“En esa última ocasión que la viste, ¿parecía estar bien? ¿Actuaba de una manera distinta a la normal?”.
“No, estaba muy bien, de buen humor”.
“Por casualidad, ¿sabes lo que iba a llevar para guardar en el almacén?”
“Seguramente algunos de sus libros de texto de la universidad. Los ha estado llevando en el maletero durante un tiempo”.
“¿Sabes cuánto tiempo lleva alquilando esa consigna?”.
“Unos seis meses. Estaba trasladando cosas desde California y guardándolas. De nuevo… como tenemos esta cosa de que nos vamos a casar, en vez de llevar las cosas directamente a su apartamento, dejó algunas de ellas en la consigna. Es la razón por la que la alquiló para empezar, creo yo. Le dije que no lo necesitaba, pero no dejaba de repetir cómo haría todo mucho más fácil cuando nos mudáramos a vivir juntos”.
“Te pregunté si Claire tenía enemigos… ¿qué hay de ti? ¿Hay alguien que podría hacer esto para hacerte daño?”.
Barry tenía un aspecto de conmoción, como si jamás se le hubiera ocurrido algo así. Sacudió la cabeza lentamente y Mackenzie pensó que podía echarse a llorar. “No, pero casi desearía que lo hubiera. Me ayudaría a encontrarle el sentido a todo eso, porque lo cierto es que conozco a nadie que quisiera a Claire muerta. Era tan… era muy buena persona. La persona más encantadora que pudiera conocer”.
Mackenzie podía afirmar que estaba siendo sincero. También sabía que no iba a conseguir nada de Barry Channing. Colocó una de sus tarjetas de visita sobre la mesa y la deslizó hacia él.
“Si se te ocurre cualquier cosa en absoluto, haz el favor de llamarme”, le dijo.
Tomó la tarjeta y solo asintió.
A Mackenzie le pareció que debía decir algo más, pero era uno de esos momentos en que había quedado claro que no había nada más que decir. Se alejó hasta la puerta y mientras la cerraba tras salir, sintió un pinchazo de arrepentimiento al escuchar cómo se echaba a llorar Barry Channing.
Ahora la lluvia que caía afuera era poco más que una neblina. Mientras caminaba de vuelta a su coche, llamó a Ellington, esperando que la lluvia amainara por completo. No estaba segura de por qué le molestaba tanto. Lo cierto es que lo hacía.
“Al habla Ellington”, le respondió, como de costumbre, sin mirar a su pantalla antes de responder.
“¿Ya has terminado de ver la tele?”.
“Sí, la verdad”, le respondió. “Ahora mismo estoy trabajando con el ayudante Rising para tachar a la gente de la lista con la que ya se ha hablado. ¿Algo nuevo por tu parte?”.
“No, pero quiero ir a la consigna de almacén donde encontraron el primer cadáver. ¿Puedes obtener esa información de Rising y quedar conmigo delante de comisaría en unos veinte minutos? Y mira a ver si alguien puede poner al propietario al teléfono”.
“Así lo haré, te veo después”.
Terminaron la llamada y Mackenzie siguió conduciendo, pensando en el novio desconsolado que acababa de ver… pensando en Claire Locke, a solas en la oscuridad, muriéndose de hambre y aterrorizada en sus últimos momentos.
CAPÍTULO OCHO
Mackenzie y Ellington llegaron a U-Store-It a las 10:10 de la mañana. Las instalaciones se distinguían de las de Seattle Storage Solution en que estas estaban en un edificio de verdad. La estructura en sí misma daba la impresión de haber sido en su día una pequeña fábrica de algún tipo, pero el exterior había sido embellecido con un diseño sencillo que solo se revelaba a medias en las lucecitas que bordeaban el pavimento. Como habían llamado con antelación, había una luz encendida en el interior ya que les estaba esperando el propietario y manager del lugar.
El propietario les recibió en la puerta, un hombre bajito y con sobrepeso que llevaba gafas y se llamaba Ralph Underwood. Parecía encantado de contar con su presencia allí y no trató de ocultar el hecho de que le había impresionado la belleza de Mackenzie.
