarrarlo y obligarlo a salir por la puerta — no sin alertar a los seis hombres. No podía arriesgar a disparar en una habitación llena de explosivos.
“Do svidaniya, Agente”. Otets sonrió. Sin quitar los ojos de Reid gritó en Inglés: “¡Dispárenle a este hombre!”
Dos trabajadores más levantaron la mirada, mirándose entre sí y a Otets, confundidos. Reid tuvo la impresión de que estos hombres eran trabajadores, no soldados o guardaespaldas como el par de matones muertos de arriba.
“¡Idiotas!” rugió Otets sobre la maquinaria. “¡Este es el hombre de la CIA! ¡Dispárenle!”
Eso llamó su atención. El par de hombres, en la mesa de melanina, se levantaron rápidamente y alcanzaron las fundas de sus hombros. El hombre Africano en el taladro neumático se acercó a sus pies y se levantó una AK-47 al hombro.
Tan pronto como se movieron, Reid saltó hacia adelante, al mismo tiempo tirando de ambas manos — y ambas pistolas. Giró a Otets por el hombro y sostuvo la Beretta contra la sien izquierda del Ruso, y luego levantó la Beretta hacia el hombre con la AK, su brazo descansaba en el hombro de Otets.
“Eso no sería muy sabio”, dijo en voz alta. “Ustedes saben lo que podría pasar si comenzamos un tiroteo aquí”.
La visión de un arma en la cabeza de su jefe hizo que el resto de los hombres entrara en acción. Tenía razón; todos estaban armados, y ahora tenía seis armas apuntándole con sólo Otets entre ellos. El hombre que sostenía la AK miraba nerviosamente a sus compatriotas. Una gota delgada de sudor corría por el costado de su frente.
Reid dio un pequeño paso hacia atrás, persuadiendo a Otets junto a él con un empujón de la Beretta. “Despacio y con cuidado”, dijo tranquilamente. “Si empiezan a disparar aquí, todo este lugar podría volar. Y no creo que quieran morir el día de hoy”.
Otets apretó sus dientes y murmuró una grosería en Ruso.
Poco a poco se fueron alejando, con pequeños pasos a la vez, hacia las puertas de la instalación. El corazón de Reid amenazaba con salir de su pecho. Sus músculos se tensaron nerviosamente, y luego se aflojaron mientras el otro lado de él lo obligaba a relajarse. Mantén la tensión fuera de tus extremidades. Los músculos tensos harán que tus reacciones sean lentas.
Por cada paso que Otets y él daban hacia atrás, los seis hombres daban uno hacia adelante, manteniendo una corta distancia entre ellos. Estaban esperando por una oportunidad, y cuanto más se alejaban de las máquinas, menos probable era que se produjera una explosión involuntaria. Reid sabía que sólo la amenaza de matar accidentalmente a Otets les impedía disparar. Ninguno habló, pero las máquinas zumbaban detrás de ellos. La tensión en el aire era palpable, eléctrica; sabía que en cualquier momento alguno se podría poner ansioso y comenzar a disparar.
Luego su espalda tocó con las puertas dobles. Otro pasó y abrió las puertas, empujando a Otets junto a él con el cilindro de la Beretta.
Antes de que las puertas se cerraran de nuevo, Otets les rugió a sus hombres. “¡Él no sale vivo de aquí!”
Entonces se cerró, y el par de ellos estaba en la habitación de al lado, la sala de vinificación, con botellas tintineando y el dulce olor de las uvas. Tan pronto como entraron, Reid dio la vuelta, con la Glock apuntando al nivel del pecho — todavía manteniendo la Beretta preparada en Otets.
Una máquina embolletadora y taponadora estaba en funcionamiento, pero estaba automatizada en su mayoría. La única persona en toda la amplia habitación era una mujer Rusa de aspecto cansado que llevaba un pañuelo verde en la cabeza. Al ver el arma, y a Reid y a Otets, sus ojos cansados se abrieron aterrorizados de par en par, y levantó ambas manos.
