Él se pavoneaba por la abertura, al centro, dirigiéndose a su trono. Subió los escalones de piedra, pasando por los leones dorados tallados y se hundió en el cojín de terciopelo rojo que recubre su trono, forjado completamente en oro. Su padre se había sentado en ese trono, al igual que el padre de éste, y todos los MacGil antes que él. Cuando se sentó, MacGil sintió el peso de sus ancestros—de todas las generaciones—sobre él.
Examinó a los Consejeros que estaban ahí presentes. Estaba Brom, su mejor general y su asesor en asuntos militares; Kolk, el general de la Legión de los muchachos; Aberthol, el mayor del grupo, un erudito e historiador, mentor de los reyes de tres generaciones; Firth, su asesor en asuntos internos de la Corte, un hombre delgado, con el pelo corto y canoso y los ojos ahuecados que nunca se quedaban quietos. Firth no era un hombre en quien MacGil confiaba, y nunca entendió su título. Pero su padre, y su abuelo, lo mantuvieron como asesor para asuntos judiciales, y lo mantuvo por respeto a ellos. Estaba Owen, su tesorero; Bradaigh, su asesor en asuntos externos; Earnan, su recaudador de impuestos; Duwayne, su asesor en asuntos de la plebe; y Kelvin, representante de los nobles.
Por supuesto, el rey tenía autoridad absoluta. Pero su reino era liberal, y sus padres, siempre se habían sentido orgullosos de permitir a los nobles tener voz en todos los asuntos, canalizada a través de su representante. Históricamente, era un equilibrio de poder incómodo entre la monarquía y la nobleza. Ahora había armonía, pero en otros momentos había habido revueltas y luchas de poder entre los nobles y la realeza. Era un buen equilibrio.
Cuando MacGil examinó la habitación, se dio cuenta de que faltaba una persona: el hombre con quien quería hablar más que nadie—Argon. Como de costumbre, cuándo y dónde aparecería, era impredecible. Eso enfurecía a MacGil infinitamente, pero no tenía más remedio que aceptarlo. El modo de ser de los Druidas era inescrutable para él. Sin él presente, MacGil se sentía todavía en más apuro. Quería salir de esto, y hacer las otras mil cosas que le esperaban antes de la boda.
El grupo de asesores se sentó frente a él en la mesa semicircular, extendidos cada tres metros, cada uno sentado en una silla de roble antiguo, con brazos de madera tallada.
“Mi señor, si me permite empezar”, dijo Owen.
“Sí puedes. Y sé breve. Tengo poco tiempo el día de hoy”.
“Su hija recibirá muchos regalos hoy, que todos esperamos llene sus arcas. Las miles de personas que pagan tributo, le darán los regalos personalmente y llenarán nuestros burdeles y tabernas, también ayudará a que se llenen nuestras arcas. Sin embargo, la preparación para las festividades de hoy también agotará una buena parte del tesoro real. Recomiendo que aumente el impuesto a la gente y a los nobles. Un impuesto único para aliviar las presiones de este gran evento”.
MacGil vio la preocupación en la cara de su tesorero y sintió un desasosiego ante la idea de que se agotaran las reservas. Sin embargo, él no volvería a aumentar los impuestos.
“Es mejor tener pocas reservas y súbditos leales”, contestó MacGil. “Nuestra riqueza viene de la felicidad de nuestros súbditos. No vamos a imponer más”.
“Pero, mi señor, si no lo hacemos…”
“Ya lo he decidido. ¿Qué más?”.
Owen se arrellanó, cabizbajo.
“Mi rey”, dijo Brom con su voz grave”. Siguiendo sus órdenes, hemos destinado la mayor parte de nuestras fuerzas de la Corte al festejo del día de hoy. La demostración de poder será impresionante. Pero no será suficiente. Si hubiera un atentado en otro lugar del reino, vamos a ser vulnerables”.
MacGil asintió, pensando en ello.
“Nuestros enemigos no nos atacarán mientras los estemos alimentando”.
Los hombres rieron.
“¿Qué noticias hay del altiplano?”.
“No han reportado ninguna actividad desde hace varias semanas. Parece que sus tropas se han reducido, en preparación para la boda. Tal vez están dispuestos a hacer la paz”.
MacGil no estaba tan seguro.
