Los guardias se pusieron alerta cuando Gwen salió de la habitación, empujando la pesada puerta de madera de roble. Pasó dando largos pasos por delante de ellos, hacia los pasillos tenuemente alumbrados del castillo, las antorchas de la noche todavía quemaban.
Gwen llegó hasta el final del pasillo y subió unas escaleras de caracol de piedra, con Krohn a sus pies, hasta que llegó a los pisos superiores, donde sabía que estaba la habitación del trono del Rey, pues ya empezaba a familiarizarse con el castillo. Corrió hacia otra sala y estaba a punto de pasar por una apertura arqueada en la piedra cuando percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Se echó hacia atrás, sorprendida al ver a una persona entre las sombras.
“¿Gwendolyn?” dijo él con voz suave, demasiado refinado, saliendo de entre las sombras con una pequeña sonrisa petulante en la cara.
Gwendolyn parpadeó, atónita, y tardó un instante en recordar quién era. Le habían presentado a tantas personas en pocos días que todo se había vuelto un poco confuso.
Pero esta era una cara que no podía olvidar. Se dio cuenta de que era el hijo del Rey, el otro gemelo, el que tenía pelo y había hablado en contra de ella.
“Tú eres el hijo del Rey”, dijo, recordando en voz alta. “El tercero más mayor”.
Él sonrió, con una sonrisa pilla que a ella no le gustó, mientras daba un paso adelante.
“En realidad, el segundo más mayor”, le corrigió. “Somos gemelos, pero yo vine primero”.
Gwen lo observó mientras se acercaba un poco más y vio que estaba impecablemente vestido y afeitado, con el pelo peinado, olía a perfume y aceite y vestía la ropa más fina que ella había visto. Tenía aspecto de engreído y apestaba a arrogancia y prepotencia.
“Prefiero que no piensen en mí como un gemelo”, continuó. “Soy un hombre por mí solo. Me llamo Mardig. Es mi destino en la vida haber nacido un gemelo, no lo pude controlar. El destino, diría, de las coronas”, concluyó filosóficamente.
A Gwen no le gustaba estar en su presencia, todavía dolida por su trato la noche anterior y sentía que Krohn estaba tenso a su lado, con los pelos de la nuca erizados mientras se frotaba contra su pierna. Estaba impaciente por saber qué quería.
“¿Siempre merodea por las sombras de estos pasillos?” preguntó ella.
Mardig sonreía con aires de superioridad mientras se acercaba más, demasiado para ella.
“Al fin y al cabo, es mi castillo”, respondió, defendiendo su territorio. “Saben que deambulo por aquí”.
“¿Su castillo?” preguntó. “¿Y no es de su padre?”
Su expresión se volvió sombría.
“Todo a su tiempo”, respondió enigmáticamente y dio otro paso hacia delante.
Gwendolyn dio un paso hacia atrás involuntariamente, pues no le gustaba su presencia, mientras Krohn empezaba a gruñir.
Mardig miró a Krohn con desprecio.
“¿Sabía que los animales no pueden dormir en nuestro castillo?” respondió.
Gwen frunció el ceño enojada.
“Su padre no tuvo ningún recelo”.
“Mi padre no impone las normas”, respondió él. “Lo hago yo. Y la guardia del Rey está bajo mi mando”.
Ella frunció el ceño, frustrada.
“¿Por eso me ha parado aquí?” preguntó ella, enojada. “¿Para cumplir con el control sobre los animales?”
Él frunció el ceño en respuesta al darse cuenta de que, quizás, había topado con un igual. La miró fijamente, con los ojos clavados en ella, como si la estuviera analizando.
“No existe ni una sola mujer en la Cresta que no me desee”, dijo. “Y, sin embargo, no veo la pasión en sus ojos”.
Gwen lo miró boquiabierta, horrorizada, al darse cuenta finalmente de qué iba todo aquello.
“¿Pasión?” repitió, avergonzada. “¿Y por qué tendría que sentirla? Estoy casada y el amor de mi vida pronto regresará a mi lado”.
Mardig rió fuerte.
“¿Ah, sí?” preguntó. “Por lo que he oído, hace mucho tiempo que murió. O tanto tiempo que está perdido para usted, que nunca regresará”.
Gwendolyn lo miró enfurecida, mientras su enfado iba en aumento.