“Apaga aquellas”, dijo Reid en Ruso. “¿Lo entiendes?”
Ella asintió vigorosamente y tiro de dos palancas en el panel de control. Las máquinas zumbaban menos, deteniéndose.
“Vete”, le dijo a ella. Tragó y retrocedió lentamente hacia la puerta de salida. “¡Rápidamente!” gritó con dureza. “¡Fuera!”
“Da”, ella murmuró. La mujer se escabulló hacia la pesada salida de acero, la abrió y salió corriendo hacia la noche. La puerta se cerró de nuevo con un golpe resonante.
“Ahora qué, ¿Agente?” gruñó Otets en Inglés. “¿Cuál es tu plan de escape?”
“Cállate”, Reid apuntó con el arma hacia las puertas dobles de la habitación siguiente. ¿Por qué no habían llegado todavía? No podía seguir adelante sin saber dónde estaban. Si había una puerta trasera en la instalación, podrían estar esperándolo afuera. Si lo seguían, no había forma de que pudiera meter a Otets dentro del todoterreno y alejarse sin que le dispararan. Aquí no había amenaza de explosivos; podrían disparar si quisieran. ¿Se arriesgarían a matar a Otets para llegar a él? Nervios destrozados y un arma no eran una combinación ideal para nadie, ni siquiera para su jefe.
Antes de que pudiera decidir su siguiente movimiento, las poderosas luces fluorescentes sobre su cabeza se apagaron. En un instante fueron sumergidos en la oscuridad.
CAPÍTULO OCHO
Reid no podía ver nada. No había ventanas en la instalación. Los trabajadores en la otra habitación debieron bajar los interruptores, porque incluso los sonidos de la maquinaria en la habitación de al lado se desvanecieron y quedaron en silencio.
Rápidamente buscó el lugar donde sabía que podía estar Otets y se agarró del cuello del Ruso antes de que este pudiera escapar. Otets hizo un pequeño ruido asfixia mientras Reid le tiraba hacia atrás. Al mismo tiempo, una luz de emergencia roja se encendió, apenas una bombilla que salía de la pared junto encima de la puerta. Bañaba la habitación con un brillo suave y espeluznante.
“Estos hombres no son idiotas”, dijo Otets tranquilamente. “No saldrás de aquí con vida”.
Su mente se apresuró. Necesitaba saber donde estaban — o mejor todavía, necesitaba que vinieran a él.
¿Pero cómo?
Es simple. Sabes que hacer. Deja de luchar contra eso.
Reid respiró profundamente por su nariz, y luego hizo la única cosa que tenía sentido en ese momento.
Le disparó a Otets.
El agudo estallido de la Beretta hizo eco en la silenciosa habitación contigua. Otets gritaba de dolor. Ambas manos volaron a su muslo izquierdo — la bola sólo le había rozado, pero sangraba abundantemente. Escupió una larga serie de insultos en Ruso.
Reid se agarró del cuello de Otets y lo tiró hacia atrás, casi de pie, y lo obligó a bajar detrás de la máquina embotelladora. Esperó. Si los hombres aún estaban adentro, definitivamente debieron escuchar el disparo y vendrían corriendo. Si no venía nada, estaban fuera en alguna parte, al acecho.
Recibió su respuesta unos segundos después. Las puertas dobles se abrieron de una patada desde el otro lado lo suficientemente fuerte como para chocar contra la pared detrás de ellas. El primero en pasar fue el hombre con la AK, rastreando con el cañón de izquierda a derecha rápidamente en un amplio barrido. Otros dos estaban justo detrás de él, ambos armados con pistolas.
Otets gruñó de dolor y agarró su pierna firmemente. Su gente lo escuchó, se acercaron a la esquina de la máquina embotelladora con las armas levantadas para encontrar a Otets sentado en el piso, siseando a través de sus dientes con su pierna herida postrada.
Reid, sin embargo, no estaba ahí.
