¿A largo plazo? De repente, entendió que su nuevo trabajo no iba a ser solo por unos meses. Podría llevarle años.
Su desánimo aumentó.
Él se adelantó, como si lo percibiera, y la abrazó.
Ella sintió cómo empezaba a llorar en sus brazos.
“Te echaré de menos, Ceres”, dijo por encima de su hombro. “Eres diferente a todos los demás. Cada día miraré a los cielos y sabré que tú estás bajo las mismas estrellas. ¿Harás lo mismo?”
Al principio quiso gritarle y decirle: ¿Cómo te atreves a dejarme aquí sola?
Pero en su corazón sentía que no podía quedarse y no quería hacérselo más difícil de lo que ya era.
Una lágrima le cayó por la cara. Ella resopló y asintió con la cabeza.
“Cada noche estaré bajo nuestro árbol”, dijo ella.
La besó en la frente y la rodeó con sus tiernos brazos. Las heridas de su espalda parecían cuchillos, pero ella apretó los dientes y se quedó en silencio.
“Te quiero, Ceres”.
Ella quería responder y, sin embargo, no pudo decir nada, las palabras se le habían quedado atascadas en la garganta.
Él trajo a su caballo del establo y Ceres le ayudó a cargarlo de comida, herramientas y provisiones. Él la abrazó por última vez y ella pensó que el pecho le iba a estallar por la tristeza. Pero todavía no podía pronunciar una sola palabra.
Él montó en el caballo y asintió con la cabeza antes de hacerle una señal al animal para que se pusiera en marcha.
Ceres le decía adiós con la mano mientras el se iba cabalgando y observó con firme decisión hasta que desapareció detrás de una colina lejana. El único amor verdadero que había conocido provenía de aquel hombre. Y ahora se había ido.
La lluvia empezó a caer del cielo y le pinchaba en la cara.
“¡Padre!” gritó lo más fuerte que pudo. “¡Padre, te quiero!”
Cayó de rodillas y hundió su cara en sus manos, llorando.
Sabía que la vida no volvería a ser la misma.
CAPÍTULO TRES
Con los pies doloridos y los pulmones ardiendo subía la empinada colina como podía sin derramar ni una gota de ninguno de los cubos que llevaba a los lados. Normalmente ella pararía para hacer una pausa, pero su madre la había amenazado sin desayuno a no ser que llegara al amanecer –y no desayunar significaba no comer hasta la cena. De todas formas, no le importaba el dolor –este, por lo menos, hacía que no pensara en su padre y en el triste nuevo estado de las cosas desde que él se fue.
El sol estaba justo ahora en la cima de las Montañas Alva a lo lejos, pintando las desperdigadas nubes de arriba de un rosa dorado y el suave viento susurraba a través de la hierba alta y amarilla que había a ambos lados del camino. Ceres inhaló el aire fresco de la mañana y decidió ir más rápida. Su madre no encontraría aceptable la excusa de que su pozo habitual se había secado o que había una larga cola en el otro que estaba a casi medio kilómetro. De hecho, no se detuvo hasta llegar a la cima de la colina y, una vez hecho, se paró en seco, aturdida por la visión que tenía ante ella.
Allá, en la distancia, estaba su casa y delante de ella había un carro de bronce. Delante de él estaba su madre, conversando con un hombre con tanto sobrepeso que Ceres pensó que nunca había visto a nadie que tuviera la mitad de su tamaño. Llevaba una túnica de lino de color bermellón y un sombrero de seda rojo y su larga barba era espesa y gris. Ella se fijó más, intentando comprender. ¿Era un mercader?
Su madre llevaba su mejor vestido, un vestido verde de lino que llegaba hasta el suelo que había adquirido hacía años con el dinero que se suponía que iba a servir para comprar zapatos nuevos a Ceres. Nada de todo esto tenía sentido.
Con indecisión, Ceres empezó a bajar la colina. Mantenía los ojos fijos en ella y cuando vio que aquel hombre mayor le pasaba una pesada bolsa de piel a su madre y la cara demacrada de su madre se iluminaba, todavía tuvo más curiosidad. ¿Había acabado su mala suerte? ¿Podría volver a casa su padre? Los pensamientos le aliviaron un poco el peso que tenía en el pecho, aunque no iba a emocionarse hasta conocer los detalles.
