Juramento de Cargo - Джек Марс 3 стр.


Arriba, el aire era más claro que abajo. A su izquierda estaba la ventana y la pared destrozadas, donde el francotirador había tomado posición. Las piernas del francotirador estaban en el suelo. Sus botas de trabajo color canela apuntaban en direcciones opuestas. El resto de él había desaparecido.

Luke fue a la derecha. Instintivamente, corrió hacia la habitación del otro extremo del pasillo. Dejó caer su Uzi en el pasillo. Se quitó la escopeta del hombro y también la dejó caer. Deslizó su Glock de su funda.

Giró a la izquierda y entró en la habitación.

Becca y Gunner estaban sentados, atados a dos sillas plegables. Sus brazos estaban atados a sus espaldas. Su cabello parecía salvaje, como si un bromista los hubiera despeinado con su mano. De hecho, había un hombre de pie detrás de ellos. Dejó caer dos capuchas negras al suelo y colocó el cañón de su arma en la parte posterior de la cabeza de Becca. Se agachó, colocando a Becca frente a él como un escudo humano.

Los ojos de Becca estaban muy abiertos. Los de Gunner estaban cerrados con fuerza. Estaba llorando sin control. Todo su cuerpo se sacudía con sollozos silenciosos. Se había mojado los pantalones.

¿Valió la pena?

Verlos así, indefensos, aterrorizados, ¿había valido la pena? Luke había ayudado a detener un golpe de estado la noche anterior. Había salvado a la nueva Presidenta de una muerte casi segura, pero ¿valió la pena?

–¿Luke? —dijo Becca, como si no lo reconociera.

Por supuesto que no lo reconoció. Se quitó el casco.

–Luke —dijo. Ella jadeó, tal vez aliviada, quién sabe. La gente hacía sonidos en momentos extremos. No siempre significaban algo.

Luke levantó su arma, apuntando directamente entre las cabezas de Becca y Gunner. El hombre era bueno en lo suyo, no le ofrecía a Luke un blanco donde disparar. Pero Luke dejó el arma apuntando allí de todos modos. Él miraba pacientemente, el hombre no siempre sería bueno. Nadie era bueno siempre.

Luke no sentía nada en este momento, nada más que… calma… mortal.

No sintió alivio inundando su sistema. Esto aún no había terminado.

–¿Luke Stone? —dijo el hombre, gruñendo. —Increíble. Estás en todas partes a la vez estos últimos días. ¿Eres realmente tú?

Luke podía imaginar la cara del hombre desde el momento antes de que se agachara detrás de Becca. Tenía una gruesa cicatriz en la mejilla izquierda. Tenía un corte de pelo militar. Tenía los rasgos afilados de alguien que había pasado su vida en el ejército.

–¿Quién quiere saberlo? —dijo Luke

–Me llaman Brown.

Luke asintió con la cabeza. Un nombre que no era un nombre. El nombre de un fantasma. —Bueno, Brown, ¿cómo quieres hacerlo?

Debajo de ellos, Luke podía escuchar a la policía irrumpir en la casa.

–¿Qué opciones ves? —dijo Brown.

Luke se quedó de pie sin moverse, con su arma esperando que apareciera ese blanco.

–Veo dos opciones. Puedes morir en este momento o, si tienes suerte, ir a prisión durante mucho tiempo.

–O podría volar los sesos de tu encantadora esposa sobre ti.

Luke no respondió. Él solo apuntaba. Su brazo no estaba cansado, nunca se cansaría. Pero los policías subirían las escaleras en un minuto y eso iba a cambiar la ecuación.

–Y estarás muerto un segundo después.

–Cierto —dijo Brown. —O podría hacer esto.

Su mano libre dejó caer una granada en el regazo de Becca.

Cuando Brown salió corriendo, Luke dejó caer el arma y se lanzó hacia ella. En una serie de movimientos, recogió la granada, la lanzó hacia la pared del fondo de la habitación, derrumbó las dos sillas y empujó a Becca y Gunner al suelo.

Becca gritó.

Luke los apiñó, rudamente, sin tiempo para la gentileza. Los apretó uno contra otro, los montó, los cubrió con su cuerpo y con su armadura. Intentó hacerlos desaparecer.

