Un Trono para Las Hermanas - Морган Райс 2 стр.


—No, todavía no lo tienes. Y sé que no eres torpe, niña. Te he visto haciendo piruetas en el patio.

Pero no la había castigado por ello, lo que daba a entender que la Hermana Yvaina no era de las peores. Catalina lo intentó de nuevo, con la mano temblorosa.

Se suponía que ella y las otras chicas debían aprender a servir las mesas nobles con elegancia, pero lo cierto era que Catalina no estaba hecha para eso. Era demasiado baja y demasiado musculosa para el tipo de feminidad elegante que las monjas tenían en mente. Existía una razón por la que ella llevaba el pelo corto, cortado como a hachazos. En el mundo ideal, donde ella era libre para escoger, anhelaba ser la aprendiz de un forjador o, quizás, de uno de los grupos de actores que trabajaban en la ciudad –o tal vez incluso la oportunidad de unirse al ejército como hacían los chicos. Esta elegante manera de servir era el tipo de lección de la que su hermana, con su sueño de aristocracia, hubiera disfrutado –pero ella no.

Como si el pensamiento la hubiera llamado, de repente Catalina gritó al oír la voz de su hermana en su mente. Sin embargo, dudó; su talento no siempre era tan fiable.

Pero entonces vino de nuevo y entonces también lo acompañaba el sentimiento que había detrás de él.

«¡Catalina, el patio! ¡Ayúdame!»

Catalina podía notar el miedo.

Se alejó bruscamente de la monja, de manera involuntaria y, al hacerlo, derramó la jarra de agua por el suelo de piedra.

—Lo siento —dijo—. Tengo que irme.

La Hermana Yvaina todavía estaba mirando fijamente al agua.

—¡Catalina, limpia eso enseguida!

Pero Catalina ya estaba corriendo. Probablemente después le darían una paliza por ello, pero ya le habían dado una paliza antes. No significaba nada. Ayudar a la única persona en el mundo que le importaba sí.

Corría por el orfanato. Conocía el camino, pues había aprendido cada uno de los giros y vueltas de aquel lugar durante años desde que la abandonaron aquí aquella noche horrible. Tarde de noche, también escapaba de los incesantes ronquidos y del hedor del dormitorio cuando podía, para disfrutar del lugar en la oscuridad cuando era la única que estaba despierta, cuando el único ruido era el tañido de las campanas de la ciudad, y descubría cada recoveco de sus paredes. Tenía la sensación de que un día lo necesitaría.

Y ahora lo necesitaba.

Catalina escuchaba el sonido de su hermana, peleando y pidiendo ayuda. Por instinto, se agachó para entrar en una habitación, agarró un atizador de la chimenea y continuó. Lo que haría con él no lo sabía.

Irrumpió en el patio y el corazón se le cayó al suelo al ver que dos chicos sujetaban a su hermana mientras otro hurgaba torpemente en su vestido.

Catalina sabía exactamente lo que tenía que hacer.

Una furia primaria la abrumó, una rabia que no podía controlar aunque lo quisiera, y Catalina fue a toda prisa hacia delante con un rugido, balanceando el atizador hacia la cabeza del primer chico. Cuando Catalina golpeó, él se giró, así que el golpe no fue tan bueno como ella quería, pero fue suficiente para tumbarlo mientras se cogía con fuerza el lugar donde le había golpeado.

Atacó a otro, alcanzándole la rodilla mientras se ponía de pie y haciéndolo caer. Golpeó al tercero en la barriga, hasta que desfalleció.

Continuó golpeando, pues no quería dar tiempo a los chicos para que se recuperaran. Había estado en muchas peleas durante sus años en el orfanato y sabía que no podía fiarse ni del tamaño ni de la fuerza. La rabia era lo único que la podía ayudar a superarlo. Y, afortunadamente, eso le sobraba.

Golpeó y golpeó hasta que los chicos se retiraron. Puede que los hubieran preparado para unirse al ejército, pero los Hermanos Enmascarados de su bando no les enseñaban a luchar. Eso hubiera hecho que fueran muy difíciles de controlar. Catalina golpeó a uno de los chicos en la cara y, a continuación, se giró para golpear a otro en el hombro con un chasquido de hierro sobre hueso.

