Un Beso Para Las Reinas - Морган Райс 5 стр.


—Todos están aquí —dijo, mirando alrededor.

—Todos los que vinieron —respondió Angelica.

—Los que no lo hicieron son traidores —espetó Ruperto en respuesta—. Haré que los maten.

—Por supuesto —dijo Angelica—. Pero después de la invasión.

Era extraño que hubiera encontrado a alguien tan dispuesto a estar de acuerdo con todas las cosas que había que hacer. A su manera, hermosa e inteligente, era tan despiadada como lo era él. También estaba allí para esto, a su lado, y conseguía que incluso el negro del funeral pareciera precioso, estaba allí para apoyar a Ruperto mientras hacia su camino a través del templo, hacia el lugar donde se encontraba el ataúd de su madre, con la corona colocada encima, a la espera del sepelio.

Un coro empezó a cantar un réquiem mientras se dirigían hacia allí y la suma sacerdotisa rezaba a la diosa con un tono monótono. Nada de esto era original. No había habido tiempo para eso. Aun así, cuando todo esto hubiera acabado Ruperto contrataría a un compositor. Levantaría estatuas en honor a su madre. Haría…

—Hemos llegado, Ruperto —dijo Angelica, guiándolo hasta su asiento en la fila de delante. Allí había espacio de sobra, a pesar de que el edificio estaba abarrotado. Quizá los guardas que estaban allí para hacer que se cumpliera tenían algo que ver con eso.

—Nos hemos reunido para dar testimonio del deceso de una gran personalidad entre nosotros —dijo la sacerdotisa en un tono monótono mientras Ruperto ocupaba su lugar—. La Reina Viuda María de la Casa Flamberg se ha ido detrás de la máscara de la muerte, a los brazos de la diosa. Lamentamos su deceso.

Ruperto lo lamentaba, la pena crecía en su interior mientras la sacerdotisa hablaba sobre la gran gobernante que había sido su madre, lo importante que había sido su papel en la unidad del reino. La vieja sacerdotisa dio un largo sermón acerca de las virtudes que se encuentran en los textos sagrados de las que su madre había sido un ejemplo y, a continuación, algunos hombres y algunas mujeres subieron a hablar sobre su grandeza, su amabilidad, su humildad.

—Parece que estén hablando de otra persona —le susurró Ruperto a Angelica.

—Es lo que se espera que digan en un funeral —respondió ella.

Ruperto negó con la cabeza.

—No, esto no es así. No es así para nada.

Se levantó y se dirigió a la parte delantera del templo, sin importarle que todavía había un señor ocupado dando vueltas a aquella vez que se había encontrado con la Reina Viuda en un elogio fúnebre. El hombre retrocedió al acercarse Ruperto y se quedó callado.

—Estáis diciendo tonterías —dijo Ruperto, la voz le salía con facilidad—. ¡Estáis hablando de mi madre e ignoráis cómo era realmente! ¿Decís que era buena, amable y generosa? ¡No era ninguna de estas cosas! Era severa. Era despiadada. Podía ser cruel. —Hizo un movimiento circular con la mano—. ¿Hay alguien aquí a quien no hiciera daño? A mí me hizo daño a menudo. Me trataba como si apenas fuera digno de ser su hijo.

Podía oír los susurros entre los que estaban allí. Ya podían susurrar. Ahora él era su rey. Lo que ellos pensaran no importaba.

—Pero fue fuerte, sin embargo —dijo Ruperto—. Es gracias a ella que tenéis un país. Gracias a ella los traidores de esta tierra han sido expulsados y su magia reprimida.

Le vino un pensamiento.

—Yo seré igual de fuerte. Haré lo que haga falta.

Andando a largos pasos, se dirigió al ataúd y levantó la corona. Pensó en lo que Angelica había dicho acerca de la Asamblea de los Nobles y de que Ruperto no necesitaba en absoluto su permiso. La cogió y se la colocó en la frente, ignorando los susurros de los que estaban allí.

—Enterraremos a mi madre como la persona que fue —dijo Ruperto—, ¡no según vuestras mentiras! ¡Os lo ordeno como vuestro rey!