Él se escabulló rápidamente hacia el otro lado de la máquina, permaneciendo agachado. Guardó la Beretta y agarró una botella vacía del transportador. Antes de que se pudieran girar, él estrelló la botella sobre la cabeza del trabajador más cercado, un hombre del Medio Oriente, luego metió la botella rota en el cuello del segundo. Corrió sangre caliente sobre su mano mientras el hombre balbuceaba y caía.
Uno.
El Africano con la AK-47 se giró, pero no lo suficientemente rápido. Reid usó su antebrazo para empujar el cañón hacia un lado, incluso cuando un fusil de balas rompió a través del aire. Se lanzó hacia adelante con la Glock, presionándola bajo la barbilla del hombre, y apretó el gatillo.
Dos
Un disparo más acabó con el primer terrorista — ya que claramente estaba lidiando con eso, él se decidió — este seguía inconsciente en el piso.
Tres.
Reid respiró con fuerza, tratando de que su corazón se ralentizara. No tuvo tiempo de horrorizarse con lo que acababa de hacer, tampoco quería realmente pensar en eso. Era como si el Profesor Lawson hubiese entrado en shock y la otra parte hubiese tomado el control completamente.
Movimiento. A la derecha.
Otets se arrastró por detrás de la máquina y agarró la AK. Reid se volteó rápidamente y le pateó el estómago. La fuerza hizo que el Ruso rodara, sosteniendo su costado y quejándose.
Reid tomó la AK. ¿Cuántas balas fueron disparadas? ¿Cinco? Seis. Tenía un cargador de treinta y dos balas. Si el cargador estaba lleno, aún le quedarían veintiséis balas.
“No te muevas”, le dijo a Otets. Entonces, para sorpresa del Ruso, Reid lo dejó ahí y regresó por las puertas dobles al otro lado de la instalación.
El cuarto de fabricación de bombas estaba bañado con un brillo rojo similar de la luz de emergencia. Reid abrió la puerta de una patada e inmediatamente se arrodilló — en caso de que alguien tuviese un arma apuntada a la entrada — y barrió el cuarto de izquierda a derecha. No había nadie ahí, lo que significaba que tenía que haber una puerta trasera. La encontró rápidamente, una puerta de seguridad de acero entre las escaleras y la pared orientada al sur. Probablemente sólo se abrió desde el interior.
Los otros tres estaban en alguna parte. Era una apuesta — no tenía forma de saber si lo estaban esperando al otro lado de la puerta, o si habían tratado de dar la vuelta al frente del edificio. Necesitaba una forma de cubrir su apuesta.
Esto es, después de todo, una instalación de fabricación de bombas…
En la esquina más alejada del lado opuesto, pasando el transportador, encontró una larga caja de madera aproximadamente del tamaño de un ataúd y llena de cacahuates para empacar. Los escudriñó hasta que sintió algo sólido y lo sacó. Era una caja de plástico negro mate, y él ya sabía lo que había adentro.
La puso sobre la mesa de melanina cuidadosamente y la abrió. Más para su disgusto que para su sorpresa, lo reconoció inmediatamente como un maletín bomba, programado con un temporizador, pero capaz de ser desviado por el interruptor de un hombre muerto como un mecanismo a prueba de fallos.
El sudor goteaba por su frente. ¿En serio voy a hacer esto?
Nuevas visiones destellaron por su mente — fabricantes de bombas afganos perdieron dedos y miembros enteros por incendiarios mal construidos. Edificios que se llenan de humo por un mal movimiento, un solo cable mal conectado.
¿Qué opción tienes? Es esto o recibir un disparo.
El interruptor de hombre muerto era un pequeño rectángulo verde del tamaño de una navaja de bolsillo con una palanca a un lado. Lo cogió con la mano izquierda y contuvo la respiración.
Luego lo apretó.
Nada pasó. Era una buena señal.
Se aseguró de mantener la palanca cerrada en su puño (liberarla detonaría la bomba inmediatamente) y colocó el contador de la maleta en veinte minutos — él no necesitaría tanto después de todo. Luego cogió la AK con su mano derecha y se largó de ahí.
