La Casa Perfecta - Блейк Пирс 6 стр.


CAPÍTULO SIETE

Jessie giraba la cabeza de un lado a otro, en busca de alguien o algo fuera de lo normal.

Mientras regresaba a su casa, siguiendo la misma ruta tortuosa que había recorrido por la mañana, todas las medidas de seguridad de las que se había sentido tan orgullosa pocas horas antes le resultaban ahora terriblemente inadecuadas.

En esta ocasión, se ató la melena en un moño y la ocultó debajo de una gorra de béisbol y de la capucha de una sudadera que se había comprado de regreso desde Norwalk. Llevaba una pequeña mochila que se enganchaba por delante, abrazándole el torso. A pesar del anonimato adicional que podrían haberle proporcionado, no llevaba gafas de sol porque le preocupaba que limitaran su campo visual.

Kat había prometido que revisaría las cintas de seguridad de todas las visitas recientes de Crutchfield para ver si se habían pasado algo por alto. También dijo que, si Jessie pudiera esperar hasta que terminara su turno, conduciría hasta DTLA, a pesar de que ella vivía al otro extremo en la Ciudad de la Industria, y le ayudaría a asegurarse de que llegaba a salvo a casa. Jessie rechazó la oferta con amabilidad.

“No puedo contar con tener escolta armada a cualquier parte que vaya a partir de ahora”, insistió.

“¿Por qué no?”, le había preguntado Kat solo medio en bromas.

Ahora, mientras descendía por el pasillo que llevaba a su apartamento, se preguntaba si hubiera debido aceptar la oferta de su amiga. Se sentía especialmente vulnerable con la bolsa de las compras en los brazos. Había un silencio sepulcral en el pasillo y no había visto a nadie en absoluto desde que entrara al edificio. Antes de descartarlo sin más, surgió una noción alocada en su cabeza, que su padre había matado a todo el mundo en su piso para no tener que lidiar con complicaciones cuando se le acercara.

La luz de su mirilla estaba verde, lo que le ofreció cierto alivio mientras abría la puerta, mirando a ambos lados del pasillo por si había alguien que se le fuera a tirar encima. Nadie lo hizo. Una vez en el interior, encendió las luces y después cerró todas las cerraduras antes de desactivar las dos alarmas. Inmediatamente después, volvió a activar la alarma principal, poniéndola en función “casa” para poder moverse por el apartamento sin hacer que saltaran los sensores de movimiento.

Colocó la bolsa de las compras sobre el mostrador de la cocina y examinó el lugar, con la barra luminosa en la mano. Le habían concedido su solicitud de un permiso de armas antes de irse a Quantico y se suponía que le darían su arma cuando fuera a trabajar a comisaría al día siguiente. Parte de ella deseaba que ya la hubiera pasado a recoger cuando se presentó por allí para recoger su correo. Cuando por fin tuvo la seguridad de que su apartamento estaba a salvo, empezó a ordenar las compras, dejando fuera el sashimi que había comprado para cenar en vez de una pizza.

No hay como un sushi de supermercado un lunes por la noche para hacer que una chica sin plan alguno se sienta especial en la gran ciudad.

La idea le provocó una breve risa antes de recordar que le habían dado un mapa de su residencia a su padre el asesino en serie. Quizá no se tratara de un mapa completo con direcciones, pero, por lo que había dicho Crutchfield, era bastante como para que él le acabara encontrando con el tiempo. La pregunta del millón era: ¿y cuándo sería exactamente “con el tiempo”?.

*

Hora y media después, Jessie estaba boxeando con una bolsa pesada, y el sudor le rodaba por el cuerpo. Después de terminar su sushi, se había sentido inquieta y había decidido ir a ejercitar sus frustraciones de manera constructiva al gimnasio.

Nunca había sido una gran adepta al gimnasio, pero durante su tiempo en la Academia Nacional había hecho un descubrimiento inesperado. Cuando entrenaba hasta el agotamiento, no le quedaba espacio por dentro para la ansiedad y el temor que le consumían la mayor parte del resto del tiempo. Si hubiera sabido esto hace una década, se hubiera podido ahorrar miles de noches en vela, y hasta las noches repletas de pesadillas interminables.