Entonces Angelica se levantó, fue corriendo hacia él y le tomó la mano.

—Ruperto, ¿estás bien?

—Estoy bien —replicó. Le vino otro impulso y miró a la multitud—. Todos conocéis a Milady d’Angelica —dijo Ruperto—. Bien, tenemos que anunciaros algo. Esta noche la tomaré como mi esposa. Todos vosotros estáis obligados a asistir. Quien no lo haga será colgado por ello.

Esta vez no hubo susurros. Tal vez ya no podían sorprenderse. Tal vez ya habían pasado por todo esto. Ruperto fue hasta el ataúd.

—Bueno, Madre —dijo—. Tengo tu corona. Voy a casarme y, mañana, voy a salvar tu reino. Te basta con esto, ¿verdad?

Una parte de Ruperto esperaba alguna respuesta, alguna señal. No hubo nada. Nada excepto el silencio de la multitud que observaba, y de la profunda culpa que todavía se arrastraba en su interior.

CAPÍTULO SEIS

Desde el balcón de una casa de Carrick, el Maestro de los Cuervos observaba cómo se reunían sus ejércitos, vigilando a través de los ojos de sus criaturas. Sonreía para sí mismo mientras lo hacía y una sensación de satisfacción se apoderaba de él.

—Las piezas están en su lugar —dijo, mientras sus cuervos le mostrabas cómo se iban reuniendo los barcos y los soldados se apresuraban a construir barricadas—. Ahora vamos a ver cómo caen.

El atardecer sangriento coincidía con su estado de ánimo de hoy, como hacían los gritos procedentes del patio de debajo de su balcón. Las ejecuciones del día proseguían sin cesar: dos hombres atrapados intentando desertar, un ladrón potencial, una mujer que había apuñalado a su marido. Estaban atados a unos postes mientras los ejecutores se hacían con unas espadas y cuerda para estrangular.

Los cuervos se les echaron encima. Probablemente había quien pensaba que él disfrutaba la violencia de momentos como estos. Lo cierto era que a él solo le importaba el poder que esas muertes traían a través de sus animalitos, fuera como fuera.

El Maestro de los Cuervos echó un vistazo a los comandantes que esperaban sus instrucciones, para ver si alguno se encogía de miedo o apartaba la mirada de las escenas de allá abajo. La mayoría no lo hicieron, porque habían aprendido lo que se esperaba de ellos. Pero un oficial más joven tragó saliva mientras miraba. Seguramente tendría que vigilarlo.

Durante uno o dos instantes, el Maestro de los Cuervos dirigió de nuevo su atención a las criaturas que daban vueltas por encima de Ashton. Mientras giraban y daban vueltas, le mostraban la envergadura de la flota que avanzaba, la fuerza que se dividía y que buscaba desembarcar más arriba en la costa. Un grajo que había sobre una muralla de la ciudad le mostró un grupo de hombres de Ishjemme vestidos con ropa de comerciantes que abrían un cofre de armas escondido al lado del río. Un cuervo que estaba cerca del cementerio de la ciudad oyó que unos hombres hablaban de retirarse cuando llegara el ataque, dejando que los nobles se las arreglaran solos.

Esta parecía una combinación que podría dejar a sus animalitos hambrientos. Él no podía tener eso.

—Tenemos un trabajo con el que cumplir —dijo a los hombres que esperaban mientras dirigía de nuevo su atención hacia sí mismo—. Seguidme.

Marcaba el camino a través de la casa, dando por sentado que los otros le seguirían. Los sirvientes se apartaban a toda prisa, pues no deseaban encontrarse en el camino de tantos hombres poderosos mientras bajaban. El Maestro de los Cuervos podía sentir su resentimiento y su miedo, pero no importaba. Solo era la consecuencia inevitable de gobernar.

En el patio, los gritos se habían disipado en el silencio que solo la muerte puede traer. Incluso las criaturas vivas más silenciosas tenían el suave ruido de la respiración, el agitado golpeteo de un corazón. Ahora, solo el graznido de los cuervos rompía el silencio mientras los cuerpos colgaban flácidos contra sus postes.

