“¡Linda!” Reid siseó bruscamente. Dos hombres mayores que pasaban miraron su arrebato. “¿Dónde están las niñas?”
“Están aquí”, ella resopló. “Ambas están aquí, en la casa conmigo”.
“¿Están a salvo?”
“Sí, por supuesto. Reid, ¿qué sucede?”
“¿Llamaste a la policía?”
“Todavía no, no… en la TV siempre dicen que debes esperar veinticuatro horas para reportar a alguien desparecido… ¿Estás metido en algún problema? ¿De dónde me estás llamando? ¿De quién es esta cuenta?”
“No puedo decírtelo. Sólo escúchame. Has que las chicas empaquen un bolso y llévatelas a un hotel. No en ningún lugar cerca; fuera de la ciudad. Quizás a Jersey…”
“Reid, ¿qué?”
“Mi cartera está en el escritorio de mi oficina. No usen la tarjeta de crédito directamente. Saquen un avance de efectivo de cualquiera de las tarjetas que están allí y úsenlo para pagar la estadía. Mantenla abierta sin restricciones”.
“¡Reid! No voy a hacer nada hasta que me digas que está… espera un segundo”. La voz de Linda se volvió apagada y distante. “Sí, es él. Está bien. Yo creo. Espera, ¡Maya!”
“¿Papá? ¿Papá, eres tú?” Una nueva voz en la línea. “¿Qué pasó? ¿Dónde estás?”
“¡Maya! Yo, esto, algo surgió, extremadamente a último minuto. No quería despertarlas…”
“¿Estás bromeando?” Su voz era aguda, agitada y preocupada al mismo tiempo. “No soy estúpida, Papá. Dime la verdad”.
Él suspiró. “Tienes razón. Lo siento. No puedo decirte dónde estoy Maya. Y no debería estar mucho en el teléfono. Sólo haz lo que tu tía diga, ¿está bien? Van a dejar la casa por un corto tiempo. No vayan a la escuela. No deambulen por ningún lado. No hablen sobre mí en el celular o en la computadora. ¿Entendido?”
“¡No, no entiendo! ¿Estás metido en algún problema? ¿Deberíamos llamar a la policía?”
“No, no hagas eso”, él dijo. “No todavía. Sólo… dame algo de tiempo para pensar en algo”.
Ella estuvo en silencio por un largo momento. Luego dijo: “Prométeme que estás bien”.
Él hizo una mueca.
“¿Papá?”
“Sí”, dijo un poco forzado. “Estoy bien. Por favor, solo haz lo que te digo y ve con tu Tía Linda. Las amo a ambas. Dile a Sara que dije eso y abrázala por mí. Te contactaré tan pronto como pueda…”
“¡Espera, espera!” dijo Maya. “¿Cómo vas a contactarnos si no sabes dónde estamos?”
Él pensó por un momento. No podía pedirle a Ronnie que se involucrara más en esto. No podía llamar a las niñas directamente. Y no podía arriesgarse a saber donde estaban, porque eso podría volverse en contra de él…
“Configuraré una cuenta falsa”, dijo Maya, “bajo otro nombre. Lo sabrás. Solamente la revisaré desde las computadoras del hotel. Si necesitas contactarnos, envía un mensaje”.
Reid entendió inmediatamente. Sintió una oleada de orgullo; ella era muy inteligente y mucho más fría bajo presión de lo que él podría esperar ser.
“¿Papá?”
“Sí”, dijo él. “Eso está bien. Cuida a tu hermana. Me tengo que ir…”
“Te amo también”, dijo Maya.
Terminó la llamada. Entonces inhaló. Una vez más, el instinto punzante de correr a casa con ellas, mantenerlas a salvo, empacar todo lo que pudieran e irse, irse a algún lugar…
No podía hacer eso. Sea lo que fuera esto, quien sea que estuviera tras él, tenía que encontrarlo de una vez. Había sido muy afortunado de que no estaban detrás de sus niñas. Quizás no sabían sobre los niños. La siguiente vez, si había una siguiente, pudiese no ser tan suertudo.
Reid abrió el celular, sacó la tarjeta SIM y la partió a la mitad. Dejo caer los trozos en una reja de alcantarilla. Mientras caminaba por la calle, depositó la batería en un cubo de basura y las dos mitades del celular en otros.