“Eso significaba que la boda arreglada había funcionado o que esperaban atacarnos en otro momento. ¿Qué crees que hayan decidido, anciano?”, preguntó MacGil, volteando a ver a Aberthol.
Aberthol se aclaró la garganta, y con su voz rasposa dijo: “Mi señor, su padre y su abuelo nunca confiaron en los McCloud. El hecho de que se encuentren durmiendo, no significa que no vayan a despertar”.
MacGil asintió con la cabeza, apreciando su opinión.
“¿Y qué hay de la Legión?”, preguntó, volviéndose hacia Kolk.
“Hoy le dimos la bienvenida a los nuevos reclutas”, respondió Kolk, con un rápido movimiento de cabeza.
“¿Mi hijo está entre ellos?”, preguntó MacGil.
“Está orgullosamente entre ellos, y es un buen muchacho”.
MacGil asintió con la cabeza, después se volvió hacia Bradaigh.
“¿Y qué noticias hay de más allá del Barranco?”.
“Mi señor, nuestros guardias han visto más intentos para tender un puente sobre el Barranco en las últimas semanas. Puede haber signos de que los Salvajes se están movilizando para un ataque”.
Hubo un susurro entre los hombres. MacGil sintió desasosiego ante la idea. El escudo de energía era invencible; aun así, no era un buen presagio.
“¿Y si hay un ataque a gran escala?”, preguntó él.
“Siempre y cuando el escudo esté activo, no tenemos nada que temer. Los Salvajes no han tenido éxito para abrir una brecha en el Barranco desde hace siglos. No hay ninguna razón para pensar lo contrario”.
MacGil no estaba tan seguro. Hacía mucho tiempo que esperaba un ataque desde el exterior, y no podía dejar de pensar cuándo ocurriría.
“Mi señor”, dijo Firth, con su voz nasal, “Me siento obligado a añadir que hoy nuestra Corte está llena de muchos dignatarios del reino McCloud. Se consideraría un insulto si usted no los entretiene, sean rivales o no. Yo le aconsejaría que dedique la tarde a saludar a cada uno de ellos. Han traído un gran séquito, muchos regalos, y se rumora que muchos espías”.
“¿Quién puede decir que los espías no están ya aquí?”, dijo MacGil, mirando cuidadosamente a Firth al mencionarlo—y preguntándose, como siempre, si no sería él mismo un espía.
Firth abrió la boca para contestar, pero MacGil suspiró y levantó la palma de la mano, habiendo tenido suficiente. “Si eso es todo, me iré ahora, para estar en la boda de mi hija”.
“Mi señor”, dijo Kelvin, aclarándose la garganta, “desde luego que hay una cosa más. La tradición, el día de la boda de su hija mayor. Cada MacGil ha nombrado a un sucesor. La gente espera que usted haga lo mismo. Ellos han estado animados. No sería conveniente que los decepcionara. Sobre todo si la Espada Destino sigue inmóvil”.
“¿Les gustaría que nombre a un heredero mientras estoy en la flor de la vida?”, preguntó MacGil.
“Mi señor, no es mi intención ofenderlo”, tambaleó Kelvin, pareciendo preocupado.
MacGil levantó una mano. “Conozco la tradición. Y sin duda alguna, voy a nombrarlo hoy”.
“¿Podría decirnos quién será?”, preguntó Firth.
MacGil se le quedó mirando, molesto. Firth era un chismoso y no confiaba en ese hombre.
“Te enterarás cuando llegue el momento”.
MacGil se puso de pie, y los demás también se levantaron. Hicieron una reverencia, se volvieron y salieron apresuradamente de la habitación.
MacGil se quedó pensando sin saber cuánto tiempo. En días así, deseaba no ser el rey.
*
MacGil bajó de su trono, las botas resonaban en el silencio y cruzó la habitación. Abrió la antigua puerta de roble él mismo, tirando de la manija de hierro y entró en una cámara lateral.
Disfrutó de la paz y de la soledad de esa acogedora habitación, como siempre lo había hecho, con sus paredes apenas veinte pasos en cada dirección, pero con un elevado techo arqueado. La habitación estaba hecha totalmente de piedra, con un pequeño vitral redondo sobre una de las paredes. La luz entraba a raudales por sus amarillos y rojos, iluminando un solo objeto en lo que sería de otra manera, una habitación vacía.