Cuando se acercaba a su casa, su madre se giró y le sonrió cálidamente e, inmediatamente, Ceres sintió un nudo de preocupación en su estómago. La última vez que su madre le había sonreído así –con los dientes y los ojos brillantes- Ceres había recibido un azote.
“Querida hija”, dijo su madre con un tono excesivamente dulce, abriendo los brazos hacia ella con una sonrisa que hizo que a Ceres se le cortara la sangre.
“¿Esta es la chica?” dijo el hombre mayor con una sonrisa de deseo y abriendo como platos sus pequeños ojos brillantes al mirar a Ceres.
Ya de cerca, Ceres podía para ver cada arruga en la piel de aquel hombre obeso. Su ancha nariz plana parecía ocupar toda su cara y, cuando se quitó el sombrero, su sudorosa cabeza calva brillaba con el sol.
Su madre fue tan campante hacia Ceres, le quitó los cubos y los colocó en la hierba chamuscada. Solo este gesto le confirmaba a Ceres que algo iba realmente mal. Empezó a sentir cómo una sensación de pánico crecía en su pecho.
“Le presento a mi orgullo y mi alegría, mi única hija, Ceres”, dijo su madre, fingiendo secarse una lágrima del ojo cuando no había ninguna. “Ceres, este es Lord Blaku. Por favor, presenta tus respetos a tu nuevo amo”.
Un golpe de miedo se le clavó a Ceres en el pecho. Respiró profundamente.
Ceres miró a su madre que, con la espalda hacia Lord Blaku, le hizo la sonrisa más malvada que jamás había visto.
“¿Amo?” preguntó Ceres.
“Para salvar a tu familia de la ruina económica y de la vergüenza pública, el bondadoso Lord Blaku nos ofreció a tu padre y a mí un generoso trato: un saco de oro a cambio de ti”.
“¿Qué?” dijo Ceres con la voz entrecortada, sintiendo cómo si estuviera clavada en la tierra.
“Ahora, sé la chica buena que yo sé que eres y presenta tus respetos”, dijo su madre, disparando una mirada de advertencia a Ceres.
“No lo haré”, dijo Ceres, dando un paso hacia atrás mientras inflaba el pecho, sintiéndose estúpida por no haberse dado cuenta de inmediato de que aquel hombre era un mercader y que la transacción era por su vida.
“Padre nunca me vendería”, añadió entre sus dientes apretados, mientras su horror e indignación crecían.
Su madre frunció el ceño y la agarró por el brazo, clavando sus uñas en la piel de Ceres.
“Si te portas bien, este hombre puede tomarte por esposa y, para ti, esto sería muy buena suerte”, dijo ella entre dientes.
Lord Blaku se lamió sus labios cortados y sus ojos ojerosos miraban de arriba abajo el cuerpo de Ceres con deseo.¿Cómo podía hacerle esto su madre? Ella sabía que su madre no la quería tanto como a sus hermanos, ¿pero esto?
“Marita”, dijo él con voz nasal. “Me dijiste que tu hija era hermosa, pero olvidaste decirme la criatura completamente maravillosa que es. Me atrevo a decir que jamás he visto a una mujer con los labios tan suculentos como los suyos, unos ojos tan apasionados y un cuerpo tan firme y exquisito”.
La madre de Ceres se puso una mano en el pecho y suspiró y Ceres sintió que podría vomitar allí mismo. Apretó los puños y soltó su brazo del agarre de su madre.
“Quizás tendría que haberle pedido más, si tanto le complace”, dijo la madre de Ceres, bajando la mirada como abatida. “Al fin y al cabo, ella es nuestra única querida hija”.
“Estoy dispuesto a pagar bien por esta belleza. ¿Serán suficientes otras cinco piezas de oro?” preguntó.
“Muy generoso por su parte”, respondió su madre.
Lord Blaku fue hasta el carro para coger más oro.
“Padre nunca estaría de acuerdo con esto”, dijo Ceres con desprecio.
La madre de Ceres dio un paso amenazador hacia ella.
“Oh, pero si fue idea de tu padre”, dijo su madre bruscamente, con las cejas subidas hasta media frente. Entonces Ceres supo que estaba mintiendo, siempre que hacía aquello estaba mintiendo.
“¿Realmente crees que tu padre te quiere a ti más de lo que me quiere a mí?” preguntó su madre.