Él sabía que caminaba en la dirección general del Rue de Stalingrad, aunque no tenía ni idea de lo que iba a hacer cuando llegara allí. Su cerebro le gritaba que cambiara de dirección, que fuera a otro lado. Pero esa sangre fría en su subconsciente lo obligó a seguir adelante.
Sus captores le habían preguntado qué sabía de sus “planes”. Los lugares que le habían preguntado, Zagreb, Madrid y Teherán, tenían que estar conectados y claramente estaban vinculados a los hombres que se lo llevaron. Independientemente de lo que fueran estas visiones — aún se negaba a reconocerlas como cualquier otra cosa pero — ellas tenían conocimiento de algo que había ocurrido o que estaba por ocurrir. Conocimiento que no sabía. Mientras más pensó en ello, más sintió una sensación de urgencia fastidiando su mente.
No, era más que eso. Se sentía como una obligación.
Sus captores se veían dispuestos a matarlo lentamente por lo que sabía. Y él tenía la sensación de que si no descubría que era esto y que se supone que debía saber, más gente podía morir.
“Monsieur”. Reid se sobresaltó de su meditación por una mujer madura y corpulenta con un chal que gentilmente le tocó su brazo. “Estás sangrando”, dijo en Inglés y señaló su propia ceja.
“Oh. Merci”. Él se tocó su ceja derecha con dos dedos. Un pequeño corte había empapado el vendaje y una gota de sangre bajaba por su rostro. “Necesito encontrar una farmacia”, murmuró en voz alta.
Entonces, aspiró un aliento mientras un pensamiento lo golpeó: Había una farmacia dos cuadras abajo y una arriba. Nunca había estado dentro de ella — no por su propio conocimiento dudoso de todos modos — pero él simplemente lo sabía, tan fácil como sabía la ruta a Pap’s Deli.
Un escalofrío corrió desde la base de su espina dorsal hasta su nuca. Las otras visiones se habían manifestado a través de un estímulo externo, imágenes y sonidos e incluso olores. Esta vez no hubo una visión acompañante. Era un plano recuerdo del conocimiento, de la misma forma que supo donde girar en cada señal de tránsito. De la misma forma en que supo como recargar la Beretta.
Tomó una decisión antes de que la luz se pusiera verde. Iría a su encuentro y obtendría cualquier información que pudiera. Luego decidiría que hacer con ella — quizás reportarla a las autoridades y limpiar su nombre con respecto a los cuatro hombres en el sótano. Dejando que hagan los arrestos mientras él iba a casa con sus hijas.
En la farmacia, compró un tubo delgado de súper pegamento, una caja de vendajes de mariposa, cotonetes y una base que casi igualaba el tono de su piel. Llevó sus compras al baño y cerró la puerta.
Se quitó los vendajes que había pegado erráticamente en su rostro en el apartamento y se lavó la sangre costrosa de sus heridas. A los cortes pequeños les aplicó vendas de mariposa. Para las heridas más profundas, en las que regularmente requerirían suturas, juntó los bordes de la piel y apretó con una gota de súper pegamento, siseando a través de sus dientes todo el tiempo. Luego contuvo su aliento alrededor de treinta segundos. El pegamento quemaba ferozmente, pero disminuía mientras se secaba. Finalmente, alisó la base sobre los contornos de su cara, particularmente a los nuevos creados por sus sádicos captores anteriores. No había forma de enmascarar completamente su ojo hinchado y su mandíbula herida, pero al menos de esta forma menos gente lo miraría en la calle.
El proceso completo tomó alrededor de media hora, y dos veces en ese lapso los clientes golpearon la puerta del baño (la segunda vez una mujer gritaba en Francés que su hijo estaba a punto de estallar). Ambas veces Reid sólo gritó: “¡Occupé!”
Finalmente, cuando había terminado, se examinó de nuevo en el espejo. Estaba lejos de la perfección, pero al menos no se veía como si hubiese sido golpeado en una cámara de tortura subterránea. Él pensó si debió haber ido con una base más oscura, algo que lo hiciese ver más extranjero. ¿Sabía el hombre que llamó con quién se supone que se reuniría? ¿Reconocerían quién era él — o quién pensaban que era? Los tres hombres que vinieron a su casa no se veían muy seguros; ellos tuvieron que revisar una fotografía.