Durante una fracción de segundo, no pasó nada. Tal vez fuera una artimaña, la granada era falsa y ahora el hombre llamado Brown haría blanco sobre él. Los mataría a todos.

¡BUUUUUUM!

La explosión llegó, ensordecedora, en los estrechos confines de la habitación. Luke los apretó más. El suelo se sacudió. Fragmentos de metal lo rociaron. Agachó la cabeza hacia abajo. La carne desnuda de su cuello fue arrancada. Los cubrió y los sostuvo.

Pasó un momento. Su pequeña familia temblaba debajo de él, congelada por la conmoción y el miedo, pero viva.

Ahora era el momento de matar a ese bastardo. La Glock de Luke yacía en el suelo junto a él. La agarró y saltó sobre sus pies. Se giró.

Se había hecho un enorme agujero irregular en el fondo de la sala. A través de él, Luke podía ver la luz del día y el cielo azul. Podía ver el agua verde oscuro de la bahía. Y pudo ver que el hombre llamado Brown se había ido.

Luke se acercó al agujero desde un ángulo, usando los restos de la pared para protegerse. Los bordes eran una mezcla triturada de madera, paneles de yeso rotos y trozos rasgados de aislamiento de fibra de vidrio. Esperaba ver un cuerpo en el suelo, posiblemente en varias piezas ensangrentadas, pero no, no había cuerpo.

Durante una fracción de segundo, Luke creyó ver un chapoteo. Un hombre podría haberse sumergido en la bahía y desaparecer. Luke parpadeó para aclarar sus ojos, luego volvió a mirar. No estaba seguro.

De cualquier manera, el hombre llamado Brown se había ido.

CAPÍTULO TRES

21:03 horas

Centro Médico de la Marina – Bethesda, Maryland


La luz del ordenador portátil parpadeó en la penumbra de la habitación privada del hospital. Luke estaba sentado en un sillón incómodo, mirando la pantalla, con un par de auriculares blancos que se extendían desde el ordenador hasta sus oídos.

Estaba casi sin aliento, lleno de gratitud y alivio. Le dolía el pecho, debido a sus jadeos ansiosos de las últimas cuatro o cinco horas. A veces pensaba en llorar, pero aún no lo había hecho. Quizás más tarde.

Había dos camas en la habitación. Luke había tirado de algunos hilos y ahora Becca y Gunner yacían en las camas, durmiendo profundamente. Estaban bajo sedación, pero no importaba. Ninguno de los dos había pegado un ojo entre el momento en que fueron secuestrados y el momento en que Luke irrumpió en la casa franca.

Habían pasado dieciocho horas sumidos en puro terror. Ahora estaban fuera de combate, e iban a estarlo durante un buen rato.

Ninguno de los dos había resultado herido. Es cierto, les quedarían cicatrices emocionales, pero, físicamente, estaban bien. Los malos no dañaron la mercancía. Tal vez la mano de Don Morris estuvo allí, de alguna manera, protegiéndolos.

Pensó brevemente en Don. Ahora que los eventos se habían desarrollado, parecía correcto hacerlo. Don había sido el mayor mentor de Luke. Desde el momento en que Luke se unió a las Fuerzas Delta a los veintisiete años, hasta esa madrugada, doce años después, Don había sido una presencia constante en la vida de Luke. Cuando Don creó el Equipo de Respuesta Especial del FBI, reservó un lugar para Luke. Más que eso: reclutó a Luke, lo cortejó, lo conquistó y se lo quitó a los Delta.

Pero Don se había transformado en algún momento y Luke no lo vio venir. Don estaba entre los conspiradores que habían intentado derrocar al gobierno. Algún día, quizá Luke podría entender el razonamiento de Don para todo esto, pero no hoy.

En la pantalla del ordenador frente a él, se escuchaba una transmisión en directo desde la sala de prensa repleta de lo que ellos llamaban “la Nueva Casa Blanca”. La sala tenía como máximo cien asientos. Tenía una pendiente gradual, hacia arriba desde el frente, como si se doblara, al estilo de una sala de cine. Cada asiento estaba ocupado. Todos los espacios a lo largo de la pared del fondo estaban llenos. Multitud de personas estaban de pie en ambos laterales del escenario.