También podía haberle salvado unas cuantas visitas a su terapeuta, la doctora Janice Lemmon, una célebre psicóloga forense por derecho propio. La doctora Lemmon era una de las pocas personas que conocían cada uno de los detalles del pasado de Jessie. Le había proporcionado una ayuda inestimable durante los últimos años.

En este momento, estaba en convalecencia de un trasplante de riñón y no estaba disponible para concertar sesiones durante unas cuantas semanas más. Jessie se sentía tentada de pensar que podía saltarse del todo estas visitas, pero, aunque puede que fuera más barato ir solo a la terapia del gimnasio, sabía que seguramente habría momentos en que necesitaría hablar con su doctora en el futuro.

Cuando fue a su consulta para ponerse una serie de vacunas, recordaba cómo, antes de su viaje a Quantico, se había estado despertando cubierta de sudor, respirando con dificultad, intentando recordarse a sí misma que estaba a salvo en Los Ángeles y no de vuelta a la pequeña cabaña en los Ozarks de Missouri, atada a una silla, viendo cómo goteaba la sangre del cadáver cada vez más congelado de su madre muerta.

Ojalá todo eso hubiera sido tan solo un mal sueño, pero era todo cierto. Cuando tenía seis años y el matrimonio de sus padres pasaba por problemas, su padre las había llevado a ella y a su madre a la cabaña que tenía en algún lugar aislado. Mientras estaban allí, les había revelado que había estado secuestrando, torturando, y asesinando a gente durante años. Y después le hizo lo mismo a su propia mujer, Carrie Thurman.

Mientras la esposaba las manos a las vigas del techo de la cabaña e intermitentemente, acuchillaba a su madre con un enorme cuchillo, hizo que Jessie, por aquel entonces Jessica Thurman, lo viera todo. Le ató los brazos a una silla y le forzó a mantener los párpados abiertos mientras acababa de descuartizar a su madre del todo.

Después utilizó el mismo cuchillo para hacer un corte enorme en la clavícula de su hija desde el hombro izquierdo hasta la base del cuello. Después de eso, se marchó de la cabaña sin más. Tres días después, conmocionada y con hipotermia, fue hallada por dos cazadores que pasaban por allí de casualidad.

Cuando se recuperó, le contó toda la historia a la policía y al FBI. Sin embargo, para ese momento, su padre se había largado hacía mucho y con él toda esperanza de atraparle. Metieron a Jessica en el Programa de Protección de Testigos de Las Cruces con los Hunt. Jessica Thurman se convirtió en Jessie Hunt y comenzó una vida nueva.

Jessie se sacudió los recuerdos de su mente, moviendo su atención de las vacunas a las patadas con la rodilla con intención de darle a la entrepierna de tu asaltante. Se regodeó en el dolor que sintió en sus cuádriceps cuando golpeaba hacia arriba. Con cada golpe, la imagen de la piel pálida y sin vida de su madre se desvanecía.

Entonces apareció otro recuerdo en su mente, el de su antiguo marido, Kyle, atacándole en su propia casa, tratando de matarla y de inculparla por el asesinato de su amante. Casi podía sentir el escozor del atizador de la chimenea que le había clavado en el lado izquierdo del abdomen.

El dolor físico de ese momento solo era equiparable con la humillación que todavía sentía por haber pasado una década en una relación íntima con un sociópata sin darse cuenta de ello. Después de todo, se suponía que era una experta en identificar estos tipos de personas.

Jessie subió la potencia una vez más, esperando alejar la vergüenza de su mente con una serie de lanzamientos de codo contra la bolsa a la altura donde estaría la mandíbula de su oponente. Sus hombros estaban empezando a quejarse del dolor, pero ella continuó sacudiendo la bolsa, sabiendo que enseguida su mente estaría demasiado cansada como para estar desasosegada.

