El sonido del camino cambió a un sonido hueco, de madera, y Darius bajó la vista y vio que el carruaje pasaba por un puente levadizo arqueado. Pasaron por delante de cientos de soldados más en fila a lo largo del puente, todos ellos muy atentos a su paso.
Un gran crujido llenó el aire y, al mirar hacia delante, Darius vio las puertas de oro, increíblemente altas, abrirse de par en par, como si lo fueran a abrazar. Vio un atisbo más allá de ellas, de la más magnífica ciudad que jamás había visto y supo, sin lugar a dudas, que este era un lugar del que no se podía escapar. Como para confirmar sus pensamientos, Darius oyó un estruendo en la distancia, que reconoció de inmediato: era el clamor del circo, de un nuevo circo, de hombres deseosos de sangre y de lo que, seguramente, sería su última parada. No tenía miedo; tan solo le pedía a Dios morir de pie, con la espada en mano, en un último acto de valentía.
CAPÍTULO OCHO
Thorgrin tiró por última vez de la cuerda de oro, con las manos temblorosas y con Angel a su espalda, nientras el sudor le caía por la cara y, finalmente, llegó hasta arriba del acantilado, mientras sus rodillas tocaban tierra y él recuperaba la respiración. Se giró para mirar hacia atrás y vio, cientos de metros hacia abajo, los empinados acantilados, las olas del mar rompiendo, su barco en la playa, que se veía muy pequeño, y se sorprendió de lo mucho que habían escalado. Oyó gemidos a su alrededor y, al darse la vuelta, vio a Reece y Selese, Elden e Indra, O’Connor y Matus llegando a la cima, todos ellos subiendo hasta la Isla de la Luz.
Thor estaba arrodillado, sus músculos agotados, y observó la Isla de la Luz que se extendía ante él y su corazón dio un vuelco al tener un nuevo presentimiento. Incluso antes de ver el horrible panorama, podía oler las cenizas ardientes, el pesado olor del humo en el aire. También podía sentir el calor, el fuego ardiente, el daño que dejaron quienes quiera que fueran aquellas criaturas que habían destrozado aquel lugar. La isla estaba negra, quemada, destrozada, todo lo que había tenido una vez de idílico, que había parecido invencible, ahora se había convertido en cenizas.
Thorgrin se puso de pie y no perdió el tiempo. Empezó a adentrarse en la isla, su corazón latía fuerte mientras buscaba a Guwayne por todas partes. Mientras asimilaba el estado de aquel lugar, odiaba pensar con qué se podía encontrar.
“¡GUWAYNE!” gritaba Thorgrin mientras saltaba por las colinas ardientes, levantando ambas manos hasta su boca.
Su voz resonaba contra las ondulantes colinas, como si le estuviera haciendo burla. Y, a continuación, solo se escuchaba el silencio.
Se escuchó un chillido solitario proveniente de algún lugar por allá arriba y, al alzar la vista, Thor vio a Lycoples, todavía volando en círculos. Lycoples volvió a chillar, descendió y se fue volando hacia el centro de la isla. Thor sintió de inmediato que le estaba guiando hasta su hijo.
Thor empezó a ir más deprisa, los otros a su lado, corriendo a través del páramo chamuscado, buscando por todas partes.
“¡GUWAYNE!” gritó de nuevo. “¡RAGON!”
Mientras Thor observaba la devastación del paisaje ennegrecido, sentía la certeza cada vez más grande de que nada podía haber sobrevivido aquí. Estas colinas ondulantes, una vez tan repletas de hierba y árboles, no eran más que un paisaje cicatrizado. Thor se preguntaba qué tipo de criaturas, aparte de los dragones, podían causar semejante destrucción y, lo más importante, quién las controlaba, quién las había enviado hasta aquí y por qué. ¿Por qué era tan importante su hijo para que alguien mandara un ejército a por él?
Thor miraba hacia el horizonte, esperando ver alguna señal de ellos, pero su corazón se hundió al no ver nada. En su lugar solo vio llamas ardientes que contaminaban las colinas.
Quería creer que Guwayne, de alguna manera, había sobrevivido a todo aquello. Pero no veía cómo. Si un hechicero tan poderoso como Ragon no pudo haber parado aquellas fuerzas que habían estado allí, ¿cómo iba a salvar él a su hijo?
Por primera vez desde que habían salido en esta misión, Thor empezaba a perder la esperanza.
