Esclava, Guerrera, Reina - Морган Райс 2 стр.


“No esperaba menos”, sonrió él con aires de superioridad.

Ella cruzó los brazos sobre su pecho cuando un oscuro pensamiento pasó por su mente.

“Madre no lo permitirá”, dijo.

“Pero Padre sí que lo haría”, dijo él. “Ya sabes que está muy orgulloso de ti”.

El comentario amable de Nesos la cogió desprevenida y, sin saber realmente cómo aceptarlo, bajó la mirada. Quería muchísimo a su padre y sabía que él la quería. Sin embargo, por alguna razón, la cara de su madre aparecía ante ella. Lo que siempre había deseado era que su madre la quisiera y la aceptara tanto como hacía con sus hermanos. Pero por mucho que lo intentara, Ceres sentía que nunca sería suficiente a ojos de ella.

Sartes resoplaba mientras subía el último escalón tras ellos. Ceres todavía le sacaba una cabeza y era tan flaco como un grillo, pero ella estaba convencida de que germinaría como un brote de bambú cualquier día de estos. Esto es lo que le había sucedido a Nesos. Ahora era un tiarrón musculoso, que rondaba los dos metros de altura.

“¿Y tú?” le dijo Ceres a Sartes. “¿Quién crees que ganará?”

“Estoy contigo. Brennio”.

Ella sonrió y le despeinó cariñosamente el pelo. Él siempre decía lo mismo que ella.

Se escuchó otro murmullo, la multitud se hizo más espesa y ella sintió que debían ir más deprisa.

“Vamos”, dijo, “no hay tiempo que perder”.

Sin esperar, Ceres bajó del muro y fue a parar al suelo corriendo. Sin perder de vista la fuente, atravesó corriendo la plaza, deseosa de encontrarse con Rexo.

Él se dio la vuelta y su ojos se abrieron completamente de placer mientras ella se acercaba. Fue corriendo hacia él y sintió que sus brazos le rodeaban la cintura, mientras él apretaba su desaliñada mejilla contra la suya.

“Ciri”, dijo con su voz baja y áspera.

Un escalofrío le recorrió la espalda cuando dio una vuelta entera para encontrarse con los ojos azul de cobalto de Rexo. Con cerca de dos metros de altura, le sacaba casi una cabeza, era rubio, su tosco pelo enmarcaba su rostro en forma de corazón. Olía a jabón y aire libre. Cielos, qué contenta estaba al verlo de nuevo. Aunque se valía por sí misma en casi cualquier situación, su presencia le aportaba tranquilidad.

Ceres se puso de puntillas y le rodeó su grueso cuello con ganas. Nunca lo había visto como algo más que un amigo hasta que le oyó hablar de la revolución y del ejército clandestino del que era miembro. “Lucharemos para liberarnos del yugo de la opresión”, le había dicho años atrás. Él había hablado con tanta pasión de la rebelión que, por un momento, ella había creído realmente que derrocar a la realeza era posible.

“¿Cómo fue la caza?” le preguntó con una sonrisa, pues sabía que había estado fuera unos días.

“Eché de menos tu sonrisa”. Con una caricia, le echó su pelo dorado tirando a rosáceo hacia atrás. “Y tus ojos color esmeralda”.

Ceres también lo había echado de menos, pero no se atrevía a decirlo. Le daba mucho miedo perder la amistad que tenían si alguna vez pasaba algo entre ellos.

“Rexo”, dijo Nesos al llegar, con Sartes detrás de él y le agarró del brazo.

“Nesos”, dijo él con su voz profunda y autoritaria. “No tenemos mucho tiempo si tenemos que entrar”, añadió, haciendo una señal a los demás.

Todos empezaron a correr, mezclándose con el gentío que se dirigía hacia el Stade. Los soldados del Imperio estaban por todas partes, exhortando a la multitud a avanzar, algunas veces con garrotes y látigos. Cuanto más se acercaban al camino que llevaba al Stade, más gruesa era la multitud.

De repente, Ceres escuchó un clamor proveniente de al lado de uno de los pabellones e instintivamente se giró hacia el ruido. Vio que se había abierto un generoso espacio alrededor de un niño, flanqueado por dos soldados del Imperio, y un comerciante. Unos cuantos mirones se marcharon, mientras otros estaban en círculo mirando boquiabiertos.