Esta era la parte de sí misma que no se había esperado descubrir en el FBI, lo duro que podía llegar a entrenar. A pesar de la típica aprensión que sintió al llegar, había pensado que seguramente le iría bien en el lado académico. Se acababa de pasar los tres años anteriores en ese entorno, inmersa en psicología criminal.

Y no le había faltado razón. Las clases de derecho, ciencia forense, y terrorismo le resultaban fáciles. Incluso el seminario de ciencias del comportamiento, donde los instructores eran sus héroes de toda la vida y pensaba que quizá estaría nerviosa, resultó de lo más natural. Sin embargo, en las clases de preparación física, y especialmente en el entrenamiento de autodefensa, era donde más se había sorprendido a sí misma.

Sus instructores le habían demostrado que con su metro ochenta y sus 75 kilos, tenía el tamaño necesario para vérselas con la mayoría de los perpetradores, si estaba adecuadamente preparada. Probablemente, nunca tendría las habilidades de combate personal de una veterana de las Fuerzas Especiales como Kat Gentry. Y salió del programa con la confianza de que podría defenderse en la mayoría de las situaciones.

Jessie se sacó los guantes de un tirón y pasó a la cinta de correr. Echó un vistazo a su reloj, vio que ya eran casi las 8 de la tarde. Decidió que una carrera de cinco millas la dejaría lo bastante exhausta como para permitirle dormir sin sueños por la noche. Esa era una prioridad ya que mañana regresaba de nuevo al trabajo, donde sabía que todos sus compañeros la freirían a preguntas, esperando que ahora fuera una especie de superhéroe del FBI.

Se dio un periodo de cuarenta minutos, presionándose a sí misma para completar las cinco millas a un ritmo de ocho minutos por milla. Entonces les subió el volumen a los cascos. Cuando empezaron a sonar los primeros segundos de “Killer” de Seal, su mente se quedó en blanco, enfocándose solamente en lo que tenía delante de ella. No albergaba la menor noción respecto al título de la canción o de los recuerdos personales que pudiera sacar a la superficie. No había nada más que ese ritmo y sus piernas moviéndose al unísono. Era lo más cerca de la paz que Jessie Hunt podía sentirse.

CAPÍTULO OCHO

Eliza Longworth iba corriendo para llegar hasta la casa de Penny cuando antes le fuera posible. Eran casi las 8 de la mañana, la hora a la que su profesora de yoga solía aparecer.

Había pasado una noche básicamente en vela. Solo cuando llegó el primer rayo del alba le pareció saber qué ruta tomar. Una vez tomó la decisión, Eliza sintió cómo se le quitaba un peso de encima.

Le envió un mensaje de texto a Penny para decirle que la noche en vela le había dado tiempo para pensar, y para reconsiderar si se había precipitado al terminar con su amistad. Tenían que ir a la lección de yoga. Y después, una vez su profesora, Beth, se hubiera ido, podían encontrar la manera de aclarar las cosas.

A pesar de que no había recibido respuesta alguna por parte de Penny, Eliza se dirigió hacia su casa de todas maneras. En el momento que llegaba a la puerta principal, vio cómo Beth conducía por la serpenteante carretera residencial y le saludaba.

“¡Penny!”, le chilló mientras llamaba a la puerta. “Beth está aquí. ¿Sigue en pie la clase de yoga?”.

No obtuvo respuesta así que presionó el timbre y se puso a mover los brazos delante de la cámara.

“Penny, ¿puedo pasar? Tenemos que hablar un momento antes de que llegue Beth”.

Siguió sin obtener respuesta y Beth ya estaba a solo cien metros así que decidió entrar, dejando la puerta abierta para Beth.

“Penny”, gritó. “Te dejaste la puerta abierta. Beth está aparcando. ¿Recibiste mi mensaje? ¿Podemos hablar un minuto en privado antes de empezar?”.

Pasó al recibidor y esperó. No hubo ninguna respuesta. Se movió a la sala de estar donde generalmente recibían las lecciones de yoga. También estaba vacía. Estaba a punto de entrar a la cocina cuando Beth entró a la casa.