La Espada del Destino.
Ahí estaba, al centro de la cámara, de modo horizontal, entre las puntas de hierro, como una seductora. Como lo había hecho desde que era un niño, MacGil se acercó a ella, la rodeó, la examinó. La Espada del Destino. La espada de la leyenda, la fuente de la fuerza y el poder, de todo su reino, de una generación a otra. Quien tuviera la fuerza para levantarla, sería El Elegido, el destinado a gobernar el reino de por vida, para liberarlo de todas las amenazas, dentro y fuera del Anillo. Había sido una hermosa leyenda con la cual crecer, y en cuanto fue ungido como rey, MacGil había intentado izarla él mismo, ya que solo los reyes MacGil podían intentarlo. Los reyes que le precedieron, habían fracasado. Él estaba seguro de que sería diferente. Él estaba seguro de que sería El Elegido.
Pero estaba equivocado. Como todos los otros reyes MacGil antes que él. Y desde entonces su fracaso había mancillado su reinado desde entonces.
Mientras la observaba, examinó su larga hoja, hecha de un metal misterioso que nadie había descifrado. El origen de la espada era aún más sombrío, se rumoraba que había surgido de la tierra en medio de un terremoto.
Al examinarla, sintió nuevamente el aguijón del fracaso. Él podría ser un buen rey, pero no era El Elegido. Su pueblo lo sabía. Sus enemigos lo sabían. Él podría ser un buen rey, pero sin importar lo que hiciera, él nunca sería El Elegido.
Si lo hubiera sido, sospechaba que habría menos malestar entre su Corte, menos maquinaciones. Su propia gente confiaría más en él y sus enemigos ni siquiera considerarían un ataque. Una parte de él deseaba que la espada desapareciera, así como su leyenda. Pero sabía que no sucedería. Esa era la maldición—y el poder—de una leyenda. Aún más fuerte que un ejército.
Al mirarla por milésima vez, MacGil no podía evitar preguntarse una vez más, quién lo sería. ¿Quién de su linaje estaba destinado a empuñarla? Al pensar en lo que tenía que hacer, su labor de nombrar un heredero, se preguntaba quién, si había alguien, estaría destinado a izarla.
“El peso de la navaja es pesado”, dijo una voz.
MacGil dio media vuelta, sorprendido de tener compañía en la pequeña habitación.
Ahí, parado en la puerta, estaba Argon. MacGil reconoció la voz antes de verlo y estaba molesto con él por no haberse presentado antes y complacido de tenerlo ahí ahora.
“Llegas tarde”, dijo MacGil.
“Su sentido del tiempo no va conmigo”, respondió Argon.
MacGil se volvió hacia la espada.
“¿Alguna vez pensaste en que podría izarla?”, preguntó él reflexivamente. ¿El día en que me convertí en rey?”.
“No”, contestó Argon inexpresivamente.
MacGil volteó y lo miró.
“Sabías que no podría hacerlo. Lo viste, ¿verdad?”.
“Sí”.
MacGil ponderó eso.
“Me asusta cuando me das una respuesta directa. No sueles hacerlo”.
Argon se quedó callado, y finalmente, MacGil se dio cuenta de que no diría nada más.
“Hoy nombraré a mi heredero”, dijo MacGil. “Siento que es inútil nombrar a un heredero en este día. Quita la alegría del rey de la boda de su hija”.
“Tal vez esa alegría está destinada a ser irascible”.
“Pero me quedan muchos años de reinado”, dijo MacGil.
“Tal vez no tantos como cree”, contestó Argon.
MacGil entrecerró los ojos, preguntándose. ¿Era un mensaje?
Pero Argon no añadió nada más.
“Seis hijos. ¿A quién elijo?”, preguntó MacGil.
“¿Por qué me lo pregunta a mí? Ya hizo su elección”.
MacGil lo miró. “Visualizas mucho. Sí, ya elegí. Pero sigo queriendo saber lo que piensas”.
“Creo que hizo una elección inteligente”, dijo Argon. “Pero recuerde, un rey no puede gobernar más allá de la tumba. Sin importar a quien piensa elegir, el destino tiene forma de seleccionar por él mismo”.
