Es decir, quería saber si Catalina mataría solo porque ella se lo había ordenado.
—Tú misma podrías matar a esa mujer, ¿verdad? —supuso Catalina—. He visto lo que puedes hacer, apareciendo así, de la nada. Tienes los poderes para matar a una persona.
—¿Y quién dice que no voy a hacerlo? —preguntó Siobhan—. Quizás la forma más fácil para mí es enviar a mi aprendiz.
—O tal vez solo quieres ver lo que hago —supuso Catalina—. Esto es una especie de prueba.
—Todo es una prueba, querida —dijo Siobhan—. A estas alturas, ¿no has deducido esta parte? Vas a hacerlo.
¿Qué sucedería cuando lo hiciera? ¿Realmente Siobhan permitiría que matara a una extraña? Tal vez ese era el juego al que estaba jugando. Tal vez tuviera la intención de que Catalina fuera hasta el borde del asesinato y, entonces, pararía la prueba. Catalina esperaba que eso fuera cierto pero, aun así, no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer de esa manera.
No era un término lo suficientemente fuerte para lo que Catalina sentía ahora mismo. Lo odiaba. Odiaba los constantes juegos de Siobhan, su deseo constante de convertirla en una herramienta que usar. Correr a través del bosque perseguida por fantasmas había sido muy malo. Esto era peor.
—¿Y qué pasa si digo que no? —dijo Catalina.
El gesto de Siobhan se ensombreció.
—¿Crees que puedes hacerlo? —preguntó—. Tú eres mi aprendiz, comprometida conmigo. Puedo hacer lo que desee contigo.
Entonces unas plantas brotaron rápidamente alrededor de Catalina, sus afiladas espinas las convirtieron en armas. No la tocaron, pero la amenaza era evidente. Parecía que Siobhan no había terminado todavía. Señaló con un gesto de nuevo hacia el agua de la fuente y la escena que mostraba cambió.
—Podría cogerte y entregarte a uno de los jardines del placer de Issettia del Sur —dijo Siobhan—. Allí hay un rey que podría estar dispuesto a cooperar a cambio del regalo.
Catalina vio brevemente a unas chicas vestidas de seda correteando delante de un hombre que les doblaba la edad.
—Podría cogerte y ponerte en las filas de esclavos de las Colonias Cercanas —continuó Siobhan e hizo un gesto para que la escena mostrara largas filas de trabajadores trabajando con picos y palas en una mina abierta—. Tal vez te diré dónde encontrar las mejores piedras para los comerciantes que hacen lo que yo deseo.
La escena cambió de nuevo y mostró lo que, evidentemente, era una sala de torturas. Hombres y mujeres gritaban mientras unos tipos enmascarados manejaban hierros calientes.
—O tal vez te entregue a los sacerdotes de la Diosa Enmascarada, para que ganes la contrición por tus crímenes.
—No lo harías —dijo Catalina.
Siobhan alargó el brazo, y la cogió tan fuerte que Catalina apenas tuvo tiempo para pensar antes de que la mujer la forzara a meter la cabeza bajo el agua de la fuente. Ella gritó, pero solo le sirvió para no tener tiempo de respirar mientras la hundía. El frío del agua la rodeaba y, a pesar de que Catalina luchaba, parecía que su fuerza la había abandonado en esos momentos.
—Tú no sabes lo que yo haría y lo que no –dijo Siobhan, su voz parecía venir de muy lejos—. Piensas que yo pienso en el mundo como lo haces tú. Piensas que frenaré antes de tiempo, o seré amable, o ignoraré tus insultos. Podría mandarte a hacer cualquiera de las cosas que yo quisiera y todavía serías mía. Mía para hacer contigo lo que quisiera.
Entonces Catalina vio unas cosas en el agua. Vio unas siluetas que gritaban destruidas por el sufrimiento. Vio un lugar lleno de dolor y sufrimiento, terror e impotencia. Reconoció a algunos de ellos porque los había matado o, por lo menos, a sus fantasmas. Había visto sus imágenes mientras la perseguían por el bosque. Eran guerreros que habían estado comprometidos con Siobhan.
—Ellos me traicionaron –dijo Siobhan— y pagaron por su traición. Mantendrás tu palabra conmigo o te convertiré en algo más útil. Haz lo que yo quiero, o te unirás a ellos y me servirás como lo hacen ellos.
