Anvin tenía poca tolerancia para las mentiras; era el tipo de hombre que siempre tenía que conseguir la verdad absoluta de todo, sin importar lo que fuera. Tenía un ojo meticuloso, y mientras se acercaba a examinar al jabalí, Kyra lo miró observar las dos heridas de flecha. Tenía un ojo para los detalles, y si alguien se iba a dar cuenta de la verdad, sería él.
Anvin examinó las dos heridas, notando las dos puntas de flecha todavía dentro con los fragmentos de madera en donde sus hermanos habían roto sus flechas. Las había roto muy cerca de la punta para que nadie notara lo que lo había matado. Pero Anvin no era nadie.
Kyra miró a Anvin estudiar las heridas, sus ojos entrecerrándose, y sabía que había conseguido la verdad en un instante. Se agachó quitándose un guante y saco la punta de flecha del ojo. La levantó aún con sangre y se volteó hacia sus hermanos con una mirada escéptica.
“Conque una punta de lanza, ¿verdad?” les preguntó.
Un silencio tenso cayó sobre el grupo mientras Brandon y Braxton se miraban nerviosos por primera vez. Se movían en su lugar.
Anvin miró a Kyra.
“¿O una punta de flecha?” añadió, y Kyra pudo ver como todo se acomodaba en su cabeza dándose cuenta de lo que había pasado.
Anvin caminó hacia Kyra, sacó una flecha de su carcaj y la acercó a la punta de flecha. Todos pudieron ver que eran iguales. Le dio a Kyra una mirada llena de orgullo, y Kyra sintió todos los ojos volteándose hacia ella.
“Tu disparo, ¿no es cierto?” le preguntó. Fue más una afirmación que una pregunta.
Ella asintió con la cabeza.
“Lo fue,” respondió agradecida por el reconocimiento de Anvin y sintiéndose vindicada.
“Y el disparo lo derribó,” concluyó él. Fue una observación, no una pregunta, con una voz definitiva mientras estudiaba al jabalí.
“No veo otras heridas más que esta dos,” añadió pasando su mano sobre este y deteniéndose en la oreja. La examinó y entonces miró a Brandon y Braxton con desdén. “A menos que llamen herida a este rasguño de lanza.”
Levantó la oreja del jabalí y Brandon y Braxton se enrojecieron mientras el grupo de guerreros reía.
Otro de los famosos guerreros de su padre se acercó, Vidar, amigo cercano de Anvin, un hombre bajo y delgado en sus treintas con rostro demacrado y una cicatriz en la nariz. Con su pequeña complexión no parecía ser mucho, pero Kyra lo sabía bien: Vidar era tan fuerte como la roca, famoso por su combate cuerpo a cuerpo. Era uno de los hombres más duros que Kyra había conocido, famoso por derribar a dos hombres el doble de su tamaño. Muchos hombres, debido a su pequeño tamaño, habían cometido el error de provocarlo—sólo para aprender una dura lección. Él también había tomado la tutela de Kyra, siempre protegiéndola.
“Parece que erraron,” concluyó Vidar, “y la chica los salvó. ¿Quién les enseñó a ustedes dos a disparar?”
Brandon y Braxton se miraban más nerviosos claramente atrapados y ninguno dijo nada.
“Es algo muy grave el mentir sobre una presa,” dijo Anvin volteándose hacia sus hermanos. “Hablen ahora. Su padre querría que dijeran la verdad.”
Brandon y Braxton se quedaron inmóviles claramente incómodos, mirándose uno a otro como debatiendo qué decir. Por primera vez desde que podía recordar, Kyra los miró sin palabras.
Justo cuando estaban a punto de abrir la boca, una voz ajena pasó entre la multitud.
“No importa quién lo mató,” dijo la voz. “Ahora es nuestro.”
Kyra volteó junto con los otros sobresaltada por la extraña voz—y su estómago se revolvió en cuanto vio a un grupo de los Hombres del Señor, reconocidos por su armadura escarlata, acercándose entre la multitud mientras los aldeanos se apartaban. Se acercaron al jabalí observándolo con codicia, y Kyra miró que querían esta presa como trofeo—no porque la necesitaran, sino para humillar a su gente, para quitarles este punto de orgullo. A su lado, Leo gruñó, y ella le puso una mano en el cuello calmándolo y deteniéndolo.