“Y aunque no regresara nunca”, dijo ella, “nunca estaría con otro. Y menos aún con usted”.
Su expresión se ensombreció.
Ella se dio la vuelta para irse, pero él le agarró el brazo. Krohn gruñó.
“Aquí yo no pido lo que quiero”, dijo. “Lo cojo. Está en un reino extranjero, a la merced de un anfitrión extranjero. Sería sabio por su parte complacer a sus captores. Al fin y al cabo, sin nuestra hospitalidad, estaría tirada en el desierto. Y existen un montón de circunstancias desafortunadas que pueden acontecer por accidente a una invitada, incluso con el mejor intencionado de los anfitriones”.
Ella lo miró con el ceño fruncido, había visto muchas amenazas reales en su vida como para asustarse de estas advertencias insignificantes.
“¿Captores?” dijo ella. ¿Es así como nos llama? Yo soy una mujer libre, por si no se había dado cuenta. Me podría ir de aquí ahora mismo si así lo decidiera”.
Él rió, haciendo un terrible ruido.
“¿Y hacia dónde iría? ¿De vuelta al Desierto?”
Él sonrió y negó con la cabeza.
“Puede que técnicamente sea libre de marchar”, añadió. “Pero permítame que le pregunte algo: cuando el mundo es un lugar hostil, ¿dónde la deja esto?”
Krohn gruñó con malicia y Gwen podía sentir que estaba a punto de saltar. Se sacudió la mano de Mardig de encima indignada y posó una mano en la cabeza de Krohn, reteniéndolo. Y entonces, cuando miró de nuevo a Mardig con una mirada asesina, tuvo una repentina percepción.
“Dígame una cosa, Mardig”, dijo con la voz dura y fría,. “¿Por qué no está usted allá fuera, luchando con sus hermanos en el desierto? ¿A qué se debe que es usted el único que se ha quedado atrás? ¿Es que el miedo le domina?”
Él sonrió, pero bajo su sonrisa ella notaba la cobardía.
“La caballerosidad es para los estúpidos”, respondió él. “Estúpidos cómodos, que preparan el camino a los demás para que consigamos lo que queremos. Cuélguele el nombre de “caballerosidad” y los podrá usar como marionetas. A mí no pueden utilizarme tan fácilmente”.
Él lo miró, enojada.
“Mi marido y nuestros Plateados se ríen de un hombre como usted”, dijo ella. “No duraría ni dos minutos en el Anillo”.
Gwen miraba de él a la entrada que estaba tapando.
“Tiene dos opciones”, dijo ella. “Puede apartarse de mi camino, o Krohn tomará el desayuno que con tanto entusiasmo desea. Creo que su tamaño es perfecto para él”.
Él echó un vistazo a Krohn y vio que le temblava el labio. Se apartó hacia un lado.
Pero ella todavía no se marchó. En cambio, dio un paso adelante y se acercó a él mirándolo con desprecio pues quería decirle lo que pensaba.
“Puede que esté al mando de su pequeño castillo”, gruñó de manera amenazante, “pero no olvide que habla con una Reina. Una Reina libre. Nunca responderé ante usted, nunca responderé ante nadie más mientras viva. Esto ya se ha acabado. Y esto me hace muy peligrosa –mucho más peligrosa que vos”.
El Príncipe la miró fijamente y, ante su sorpresa, sonrió.
“Usted me gusta, Reina Gwendolyn”, respondió él. “Mucho más de lo que pensaba”.
A Gwendolyn le latía fuerte el corazón mientras observaba cómo él se daba la vuelta y se iba, escurriéndose en la oscuridad, desapareciendo en el pasillo. Mientras sus pasos resonaban y se desvanecían, ella se preguntaba: ¿qué peligros acechaban en aquella corte?
CAPÍTULO TRES
Kendrick cabalgaba por el árido paisaje del desierto, con Brandt y Atme a su lado, acompañados por su media docena de Plateados, lo único que quedaba de su hermandad del Anillo, cabalgando juntos como en los viejos tiempos. Mientras cabalgaban, adentrándose cada vez más en el Gran Desierto, Kendrick se sentía agobiado por la nostalgia y la tristeza; esto le hacía recordar su apogeo en el Anillo, rodeado de Plateados, de hermanos de armas, cabalgando hacia la batalla junto a miles de hombres. Él había cabalgado con los mejores caballeros que el reino podía ofrecer, a cual mejor, y a todos los lugares a los que había llegado cabalgando, las trompetas sonaban y los aldeanos corrían a recibirle. Él y sus hombres eran bienvenidos en todas partes y siempre se quedaban despiertos hasta tarde contando de nuevo las historias de batallas, de valentía, de refriegas con monstruos que aparecían del cañón –o peor, de más allá de lo desolado.