Imágenes de la casa misma aparecieron brevemente en la pantalla. Era la mansión hermosa, con torreones y a dos aguas, de estilo Queen Anne de 1850, en los terrenos del Observatorio Naval en Washington, DC. Y, de hecho, era blanca, en su mayor parte.

Luke sabía algo al respecto. Durante décadas, había sido la residencia oficial del Vicepresidente de los Estados Unidos. Ahora y en el futuro previsible, era el hogar y la oficina del Presidente.

La pantalla volvió a la sala de prensa. Mientras Luke observaba, la Presidenta subió al podio: Susan Hopkins, la ex Vicepresidenta, que había prestado juramento esa misma mañana. Este era su primer discurso ante el pueblo estadounidense como Presidenta. Llevaba un traje azul oscuro, su cabello rubio recogido. El traje parecía voluminoso, lo que significaba que llevaba material a prueba de balas debajo.

Sus ojos eran de alguna manera severos y suaves: sus asesores probablemente la habían entrenado para que pareciera enojada, valiente y esperanzada a la vez. Una maquilladora de élite le había cubierto las quemaduras de la cara. A menos que supieras dónde mirar, ni siquiera las notarías. Susan, como lo había sido toda su vida, era la mujer más bella de la habitación.

Su currículum hasta el momento era impresionante. Incluía a la supermodelo adolescente, joven esposa de un multimillonario tecnológico, madre, senadora de los Estados Unidos por California, Vicepresidenta y ahora, de repente, Presidenta. El ex Presidente, Thomas Hayes, había muerto en un infierno subterráneo ardiente y la propia Susan tuvo la suerte de salir viva.

Luke le había salvado la vida ayer, dos veces.

Deshabilitó la función de silencio en su ordenador.

Estaba rodeada de paneles de vidrio a prueba de balas. Diez agentes del Servicio Secreto estaban en el escenario junto a ella. La multitud de reporteros en la sala le estaba dando una gran ovación. Los locutores de televisión hablaban en voz baja. La cámara se movió, encontrando al esposo de Susan, Pierre y a sus dos hijas.

Volviendo a la Presidenta: ella levantaba las manos, pidiendo silencio. A pesar de sí misma, esbozó una sonrisa brillante. La multitud estalló de nuevo. Esa era la Susan Hopkins que conocían: la entusiasta y apasionada reina de los programas de entrevistas diurnos, de las ceremonias de inauguración y las manifestaciones políticas. Ahora, sus pequeñas manos se cerraron en puños y las levantó por encima de su cabeza, casi como un árbitro que señala un gol. El público era ruidoso y se hizo más fuerte.

La cámara se movió. Washington, DC y los periodistas nacionales, uno de los grupos de personas más hastiados conocidos por el hombre, estaban de pie con los ojos húmedos. Algunos de ellos lloraban abiertamente. Luke vislumbró brevemente a Ed Newsam, con un traje oscuro a rayas, apoyado en dos muletas. Luke también había sido invitado, pero prefería estar aquí, en esta habitación de hospital. No consideraría estar en ningún otro lado.

Susan se acercó al micrófono. La audiencia se calmó, solo lo suficiente para que ella pudiera ser escuchada. Puso sus manos en el podio, como si se estabilizara.

–Todavía estamos aquí —dijo, con la voz temblorosa.

Ahora la multitud estalló.

–¿Y sabéis qué? ¡No nos vamos a ninguna parte!

Un ruido ensordecedor llegó a través de los auriculares. Luke bajó el sonido.

–Quiero… —dijo Susan y luego se detuvo de nuevo, esperando. Los vítores siguieron y siguieron; aun así, esperó. Se apartó del micrófono, sonrió y le dijo algo al hombre alto del Servicio Secreto que estaba junto a ella. Luke lo conocía un poco. Se llamaba Charles Berg y también le había salvado la vida ayer. Durante un período de dieciocho horas, la vida de Susan había estado en peligro continuo.

Cuando el ruido de la muchedumbre se apagó un poco, Susan regresó al podio.