“En el nombre de nuestro Señor Gobernador,” dijo el Hombre del Señor, un soldado corpulento con una frente baja, las cejas gruesas, una gran barriga, y una cara amontonada en la estupidez, “reclamamos este jabalí. Él les agradece de antemano su regalo en este festival.”
Les hizo un gesto a sus hombres y estos se acercaron como si fueran a tomarlo.
Mientras lo hacían, Anvin se acercó repentinamente con Vidar a su lado y les impidió el paso.
Un gran silencio cayó sobre la multitud—nunca nadie se había enfrentado a los Hombres del Señor; era una regla no escrita. Nadie quería provocar la furia de Pandesia.
“Hasta donde yo sé, nadie te ha ofrecido un regalo,” dijo con una voz de acero, “o a tu Señor Gobernador.”
La multitud creció con cientos de aldeanos acercándose a ver el tenso momento, sintiendo que venía un enfrentamiento. Al mismo tiempo, otros se alejaron creando espacio alrededor de los dos hombres mientras la tensión en el aire se volvía más intensa.
Kyra sentía latir su corazón. De manera inconsciente apretó más su arco sabiendo que esto estaba creciendo. A pesar de lo mucho que deseaba pelear y conseguir libertad, también sabía que su gente no se podía permitir provocar la furia del Señor Gobernador; incluso si por un milagro los derrotaban, el Imperio Pandesiano estaba detrás de ellos. Podían llamar a divisiones de hombres tan vastas como el mar.
Pero, al mismo tiempo, Kyra estaba orgullosa de Anvin por enfrentarlos. Finalmente alguien lo había hecho.
El soldado frunció el ceño mientras examinaba a Anvin.
“¿Te atreves a desafiar a tu Señor Gobernador?” preguntó.
Anvin no se movió.
“Ese jabalí es nuestro, nadie te lo está dando,” dijo Anvin.
“Era suyo,” lo corrigió el soldado, “y ahora nos pertenece.” Volteó hacia sus hombres. “Tomen el jabalí,” les ordenó.
Los Hombres del Señor se acercaron, y mientras lo hacían, una docena de los hombres de su padre se acercaron, apoyando a Anvin y Vidar y obstruyendo el camino de los Hombres del Señor con sus armas en mano.
La tensión creció aún más, Kyra apretó su arco hasta que sus nudillos se pusieron blancos y mientras estaba ahí se sintió muy mal, como si todo lo que estaba pasando fuera su culpa ya que ella había matado al jabalí. Sintió que algo muy malo estaba a punto de pasar, y maldijo a sus hermanos por traer este mal presagio a la aldea, especialmente durante la Luna de Invierno. Siempre pasan cosas raras en las festividades, periodos místicos en los que se decía los muertos podían pasar de un mundo hacia el otro. ¿Por qué tuvieron que provocar sus hermanos a los espíritus de esta manera?
Mientras los hombres se encaraban y con los hombres de su padre preparados para sacar sus espadas, todos a punto de derramar sangre, una voz de autoridad repentinamente cortó por el aire retumbando en el silencio.
“¡La presa es de la chica!” dijo la voz.
Fue una voz fuerte, llena de confianza, una voz que ordenaba atención, una voz que Kyra admiraba y respetaba más que cualquier otra en el mundo: la de su padre. Era el Comandante Duncan.
Todos los ojos volteaban mientras su padre se acercaba, y la multitud abría paso dándole una gran cantidad de respeto. Ahí se detuvo, un hombre que parecía una montaña, el doble de alto que los otros, con hombros el doble de anchos, una barba castaña salvaje y pelo marrón bastante largo, veteado de gris, portando pieles en sus hombros y dos espadas largas en su cinturón y una lanza en su espalda. Su armadura, el negro de Volis, tenía un dragón tallado en la coraza, el símbolo de su casa. Sus armas tenían signos de muchas batallas y proyectaba experiencia. Era un hombre que debía ser temido, admirado, un hombre que todos sabían era recto y justo. Un hombre amado y, sobre todo, respetado.
