Cuando por fin le quitaron el tarugo de la boca, Sofía notó el gusto de sangre en ella.
—¿Te arrepientes ahora, niña malvada? —exigió la hermana enmascarada.
Sofía la hubiera matado allí mismo de haber tenido la oportunidad tan solo por un momento, hubiera corrido mil veces si pensara que había una oportunidad para escapar. Aun así, obligó a su cuerpo sollozante a asentir, con la esperanza de aparentar suficiente arrepentimiento.
—Por favor —suplicó—. Lo siento. No debería haber escapado.
Entonces la Hermana O’Venn se inclinó lo suficientemente cerca para reírse de ella. Sofía podía ver la rabia y el deseo de más.
—¿Piensas que no puedo ver cuando un aniña está mintiendo? —preguntó—. Debería haber sabido desde el momento en que viniste aquí que eras algo malvado, teniendo en cuenta de dónde venías. Pero haré que te arrepientas de la forma adecuada. ¡Te sacaré la maldad a golpes si hace falta!
Entonces se dirigió a los demás que estaban allí y Sofía odió el hecho de que aún estuvieran allí observando, quietos como estatuas, inmovilizados por el miedo. ¿Por qué no la estaban ayudando? ¿Por qué no estaban, por lo menos, retrocediendo horrorizados, escapando de la Casa de los Abandonados para ir lo más lejos posible de las cosas que esta hacía mientras podían? Simplemente se quedaron allí cuando la Hermana O’Venn se dirigió sigilosamente hasta ponerse delante de ellos, con el látigo ensangrentado colgando de su mano.
—¡Llegasteis a nosotras como nada, como la prueba del pecado de otro, o como las cloacas del mundo! —gritó la monja enmascarada—. Salís de aquí transformados en chicos y chicas preparados para servir al mundo como se os pida. Esta buscó escapar antes de ser contratada. Aquí tuvo años de seguridad y adiestramiento, ¡e intentó escapar de lo que esto cuesta!
Porque lo que costaba eran las vidas del resto de los huérfanos, que se echaban a perder cuando cualquiera que pudiera pagar su crianza las contrataba. En teoría, podían pagar el precio, pero ¿cómo lo hacían muchos? y ¿qué sufrían durante los años que les llevaba?
—¡A esta la tenían que haber contratado hace unos días! —dijo la monja enmascarada, señalando—. Bueno, lo harán mañana. Será vendida como la despreciable ingrata que es, y ahora las cosas no serán fáciles para ella. No habrá hombres amables que busquen comprar una esposa, o nobles que busquen una sirvienta.
Eso era lo que pasaba por una buena vida, una vida fácil, en este lugar. Sofía odiaba este hecho casi tanto como odiaba a la gente de allí. También odiaba pensar qué podría pasarle ahora. Había estado a punto de convertirse en la esposa de un príncipe, y ahora…
—Los únicos que querrán una cosa endiablada como esta —dijo la Hermana O’Venn— son hombres crueles con propósitos más crueles. Esta chica se lo buscó y ahora irá donde debe.
—¡Donde usted escoja mandarme! —replicó Sofía, pues de los pensamientos de la monja enmascarada podía ver que había ido a buscar a las peores personas que se le ocurrieron. Poder ver eso era una especie de tormento. Miró a su alrededor a cada una de las monjas enmascaradas que había allí, intentando ver a través de los velos hasta llegar a las mujeres que había debajo.
—Voy a ir a parar a gente como esa porque ustedes eligieron mandarme. Ustedes eligieron vendernos para servir. ¡Nos venden como si no fuéramos nada!
—No sois nada —dijo la Hermana O’Venn, metiendo de nuevo el tarugo en la boca de Sofía.
Sofía le lanzó una mirada fulminante, para intentar encontrar alguna mota de humanidad en algún lugar con el contacto. No pudo encontrar nada, tan solo crueldad disfrazada de firmeza necesaria y maldad fingiendo ser deber, sin tan solo una real convicción detrás. A la Hermana O’Venn simplemente le gustaba hacer daño a los débiles.
Entonces hizo daño a Sofía y ella no pudo hacer nada, excepto gritar.