—Levántate —le dijo a su hermana, tendiéndole la mano—. ¡Levántate ya!

Su hermana se levantó aturdida, tomando la mano de Catalina como si, por una vez, fuera ella la hermana pequeña.

Catalina salió corriendo y su hermana corrió con ella. Sofía parecía volver en sí mientras corrían, algo de su antigua seguridad parecía volver mientras corrían por los pasillos del orfanato.

Catalina escuchaba gritos tras ellas, de los chicos o de las monjas o de ambos. No le preocupaba. Sabía que no había otra salida para escapar.

—No podemos volver —dijo Sofía—. Tenemos que dejar el orfanato.

Catalina asintió. Algo así no les supondría solo una paliza como castigo. Pero entonces Catalina recordó.

—Entonces, vayámonos —respondió Catalina corriendo—. Pero primero tengo que…

—No —dijo Sofía—. No hay tiempo. Déjalo todo. Lo que debemos hacer es irnos.

Catalina negó con la cabeza. Había algunas cosas que no se podían dejar atrás.

Así que, fue corriendo en dirección al dormitorio, sin soltar el brazo de Sofía para que esta la siguiera.

El dormitorio era un lugar deprimente, con unas camas que eran poco más que unos listones de madera que sobresalían de la pared como estanterías. Catalina no era tan estúpida como para poner nada importante en el pequeño baúl que estaba a los pies de su cama, donde cualquiera podía robarlo. En su lugar, se dirigió hacia una grieta que había entre dos tablas del suelo, agitándolas con los dedos hasta que una se levantó.

—Catalina —Sofía resopló y jadeó, mientras cogía aire—, no hay tiempo.

Catalina negó con la cabeza.

—No lo dejaré aquí.

Sofía tenía que saber lo que había venido a buscar; el único recuerdo que tenía de aquella noche, de su antigua vida.

Finalmente, el dedo de Catalina se agarró al metal y levantó el medallón limpiándolo para que brillara en la tenue luz.

Cuando era niña, estaba segura de que era oro de verdad; una fortuna esperando a ser gastada Cuando se hizo más mayor, había entendido que era una aleación más barata, pero para entonces, ya tenía mucho más valor que el oro para ella de todos modos. La miniatura de dentro, de una mujer que sonreía mientras un hombre tenía la mano encima de su hombro, era lo más cercano que tenía a un recuerdo de sus padres.

Catalina normalmente no lo llevaba puesto por miedo a que una de las otras niñas, o las monjas, se lo quitaran. Ahora, se lo metió dentro del vestido.

—Vámonos —dijo.

Corrieron hacia la puerta del orfanato, que supuestamente siempre estaba abierta porque la Diosa Enmascarada se había encontrado las puertas cerradas cuando visitó el mundo y había condenado a los que estaban dentro. Catalina y Sofía corrieron por los giros y vueltas de los pasillos, hasta salir al vestíbulo, mirando alrededor por si las perseguían.

Catalina los escuchaba, pero ahora mismo solo había la hermana que normalmente estaba al lado de la puerta: una mujer voluminosa que se movió para bloquearles el camino incluso mientras las dos se acercaban. Catalina se puso colorada al recordar inmediatamente todos los años de palizas que había recibido de sus manos.

—Aquí estáis —dijo en un tono severo—. Vosotras dos habéis sido muy desobedientes y…

Catalina no se detuvo; le golpeó en el estómago con el atizador, lo suficientemente fuerte como para que se doblara de dolor. Ahora mismo, deseaba que fuera una de las elegantes espadas que llevaban los cortesanos, o quizás un hacha. Tal y como estaban las cosas, tuvo que conformarse con aturdir a la mujer el tiempo suficiente para que ella y Sofía pasaran corriendo por delante de ella.

Pero entonces, justo cuando Catalina estaba atravesando las puertas, se detuvo.

—¡Catalina! —chilló Sofía, con pánico en la voz—. ¡Vámonos! ¡¿Qué estás haciendo?!