“Es la presa de Kyra,” repitió, al mismo tiempo dando una mirada de desaprobación a sus hermanos y después volteando hacia Kyra ignorando a los Hombres del Señor. “Ella es la que decidirá su suerte.”
Kyra se sorprendió por las palabras de su padre. Nunca se habría esperado esto, que pusiera tanta responsabilidad sobre sus hombros, que le dejara una decisión tan importante. Pues ambos sabían esta no sólo era una decisión sobre el jabalí, sino sobre el futuro de su gente.
Soldados tensos se alinearon a cada lado, todos con sus manos en las espadas, y mientras ella observaba los rostros que la miraban esperando una respuesta, sabía que su siguiente decisión, sus siguientes palabras, serían las más importantes que jamás había dicho.
CAPÍTULO CUATRO
Merk pasaba despacio por la vereda del bosque, abriéndose camino pasando por Bosque Blanco mientras reflexionaba en su vida. Sus cuarenta años habían sido muy duros; nunca antes se había dado tiempo para pasear por el bosque, para admirar su belleza. Miró hacia abajo hacia las hojas blancas que se quebraban bajo sus pies, rematadas por el sonido de su bastón que golpeaba el suave suelo del bosque; volteó hacia arriba, admirando la belleza de los árboles de Aesop con sus brillantes hojas blancas y deslumbrantes ramas rojas resplandeciendo en el sol matutino. Cayeron algunas hojas sobre él dando la apariencia de nieve y, por primera vez en su vida, sintió verdadera paz.
Siendo de altura y complexión promedio, cabello negro oscuro, un rostro nunca afeitado, mandíbula amplia, pómulos alargados y grandes ojos negros rodeados de círculos negros, Merk siempre se miraba como si no hubiera dormido en días. Y así se sentía. Excepto hoy. Hoy por fin se sentía descansado. Aquí, en Ur, en la punta noroeste de Escalon, no caía nieve. Las brisas templadas del océano a un día de distancia hacia el oeste garantizaban un clima cálido y permitían que florecieran hojas de todos colores. También le permitían a Merk peregrinar llevando sólo un manto, sin temer a vientos helados como lo hacían en muchas partes de Escalon. Todavía estaba acostumbrándose a la idea de llevar un manto en lugar de armadura, de portar un bastón en lugar de una espada, de romper hojas con su bastón en vez de atravesar enemigos con una daga. Todo era nuevo para él. Estaba tratando de ver lo que se sentía convertirse en esta nueva persona que tanto añoraba. Se sentía tranquilo, pero raro. Era como si pretendiera ser alguien que no era.
Pues Merk no era ningún viajante o monje, y tampoco un hombre pacífico. Dentro de él, aún era un guerrero. Y no cualquier guerrero; era un hombre que peleaba bajo sus propias reglas y que nunca había perdido una pelea. Era un hombre que no temía llevar sus peleas de la línea de batalla a los callejones traseros de las tabernas que tanto frecuentaba. Era lo que muchas personas llamarían un mercenario. Un asesino. Una espada a sueldo. Tenía muchos calificativos, algunos menos halagadores, pero a Merk no le importaban las etiquetas o lo que pensaran otras personas. Todo lo que le importaba es que era uno de los mejores.
Merk, como siguiendo esta tendencia, había tenido muchos nombres, cambiándolos a su capricho. No le gustaba el nombre que le había dado su padre—de hecho, tampoco le agradaba su padre—y él no iba a ir por la vida con el nombre que otra persona escogió para él. Merk era uno de los nombres más frecuentes, y por ahora le gustaba. No le importaba cómo otras personas lo llamaban. Sólo le importaban dos cosas en la vida: encontrar el lugar exacto para la punta de su daga, y que sus empleadores le pagaran con oro recién acuñado—y en grandes cantidades.