“¿Qué estoy haciendo?” se preguntó así mismo. Te estás preparando para una reunión con un peligroso criminal que probablemente sea un reconocido terrorista, dijo la voz en su cabeza — no esta nueva voz invasiva, la suya propia, la voz de Reid Lawson. Era su propio sentido común burlándose de él.
Entonces esa personalidad lista y asertiva, aquella justo debajo de la superficie, habló. Estarás bien, le dijo. Nada que no hayas hecho antes. Sus manos alcanzaron instintivamente el mango de la Beretta metida en la parte trasera de sus pantalones, oculta por su chaqueta nueva. Tú conoces todo esto.
Antes de abandonar la farmacia, él agarró pocos objetos más: Un reloj barato, una botella de agua y dos barras de caramelo. Afuera, en la acera, devoró ambas barras de chocolate. No estaba seguro de cuanta sangre había perdido y quería mantener alto su nivel de azúcar. Drenó la botella de agua entera y luego le preguntó la hora a un transeúnte. Configuró el reloj y lo deslizó alrededor de su muñeca.
Eran las seis y media. Tenía suficiente tiempo para llegar al lugar de reunión y prepararse.
*
Era casi de noche cuando llegó a la dirección que se le había entregado por teléfono. La puesta de sol sobre París arrojó grandes sombras por el bulevar. 187 Rue de Stalingrad era un bar en el 10mo distrito llamado Féline, un antro con ventanas pintadas y una fachada agrietada. Por otra parte, estaba situada en una calle poblada de estudios de arte, restaurantes Indios y cafés bohemios.
Reid se detuvo con la mano en la puerta. Si entraba, no habría vuelta atrás. Él todavía podía alejarse. No, el decidió, no podría. ¿A dónde iría? De vuelta a cada, ¿para que pudieran encontrarlo de nuevo? ¿Y vivir con esas extrañas visiones en su cabeza?
Él entró.
Las paredes del bar estaban pintadas de negro y rojo, y cubiertas con pósteres de la década de los cincuenta, de mujeres de rostro sombrío, titulares de cigarrillos y siluetas. Era muy temprano, o quizás muy tarde, para que el lugar estuviera ocupado. Los pocos clientes que se juntaban hablaban en voz baja, encorvados protectoramente sobre sus bebidas. Música melancólica de blues sonaba suavemente de un estéreo detrás de la barra.
Reid escaneó el lugar de izquierda a derecha y viceversa. Nadie miró en su dirección y, ciertamente, nadie se veía a los tipos que lo habían tomado como rehén. Tomó una pequeña mesa cerca de la parte trasera y se sentó frente a la puerta. Ordenó un café, aunque lo tuvo en frente de él humeando, la mayor parte.
Un anciano encorvado se deslizó de un taburete y cojeó a través de la barra hacia los baños. Reid encontró su mirada rápidamente atraída por el movimiento, escaneando al hombre. Finales de los sesenta. Displasia de cadera. Dedos amarillentos, dificultad para respirar — un fumador de cigarros. Sus ojos volaron al otro lado del bar, sin mover su cabeza, donde dos hombres de aspecto rudo en general estaban teniendo una silenciosa pero ferviente conversación sobre los deportes. Empleados de fábrica. El hombre de la izquierda no está durmiendo lo suficiente, probablemente el padre de hijos jóvenes. El hombre en la derecha estuvo en una pelea recientemente o, al menos, lanzó un puñetazo; sus nudillos están heridos. Sin pensarlo, se encontró a sí mismo examinando los puños de sus pantalones, sus mangas y la manera en la que sostenían sus codos en la mesa. Alguien con un arma la protegería, trataría de ocultarla, incluso inconscientemente.
Reid negó con la cabeza. Se estaba volviendo paranoico y estos persistentes pensamientos foráneos no ayudaban. Pero entonces, recordó la extraña ocurrencia con la farmacia, el recuerdo de su ubicación con sólo mencionar la mera necesidad de encontrar una. El académico en él habló. Quizás haya algo que aprender de esto. Quizás en vez de resistirse, deberías intentar abrirte.
La camarera era una mujer joven, con aspecto cansado y una melena morena con nudos. “¿Stylo?” preguntó ella al pasar junto a él. “¿Ou crayon?” ¿Bolígrafo o lápiz? Ella buscó en su cabello enredado y encontró un bolígrafo. “Merci”.