“¿Voy a vivir, Argon?”, preguntó MacGil ansiosamente, haciendo la pregunta que había querido saber desde que había despertado la noche anterior de una horrible pesadilla.
“Anoche soñé con un cuervo”, añadió. “Vino y me robó la corona. Después, otra me llevó. Al hacerlo, vi cómo se extendía mi reino por debajo de mí. Se volvió negro cuando pasé. Desértico. Un terreno baldío”.
Miró a Argon, con los ojos llorosos.
“¿Fue una pesadilla? ¿O fue algo más?”.
“Los sueños siempre son otra cosa, ¿no?”, preguntó Argón.
MacGil sintió desasosiego.
“¿En qué radica el peligro? Solamente dime eso”.
Argon se le acercó y lo miró a los ojos con tal intensidad que MacGil sintió como si estuviera mirando otro reino dentro de ellos.
Argon se inclinó hacia adelante y susurró:
“Siempre está más cerca de lo que crees”.
CAPÍTULO CUATRO
Thor se escondió entre la paja en la parte trasera de un carruaje, mientras lo empujaba a lo largo del camino. Él había tomado el camino la noche anterior y había esperado pacientemente hasta que pasara un carruaje lo suficientemente grande para abordarlo sin ser notado. Estaba oscuro en ese momento, y el carruaje iba al trote, lo suficientemente lento para que él pudiera obtener un buen ritmo corriendo y abordarlo desde atrás. Él había caído en el heno y se enterró en el interior. Por suerte, el conductor no lo había visto. Thor no estaba seguro si el carruaje iba a la Corte del Rey, pero iba hacia esa dirección y un carruaje de este tamaño, y con esas marcas, podría ir a muy pocos lugares distintos.
Thor viajó durante toda la noche, pero se quedó despierto durante horas, pensando en su encuentro con el Sybold. Con Argon. En su destino. En su antiguo hogar. En su madre. Sintió que el universo le había respondido, que le había dicho que tenía un destino distinto. Se quedó ahí acostado, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y miró hacia el cielo nocturno, visible a través de la lona hecha jirones. Vio al universo, tan brillante, con sus estrellas rojas tan lejanas. Estaba eufórico. Por una vez en su vida, estaba de viaje. No sabía a dónde, pero estaba viajando. De una forma u otra, iba a llegar a la Corte del Rey.
Cuando Thor abrió los ojos, ya era de día, la luz inundaba el lugar y se dio cuenta de que se había quedado dormido. Se incorporó rápidamente, mirando alrededor, reprendiéndose a sí mismo por haberse dormido. Debió haber estado más alerta—tuvo suerte de no haber sido descubierto.
El carro todavía se movía, pero no se meneaba tanto. Eso solamente significaba una cosa: que había un mejor camino. Debían estar cerca de una ciudad. Thor miró hacia abajo y vio lo liso del camino, libre de rocas, de zanjas, lleno de conchas blancas, finas. Su corazón latía más rápido, se estaban acercando a la Corte del Rey.
Thor miró por la parte posterior del carruaje y se sintió abrumado. Las calles inmaculadas estaban llenas de actividad. Docenas de carruajes, de todas formas y tamaños, que llevaban todo tipo de cosas, llenaban los caminos. Uno estaba cargado de pieles, otro con alfombras; otro más con pollos. Entre ellos caminaban cientos de comerciantes, algunos con ganado, otros llevaban cestas de bienes en sus cabezas. Cuatro hombres llevaban un paquete de sedas, equilibradas en postes. Era un ejército de gente, todos iban en una misma dirección.
Thor se sentía vivo. Nunca había visto a tanta gente junta, tantos productos, que pasaran tantas cosas. Había vivido en una pequeña aldea toda su vida y ahora estaba en un eje de actividad, envuelto en una humanidad.
Oyó un ruido fuerte, el gemido de las cadenas, que cerraba una enorme pieza de madera, tanto, que sacudió muy fuerte el suelo. Momentos después llegó un sonido diferente, de los cascos de los caballos resonando en la madera. Miró hacia abajo y se dio cuenta de que estaban cruzando un puente: debajo de ellos había un foso. Un puente levadizo.
Thor sacó la cabeza y vio enormes pilares de piedra, la puerta de hierro con clavos, arriba. Iban pasando por la puerta del rey.