Entonces soltó a Catalina y Catalina se levantó, hablando a borbotones mientras luchaba por coger aire. Ahora la fuente había desaparecido y, una vez más, estaban en el patio de la forja. Ahora Siobhan estaba un poco apartada de ella, de pie como si no hubiera pasado nada.
—Yo quiero ser tu amiga, Catalina —dijo—. No me querrías como enemiga. Pero haré lo que deba.
—¿Lo que debas? —replicó Catalina—. ¿Crees que tienes que amenazarme o hacerme matar a gente?
Siobhan extendió las manos.
—Como te dije, es la maldición de los poderosos. Tienes el potencial para ser muy útil para lo que se avecina, y yo sacaré el máximo provecho de eso.
—No lo haré —dijo Catalina—. No mataré a una chica sin razón.
Entonces Catalina atacó, no físicamente, sino con sus poderes. Reunió su fuerza y la lanzó como una piedra contra los muros que rodeaban la mente de Siobhan. Rebotó y el poder parpadeó.
—No tienes el poder para luchar contra mí —dijo Siobhan—, y no te molestes en tomar esa opción. Déjame que te lo ponga más fácil.
Hizo un gesto y la fuente apreció de nuevo y las aguas se movieron. Esta vez, cuando la imagen se fijó, no tuvo que preguntar a quién estaba mirando.
—¿Sofía? —preguntó Catalina—. Déjala en paz, Siobhan, te lo advierto…
Siobhan la agarró de nuevo y la obligó a mirar a esa imagen con la horrible fuerza que parecía poseer.
—Alguien va a morir —dijo Siobhan—. Puedes escoger quién, simplemente escogiendo si matas a Gertrude Illiard. Puedes matarla a ella, o tu hermana puede morir. Tú eliges.
Catalina la miró fijamente. Sabía que en realidad no era una elección. No cuando se trataba de su hermana.
—De acuerdo —dijo—. Lo haré. Haré lo que tú quieras.
Dio la vuelta y se dirigió hacia Ashton. No fue a despedirse de Will, Tomás o Winifred, en parte porque no quería arriesgarse a que Siobhan se acercara tanto a ellos y, en parte, porque estaba segura de que, de algún modo, verían lo que debía hacer a continuación y se avergonzarían de ella por eso.
Catalina estaba avergonzada. Odiaba pensar en lo que estaba a punto de hacer y en el hecho de que tenía tan poca elección. Solo debía esperar que todo esto fuera una prueba y que Siobhan la detuviera a tiempo.
—Tengo que hacerlo —se decía a sí misma mientras caminaba—. Tengo que hacerlo.
«Sí» —le susurraba la voz de Siobhan—, «debes hacerlo».
CAPÍTULO DOS
Sofía regresó al campamento que había hecho con las demás, sin saber qué hacer, qué pensar, incluso qué sentir. Debía concentrarse en cada paso en la oscuridad, pero lo cierto era que no podía concentrarse, no después de todo lo que había descubierto. Tropezó con unas raíces y se sujetó a unos árboles para apoyarse mientras intentaba encontrarle el sentido a la noticia. Notaba que unas hojas se le enredaban en su largo pelo rojo y la corteza dejaba tiras de musgo en su vestido.
La presencia de Sienne la detuvo. El gato del bosque le empujaba las piernas, guiándola de vuelta al lugar donde estaba la carreta, el círculo de luz de la hoguera parecía el único lugar seguro en un mundo que, de repente, no tenía fundamentos. Cora y Emelina estaban allí, la antigua sirvienta contratada de palacio y la niña abandonada con un talento para tocar las mentes miraban a Sofía como si se hubiera convertido en un fantasma.
Ahora mismo, Sofía no estaba segura de no haberlo hecho. Se sentía frágil; irreal, como si el mínimo golpe de aire pudiera hacerla estallar en un montón de direcciones diferentes, para no volverla a juntarse nunca más. Sofía sabía que el camino de vuelta a través de los árboles la habría dejado con un aspecto salvaje. Se sentó contra una de las ruedas del carro, mirando fijamente perpleja hacia delante mientras Sienne se acurrucaba contra ella, casi como lo hubiera hecho un gato doméstico en lugar del gran depredador que era.