Ceres corrió hacia delante y vio que uno de los soldados le arrebataba una manzana de la mano al niño de un golpe mientras le agarraba de su pequeño brazo, sacudiéndolo violentamente.

“¡Ladrón!” gruñó el soldado.

“¡Piedad, por favor!” gritó el niño, mientras las lágrimas caían por sus sucias y demacradas mejillas. “¡Yo… tenía mucha hambre!”

Ceres sentía que en su corazón estallaba la compasión, ya que ella había sentido la misma hambre y sabía que los soldados serían, como mínimo, crueles.

“Soltad al chico”, dijo el fornido comerciante con calma haciendo un gesto con la mano, mientras su anillo de oro reflejaba la luz del sol. “Me puedo permitir darle una manzana. Tengo centenares de manzanas”. Soltó una risita, como para quitarle hierro a la situación.

Pero la multitud se reunió alrededor y se quedó en silencio mientras los soldados se dieron la vuelta para enfrentarse al comerciante, con su armadura brillante traqueteando. El corazón de Ceres se encogió por el comerciante, sabía que nunca nadie se arriesgaba a enfrentarse al Imperio.

El soldado se adelantó amenazador hacia el comerciante.

“¿Defiendes a un criminal?”

El comerciante miraba de uno a otro, ahora parecía inseguro. El soldado entonces se dio la vuelta y pegó al niño en la cara con un repugnante chasquido que hizo temblar a Ceres.

El chico cayó al suelo dando un fuerte golpe mientras la multitud soltaba un grito ahogado.

Señalando al comerciante, el soldado dijo, “Para probar tu lealtad al Imperio, sujetarás al chico mientras lo azotamos”.

Los ojos del comerciante se volvieron fríos, le sudaba la frente. Para sorpresa de Ceres, se mantuvo firme.

“No”, respondió.

El segundo soldado dio dos pasos amenazadores hacia el comerciante y su mano se movió hacia la empuñadura de su espada.

“Hazlo o perderás tu cabeza y quemaremos tu puesto”, dijo el soldado.

La cara redonda del comerciante perdió fuerza y Ceres vio que estaba derrotado.

Lentamente se acercó caminando al chico y lo agarró por los brazos, arrodillándose ante él.

“Por favor, perdóname”, dijo, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

El chico gimoteaba y empezó a gritar mientras intentaba soltarse.

Ceres vio que el chico estaba temblando. Quería seguir avanzando hasta el Stade, para evitar presenciar aquello pero, en cambio, sus pies se quedaron quietos en medio de la plaza, sus ojos pegados a aquella brutalidad.

El primer soldado arrancó la camisa al niño mientras el segundo soldado hacía girar un látigo por encima de su cabeza. La mayoría de mirones alentaban a los soldados, aunque unos cuantos susurraron algo y se marcharon con la cabeza baja.

Nadie defendió al ladrón.

Con una expresión voraz, casi exasperante, el soldado destrozaba la espalda del chico con el látigo, haciéndolo gritar de dolor mientras lo azotaba. La sangre supuraba por las heridas recientes. Una y otra vez, el soldado lo golpeó hasta que la cabeza del chico se cayó hacia atrás y dejó de gritar.

Ceres sintió el fuerte deseo de ir corriendo hacia delante y salvar al chico. Sin embargo, ella sabía que hacerlo significaría su muerte y la muerte de todos aquellos a quienes amaba. Dejó caer sus hombros, se sentía desesperada y derrotada. Por dentro, decidió que un día se vengaría.

Tiró de Sartes hacia ella y le tapó los ojos, con el deseo desesperado de protegerlo, de darle algunos años más de inocencia, aunque en aquella tierra no había inocencia que tener. Se obligó a sí misma a no actuar por impulso. Como hombre, era necesario que viera estas muestras de crueldad, no solo para adaptarse sino también para ser un fuerte aspirante a la rebelión algún día.

Los soldados arrancaron al chico de las manos del comerciante y arrojaron su cuerpo sin vida a la parte posterior de un carro de madera. El comerciante apretó las manos contra la cara y lloró.