Pero Catalina no pudo controlarlo. Incluso con los gritos de aquellos que las perseguían de forma implacable. Incluso sabiendo que ponía en peligro la libertad de las dos.

Dio dos pasos hacia delante, levantó el atizador en alto y golpeó a la monja una y otra vez en la espalda.

La monja gruñía y gritaba a cada golpe y cada ruido era música para el oído de Catalina.

—¡Catalina! —suplicó Sofía, al borde de las lágrimas.

Catalina miró fijamente a la monja durante un buen rato, demasiado rato, pues necesitaba grabar esa imagen de venganza, de justicia, en su mente. Sabía que la sustentaría durante las horribles palizas que podrían venir a continuación.

Entonces dio la vuelta y escapó con su hermana de la Casa de los Abandonados, como dos fugitivas de un barco que se está hundiendo. El hedor, el ruido y el bullicio de la ciudad golpearon a Catalina, pero esta vez no redujo la velocidad.

Cogió la mano de su hermana y corrieron.

Y corrieron.

Y corrieron.

Y, a pesar de todo, respiró profundamente y sonrió ampliamente.

Aunque fuera por poco tiempo, habían encontrado la libertad.

CAPÍTULO DOS

Sofía nunca había tenido tanto tiempo, pero a la vez, nunca se había sentido tan viva, o tan libre. Mientras corría por la ciudad con su hermana, escuchó que Catalina gritaba de alegría por la emoción y esto la aliviaba igual que la aterrorizaba. Esto lo hacía demasiado real. Su vida nunca volvería a ser la misma.

—Silencio —insistió Sofía—. Los atraerás hacia nosotras.

—Van a venir de todas formas —respondió su hermana—. También podríamos divertirnos.

Como para dejarlo más claro, esquivó un caballo, cogió una manzana de una carreta y y corrió por los adoquines de Ashton.

La ciudad estaba animada con el mercado que venía cada Sexto Día y Sofía miró a su alrededor, sobresaltada por todo lo que veía, oía y olía. De no ser por el mercado, no tendría ni idea de qué día era. En la casa de los Abandonados, estas cosas no importaban, solo los interminables ciclos de oración y trabajo, castigo y aprendizaje por repetición.

«Corre más deprisa» —le envió su hermana.

El ruido de silbidos y gritos de algún lugar por allá atrás la incitó a coger más velocidad. Sofía siguió por un callejón y después siguió con dificultad a Catalina mientras esta subía por un muro. Su hermana, a pesar de su impetuosidad, era demasiado rápida, como un músculo fuerte y sólido esperando a saltar.

Sofía apenas conseguía trepar mientras se oían más silbidos y, cuando ya estaba casi arriba del todo, la fuerte mano de Catalina la estaba esperando, como siempre. Se dio cuenta de que, incluso en esto, eran muy diferentes: la mano de Catalina era áspera, dura y musculosa, mientras que los dedos de Sofía eran largos, finos y delicados.

«Dos lados de la misma moneda», solía decir su madre.

—Han reunido a los vigilantes —exclamó Catalina incrédula, como si de algún modo eso no fuera jugar limpio.

—¿Qué esperabas? —respondió Sofía—. Estamos escapando antes de que puedan vendernos.

Catalina siguió por unos escalones estrechos de adoquines y, a continuación, hacia un espacio abierto donde se agolpaba la gente. Sofía se obligó a ir más despacio mientras se acercaban al mercado de la ciudad, sujetando a Catalina por el antebrazo para que no corriera.

«Nos camuflaremos más si no corremos» —envió Sofía, sin el suficiente aliento para respirar.

Catalina no parecía convencida, pero aún así fue al ritmo de Sofía.

Caminaban lentamente, rozando al pasar a la gente que se apartaba, reticentes evidentemente a arriesgarse a tener contacto con cualquiera que fuera de tan baja cuna como ellas. Tal vez pensaban que las habían mandado a las dos a algún recado.