Les llevó por delante del edificio, que consistía en una pequeña sala de espera y una sala de conferencias todavía más pequeña. Había hecho un gran trabajo para conseguir que el lugar tuviera aspecto cálido y acogedor, pero todavía tenía el olor de una vieja fábrica.
“¿Cuántas consignas tiene aquí?”, preguntó Ellington.
“Ciento cincuenta”, dijo Underwood. “Todas las consignas tienen una puerta trasera para poder cargar y descargar mercancías con facilidad desde fuera en vez de tener que pasar por delante del edificio”.
“Parece bastante eficiente”, dijo Mackenzie, que nunca había visto un complejo de almacenamiento que estuviera ubicado completamente en un edificio distinto.
“Dijiste por teléfono que os interesaba enteraros de más sobre ese cadáver con que me encontré hace dos semanas, ¿correcto?”.
“Eso es correcto”, dijo Mackenzie. Había pedido a Rising que le enviara el informe y ahora estaba leyéndolo, en su teléfono. “Elizabeth Newcomb, de treinta años. Según el informe de la policía, la hallaron en su propia consigna de almacenamiento, muerta como consecuencia de una herida de arma blanca en el pecho”.
“No sé nada acerca de eso”, dijo Underwood. “Todo lo que sé es que cuando vine esa mañana y di una vuelta por el terreno como hago siempre, vi algo rojo en el bordillo de la puerta de la consigna. Supe lo que era de inmediato, pero intenté convencerme a mí mismo de que estaba equivocado. Sin embargo, cuando por fin abrí la consigna, ahí estaba. Tumbada en el suelo, muerta, en medio de un charco de sangre”.
Relataba la historia como si estuviera sentado delante de la hoguera en una acampada. Le irritaba un poco a Mackenzie, pero también sabía que la gente con tendencias dramáticas solían ser buenas fuentes de información.
“¿Alguna vez se ha encontrado algo como esto?”, preguntó Ellington.
“No, pero a decir verdad…. He acabado teniendo unas doce consignas abandonadas. Es parte del contrato que si nadie viene a abrir la unidad al menos una vez cada tres meses, puedo llamar al usuario para asegurarme de que siguen interesados en el espacio. Si no ha habido ninguna comunicación después de seis meses, vendo los contenidos en subasta, posesiones y todo”.
Aunque Mackenzie sabia de sobre que esto era práctica habitual, por lo que a ella se refería, le resultaba casi ilegal.
“Hay algunas cosas que se deja la gente en estas consignas que son… muy desagradables”, continuó Underwood. “En tres de las consignas abandonadas que me dejaron, había toda clase de juguetes sexuales. Alguien tenía quince armas dentro de la suya, entre las que había dos AK-47. Por lo visto, una de las consignas pertenecía a un taxidermista porque había cuatro animales disecados… y no hablo de ositos de peluche, ¿me entendéis?”.
Underwood les llevó a través de una puerta en la parte trasera del pequeño ala de la entrada. No había transición después de la puerta; atravesaron un pasillo muy ancho. El suelo era de cemento y el techo estaba a más de siete metros por encima de su cabeza. Ahora más que nunca, Mackenzie estaba convencida de que este sitio había servido como fábrica de alguna clase. Las consignas estaban divididas en agrupaciones de cinco, cada agrupación separada por un pasillo que bordeaba el lateral del edificio por ambos lados. Las agrupaciones estaban colocadas a ambos lados del edificio, dispuestas de tal manera que, cuando mirabas por el pasillo central del medio, parecía no tener un final. Ahora que ya estaban adentro, Mackenzie vio la profundidad y el alcance del lugar por lo que eran. El edificio tenía fácilmente cien metros de longitud.
“La consigna que queréis ver está por aquí subiendo un poco”, dijo Underwood. Siguieron caminando durante unos dos minutos, mientras Underwood seguía dándoles la paliza con las peculiares piezas de coleccionista que se había encontrado en algunas de las consignas abandonadas, además de tesoros como juguetes en condición inmaculada, revistas gráficas de gran valor, y una caja fuerte de verdad sin abrir que tenía más de cinco de los grandes en su interior.