—Debe mantenerse el orden —dijo el Maestro de los Cuervos, mirando hacia el oficial que había mostrado un destello de desagrado—. Somos una máquina de muchas partes, y cada una debe ejercer su papel. Ahora que han traspasado todos sus límites, el papel de estos tres es alimentar a los pájaros carroñeros.

Ahora volaban hacia abajo en grandes cantidades y se posaban encima de los todavía recientes cadáveres mientras empezaban a darse el festín. El Maestro de los Cuervos ya podía sentir que el poder empezaba a fluir de las muertes a su bandada, junto con los centenares que se extendían por el imperio del Nuevo Ejército en cualquier momento. Incluso había algunos de sus pájaros alimentándose en el reino de la Viuda.

—Ha llegado el momento de que esto vaya a nuestro favor —dijo, haciendo uso de ese poder y trazando los resquicios de consecuencia dentro de su mente. Cada uno representaba una posibilidad, una opción. El Maestro de los Cuervos no tenía ninguna manera de saber cuál sucedería; él no era la mujer de la fuente u otro de los verdaderos videntes. Sin embargo, podía ver lo suficiente para saber dónde ejercer influencia. Dónde apretar para conseguir los efectos que deseaba.

Contactó con los pájaros que aleteaban alrededor de Ashton. Su mente buscaba los lugares donde unas palabras bien situadas podrían hacer el máximo, y córvidos de todas clases bajaron del cielo para graznarlas.

Un cuervo se posó cerca del comandante que estaba a cargo de la vigilancia de la ciudad de Ashton y lo miró fijamente con sus ojos negros.

—Norteños en el río —graznó cuando el Maestro de los Cuervos pronunció—. Norteños en el río, vestidos de comerciantes.

No esperó a ver la conmoción del hombre mientras intentaba buscar el sentido a lo que estaba sucediendo. En su lugar, el Maestro de los Cuervos cambió su atención hacia un grajo que había en el cementerio e hizo que se posara encima de una lápida cerca de los conspiradores en potencia que planeaban huir.

—Sed valientes —graznó su pájaro—. Os vigilan.

Para compensarlo, mandó otro pájaro a un hombre que estaba al lado de una de las murallas principales e hizo que graznara un augurio de muerte. Sembraba valor y cobardía, decía verdades y contaba mentiras, entrelazándolas en un hechizo de cosas conocidas y medio conocidas.

No todos los pájaros salían victoriosos. Mandó a un mirlo volando en dirección a la ventana del Príncipe Ruperto y se encontró con que tenía unas rejas. Mandó a un cuerpo volando hacia los barcos que esperaban en el puerto, volando en círculo cada vez más bajo por encima del buque insignia de Ishjemme, y un hombre que miraba hacia arriba llamó su atención. El Maestro de los Cuervos conocía a ese hombre. Era el que le había clavado una espada en Ishjemme. Ahora miraba fijamente al pájaro y se llevó la mano al cinturón, del que sacó pistola tan rápido que casi no parecía humana…

—¡Maldita sea! —gruñó el Maestro de los Cuervos mientras apartaba de golpe su atención del pájaro justo a tiempo.

Se olvidó de la flota. En su lugar, concentró su atención en la ciudad, donde encontró pequeñas cosas que podrían dar valor a los hombres o quitárselo, que podrían avivar su rabia o volverlos descuidados. Hizo que una urraca le robara el anillo de casado a una mujer mientras estaba lavaba unos vasos y que lo tirara a los pies del soldado con el que estaba casada. Sin ninguna duda el hombre pasaría la batalla preguntándose por qué no estaba en su dedo, y si él debería estar en casa. Hizo que un cuervo levantara una vela encendida y la tirara a un grupo de edificios abandonados por donde las llamas treparían.

—Dejémoslos que elijan si quieren salvar sus casas de los invasores o del fuego —dijo.