En unos instantes, el carro ya estaba en marcha y el espacio abierto que se había formado previamente se volvió a llenar de gente que deambulaba por la plaza como si no hubiera pasado nada.

Ceres sentía una agobiante sensación de náuseas que la llenaba por dentro. Era injusto. En aquel mismo momento, podía identificar a media docena de ladronzuelos que habían perfeccionado tanto su arte que incluso ni los soldados del Imperio podían atraparlos. La vida de aquel pobre chico se había echado a perder por su falta de habilidad. Si los pillaban, los ladrones –fueran jóvenes o mayores- perdían sus extremidades o alguna cosa más, dependiendo del humor que tuvieran los jueces aquel día. Si tenían suerte, se les perdonaría la vida y se les condenaría a trabajar en las minas de oro de por vida. Ceres prefería morir que tener que aguantar ser encarcelada de aquella manera.

Continuaron caminando por la calle, con la moral por los suelos, hombro a hombro con los demás mientras la temperatura aumentaba de forma insoportable.

Un carruaje de oro se detuvo cerca de ellos, obligando a todo el mundo a apartarse de su camino, empujando a la gente hacia las casas que había a los lados. Mientras la empujaban bruscamente, Ceres alzó la vista y vio a tres chicas adolescentes vestidas con coloridos vestidos de seda, broches de oro y joyas preciosas que adornaban sus elaborados recogidos. Una de las adolescentes, riendo, tiró una moneda a la calle y un puñado de plebeyos se encorvaron sobre sus manos y rodillas, peleando por un trozo de metal que alimentaría a una familia durante un mes entero.

Ceres nunca se agachaba para recoger ninguna limosna. Prefería morir de hambre que aceptar donaciones de personas como aquellas.

Observó cómo un hombre joven conseguía coger la moneda y un hombre más mayor lo tiraba al suelo y le colocaba una mano firme contra el cuello. Con la otra mano, el hombre más mayor hizo caer la moneda de la mano del hombre joven.

Las adolescentes reían y los señalaron con el dedo antes de que su carruaje continuara serpenteando entre las masas.

A Ceres se le contraían las entrañas por la indignación.

“En un futuro próximo, la desigualdad desaparecerá para siempre”, dijo Rexo. “Yo me encargaré de ello”.

Cuando lo escuchaba hablar, Ceres sacaba pecho. Un día lucharía lado a lado con él y sus hermanos en la rebelión.

A medida que se acercaban al Stade las calles se ensanchaban y Ceres sintió que podía respirar hondo. Corría el aire. Sentía que se iba a romper por la emoción.

Atravesó una de las docenas de entradas arqueadas y alzó la vista.

Miles y miles de plebeyos pululaban dentro del magnífico Stade. La estructura oval se había derrumbado en la parte superior al norte y la mayoría de tendales rojos estaban rasgados y protegían poco del sol abrasador. Bestias salvajes rugían desde detrás de puertas de hierro y trampillas y ella vio a los combatientes preparados detrás de las puertas.

Ceres miraba boquiabierta, quedándose asombrada ante todo aquello.

Antes de que pudiera darse cuenta, Ceres miró hacia arriba y se dio cuenta de que se había quedado atrás respecto a Rexo y sus hermanos. Fue corriendo hacia delante para alcanzarlos pero, tan pronto como lo hizo, cuatro hombres corpulentos la habían rodeado. Ella sentía el olor a alcohol y pescado podrido y su olor corporal mientras se iban acercando, mirándola con la boca abierta, llena de dientes podridos y con sus horribles sonrisas.

“Tú vienes con nosotros, chica guapa”, dijo uno de ellos mientras todos se acercaban estratégicamente a ella.

El corazón de Ceres se aceleró. Ella miró al frente en busca de los demás, pero ya se habían perdido entre la multitud cada vez más espesa.

Ella se encaró a los hombres, intentando mostrar su cara más valiente.

“Soltadme o…”

Ellos se echaron a reír.

“¿O qué?” dijo uno con burla. “¿Una chiquilla como tú podrá con nosotros cuatro?”