Kendrick parpadeó, tenía polvo en los ojos y volvió a la realidad. Ahora estaba en una época diferente, en un lugar diferente. Echó un vistazo y vio a los ocho hombres de los Plateados y esperaba ver a miles más a su lado. Pero la realidad pronto se hizo evidente al darse cuenta de que aquellos ocho eran lo único que quedaba y entendió cuánto había cambiado. ¿Recuperarían alguna vez aquellos días de gloria?
La idea de Kendrick sobre qué hace a un guerrero había cambiado a lo largo de los años y, estos días, sentía que lo que hacía a un guerrero no era solo la habilidad y el honor, sino la constancia. La habilidad de continuar. La vida, de alguna manera, te cubría de muchos obstáculos, desgracias, tragedias, pérdidas y, sobre todo, de muchos cambios; él había perdido más amigos de los que podía contar y el rey por el que había vivido siempre ya no vivía. Su verdadera patria había desaparecido. Y aún así, él continuaba, incluso cuando no sabía para qué. Él sabía que lo estaba buscando. Y era esta habilidad para continuar, quizás por encima de todo, lo que hacía a un guerrero, lo que hacía que un hombre soportara la prueba del tiempo cuando muchos otros abandonaban. Esto es lo que separaba a los verdaderos guerreros de los fugaces.
“¡PARED DE ARENA AL FRENTE!” gritó una voz.
Era una voz extraña, una a la que Kendrick todavía se estaba acostumbrando, y al echar un vistazo vio a Koldo, el hijo mayor del Rey, destacando entre el grupo por su piel negra, dirigiendo al grupo de soldados de la Cresta. Durante el breve tiempo que hacía que lo conocía, Koldo ya se había ganado el respeto de Kendrick, al observar la manera en que dirigía a sus hombres y el modo en que estos lo admiraban. Era un caballero al lado del cual Kendrick se sentía orgulloso de cabalgar.
Koldo señaló hacia el horizonte y, al echar un vistazo, Kendrick vio lo que estaba señalando –de hecho, lo oyó antes de verlo. Era un silbido estridente, como un huracán y Kendrick recordó el tiempo que estuvo en el Desierto, cuando fue arrastrado a través de él medio inconsciente. Recordaba las furiosas arenas, agitándose como un tornado que nunca se iba, formando un sólido muro que se alzaba hasta el cielo. Parecía impenetrable, como una pared de verdad, y ayudaba a ocultar la Cresta del resto del Imperio.
Mientras el silbido crecía, Kendrick temía volver a entrar.
“¡PAÑUELOS!” ordenó una voz.
Kendrick vio que Ludvig, el mayor de los gemelos del Rey, estiraba una larga malla de tela blanca y se envolvía la cara con ella. Uno a uno los otros soldados siguieron su ejemplo e hicieron lo mismo.
A su lado apareció cabalgando el soldado que se había presentado a sí mismo como Naten, un hombre que a Kendrick no le había gustado desde el primer momento. Se mostró rebelde e irrespetuoss hacia el mando que le habían asignado a Kendrick.
Naten sonreía con aires de superioridad mientras se acercaba a Kendrick y sus hombres cabalgando.
“Crees que diriges esta misión”, dijo, “solo porque el Rey te la asignó. Pero todavía no sabes lo suficiente para protegera tus hombres del Muro de Arena”.
Kendrick le lanzó una mirada de furia al hombre, veía que en sus ojos había un odio hacia él que él no había provocado. Al principio, Kendrick pensó que quizás se había sentido amenazado por él, un extraño, pero ahora veía que simplemente era un hombre al que le encantaba odiar.
“¡Dale los pañuelos!” gritó Koldo a Naten impaciente.
Después de que pasara más tiempo y el muro se acercara todavía más, mientras la arena se enfurecía, Naten finalmente se acercó y lanzó el saco de pañuelos a Kendrick, golpeándole bruscamente en el pecho mientras cabalgaba.