—¿Qué sucede? —preguntó Emelina. «¿Sucedió algo?» —añadió mentalmente.
Cora fue también hacia ella y estiró el brazo para tocar el hombro de Sofía.
—¿Pasa algo?
—Yo… —Sofía rió, aunque reír fuera todo menos la respuesta adecuada a lo que ella sentía—. Creo que estoy embarazada.
A medio camino de decirlo, la risa se convirtió en lágrimas y, una vez empezó, Sofía no podía parar. Simplemente le salían y ni tan solo podía decir si eran lágrimas de felicidad o de desesperación, la ansiedad al pensar en todo lo que le podría venir o en algo completamente diferente.
Las otras fueron a abrazarla, rodeando a Sofía con sus brazos mientras el mundo se nublaba a través de aquel laberinto.
—Todo irá bien —dijo Cora—. Haremos que funcione.
Ahora mismo, Sofía no podía ver cómo algo de eso podía funcionar.
—¿Es Sebastián el padre? —preguntó Emelina.
Sofía asintió. ¿Cómo podía pensar que había habido alguien más? Entonces se dio cuenta… Emelina estaba pensando en Ruperto, preguntando si el intento de violación había ido más lejos de lo que pensaban.
—Sebastián… —consiguió decir Sofía—. Él es el único con el que me he acostado. Es su hijo.
El hijo de los dos. O lo sería, con el tiempo.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Cora.
Sofía no tenía una respuesta para esa pregunta. Era la pregunta que amenazaba con abrumarla de nuevo y que parecía traer lágrimas con tan solo intentar pensar en ella. No podía imaginar lo que vendría a continuación. No podía ni empezar a imaginarse cómo irían las cosas.
Aun así, hizo todo lo que pudo por pensar en ello. En un mundo ideal, ella y Sebastián ahora estarían casados, y ella hubiera descubierto que estaba embarazada rodeada de gente que la ayudaría, en un lugar cálido y seguro donde Sofía podría criar bien a un hijo.
En su lugar, estaba a la intemperie con frío y humedad, enterándose de la noticia, solo con Cora y Emelina para contárselo, sin tan solo su hermana para ayudarla.
«¿Catalina?» —mandó hacia la oscuridad—. «¿Puedes oírme?»
No hubo respuesta. Tal vez era la distancia la que lo hacía, o tal vez Catalina estaba demasiado ocupada para responder. Tal vez podía ser una de entre una docena de otras cosas, pues lo cierto era que Sofía no sabía lo suficiente acerca del talento que tenían ella y su hermana para saber seguro qué podía delimitarlo. Lo único que sabía era que la oscuridad se tragó sus palabras con la misma certeza que si, sencillamente, las hubiera gritado.
—Quizás Sebastián vendrá a por ti —dijo Cora.
Emelina la miró con incredulidad.
—¿Realmente piensas que esto va a pasar? ¿Qué un príncipe irá detrás de una chica a la que ha dejado embarazada? ¿Qué incluso le importará?
—Sebastián no es como la mayoría de los que hay en palacio —dijo Sofía—. Él es amable. Él es un buen hombre. Él…
—Él te hizo marchar —puntualizó Emelina.
Sofía no podía discutir con eso. A Sebastián realmente no le quedó opción cuando descubrió las formas en las que ella le había mentido, pero sí que podría haber intentado encontrar una manera de evitar los inconvenientes que su familia hubiera planteado, o podía haber venido tras ella.
Estaba bien pensar que podría estar intentando seguirla, pero ¿qué posibilidades había realmente? ¿Cómo de realista era esperar que podría atravesar el país tras alguien que lo había engañado en todo, incluso en quién era? ¿Pensaba que esta era una canción en la que el gallardo príncipe atravesaba colinas y valles haciendo un esfuerzo para encontrar a su amada? Así no funcionaban las cosas. La historia estaba llena de bastardos reales, así pues ¿qué importancia tenía uno más?
—Tienes razón –dijo—. No puedo contar con que me esté siguiendo. Su familia no lo permitiría, incluso aunque él quisiera hacerlo. Pero tengo que tener esperanzas, porque sin Sebastián… creo que no puedo hacerlo sin él.