Se lanzó contra las cuerdas, intentando romperlas para liberarse o, por lo menos, encontrar una pizca de espacio en el que escapar del azote que le arrancaba la penitencia. Pero no podía hacer nada, excepto gritar, suplicando en silencio en la madera que mordía mientras su poder mandaba gritos a la ciudad, con la esperanza de que su hermana los oiría en algún lugar de Ashton.
No hubo respuesta con excepción del silbido constante del cuero trenzado en el aire y el azote del mismo contra su espalda ensangrentada. La monja enmascarada la golpeó con una fuerza aparentemente interminable, más allá del punto en el que las piernas de Sofía podían sujetarla y más allá incluso del punto en el que le quedaban fuerzas para gritar.
En algún punto tras esto, debió haber perdido el conocimiento, pero eso no cambió nada. En aquel punto, incluso las pesadillas de Sofía eran violentas, devolviéndole los viejos sueños de una casa en llamas y hombres a los que tenía que dejar atrás. Cuando volvió en sí, habían terminado, los demás hacía tiempo que se habían marchado.
Todavía atada sin poder moverse, Sofía lloraba mientras la lluvia se llevaba la sangre de su castigo. Hubiera sido fácil creer que no podía empeorar, salvo que sí que podía.
Podía empeorar mucho.
Y, mañana, lo haría.
CAPÍTULO DOS
Catalina estaba por encima de Ashton y observaba cómo ardía. Había pensado que estaría feliz de verla desaparecer, pero no era solo la Casa de los Abandonados o los espacios donde los trabajadores del muelle guardaban sus barcazas.
Era todo.
La madera y la paja de los tejados prendieron en llamas y Catalina podía sentir el pánico de la gente que había dentro del amplio círculo de casa. Los cañonazos rugían por encima de los gritos de los moribundos, y Catalina veía hileras de edificios caer con la misma facilidad que si estuvieran hechos de papel. Sonaban los trabucos, mientras las flechas llenaban el aire tan densamente que costaba ver el cielo a través de ellas. Caían, y Catalina caminaba a través de aquella lluvia con la extraña y distante calma que solo puede venir de estar en un sueño.
No, no en un sueño. Esto era algo más.
Cualesquiera que fueran los poderes de la fuente de Siobhan, ahora atravesaban a Catalina y ella veía la muerte por todas partes a su alrededor. Los caballos corrían por las calles, los jinetes atacaban hacia abajo con sables y espadas. Los gritos provenían de todas partes a su alrededor hasta que parecían llenar la ciudad con la misma certeza que lo hacía el fuego. Incluso el río parecía estar en llamas ahora, aunque cuando Catalina miró, vio que eran las barcazas las que llenaban su amplia extensión, el fuego saltaba de una a otra mientras los hombres luchaban por escapar. Catalina había estado en una barcaza y podía imaginar lo aterradoras que debían ser esas llamas.
Había siluetas que corrían por las calles, y era fácil distinguir a los aterrados habitantes de la ciudad de las siluetas vestidas con uniformes color ocre que los perseguían con espadas, dándoles hachazos mientras escapaban. Catalina nunca había visto saquear una ciudad, pero esto era algo horrible. Era violencia por violencia, sin señal de detenerse.
Ahora había filas de refugiados más allá de la ciudad, dirigiéndose con las posesiones que podían llevar encima en largas filas hacia el resto del país. ¿Buscarían refugio en las Vueltas o irían más lejos, hacia ciudades como Treford o Barriston?
Entonces Catalina vio que los jinetes se les echaban encima y supo que no llegarían tan lejos. Pero había fuego detrás de ellos, así que no tenían a donde correr. ¿Cómo sería estar atrapado así?
Aunque ella lo sabía, ¿no?
La escena cambió y ahora Catalina sabía que no estaba mirando a algo que podría ser, sino a algo que había sido. Conocía este sueño, pues era uno que tenía con demasiada frecuencia. Estaba en una casa vieja, una casa grande, y se acercaba el peligro.