Sofía se esforzaba por dar la impresión de que estaba simplemente dando un vistazo mientras utilizaban a la multitud como camuflaje. Miraba alrededor, hacia la torre del reloj que había encima del templo de la Diosa Enmascarada, a los diferentes puestos, a las tiendas con fachada de cristal que había detrás de ellos. En una esquina de la plaza había un grupo de actores, que representaban uno de los cuentos tradicionales vestidos con un elaborado vestuario mientras uno de los censores observaba desde el borde de la multitud que los rodeaba. Había un reclutador del ejército de pie sobre una caja, intentando alistar tropas para la nueva guerra que iba a adueñarse de esta ciudad, una batalla inminente al otro lado del Canal Puñal-Agua.

Sofía vio que su hermana observaba al reclutador y tiró de ella.

«No» —envió Sofía—. «Eso no es para ti».

Catalina estaba a punto de responder cuando, de repente, empezaron de nuevo los gritos detrás de ellas.

Las dos salieron disparadas.

Sofía sabía que ahora nadie las ayudaría. Esto era Ashton, lo que significaba que ella y Catalina eran las que estaban donde no tocaba. Nadie intentaría ayudar a dos fugitivas.

De hecho, cuando alzó la vista, Sofía vio que alguien se dirigía hacia ellas, para cerrarles el paso. Nadie permitiría que dos huérfanas escaparan de lo que debían, de lo que eran.

Unas manos las agarraron y ahora tenían que pelear por escapar. Sofía dio una bofetada a una mano que tenía sobre el hombro, mientras Catalina golpeaba agresivamente con su atizador robado.

Se abrió un agujero delante de ellas y Sofía vio que su hermana corría hacia una serie de andamios de madera abandonados que había al lado de un muro de piedra, donde los albañiles debían haber estado intentando enderezar una fachada.

«¿Otra vez a escalar?» —envió Sofía.

«No nos seguirán» —replicó su hermana.

Lo que probablemente era cierto, aunque solo fuera porque el hatajo de gente común que las perseguía no arriesgaría de ese modo sus vidas. Sin embargo, a Sofía le daba temor. Pero ahora mismo, no se le ocurrían ideas mejores.

Sus manos temblorosas se agarraron a los listones de madera del andamio y empezó a subir.

En cuestión de segundos, le empezaron a doler los brazos, pero para entonces o continuaba o caía y, incluso de no haber habido adoquines allá abajo, Sofía no quería caer con casi una multitud persiguiéndola.

Catalina ya estaba esperando arriba del todo, todavía sonriendo como si todo eso fuera un juego. Allí estaba su mano de nuevo y tiró de Sofía para que subiera; y de nuevo empezaron a correr –esta vez sobre los tejados.

Catalina siguió por un agujero que llevaba a otro tejado, saltando sobre el techo de paja como si no le preocupara el peligro de atravesarlo. Sofía la siguió, reprimiendo la necesidad de chillar cuando casi resbaló y brincando después con su hermana hacia una sección baja, donde una docena de chimeneas escupían humo de un horno que había debajo.

Catalina intentó correr de nuevo pero Sofía, al darse cuenta de la oportunidad, la agarró y tiró de ella hasta el tejado de paja, escondiéndose entre los montones.

«Espera» —envió.

Ante su asombro, Catalina no protestó. Miró alrededor mientras estaban agachadas en la parte plana del tejado, sin hacer caso del calor que subía de los fuegos de abajo y vio lo escondidas que estaban. El humo nublaba casi todo lo que estaba a su alrededor, metiéndolas dentro de una niebla que las escondía. Allá arriba parecía una segunda ciudad, con cuerdas para la ropa, banderas y banderines que las cubrían todo lo que podían desear. Si se quedaban quietas, era imposible que alguien las pudiera localizar aquí. Nadie sería tan estúpido tampoco como para arriesgarse a pisar la paja.

Sofía miró alrededor. A su manera, había paz allá arriba. Había lugares en los que las casas estaban tan cerca que los vecinos se tocaban si alargaban los brazos y, más lejos, Sofía vio que vaciaban un orinal en la calle. Nunca había tenido la ocasión de ver la ciudad desde este ángulo, las torres del clero y los fabricantes de licores, los guardianes del reloj y los hombres sabios que sobresalían del resto, el palacio situado dentro de su propio anillo de muros como si fuera un carbúnculo brillante sobre la piel de todo lo demás.

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