Ceres parpadeó, preguntándose que tenía que ver eso con todo aquello.
“Yo nunca podría querer a alguien que se cree mejor que yo”, añadió.
“¿Nunca me quisiste?” preguntó Ceres, mientras su furia iba convirtiéndose en deseperación.
Con el oro en mano, Lord Blaku andó como con aires patosos hasta la madre de Ceres y se lo entregó.
“Tu hija bien vale cada pieza”, dijo. “Será una buena esposa y me dará muchos hijos”.
Ceres se mordió los labios por dentro y negó una y otra vez con la cabeza.
“Lord Blaku vendrá a buscarte por la mañana, o sea que ve hacia dentro y prepara tus pertenencias”, dijo la madre de Ceres.
“¡No lo haré!” gritó Ceres.
“Este siempre ha sido tu problema, chica. Solo piensas en ti misma. Este oro”, dijo su madre, sacudiendo la bolsa delante de la cara de Ceres, “mantendrá a tus hermanos con vida. Mantendrá a nuestra familia intacta, nos permitirá quedarnos en nuestro hogar y hacer reparaciones. ¿No se te ocurrió pensar en ello?”
Por un segundo, Ceres pensó que quizás estaba siendo egoísta, pero entonces se dio cuenta de que su madre estaba jugando de nuevo con su mente, usando el amor que Ceres tenía por sus hermanos contra ella.
“No se preocupe”, dijo la madre de Ceres dirigiéndose a Lord Blaku. “Ceres obedecerá. Lo único que tiene que hacer es ser firme con ella y se vuelve tan dócil como un cordero”.
Nunca. Jamás sería la esposa de aquel hombre o propiedad de alguien. Y nunca permitiría que su hambre intercambiara su vida por cincuenta y cinco piezas de oro.
“Jamás me iré con este mercader”, dijo de repente Ceres, lanzándole una mirada de asco.
“¡Niña desagradecida!” exclamó la madre de Ceres. “Si no haces lo que te digo, te pegaré tan fuerte que jamás volverás a caminar. ¡Ahora ve hacia dentro!”
El pensamiento de ser golpeada por su madre le trajo horribles y viscerales recuerdos; la remontó a aquel terrible momento cuando ella tenía cinco años y su madre la pegó hasta que todo se le puso negro. Las heridas de aquella paliza y muchas otras sanaron, sin embargo, las heridas en el corazón de Ceres nunca habían dejado de sangrar. Y ahora que sabía con seguridad que su madre no la quería, y que nunca lo había hecho, su corazón se le partió para siempre.
Antes de que pudiera responder, la madre de Ceres dio un paso adelante y le pegó tan fuerte en la cara que le empezó a sonar el oído.
Al principio, Ceres se quedó perpleja ante el repentino ataque y casi se echó hacia atrás. Pero entonces algo despertó en su interior. No se iba a encoger de miedo como siempre hacía.
Ceres dio una bofetada a su madre en la mejilla, tan fuerte que cayó al suelo, jadeando horrorizada.
Con la cara roja, la madre de Ceres se puso de pie, agarró a Ceres por el hombro y el pelo y le pegó un rodillazo en el estómago a Ceres. Cuando Ceres se inclinó hacia delante por el dolor, su madre le golpeó en la cara con la rodilla, haciéndola caer al suelo.
El mercader estaba allí y observaba, con los ojos abiertos como platos, riéndose por lo bajo, estaba claro que disfrutaba con la pelea.
Todavía tosiendo y respirando con dificultad por el ataque, Ceres se puso de pie tambaleándose. Gritando, se abalanzó sobre su madre, tirándola al suelo.
“Esto se acaba hoy, era lo único que pensaba Ceres. Todos aquellos años en que no había sido querida, en los que la habían tratado con desprecio alimentaban su ira. Ceres golpeó a su madre en la cara una y otra vez con los puños cerrados mientras caían por sus mejillas lágrimas de rabia y por sus labios se escapaban gemidos incontrolables.
Finalmente, su madre se quedó flácida.
Los hombros de Ceres temblaban con cada grito, sus entrañas se retorcían en su interior. Alzó la vista, nublada por las lágrimas, y miró al mercader con un odio incluso más intenso.
“Tú serás buena”, dijo Lord Blaku con una sonrisa astuta, mientras recogía la bolsa de oro del suelo y se la ataba a su cinturón de piel.