–Antes de hablar, quiero que hagáis algo conmigo —dijo— ¿Lo haréis? Quiero cantar “God Bless America”. Siempre ha sido una de mis canciones favoritas —Su voz se quebró. —Y quiero cantarla esta noche. ¿La cantaréis conmigo?

La multitud rugió su asentimiento.

Entonces lo hizo. Ella sola, con una voz pequeña y sin instrucción, lo hizo. No había ningún cantante famoso allí con ella. No había músicos de talla mundial que la acompañaran. Ella cantaba, solo ella, frente a una sala llena de gente y con cientos de millones de personas mirando en todo el mundo.

–Dios bendiga a América —comenzó. Sonaba como una niña pequeña. —Tierra que amo.

Era como ver a alguien caminar por un cable en lo alto, entre dos edificios. Era un acto de fe. Luke sintió un nudo en la garganta.

La multitud no la dejó allí sola. Al instante, comenzaron a fluir. Voces mejores y más fuertes se unieron a ella. Y ella los guió.

Fuera de la habitación oscura, en algún lugar del pasillo en la tranquilidad de un hospital fuera del horario laboral, la gente del turno comenzó a cantar.

En la cama junto a Luke, Becca se movió. Abrió los ojos y jadeó. Su cabeza se movió a izquierda y derecha. Parecía lista para saltar de la cama. Vio a Luke allí, pero sus ojos no mostraron reconocimiento.

Luke sacó sus auriculares. —Becca —dijo.

–¿Luke?

–Sí.

–¿Puedes abrazarme?

–Sí.

Cerró la tapa del ordenador portátil. Se deslizó en la cama junto a ella. Su cuerpo era cálido. La miró a la cara, tan hermosa como cualquier supermodelo. Ella se apretó contra él. La sostuvo en sus fuertes brazos. La abrazó tanto que casi parecía querer convertirse en ella.

Esto era mejor que mirar a la Presidenta.

Al final del pasillo y en todo el país, en bares, restaurantes, casas y automóviles, la gente cantaba.

CAPÍTULO CUATRO

7 de junio

20:51 horas

Laboratorio Nacional de Galveston, campus de la Rama Médica de la Universidad de Texas – Galveston, Texas


—¿Trabajando hasta tarde otra vez, Aabha? —dijo una voz desde el cielo.

La exótica mujer de cabello negro era casi etérea en su belleza. De hecho, su nombre era una palabra hindú que significa “bello”.

La voz la sobresaltó y su cuerpo se sacudió involuntariamente. Se puso de pie, con su traje de contención hermético blanco, en el interior de las instalaciones de Nivel de Bioseguridad 4, en el Laboratorio Nacional de Galveston. El traje que la protegía también la hacía parecer casi un astronauta en la luna. Ella siempre odió usar el traje, se sentía atrapada dentro de él, pero lo exigía su trabajo.

Su traje estaba conectado a una manguera amarilla que descendía del techo. La manguera bombeaba continuamente aire limpio, desde el exterior de la instalación, al traje de contención. Aunque el traje se rompiera, la presión positiva de la manguera aseguraba que ni una pizca del aire del laboratorio pudiera entrar.

Los laboratorios de Nivel de Bioseguridad 4 eran los laboratorios de más alta seguridad del mundo. En su interior, los científicos estudiaban organismos mortales y altamente infecciosos, que representaban una grave amenaza para la salud y la seguridad públicas. En este momento, en su mano enguantada de azul, Aabha sostenía un vial sellado del virus más peligroso conocido por el hombre.

–Ya me conoces —dijo. Su traje tenía un micrófono que transmitía su voz al guardia que la miraba por el circuito cerrado de televisión. —Soy un ave nocturna.

–Lo sé. Te he visto aquí mucho más tarde que ahora.

Se imaginó al hombre que la vigilaba. Se llamaba Tom, tenía sobrepeso, era de mediana edad, ella pensaba que estaba divorciado. Solo ella y él, solos dentro de este gran edificio vacío por la noche y él tenía muy poco que hacer, excepto mirarla. Le daría escalofríos si lo pensara demasiado.

Acababa de sacar el vial del congelador. Avanzando cuidadosamente, se acercó a la vitrina de bioseguridad, donde, en circunstancias normales, abriría el vial y estudiaría su contenido.

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