Unos cien pájaros más salieron con otros encargos, cada uno de ellos llevándose un destello de poder, pero cada uno de ellos era una inversión en el caos que derivaría de ello. Algunos hablaban con los soldados, otros con los hombres y mujeres que él había enviado para este momento, que estaban allí para contar historias de los horrores de Ishjemme a aquellos que escuchaban, o insinuar una rebelión violenta contra el linaje de la Viuda, o ambas cosas.

El Maestro de los Cuervos tomó una batalla que debería haber sido una victoria fácil para los invasores y la transformó en algo más complejo, peligroso y mortífero.

Para cuando volvió a sí mismo, estaba sonriendo por lo que había conseguido. Los hombres pensaban en las grandes obras de la magia y pensaban en símbolos y libros antiguos, pero él había conseguido algo mucho más grande, con mucho menos. Echó un vistazo a sus oficiales, que observaban todavía con miradas obedientes a los cuervos que mordisqueaban a los muertos.

—Mañana el enemigo tendrá su batalla por Ashton —dijo—. Será violenta, con muchos muertos en todos los bandos.

No podía evitar sentir un punto de satisfacción en ello. Al fin y al cabo, él era la principal razón de que murieran tantos.

—¿Cuándo atacamos, mi señor? —preguntó uno de los comandantes de su flota—. ¿Tiene órdenes para nosotros?

—¿Estás ansioso por atacar? —preguntó el Maestro de los Cuervos.

—Lo estoy, mi señor —dijo el hombre. Se golpeó la mano con el puño—. Quiero aplastarlos por la humillación que causaron la última vez que estuvieron por aquí.

—Yo también —dijo un general—. Quiero que sepan que el Nuevo Ejército es más fuerte.

Le siguió un coro de asentimiento, cada hombre parecía esforzarse más que el último por demostrar lo comprometido que estaba en reparar los fracasos del ataque al reino de la Viuda. Tal vez se trataba de eso. Quizá cada uno de ellos deseaba demostrar que podían ser mejores. Quizá pensaban que se jugaban el pellejo si fracasaban de nuevo.

No se equivocaban del todo. Aun así, el Maestro de los Cuervos levantó una mano para pedir calma—. Tened paciencia. Volved a vuestros hombres y a vuestros barcos. Aseguraos que todo está listo para un ataque. Os diré el momento para ello.

Se marcharon en grupo, cada uno de ellos apresurándose para prepararse. El Maestro de los Cuervos los dejó ir. Por ahora, su atención estaba en el rojo sangriento del atardecer y lo que este presagiaba. No tenía ninguna duda de que por la mañana habría sangre en abundancia. Gracias a los esfuerzos de sus criaturas, habría una matanza a un nivel que haría que el río de Ashton se volviera rojo. Sus criaturas se darían un festín.

—Y cuando hayan terminado —dijo—, añadiremos a nuestro imperio lo que quede.

CAPÍTULO SIETE

La asesina conocida como Rose esperó a que estuviera completamente oscuro antes de remar hacia los barcos que esperaban en el puerto, sus remos estaban envueltos por tela en los escálamos. Ayudaba que la luna estaba brillante/tenía mucha luz y que ella siempre había visto bien en la oscuridad cuando era necesario. Esto significaba que no podía arriesgarse ni tan solo con un la linterna de un ladrón. Aun así, el miedo corría en su interior a cada brazada y solo lo inmovilizaba con esfuerzo.

—Irá bien —dijo—. Lo has hecho cientos de veces antes.

Quizás cientos no. Incluso los mejores de todos los tiempos en su profesión habían matado jamás a tantos. Ella no era el cuchillo de un carnicero, al que mandaban a matar a tantos como pudiera en una guerra. Ella era el cuchillo de un jardinero, cortando de raíz solo lo que era necesario.

—La mitad de los soldados que hay allí habrán matado más que yo —susurró, como si eso lo justificara.

Siempre había miedo cuando lo hacía. Miedo a ser descubierta. Miedo de que algo saliera mal. Miedo de que pudiera adquirir la clase de conciencia que evitara que hiciera lo que mejor se le daba.

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