Finalmente, les invitó a detenerse delante de una consigna con el letrero C-2. Por lo visto, había preseleccionado la llave antes de su llegada; rebuscó una sola llave en su bolsillo y desbloqueó el candado que había en el pasador de la puerta. Entonces levantó la puerta, revelando el mohoso interior. Underwood encendió la luz apretando un interruptor que había en la pared y la luz que les iluminó desde el fondo de la habitación reveló una consigna de almacenamiento básicamente vacía.
“¿Y no ha venido ningún familiar a reclamar sus cosas?”, preguntó Mackenzie.
“Recibí una llamada de su madre hace cuatro días”, dijo. “Va a venir en algún momento, pero no concretamos una fecha ni nada por el estilo”.
Mackenzie dio una vuelta por el espacio, en busca de cualquier cosa que resultara similar a lo que habían visto en la consigna de Claire Locke. Pero, o Elizabeth Newcomb no tenía las agallas para luchar que tenía Claire Locke o las pruebas de su pelea ya habían sido limpiadas por el departamento de policía local y los detectives locales.
Mackenzie se acercó a las posesiones que estaba apiladas en la parte de atrás. La mayoría de ellas estaban metidas en contenedores de plástico, etiquetados con cinta adhesiva y un marcador negro: Libros y Revistas, Infancia, Cosas de Mamá, Decoraciones de Navidad, Antiguos Utensilios Pastelería.
Hasta la manera en que estaban apilados parecía muy organizada. Había unas cuantas cajitas de cartón llenad de álbumes de fotos y de fotos enmarcadas. Mackenzie echo una ojeada a unos cuantos de los álbumes, pero no vio nada que sirviera de ayuda. Solo vio fotografías de familiares sonrientes, vistas de primera línea de playa, y un perro que por lo visto había sido una mascota muy apreciada.
Ellington se acercó donde ella estaba y echó un vistazo a las cajas. Tenía las manos en las caderas, una de las señales que indicaban que se sentía perdido. Todavía le seguía sorprendiendo de vez en cuando lo bien que le conocía.
“Creo que, si había alguna cosa que encontrar aquí, seguro que ya lo hizo la policía”, dijo. “Quizá podamos encontrar algo en los archivos”.
Mackenzie estaba asintiendo, pero sus ojos habían recaído en otra cosa. Caminó hasta la esquina opuesta, donde habían apilado tres contenedores de plástico uno encima del otro. Encasquetada exactamente en el rincón, tan atrás que se le había pasado por alto en una primera inspección, había una muñeca. Era una muñeca antigua, con el pelo sin brillo y manchitas de tierra en las mejillas. Parecía que fuera algo que alguien hubiera podido robar del set de una película mala de terror.
“Qué raro”, dijo Ellington, siguiéndole la mirada.
“Y que extrañamente fuera de lugar”, dijo Mackenzie.
Recogió la muñeca del suelo, con cuidado de mantener las manos en la misma posición a su espalda, en caso de que hubiera algún tipo de pista. Pero claro, a primera vista parecía un objeto al azar en el contenedor de almacenamiento de alguien, quizá algo que arrojaron en el último instante, como una ocurrencia tardía.
Sin embargo, todo lo demás que hay en esta consigna está meticulosamente apilado y organizado. Esta muñeca llama la atención. Y no solo eso, es casi como si fuera su intención llamar la atención.
“Creo que tenemos que meterlo en una bolsa de pruebas”, dijo ella. “¿Por qué no han metido este objeto a una caja para guardarlo? Este lugar está tan limpio que da miedo. ¿Por qué dejarse esto fuera?”.
“¿Crees que el asesino lo colocó allí?”, preguntó Ellington. Pero, antes de que la pregunta saliera por completo de sus labios, ella podía decir que él también lo estaba considerando como una posibilidad muy real.
“No lo sé”, dijo ella. “Pero creo que quiero echarle otro vistazo a la consigna de Claire Locke. Y también quiero ver lo rápido que podemos obtener el archivo completo del caso de los asesinatos de Oregón en los que tú trabajaste… al principio del todo”. Dijo la última parte con una sonrisa, sin perder una oportunidad de provocarle por ser siete años mayor que ella.