—Hay personas que educan a sus hijos solas —dijo Emelina.
Las había, pero ¿Sofía podía ser una de ellas? Sabía que nunca, jamás podría entregar a un hijo a un orfanato después de todo lo que ella había pasado en la Casa de los Abandonados. Sin embargo, ¿cómo podía esperar criar a un hijo cuando ni tan solo podía encontrar un lugar para estar ella a salvo?
Quizás más adelante también habría respuestas para esta parte. Ahora la casa grande no se veía en la oscuridad, pero Sofía sabía que estaba allí, tirando de ella con la promesa de sus secretos. Era el lugar donde habían vivido sus padres y el lugar en cuyos pasillos todavía rondaban sus sueños de las llamas que recordaba a medias.
Iba a ir allí a descubrir la verdad sobre quién era ella y qué lugar tenía en el mundo. Quizás esas respuestas le darían suficiente estabilidad para poder criar a su hijo. Quizás le proporcionarían un lugar en el que las cosas irían bien. Quizás incluso podría llamar a Catalina y decirle a su hermana que había encontrado un lugar para todos ellos.
—Tú… tienes opciones —dijo Cora, la duda en su voz daba a entender cuáles podrían ser esas opciones incluso antes de que Sofía mirara a sus pensamientos.
—¿Quieres que me deshaga de mi hijo? —dijo Sofía. Solo pensarlo… no estaba segura de que pudiera. ¿Cómo iba a poder?
—Quiero que hagas lo que tú creas que es mejor —dijo Cora. Sacó una bolsa de su cinturón , que estaba al lado de las que contenían maquillaje.
—Esto es polvo de rakkas. Cualquier sirvienta pronto lo descubre, pues no puede decirle que no a su amo, y la esposa del amo no quiere hijos que no sean suyos.
Había una capa de dolor y amargura en ello que una parte de Sofía quería comprender. Por instinto, se metió en los pensamientos de Cora y encontró dolor, humillación, un noble que había ido a parar a la habitación equivocada durante una fiesta.
—«Hay cosas en las que incluso nosotras no debemos inmiscuirnos» —le mandó Emelina. Su expresión no dejaba ver nada de lo que ella sentía, pero Sofía podía sentir su disconformidad—. «Si Cora nos lo quiere contar, nos lo contará».
Sofía sabía que tenía razón, pero aun así, se sentía mal por no poder haber estado allí por su amiga tal y como Cora había estado por ella con el Príncipe Ruperto.
—«Tienes razón» —le devolvió—. «Lo siento».
—«Simplemente no dejes que Cora sepa que estuviste fisgando. Con algo así, sabes lo personal que puede ser».
Sofía lo sabía, pues cuando se trataba del intento de Ruperto de obligarla a ser su amante, era algo de lo que no quería hablar, o pensar, o tener que volver a tratar con ello de ninguna manera.
Pero el embarazo era algo diferente. Se trataba de ella y de Sebastián y eso era algo grande, complicado y potencialmente maravilloso. Solo que también era un desastre en potencia, para ella y para todos los que estaban a su alrededor.
—Ponlo en agua —dijo Cora, refiriéndose al polvo— y después te lo bebes. Por la mañana ya no estarás embarazada.
Hacía que pareciera muy sencillo mientras se lo pasaba a Sofía. Aun así, Sofía dudaba si coger el polvo. Estiró el brazo y solo tocarlo le pareció una traición a algo entre ella y Sebastián. De todas formas, lo cogió y sopesó la bolsa en su mano, mirándola fijamente como si eso le diera, de algún modo, las respuestas que necesitaba.
—No tienes que hacerlo —dijo Emelina—. Tal vez tengas razón. Tal vez vendrá ese príncipe tuyo. O tal vez encontrarás otro camino.
—Tal vez —dijo Sofía. Ahora mismo no sabía qué pensar. La idea de que tendría un hijo con Sebastián podría ser algo maravilloso bajo otras circunstancias, podría llenarla de la alegre perspectiva de subir una familia, echar raíces, estar segura. Sin embargo, aquí parecía un reto que, como mínimo, era tan grande como cualquiera de las cosas a las que se habían enfrentado de camino al norte. No estaba segura de que este fuera un reto al que pudiera enfrentarse.