Pero esta vez había algo diferente. Había gente allí, y Catalina alzó la vista hacia ellos desde tan abajo que sabía que debía ser diminuta. Allí había un hombre, que parecía preocupado pero fuerte, vestido con el terciopelo de un noble, puesto por encima apresuradamente, y una peluca negra rizada deshecha por las prisas de tratar la situación, que dejaba al descubierto el pelo canoso y rapado de debajo. La mujer que estaba con él era hermoso pero estaba desliñada, como si normalmente le llevara una hora vestirse con la ayuda de sirvientas y ahora lo hubiera hecho en minutos. Tenía una mirada amable y Catalina estiró el brazo hacia ella, sin entender por qué la mujer no la levantaba, cuando era lo que normalmente hacía.
—No hay tiempo —dijo el hombre—. Y si intentamos liberarnos todos, simplemente nos seguirán. Tenemos que ir por separado.
—Pero las niñas… —empezó la mujer. Sin que se lo dijeran, Catalina supo que se trataba de su madre.
—Estarán más seguras lejos de nosotros —dijo su padre. Se dirigió a una sirvienta y Catalina reconoció a su niñera—. Tienes que sacarlas de aquí, Anora. Llévalas a algún lugar seguro, donde nadie las conozca. Las encontraremos cuando esta locura haya terminado.
Entonces Catalina vio a Sofía, con un aspecto mucho más joven pero, al parecer, también dispuesta a discutir. Catalina conocía esa mirada demasiado bien.
—No —dijo su madre—. Debéis iros, las dos. No hay tiempo. Corred, queridas mías. —Hubo un estruendo en algún otro lugar de la casa—. Corred.
A continuación, Catalina estaba corriendo, cogiendo de la mano a Sofía con firmeza. Hubo un estruendo, pero ella no miró hacia atrás. Simplemente continuó, a lo largo de los pasillos, solo parando para esconderse cuando pasaban unas siluetas oscuras. Corrieron hasta que encontraron una serie abierta de ventanas, que llevaban fuera de la casa, a la oscuridad…
Catalina parpadeó, volviendo en sí. La luz de la mañana que había allá arriba parecía demasiado luminosa, su brillo era cegador. Intentó aferrarse al sueño al despertar, intentó ver lo que había sucedido a continuación, pero ya estaba huyendo más rápido de a lo que ella podía atenerse. Catalina se quejó de ello, pues sabía que la última parte no había sido un sueño. Había sido un recuerdo, y era un recuerdo que Catalina quería ver más que todos los demás.
Aun así, ahora tenía las caras de sus padres en la mente. Las mantuvo allí, obligándose a no olvidar. Se incorporó lentamente, su cabeza flotaba como consecuencia de lo que había visto.
—Deberías tomarla lentamente —dijo Siobhan—. Las aguas de la fuente pueden tener consecuencias.
Estaba sentada en el borde de la fuente, que ahora parecía de nuevo destrozada, no brillante y nueva como había sido cuando Siobhan había sacado agua de ella para que Catalina bebiera. Ella tenía exactamente el mismo aspecto que tenía lo que debía ser una noche atrás, incluso las flores entrelazadas en su pelo parecían intactas, como si no se hubieran movido en todo ese tiempo. Estaba observando a Catalina con una expresión que no decía nada acerca de lo que estaba pensando, y los muros que tenía alrededor de su mente significaban que era un espacio en blanco completo, incluso para el poder de Catalina.
Catalina intentó levantarse simplemente porque esta mujer no iba a detenerla. A su alrededor, el bosque parecía flotar cuando lo hizo, y Catalina vio una neblina de colores alrededor de los filos de los árboles, las piedras, las ramas. Catalina tropezó y tuvo que apoyar la mano contra una columna rota para sujetarse.
—Tendrás que aprender a escucharme si vas a ser mi aprendiz —dijo Siobhan—. No puedes pretender sencillamente ponerte de pie tras tantos cambios en tu cuerpo.
Catalina apretó los dientes y esperó a que pasara la sensación de mareo. No tardó mucho. A juzgar por su expresión, incluso Siobhan se sorprendió cuando Catalina se apartó de la columna en la que se apoyaba.