Corrían y corrían, subían y bajaban las colinas y, al llegar a la cima de una colina particularmente alta, O’Connor, que iba al frente, señalo con entusiasmo.
“¡Allí!” exclamó.
O’Connor apuntó hacia el lado, hacia los restos de un antiguo árbol, ahora chamuscado, con las ramas retorcidas. Y cuando Thor miró más de cerca, divisó, bajo él un cuerpo que no se movía.
Thor sintió de inmediato que se trataba de Ragon. Y no vio ninguna señal de Guwayne.
Thor, lleno de temor, corrió hacia delante y cuando llegó hasta él, cayó sobre sus rodillas a su lado, buscando por todas partes a Guwayne. Esperaba encontrar a Guwayne escondido, quizás, entre los ropajes de Ragon, o en algún lugar a su lado, o cerca de él, quizás en la grieta de alguna roca.
Pero su corazón se hundió al ver que no estaba por ningún lado.
Thor le dio la vuelta lentamente a Ragon, que tenía la ropa chamuscada, mientras rezaba para que no lo hubieran matado y, mientras le daba la vuelta, sintió un atisbo de esperanza al ver que los ojos de Ragon se movían. Thor se inclinó y lo agarró por los hombros, que todavía quemaban al tocarlos y, al quitarle la capucha a Ragon, se horrorizó al ver su rostro carbonizado, desfigurado por las llamas.
Ragon empezó a respirar agitadamente y a toser y Thor vio que estaba luchando por la vida. Se sentía destrozado al verlo, aquel hermoso hombre que había sido tan amable con ellos, reducido a este estado por defender la isla, por defender a Guwayne. Thor no podía evitar sentirse responsable.
“Ragon”, dijo Thorgrin, con un nudo en la garganta. “Perdóname”.
“Soy yo el que suplica tu perdón”, dijo Ragon, con la voz rasposa, sin apenas poder articular palabra. Tosió durante un buen rato y, finalmente, continuó. “Guwayne…” empezó, después se fue apagando.
El corazón de Thor golpeaba fuerte en su pecho, no quería oír las siguientes palabras, pues temía lo peor. ¿Cómo iba a hacer frente a Gwendolyn de nuevo?
“Dime”, pidió Thor, agrrándole los hombros. “¿Vive el chico?”
Ragon jadeó durante un buen rato, intentando recuperar la respiración y Thor hizo una señal a O’Connor, que estiró el brazo y le pasó un saco de agua. Thor vertió el agua sobre los labios de Ragon y Ragon bebió y tosió al hacerlo.
Por fin, Ragon hizo el gesto de negar con la cabeza.
“Peor”, dijo, su voz apenas era más fuerte que un susurro. “La muerte hubiera sido una indulgencia para él”.
Ragon se quedó callado y Thor casi temblaba por la expectación, deseando que hablara.
“Se lo han llevado”, continuó finalmente Ragon. “Me lo arrebataron de los brazos. Todos ellos, todos vinieron aquí, a por él”.
El corazón de Thor dio un vuelco al pensar que aquellas malvadas criaturas se habían llevado a su querido hijo.
“¿Pero quién?” preguntó Thor. “¿Quién está detrás de esto? ¿Quién es más poderoso que tú para poder hacer esto? Pensaba que tu poder, como el de Argon, era impenetrable para todas las criaturas de este mundo”.
Ragon asintió.
“Para todas las criaturas de este mundo, sí”, dijo. “Pero estas criaturas no eran de este mundo. Eran criaturas no del infierno, sino de un lugar incluso más oscuro: la Tierra de Sangre”.
“¿La Tierra de la Sangre?” preguntó Thorgrin, desconcertado. “He ido a los infiernos y he vuelto”, añadió Thor. “¿Qué sitio puede ser más oscuro?”
Ragon negó con la cabeza.
“La Tierra de Sangre es más que un lugar. Es un estado. Un mal más oscuro y más poderoso de lo que puedas imaginar. Es el dominio del Señor de la Sangre y, con cada generación, se ha ido volviendo más oscuro y más poderoso. Existe una guerra entre Reinos. Una antigua lucha entre el mal y la luz. Cada uno de ellos lucha por el control. Y me temo que Guwayne es la clave: tiene alguna cosa que puede ganar, que puede tener el dominio del mundo. Para siempre. Esto es lo que Argon nunca os dijo. Lo que todavía no podía contaros. No estabáis preparados. Era para lo que os estaba preparando: la guerra más grande que jamás conoceréis”.
Thor lo miraba boquiabierto, intentando comprender.