“Repártelos entre tus hombres”, dijo, “o el muro os cortará en pedazos. Tú decides, a mí realmente no me importa”.
Naten se fue cabalgando, dando la vuelta para ir hacia sus hombres y Kendrick repartió rápidamente los pañuelos a sus hombres, acercándose cabalgando al lado de cada uno de ellos y entregándoselos. Entonces Kendrick se envolvió su propio pañuelo en la cabeza y en la cara, como hacían los soldados de la Cresta, dando más y más vueltas hasta que lo sentía seguro pero aún podía respirar. Apenas podía ver a través de él, ocultaba el mundo, que se veía borroso a la luz.
Kendrick se preparaba a medida que se iban acercando y el ruido de los remolinos de arena se volvía ensordecedor. Cuando ya habían avanzado casi cincuenta metros, el aire se llenó con el ruido de la arena golpeando las armaduras. Un instante después, la sintió.
Kendrick se metió en el Muro de Arena y fue como meterse dentro de un océano de arena removido. El ruido era tan fuerte que apenas podía escuchar el sonido de su propio corazón, pues la arena cubría cada centímetro de su cuerpo, luchando por entrar, por destrozarlo. Los remolinos de arena eran tan intensos que no podía ver a Brandt y Atme, que estaban tan solo a unos metros a su lado.
“¡SEGUID CABALGANDO!” gritó Kendrick a sus hombres, mientras se preguntaba si alguno de ellos podía oírlo, tranquilizándose a él mismo igual que a los demás. Los caballos relinchaban como locos, iban más lentos, actuaban de forma extraña y Kendrick bajó la vista y vio que les estaba entrando arena en los ojos. Le dio una patada más fuerte y rezó para que su caballo no se quedara allí parado.
Kendrick siguió avanzando más y más, pensando que aquello nunca acabaría y, entonces, por fin, gracias a Dios, salió. Salió al otro lado, junto a sus hombres, de vuelta al Gran Desierto, el cielo abierto y el vacío lo estaban esperando para recibirlo al otro lado. El Muro de Arena gradualmente se calmó mientras se alejaban cabalgando y, a medida que volvía la tranquilidad, Kendrick se dio cuenta de que los hombres de la Cresta lo miraban a él y a sus hombres sorprendidos.
“¿Pensabáis que no sobreviviríamos?” preguntó Kendrick a Naten mientras este lo miraba boquiabierto.
Naten se encogió de hombros.
“Me hubiera dado igual”, dijo, y se fue cabalgando con sus hombres.
Kendrick intercambió una mirada con Brandt y Atme, mientras todos ellos se preguntaban de nuevo por los hombres de la Cresta. Kendrick sentía que el camino hasta ganarse su confianza sería largo y duro. Al fin y al cabo, él y sus hombres eran extranjeros y habían sido los que habían creado ese rastro y les habían causado el problema.
“¡Hacia delante!” exclamó Koldo.
Kendrick alzó la vista y vio allí, en el desierto, el rastro que habían dejado él y los demás del Anillo. Vio todas sus pisadas, ahora endurecidas por la arena, dirigiéndose hacia el horizonte.
Koldo se detuvo donde acababan e hizo una pausa, igual que todos los demás, sus caballos respiraban con dificultad. Todos miraron hacia abajo, examinándolas.
“Esperaba que el desierto las hubiera borrado”, dijo Kendrick, sorprendido.
Naten lo miró con desprecio.
“Este desierto no borra nada. Nunca llueve y lo recuerda todo. Estas huellas vuestras los hubieran llevado hacia nosotros y eso hubiera llevado a la Cresta a la ruina”.
“Deja de atosigarle”, dijo Koldo a Naten de manera amenazante, con una severa voz autoritaria.
Todos se giraron al verlo allí cerca y Kendrick se sintió muy agradecido hacia él.
“¿Por qué debería hacerlo?” respondió Naten. “Esta gente crearon este problema. Ahora mismo podría estar de vuelta en la Cresta, sano y salvo”.
“Sigue así”, dijo Koldo, “y te mandaré a casa ahora mismo. Te echaremos de nuestra misión y le contaremos al Rey por qué trataste al comandante que él designó sin respeto”.
Naten, finalmente, bajó sus humos, bajó la vista y se fue cabalgando hacia el otro lado del grupo.
Koldo miró a Kendrick y le hizo una señal de respeto con la cabeza, de comandante a comandante.