Ella alisó una servilleta de cóctel y le puso la punta del bolígrafo. Esta no era alguna habilidad nueva que nunca había aprendido; está era una táctica del Profesor Lawson, una que había usado muchas veces en el pasado para recordar y fortalecer la memoria.
Recordó su conversación, si podía llamarla así, con los tres captores Árabes. Trató de no pensar en sus ojos muertos, la sangre en el piso o la bandeja de implementos afilados, destinados a cortar cualquier verdad que pensaban que él tenía. En cambio, se enfocó en los detalles verbales y escribió el primer nombre de vino a su mente.
Luego murmuró en voz alta. “El Jeque Mustafar”.
Un sitio negro Marroquí. Un hombre que pasó toda su vida en riqueza y poder, pisoteando a aquellos menos afortunados que él, aplastándolos debajo de sus zapatos — ahora asustado de mierda porque sabes que puedes enterrarlo hasta el cuello en la arena y nadie encontraría nunca sus huesos.
“¡Te he dicho todo lo que sé!” Él insistió.
Vamos, vamos. “Mi inteligencia dice lo contrario. Dicen que puedes saber mucho más, pero quizás tengas miedo de las personas equivocadas. Te diré algo, Jeque… ¿mi amigo en la habitación de al lado? Se está poniendo ansioso. Verás, él tiene este martillo — es sólo una cosa pequeña, un martillo de piedra, ¿cómo un geólogo lo usaría? Pero hace maravillas en huesos pequeños, nudillos…”
“¡Lo juro!” El jeque retorcía sus manos nerviosamente. Lo reconociste como un cuento. “Eran otras conversaciones sobre los planes, pero eran en Alemán, Ruso… ¡No entendía!”
“Sabes, Jeque… una bala suena igual en cada idioma”.
Reid volvió al bar de mala muerte. Su garganta se sentía seca. El recuerdo había sido intenso, tan vívido y lúcido como cualquier otro que en realidad había experimentado. Y había sido su voz en su cabeza, amenazando casualmente, diciendo cosas que nunca soñaría decirle a otra persona.
Planes. El jeque definitivamente dijo algo sobre unos planes. Cualquier cosa terrible que estuviera preocupando a su subconsciente, temía la clara sensación de que aún no había ocurrido.
Tomó un sorbo de su café, ahora tibio, para calmar sus nervios. “Está bien”, se dijo así mismo. “Está bien”. Durante su interrogatorio en el sótano, le preguntaron sobre unos compañeros agentes en el campo y tres nombres destellaron por su mente. Anotó uno y luego lo leyó en voz alta.
“Morris”.
Una cara vino inmediatamente a él, un hombre en sus primeros treinta, bien parecido y astuto. Una arrogante media sonrisa con sólo un lado de su boca. Cabello oscuro, estilizado para que luzca joven.
Una pista de aterrizaje privada en Zagreb. Morris corre a tu lado. Ambos tienen sus armas afuera, con los cañones apuntando hacia abajo. No puedes dejar que los dos Iraníes lleguen al avión. Morris apunta entre zancadas y dispara dos veces. Uno agarra al becerro y el primer hombre cae. Tú alcanzas al otro, embistiéndolo brutalmente contra el piso.
Otro nombre. “Reidigger”.
Una sonrisa de niño, cabello bien peinado. Un poco de panza. Él usaría su peso mejor si fuera unos centímetros más altos. El trasero de un montón de nervaduras, pero se lo toma con buen humor.
El Ritz en Madrid. Reidigger cubre el pasillo mientras pateas la puerta y agarras al bombardero desprevenido. El hombre va por el arma en el escritorio, pero eres más rápido. Rompes su muñeca… luego Reidigger te dice que escuchó el sonido desde el pasillo. Eso le revolvió el estómago. Todos se ríen.
El café ya estaba frío, pero Reid apenas lo notó. Sus dedos temblaban. No había duda de ello; cualquier cosa que le estuviera sucediendo, estos eran recuerdos… sus recuerdos. O de alguien. Los captores, tuvieron que cortar algo de su cuello y lo llamaron supresor de memoria. Eso no podría ser verdad; este no era él. Había algo más. Tenía los recuerdos de alguien más mezclados con los suyos.