“No lo comprendo”, dijo. “¿No se han llevado a Guwayne para matarlo?”
Él negó con la cabeza.
“Mucho peor. Se lo han llevado para ellos, para educarlo como el niño demonio que necesitan para completar la profecía y destruir todo lo bueno que hay en el universo”.
Thor vaciló, su corazón latía fuerte mientras intentaba comprenderlo todo.
“Entonces lo traeré de vuelta”, dijo Thor, una fría sensación de determinación corría por sus venas, especialmente al oír a Lycoples por allá arriba, chillando, ansiando, como él, la venganza.
Ragon estiró el brazo y agarró a Thor por la cintura, con una fuerza sorprendente para un hombre que está a punto de morir. Miraba a Thor a los ojos con una intensidad que lo asustaba.
“No puedes”, dijo con firmeza. “La Tiera de Sangre es demasiado poderosa para que pueda sobrevivir un humano. El precio por entrar allí es demasiado alto. Incluso con todos tus poderes, recuerda mis palabras: morirás con toda seguridad si vas allí. Todos vosotros lo haréis. No eres lo suficientemente poderoso todavía. Necesitas más entrenamiento. Necesitas fomentar tus poderes primero. Ir ahora sería una locura. No recuperarías a tu hijo y todos vosotros seríais destruidos”.
Pero el corazón de Thor estaba endurecido por la determinación.
“Me he enfrentado a la oscuridad más grande, a los poderes más grandes del mundo”, dijo Thorgrin. “Incluso a mi propio padre. Y el miedo nunca me ha echado atrás. Me enfrentaré a este señor oscuro, sean cuales sean sus poderes; entraré en la Tierra de Sangre, al precio que sea. Es mi hijo. Lo recuperaré o moriré en el intento”.
Ragon negaba con la cabeza mientras tosía.
“No estás preparado”, dijo, mientras su voz se iba apagando. “No estás preparado… Necesitas… poder… Necesitas… el… anillo”, dijo y, a continuación, le cogió un ataque de tos con sangre.
Thor lo miraba fijamente, desesperado por saber qué quería decir antes de morir.
“¿Qué anillo?” preguntó Thor. “¿Nuestra patria?”
Entonces vino un largo silencio, solo se escuchaba el jadeo de Ragon hasta que, finalmente, abrió los ojos, solo un poquito.
“El… anillo sagrado”.
Thor agarró a Ragon por los hombros, deseoso de que le respondiera, pero de repente sintió cómo el cuerpo de Ragon se ponía rígido en sus manos. Sus ojos se congelaron, siguió un suspiro de muerte y, un instante después, dejó de respirar y se quedó completamente inmóvil.
Muerto.
Thor sintió una agonía que corría dentro de él.
“¡NO!” Thor echó la cabeza hacia atrás y gritó a los cielos. Thor estaba destrozado y sollozaba mientras abrazaba a Ragon, aquel hombre generoso que había dado su vida por proteger a su hijo.
El dolor y la culpa lo abrumaban y, lenta e incesantemente, sintió que una nueva determinación crecía en su interior.
Thor miró a los cielos y supo lo que debía hacer.
“¡LYCOPLES!” chilló Thor, el grito angustiado de un padre lleno de desesperación, lleno de furia, con nada que perder.
Lycoples escuchó su grito: chilló, allá arriba en los cielos, uniendo su furia a la de Thor y fue descendiendo en círculos hasta ir a parar a pocos metros de él.
Sin dudarlo, Thor corrió hacia ella, saltó sobre su espalda y se agarró fuerte a su cuello. Se sentía con energía al estar de nuevo en la espalda del dragón.
“¡Espera!” exclamó O’Connor, corriendo hacia delante con los demás. “¿A dónde vais?”
Thor los miró fijamente a los ojos.
“A la Tierra de Sangre”, respondió, sintiéndose más seguro de lo que jamás en su vida había estado. “Rescataré a mi hijo. Cueste lo que cueste”.
“Te destruirán”, dijo Reece, dando un paso adelante preocupado, con voz seria.
“Entonces me destruirán con honor”, respondió Thor.
Thor miró detenidamente hacia arriba, al horizonte y vio el rastro de las gárgolas, desapareciendo en el cielo y supo que debía irse.
“Entonces no te irás solo”, gritó Reece. “Seguiremos tu rastro desde el barco y nos encontraremos contigo allí”.
Thorgrin asintió y apretó a Lycoples y, de repente, sintió aquella sensación conocida mientras los dos se elevaban en el aire.