Merk descubrió a temprana edad que tenía un don natural, que era superior a los demás en lo que hacía. Sus hermanos, al igual que su padre y todos sus afamados ancestros, eran orgullosos y nobles caballeros que portaban las mejores armaduras, llevaban el mejor acero, cabalgaban en sus caballos, agitaban sus banderas con su pelo florido y ganaban competencias mientras las mujeres arrojaban flores a sus pies. No podían enorgullecerse más de sí mismos.
Pero a Merk le desagradaba ser el centro de atención. Todos esos caballeros parecían ser torpes para matar, altamente ineficientes, y Merk no los respetaba. Tampoco necesitaba el reconocimiento, las insignias, las banderas o los escudos de armas que los caballeros tanto ansían. Eso era para las personas a las que les faltaba lo más importante: la habilidad para quitarle la vida a un hombre de forma rápida, silenciosa y eficiente. Para él, no había nada más de qué hablar.
Cuando era más joven y sus amigos muy pequeños para defenderse por sí solos siempre venían a él, pues ya era conocido como alguien excepcional con la espada y siempre recibía sus pagos por defenderlos. Sus abusivos nunca volvían a molestarlos ya que Merk se aseguraba de que así fuera. La voz se corrió rápido acerca de su destreza, y mientras Merk aceptaba más y más pagos, sus habilidades para matar progresaban.
Merk pudo haber sido un caballero, un famoso guerrero como sus hermanos. Pero en lugar de eso decidió trabajar en las sombras. El ganar era lo que le interesaba, la eficiencia letal, y rápidamente se había dado cuenta de que los caballeros, debido a sus bellas armas y toscas armaduras, no podían matar ni la mitad de rápido o efectivo que él, un hombre solo con camisa de cuero y daga afilada.
Mientras caminaba golpeando las hojas con su bastón, recordó una noche en la taberna con sus hermanos cuando desenvainaron espadas con caballeros rivales. Sus hermanos estaban rodeados y superados en número, y mientras los lujosos caballeros se detenían en ceremonia, Merk no dudó. Se lanzó a través del callejón con su daga y cortó todas sus gargantas antes de que los hombres pudieran sacar sus espadas.
Sus hermanos debieron haberle agradecido por salvarlos—pero en vez de eso se distanciaron de él. Le temían y le asignaban mala reputación. Ese fue el agradecimiento que recibió, y la traición lo dolió a Merk más de lo que pudo confesar. Esto profundizó su distanciamiento con ellos, con toda nobleza y con toda caballería. Todo era hipocresía y egoísmo a sus ojos; podían pasearse con su brillante armadura y mirarlo como algo insignificante, pero si no hubiera sido por él y su daga todos aún yacerían muertos en ese callejón.
Merk camino y camino, suspirando, tratando de olvidar el pasado. Mientras reflexionaba, se dio cuenta de que en realidad no entendía la fuente de su talento. Tal vez era porque era rápido y ágil; tal vez era que tenía manos y muñecas veloces; tal vez es porque tenía un talento especial para encontrar los puntos vitales de los hombres; tal vez porque nunca dudaba en dar ese paso extra, en dar esa estocada final en la que otros hombres se detenían; tal vez era que nunca tenía que atacar dos veces; o tal vez era porque sabía improvisar, matar con cualquier arma a su alcance—una púa, un martillo, un viejo leño. Él era más listo que los demás, más adaptable y rápido en los pies—una combinación mortal.
Mientras crecía, todos esos orgullosos caballeros se habían distanciado de él y hasta se habían burlado de él a sus espaldas (pues nadie se atrevía a hacerlo en su cara). Pero ahora que habían pasado los años, ahora que se veían débiles y su fama se había extendido, él era el que era solicitado por reyes mientras los otros estaban olvidados. Porque lo que sus hermanos nunca habían entendido es que la caballerosidad no hacía a los reyes reyes. Era la violencia desagradable y brutal, el miedo, la eliminación de tus enemigos uno a uno, la horrible matanza que nadie más quería hacer lo que los hacía reyes. Y era a él a quien todos acudían cuando querían que el verdadero trabajo de rey se realizara.