Se estremeció; la puerta de seguridad chillaba en sus bisagras mientras la abría. Saltó a la oscuridad con la AK levantada. No había nadie allí, no detrás del edificio, pero ciertamente habían oído el chillido revelador de la puerta.
Su garganta estaba seca y su corazón aún latía como un timbal, pero se mantuvo de espaldas a la fachada de acero y cuidadosamente facilitó su camino hacia la esquina del edificio. Su mano estaba sudando, agarrando el interruptor de hombre muerto con un agarre de muerte. Si lo soltaba ahora, seguramente estaría muerto en un instante. La cantidad de C4 empacada en esa bomba volaría las paredes del edificio y lo aplastaría, si no fuera incinerado primero.
Ayer mi mayor problema era mantener la atención de mis estudiantes por noventa minutos. Hoy estaba arriesgándose con la palanca de una bomba mientras trataba de eludir terroristas Rusos.
Concéntrate. Alcanzó la esquina del edificio y echó un vistazo alrededor, pegándose a las sombras lo mejor que pudo. Había una silueta de un hombre, una pistola en su mano, de pie como centinela en la fachada este.
Reid se aseguró de que tenía un agarre sólido en el interruptor. Puedes hacer esto. Entonces, salió a plena vista. El hombre se volteó rápidamente y comenzó a levantar su pistola.
“Oye”, dijo Reid. Él levantó su propia mano — no la que sostenía la pistola, sino la otra. “¿Sabes lo que es esto?”
El hombre se detuvo y ladeó su cabeza ligeramente. Luego sus ojos se ensancharon con tanto miedo que Reid podía ver el blanco de ellos a la luz de la luna. “Un interruptor”, murmuró el hombre. Su mirada se movía del interruptor al edificio y viceversa, pareciendo llegar a la misma conclusión que Reid ya tenía — si soltaba esa palanca, ambos estarían muertos en un latido.
El fabricante de bombas abandonó su plan de dispararle a Reid, y en cambio corrió hacia el frente del edificio. Reid lo siguió apresuradamente. Escuchó gritos en Árabe —“¡Un interruptor! ¡Tiene el interruptor!”
Bordeó la esquina del frente de la instalación con la AK apuntada hacia adelante, la culata descansaba en su hombro, y su otra mano sostenía el interruptor de hombre muerto en alto sobre su cabeza. El fabricador de bombas no se detuvo; seguía corriendo, subiendo por el camino de grava que se alejaba del edificio y gritándose a sí mismo con voz ronca. Los otros dos fabricantes de bombas estaban reunidos cerca de la puerta principal, aparentemente listos para entrar y acabar con Reid. Se quedaron desconcertados cuando él llegó a la vuelta de la esquina.
Reid rápidamente inspeccionó la escena. Los otros dos hombres tenían pistolas — unas Sig Sauer p365, capacidad de trece balas con empuñaduras totalmente extendidas — pero ninguno le apuntó. Como había presumido, Otets había escapado a través de la puerta principal y estaba, en ese momento, a medio camino del todoterreno, cojeando mientras sostenía su pierda herida y apoyado a un hombro con un hombre corto y corpulento con una gorra negra — el conductor, asumió Reid.
“Armas al suelo”, ordenó Reid, “o lo volaré”
Los fabricantes de bombas colocaron cuidadosamente sus armas en el suelo. Reid pudo escuchar gritos en la distancia, más voces. Habían otros viniendo desde la dirección de la antigua casa. Probablemente la mujer Rusa les había avisado.
“Corran”, él les dijo. “Vayan y díganles lo que está a punto de pasar”.
No hubo que decírselo a los hombres dos veces. Ellos rompieron en una carrera rápida en la misma dirección en la que su cohorte acababa de irse.
Reid volteó su atención al conductor, quién ayudaba al cojo Otets. “¡Detente!” él rugió.