—No está mal —dijo—. Te estás adaptando más rápido de lo que hubiera pensado. ¿Cómo te sientes?
Catalina negó con la cabeza.
—No lo sé.
—Entonces tómate un tiempo para pensar —respondió bruscamente Siobhan con una pizca de enfado—. Yo quiero una alumna que piense acerca del mundo, en lugar de simplemente reaccionar ante el mismo. Creo que eres tú. ¿Quieres demostrar que me equivoco?
Catalina negó de nuevo con la cabeza.
—Estoy… el mundo parece diferente cuando lo miro.
—Estás empezando a verlo tal y como es, con las corrientes de la vida —dijo Siobhan—. Te acostumbrarás a él. Intenta moverte.
Catalina dio un paso indeciso, después otro.
—Puedes hacerlo mejor que eso —dijo Siobhan—. ¡Corre!
Estaba un poco demasiado cerca de los sueños de comodidad de Catalina, y ella se preguntaba hasta dónde de ellos había visto Siobhan. Había dicho que ella y Catalina no eran lo mismo, pero si estaban los suficientemente cerca para que la mujer quisiera enseñarle, entonces tal vez también estaban lo suficientemente cerca para que Siobhan viera en sus sueños.
Ahora mismo no había tiempo para pensar en ello, pues Catalina estaba demasiado ocupada corriendo. Corría a toda velocidad entre los bosques, sus pies rozaban el musgo y el barro, las hojas caídas y las ramas rotas. Hasta que no vio los árboles azotados por ello, no se dio cuenta de lo rápido que se estaba moviendo.
Catalina brincó y, de repente, estaba saltando sobre las ramas más bajas de uno de los árboles de su alrededor, con la misma facilidad que si hubiera saltado de un barco a un muelle. Catalina mantenía el equilibrio sobre la rama, parecía sentir cada soplo del viento que la movía antes de que pudiera sacudirla. Saltó de nuevo al suelo y, sin pensarlo, se fue hacia una pesada rama caída que no antes no podría haber esperado levantar. Catalina sintió la aspereza de la corteza contra sus manos al agarrarla, y la levantó sin sobresaltos, alzándola por encima de su cabeza como uno de los hombres fuertes de las ferias que venían a Ashton cada cierto tiempo. La lanzó, observando cómo la rama desaparecía entre los árboles hasta ir a parar al suelo con un estruendo.
Catalina lo oyó y, por un instante, oyó todos los otros ruidos que había a su alrededor en el bosque. Oyó el crujido de las hojas unas cosas pequeñas se movían debajo de ellas, el piar de los pájaros en las ramas. Oyó el sonido de unos pies diminutos contra el suelo y supo el lugar donde iba a aparecer una liebre antes de que lo hiciera. El simple abanico de sonidos era demasiado al principio. Catalina tuvo que apretar las manos contra los oídos para no dejar entrar el goteo del agua de las hojas, el movimiento de los insectos por la corteza. Lo reprimía del modo en que había aprendido a hacerlo con su talento para oír pensamientos.
Regresó al lugar donde estaba la fuente destrozada y allí estaba Siobhan, sonriendo con lo que parecía ser cierto orgullo.
—¿Qué me está pasando? —preguntó Catalina.
—Solo lo que pediste —dijo Siobhan—. Querías fuerza para vencer a tus enemigos.
—Pero todo esto… —empezó Catalina. La verdad es que nunca había creído que le pudiera pasar tanto a ella.
—La magia puede tomar muchas formas —dijo Siobhan—. No echarás una maldición sobre tus enemigos o adivinarás su futuro desde la distancia. No lanzarás rayos o convocarás a los espíritus de los muertos turbados. Estos son caminos para otros.
Catalina levantó una ceja.
—¿Algo de esto es posible?
Vio que Siobhan encogía los hombros.
—Ni importa. Ahora la fuerza de la fuente corre por tu interior. Serás más rápida y más fuerte, tus sentidos serán más agudos. Verás cosas que la mayoría de personas no pueden ver. Combinado con tus propios talentos, serás formidable. Te enseñaré a golpear en la batalla o desde las sombras. Te haré mortífera.