“¡Damas, estoy aquí!”, les llamó desde la puerta principal.

“Hola, Beth”, dijo Eliza, girándose para saludarle. “La puerta estaba abierta, pero Penny no me responde. No estoy segura de lo que pasa. Quizá se quedó dormida o está en el baño o algo así. Puedo mirar arriba… si quieres, puedes prepararte algo de beber. Estoy segura de que solo tardará un minuto”.

“No te preocupes”, dijo Beth. “Mi cliente de las nueve y media me ha cancelado así que no tengo prisa. Dile que se tome su tiempo”.

“Muy bien”, dijo Eliza mientras empezaba a subir las escaleras. “Danos solo un minuto”.

Iba a mitad de camino por las escaleras cuando se preguntó si a lo mejor hubiera debido tomar el ascensor. El dormitorio principal estaba en el tercer piso y el ascensor no le hacía la menor gracia. Antes de que pudiera reconsiderarlo en serio, escuchó un grito que venía del piso de abajo.

“¿Qué pasa?”, gritó mientras se giraba sobre sí misma para bajar a toda prisa las escaleras.

“¡Date prisa!”, gritó Beth. “¡Por Dios, corre!”.

Su voz provenía de la cocina. Eliza echó a correr cuando alcanzó el piso de abajo, atravesando la sala de estar a toda prisa para doblar la esquina.

En el suelo de baldosas hispánicas de la cocina, tumbada en un charco inmenso de sangre, estaba Penny. Se le habían quedado los ojos abiertos de terror, y el cuerpo estaba contraído por un horripilante espasmo mortal.

Eliza se apresuró a acercarse a su mejor y más antigua amiga, resbalándose con el líquido espeso al hacerlo. Su pie salió hacia adelante y se cayó de espaldas al suelo, donde todo su cuerpo se bañó de sangre.

Tratando de no echarse a vomitar, gateó y le puso las manos en el pecho a Penny. Hasta con la ropa puesta, estaba fría. A pesar de ello, Eliza le sacudió, como si eso pudiera despertarla.

“Penny”, le rogaba, “despierta”.

Su amiga no le respondía. Eliza miró a Beth.

“¿Conoces alguna técnica de reanimación?”, le preguntó.

“No”, dijo la joven con voz temblorosa, sacudiendo la cabeza. “Pero creo que es demasiado tarde”.

Ignorando su comentario, Eliza intentó acordarse de la clase de reanimación que había tomado hacía años. Era para tratamiento infantil, pero supuso que deberían aplicarse los mismos principios. Abrió la boca de Penny, le echó la cabeza hacia atrás, le cerró los orificios de la nariz con dos dedos, y sopló con fuerza sobre la boca de su amiga.

Entonces se encaramó a la cintura de Penny, puso una mano sobre la otra con las palmas hacia abajo, y presionó la palma de su mano sobre el esternón de Penny. Lo hizo por segunda vez y después una tercera, intentando crear cierto ritmo.

“Oh, Dios”, escuchó murmurar a Beth. Elevó la vista para ver lo que pasaba.

“¿Qué pasa?”, le exigió con firmeza.

“Cuando presionas sobre ella, le rezuma sangre del pecho”.

Eliza bajó la vista. Era cierto. Cada presión causaba una lenta filtración de sangre desde lo que parecían ser unos cortes bastante anchos en su cavidad pectoral. Elevó la vista de nuevo.

“¡Llama al nueve-uno-uno!”, gritó, aunque sabía que no serviría de nada.

*

Jessie, que se sentía sorprendentemente nerviosa, llegó pronto al trabajo.

Con todas las medidas adicionales de seguridad que había dispuesto, decidió salir de casa con veinte minutos de antelación para su primer día de trabajo en tres meses, para asegurarse de llegar antes de las 9 de la mañana, la hora a la que le había pedido el Capitán Decker que apareciera. Pero parece que su capacidad de transitar las curvas y descensos ocultos había mejorado mucho, porque no tardó tanto como esperaba en llegar a la Comisaría Central.

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