“¡No, Thorgrin!” gritó una voz angustiada detrás de él.
Sabía que era la voz de Angel y se sintió culpable mientras se alejaba volando de ella.
Pero no podía mirar hacia atrás. Su hijo estaba más adelante y, con muerte o sin ella, lo encontraría y los mataría a todos.
CAPÍTULO NUEVE
Gwendolyn atravesó las altas puertas arqueadas, que le sujetaban varios empleados, para entrar a la habitación del trono del Rey, con Krohn a su lado, y se quedó impresionada por lo que vio ante ella. Allí, al fondo de la vacía habitación, el Rey estaba sentado en su trono, solo en este vasto lugar, las puertas resonaron al cerrarse tras ella. Se acercó, caminando por los suelos adoquinados, pasando por los rayos de luz que se colaban por las filas de vitrales, iluminando el lugar con imágenes de antiguos caballeros en escenas de batalla. Este lugar ere intimidatorio y sereno a la vez, inspirador y poseído por los fantasmas de antiguos reyes. Podía sentir su presencia en el espeso ambiente y, en muchos aspectos, le recordaba la Corte del Rey. Sintió una repentina tristeza en el pecho, ya que la habitación le hacía echar muchísimo de menos a su padre.
EL Rey MacGil estaba allí sentado, cansado, con la barbilla apoyada en el puño, claramente agobiado con pensamientos y, Gwendolyn sentía, con el peso de tener que gobernar. Le parecía un hombre solitario, atrapado en aquel lugar, como si el peso del reino estuviera sobre sus hombros. Comprendía aquella sensación demasiado bien.
“Ah, Gwendolyn”, dijo, iluminándose al verla.
Ella esperaba que él se quedara en el trono, pero inmediatamente se puso de pie y bajó corriendo los peldaños de marfil, con una cálida sonrisa en su rostro, humilde, sin la ostentación de otros reyes, deseoso de salir a recibirla. Su humildad fue un alivio de bienvenida para Gwendolyn, especialmente después del encuentro inesperado con su hijo, que la había dejado perturbada por lo ominoso que fue. Se preguntaba si contárselo al Rey; por ahora, por lo menos, se mordería la lengua y vería qué pasaba. No quería parecer desagradecida o empezar la reunión con mal pie.
“No he pensado en otra cosa desde nuestra conversación de ayer”, dijo, mientras se acercaba y la abrazaba amablemente. Krohn, a su lado, lloriqueó y dio un empujoncito a la mano del Rey y este bajó la mirada y sonrió. “¿Quién es?” preguntó amablemente.
“Krohn”, contestó ella, aliviada al ver que era de su agrado. “Mi leopardo o, para ser más precisa, el leopardo de mi marido. Aunque supongo que ahora es tan mío como suyo”.
Para su alivio, el Rey se arrodilló, cogió la cabeza de Krohn entre sus manos, le acarició las orejas y lo besó, sin miedo. Krohn le correspondió lamiéndole la cara.
“Un buen animal”, dijo. “Un cambio bienvenido para el linaje de perros que tenemos aquí”.
Gwen lo miró, sorprendida por su amabilidad mientras recordaba las palabras de Mardig.
“¿Entonces se permiten animales como Krohn aquí?” preguntó ella.
El Rey echó su cabeza hacia atrás y rió.
“Por supuesto”, respondió. “Y por qué no. ¿Alguien te dijo lo contrario?”
Gwen dudó si contarle su encontronazo y decidió morderse la lengua; no quería que la vieran como una soplona y necesitaba saber más sobre aquella gente, su familia, antes de sacar ninguna conclusión o precipitarse en medio de un drama familiar. Pensó que, por ahora, era mejor guardar silencio.
“¿Desea verme, mi Rey?” dijo en su lugar.
Inmediatamente, su rostro se volvió serio.
“Así es”, dijo. “Ayer interrumpieron nuestro discurso y aún queda mucho de lo que hablar”.
Él se giró e hizo un gesto con la mano, le hizo una señal para que lo siguiera y caminaban juntos y sus pasos resonaron mientras atravesaban la amplia habitación en silencio. Gwen alzó la vista y, al pasar, vio los estrechos techos, los escudos de armas mostrados a lo largo de las paredes, trofeos, armas, armaduras… Gwen admiraba el orden de este lugar, el orgullo que estos caballeros mostraban en la batalla. Esta sala le recordaba un lugar con el que se podría haber encontrado en el Anillo.