Antes de que pudiera reaccionar, sus manos ya estaban sobre ella. Cogió a Ceres y la montó en el carro, echándola al fondo en un movimiento rápido, como si fuera un saco de patatas. Su enorme masa y su fuerza eran demasiado para poderse resisitir. Cogiendo su muñeca con una mano y una cadena con la otra, dijo, “No soy tan estúpido como para pensar que todavía ibas a estar aquí por la mañana”.
Echó un vistazo al que había sido su hogar durante dieciocho años y sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar en sus hermanos y en su padre. Pero tenía que hacer una eleción si quería salvarse, antes de que la cadena estuviera alrededor de su tobillo.
Por eso, con un movimiento rápido, reunió toda su fuerza y se soltó del mercader, levantó la pierna y le golpeó en la cara lo más fuerte que pudo. Él cayó hacia atrás, fuera del carro y fue a parar al suelo.
Ella saltó del carro y corrió tan rápido como pudo por el camino de tierra, lejos de la mujer a la que juró no volver a llamar madre jamás, lejos de todo lo que había conocido y amado.
CAPÍTULO CUATRO
Rodeado por la familia real, Thanos se esforzaba por mantener una expresión agradable en su rostro mientras agarraba la copa de oro de vino y, sin embargo, no podía. Odiaba estar allí. Odiaba a aquella gente, su familia. Y odiaba asistir a reuniones reales, especialmente las que seguían a las Matanzas. Sabía cómo vivía la gente, lo pobres que eran y sentía lo insensata e injusta que toda aquella fastuosidad y arrogancia era. Daría lo que fuera por estar lejos de allí.
Cuando estaba con sus primos Lucio, Aria y Vario, Thanos no hacía ni el más mínimo esfuerzo por seguir su insignificante conversación. En su lugar, observaba a los invitados imperiales deambulando por los jardines de palacio, llevando sus togas y estolas, con sus falsas sonrisas y desprendiendo una falsa elegancia. Unos cuantos de sus primos se estaban tirando comida entre ellos mientras corrían por el cuidadísimo césped y entre las mesas repletas de comida y vino. Otros estaban recreando sus escenas favoritas de las Matanzas, riendo y burlándose de aquellos que habían perdido sus vidas hoy.
Centenares de personas, pensó Thanos, y ninguno de ellos era honesto.
“El mes que viene compraré tres combatientes” dijo Lucio, el mayor, con un tono estrepitoso mientras se secaba las gotas de sudor de la frente dando palmaditas con un pañuelo de seda. “Stefano no valía ni la mitad de lo que pagué por él y, si no estuviera muerto ya, yo mismo le hubiera atravesado una espada por luchar como una chica en la primera ronda”.
Aria y Vario rieron, pero Thanos no creyó que el comentario fuera gracioso. Consideraran o no las Matanzas como un juego, deberían respetar a los valientes y a los muertos.
“¿Y no visteis a Brennio?”, preguntó Aria, con sus grandes ojos azules totalmente abiertos. “Pensé seriamente en comprarlo, pero me lanzó una mirada presuntuosa mientras observaba cómo ensayaba. ¿Podéis creerlo?” añadió, mientras miraba hacia arriba y resoplaba.
“Y apesta como una mofeta”, añadió Lucio.
Todos, excepto Thanos, rieron de nuevo.
“Ninguno de nosotros lo hubiera elegido”, dijo Vario. “Aunque duró más de lo que esperaba, sus maneras fueron horribles”.
Thanos no pudo callar ni un segundo más.
“Brennio tenía la mejor forma de todo el circo”, interrumpió él. “No habléis del arte del combate como si tuvierais alguna idea del mismo”.
Los primos se quedaron en silencio y Aria abrió los ojos como platos mientras miraba hacia el suelo. Vario sacó pecho y cruzó los brazos. Se acercó más a Thanos, como para retarlo y la tensión podía sentirse en el aire.
“Bueno, olvidad a aquellos combatientes vanidosos”, dijo Ario, interponiéndose entre los dos para apaciguar la situación. Les hizo una señal a los chicos para que se reunieran a su alrededor y entonces susurró: “He escuchado un rumor disparatado. Un pajarito me dijo que el rey quiere que alguien de origen real compita en las Matanzas”.