“Podríamos llevarte de aquí dando patadas y gritando y ni un alma diría ni pío”, añadió otro.

Y era cierto. De reojo, Ceres veía que la gente pasaba por allí corriendo, fingiendo que no se daban cuenta de cómo la estaban amenazando aquellos hombres.

De repente, el rostro del líder se volvió serio y con un movimiento rápido, la agarró por los brazos y se la acercó. Sabía que podían llevársela de allí y que nadie la volvería a ver nunca, y aquel pensamiento la aterrorizaba más que cualquier otra cosa.

Intentando ignorar su corazón latiente, Ceres se dio la vuelta, soltándose de su fuerte agarre. Los otros hombres se reían a carcajadas, pero cuando ella golpeó la nariz del líder con la palma de la mano, echando su cabeza hacia atrás, se quedaron en silencio.

El líder se puso sus sucias manos sobre la nariz y gruñó.

Ella no se rindió. Sabiendo que tenía una oportunidad, le dio una patada en el estómago, recordando sus días de pelea y él se colapsó con el impacto.

Sin embargo, los otros tres estuvieron de inmediato encima de ella, agarrándola y tirando de ella con sus fuertes manos.

De repente, cedieron. Ceres echó un vistazo y vio con alivio que Rexo aparecía y daba un puñetazo a uno en la cara, dejándolo fuera de combate.

Entonces apareció Nesos, agarró a otro y le dio un rodillazo en la barriga, mandándolo al suelo y dejándolo tirado en la tierra roja.

El cuarto hombre fue a por Ceres pero, justo cuando estaba a punto de atacar, ella se agachó, dio la vuelta y le dio una patada por detrás y lo mandó volando de cabeza a una columna.

Se quedó de pie, respirando profundamente, asimilando todo aquello.

Rexo le puso una mano en el hombro a Ceres. “¿Estás bien?”

El corazón de Ceres todavía iba como loco, pero lentamente un sentimiento de orgullo substituyó al de miedo. Había hecho bien.

Ella asintió y Rexo le pasó un brazo por los hombros mientras seguían caminando, sus labios carnosos dibujaron una sonrisa.

“¿Qué?” preguntó Ceres.

“Cuando vi lo que estaba sucediendo, me entraron ganas de clavarles la espada a cada uno de ellos. Pero entonces vi cómo te defendías tú sola”. Negó con la cabeza mientras soltaba una risa. “No se lo esperaban”.

Ella notó cómo se le enrojecían las mejillas. Deseaba decir que no había pasado miedo, pero la verdad es que sí que pasó.

“Estaba nerviosa”, confesó.

“¿Ciri, nerviosa? Nunca”. Le besó la cabeza mientras continuaban hacia el Stade.

Encontraron unos cuantos sitios a nivel del suelo y se sentaron, Ceres estaba emocionada de que no fuera demasiado tarde mientras dejaba atrás todos los acontecimientos del día y se permitía dejarse llevar por los gritos de la multitud.

“¿Los ves?”

Ceres siguió el dedo de Rexo y, al alzar la vista, vio aproximadamente a una docena de adolescentes sentados en una caseta dando sorbos de vino en cálices de plata. Ella jamás había visto una ropa tan buena, tanta comida encima de una mesa, tantas joyas brillantes en toda su vida. Ninguno de ellos tenía las mejillas hundidas ni la barriga cóncava.

“¿Qué están haciendo?” preguntó al ver a uno de ellos recogiendo monedas en un cuenco de oro.

“Cada uno de ellos posee a un combatiente”, dijo Rexo, “y hacen sus apuestas sobre quién ganará”.

Ceres se mofó de ellos. Se dio cuenta de que para ellos tan solo era un juego. Evidentemente, a los adolescentes consentidos no les importaban los guerreros o el arte del combate. Solo querían ver si su combatiente ganaba. Sin embargo, para Ceres este acontecimiento iba sobre el honor, la valentía y la habilidad.

Se levantaron las banderas reales, resonaron las trompetas y, al abrirse de golpe las puertas de hierro, una en cada extremo del Stade, combatiente tras combatiente salieron de los agujeros negros, con su cuero y su armadura de hierro atrapando la luz del sol y emitiendo chispas de luz.

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