Ellington se volvió hacia Underwood. Estaba de pie junto a la puerta, fingiendo que no les estaba escuchando. “Supongo que no hablaste con la señorita Newcomb excepto para alquilarle su consigna, ¿verdad?”
“Me temo que no”, dijo Underwood. “Intento ser amable y hospitalario con todo el mundo, pero hay mucha gente, ¿sabes?”. Entonces vio la muñeca que Mackenzie todavía tenía en la mano y frunció el ceño. “Ya te lo dije… montones de cosas raras en esos contenedores”.
Mackenzie no lo dudaba, pero esta cosa rara en particular parecía estar llamativamente fuera de lugar. Y tenía toda la intención de descubrir qué significaba todo ello.
CAPÍTULO NUEVE
Debido a la hora intempestiva, era comprensible que a Quinn Tuck le hubiera fastidiado que le llamara Mackenzie. Aun así, les dijo cómo entrar al complejo y donde podían encontrar las llaves de repuesto. Era justo antes de medianoche cuando Mackenzie y Ellington abrieron de nuevo la consigna de Claire Locke. Mackenzie no pudo evitar pensar que estaban moviéndose en círculos, un sentimiento que no era especialmente alentador tan temprano en el caso, pero también le parecía que esta era la opción correcta.
Tomando en cuenta la muñeca de la consigna de Elizabeth Newcomb, Mackenzie volvió a entrar al espacio de la consigna. Quizá fuera por que era consciente de que ya era tarde, pero el sitio le causaba todavía más aprensión en esta ocasión. Los contenedores y las cajas de la parte de atrás no eran tan perfectas como las que había en la consigna de Elizabeth Newcomb, aunque estuvieran ordenadas a su manera.
“Un poco triste, ¿no es cierto?”, dijo Ellington.
“¿El qué?”.
“Estas cosas… estos contenedores y cajas. Seguramente nadie a quien le importe lo que hay dentro de ellas las vaya a volver a abrir jamás”.
Realmente era un pensamiento triste, uno que Mackenzie intentó alejar de su atención. Caminó hasta la parte trasera de la consigna, sintiéndose casi como una intrusa. Tanto Ellington como ella examinaron los contenidos en busca de alguna muñeca o alguna otra distracción, pero no encontraron nada. Entonces, Mackenzie pensó que estaba esperando encontrarse algo tan obvio como una muñeca. Quizá hubiera algo distinto, algo más pequeño…
O quizá aquí no haya ninguna conexión en absoluto, pensó.
“¿Ya viste esto?”, le preguntó Ellington.
Estaba arrodillado junto a la pared de la derecha. Asintió con la cabeza hacia la esquina de la consigna, en un espacio estrecho entre la pared y una pila de cajas de cartón. Mackenzie también se puso de rodillas y vio lo que había divisado Ellington.
Era una tetera en miniatura, no en el sentido de que fuera una tetera pequeñita, sino más bien como que era la tetera de un juego de té de esos que las niñas pueden utilizar para tomar un té imaginario.
Gateó hacia adelante y lo recogió del suelo. Le sorprendió bastante darse cuenta de que no estaba hecho de plástico, sino de cerámica. Tenía el mismo tacto de una tetera real, solo que esta no era de más de quince centímetros de largo. Podía agarrar el objeto entero en una mano.
“Si quieres saber lo que pienso”, dijo Ellington, “no hay manera de que colocaran eso ahí por accidente o que lo dejara alguien que estaba harto de meter cosas a la consigna”.
“Y no es que se acabe de caer de una caja”, añadió Mackenzie. “Es cerámica. Si se hubiera caído de una caja, se hubiera roto en mil pedazos en el suelo”.
“¿Y qué diablos significa?”.
Mackenzie no tenía respuesta. Ambos se quedaron mirando a la tetera, que era bastante bonita pero también algo cutre, igual que la muñeca en la consigna de Elizabeth Newcomb. Y, a pesar de su pequeño tamaño, a Mackenzie le parecía que representaba algo mucho más grande.