Lacey intentó ducharse en la enorme bañera en un intento por no pensar en cómo le gruñía el estómago, usando el extraño accesorio parecido a una manguera que conectaba con el grifo para remojarse como lo habría hecho de tratarse de un perro lleno de barro. El agua pasó de cálida a helada en cuestión de un segundo, y las tuberías no dejaron de resonar durante todo el rato con un clang clang clang, pero la suavidad del agua en comparación con el agua dura a la que se había acostumbrado en Nueva York fue el equivalente de cubrirse todo el cuerpo con una carísima crema hidratante, así que Lacey disfrutó de la sensación incluso si la sorpresa del agua fría logró que le castañeasen los dientes.
En cuando se hubo librado de toda la suciedad del aeropuerto y de la polución de la ciudad y su piel quedó brillante casi de manera literal, se secó y se vistió con la muda de ropa que había comprado en el mismo aeropuerto. En la cara interna de la puerta del armario de Narnia había un espejo de buen tamaño, y Lacey lo usó para valorar su aspecto. Un aspecto que no era para nada mono.
Hizo una mueca. Había escogido la ropa en una tienda de ropa veraniega en el aeropuerto con la idea de que algo informal sería más apropiado para sus vacaciones en la costa, pero aunque su intención había sido adoptar un estilo playero informal, su conjunto parecía ahora más bien salido de una tienda de segunda mano. Los pantalones de vestir beige le iban demasiado estrechos, la camisa de muselina blanca le quedaba como un saco, ¡y los finos zapatos náuticos eran todavía menos apropiados para las calles de adoquines de lo que lo habían sido sus tacones! La mayor prioridad de aquel día tendría que ser invertir en algo de ropa decente.
Le gruñó el estómago.
«Más bien la segunda prioridad», pensó, dándose una palmadita en el estómago.
Bajó al primer piso con el cabello goteándole a la espalda, y al entrar en la cocina comprobó que en el jardín sólo quedaban un par de rezagadas del grupo de ovejas de aquella mañana. Le echó un vistazo a los armarios y la nevera, encontrándolos ambos vacíos, y todavía era demasiado temprano como para ir al pueblo en busca de un desayuno recién horneado en la pastelería de la calle principal. Tendría que matar un poco el tiempo.
–¡Matar el tiempo! ―exclamó en voz alta, llena de alegría.
¿Cuándo había sido la última vez que había podido permitirse el lujo de matar el tiempo? ¿Cuándo se había permitido a sí misma la libertad de hacer algo así? David siempre había sido muy cuadriculado con el poco tiempo libre que habían tenido. Gimnasios, almuerzos, compromisos familiares, copas; hasta el último momento «libre» había sido planificado. Lacey tuvo una súbita epifanía: ¡el mismo acto de planear el tiempo libre acababa negando la libertad de éste! Al permitir que David organizase y dictase lo que hacían con su tiempo, Lacey había acabado metiéndose en una camisa de fuerza formada por obligaciones sociales. Aquel momento de claridad la golpeó casi como si un instante budista.
«El Dalai Lama se sentiría muy orgulloso de mí», pensó, dando una palmada de felicidad.
Justo en ese momento una de las ovejas baló y Lacey decidió que iba a usar su recién adquirida libertad para jugar a detective novata y averiguar de dónde había salido aquel rebaño.
Abrió las puertas acristaladas y salió al patio. La fresca brisa matutina proveniente del océano le cubrió el rostro de pequeñas gotas de agua mientras recorría el sendero del jardín en dirección a las dos bolas de algodón que todavía andaban por allí comiéndose su hierba. Se alejaron trotando con torpeza y una elegancia nula en cuando la oyeron acercarse, y desaparecieron a través de un hueco que había en el seto.
Lacey se acercó más y se asomó por el hueco; al otro lado del grueso matorral distinguió otro jardín lleno de flores de colores vivos. Tenía un vecino. En Nueva York sus vecinos habían sido fríos, todos ellos parejas profesionales como David y ella cuyas vidas consistían en salir del apartamento antes de que amaneciera y volver tras la puesta de sol, pero aquel que tenía delante parecía, a juzgar por su precioso y bien cuidado jardín, que disfrutaba de una buena vida. ¡Y tenía ovejas! En el antiguo bloque de apartamentos de Lacey no había habido ni una sola mascota o animal; esa gente criada en oficinas y siempre tan ocupada no tenía tiempo para mascotas, ni tampoco la inclinación de lidiar con el pelo que pudiesen soltar o los olores de granja. ¡Qué encantador resultaba ahora vivir tan cerca de la naturaleza! Hasta el olor de las heces de las ovejas era bienvenido en comparación con lo hiper limpio que había sido su edificio en Nueva York.
Lacey volvió a enderezarse y, al hacerlo, vio una parte de la hierba que parecía aplastada, como si muchos pies hubiesen labrado un camino. El sendero bordeaba los setos y se dirigía al acantilado, donde había una pequeña verja prácticamente consumida por las plantas. Lacey se acercó a ella y la abrió.
Alguien había tallado unas escaleras en la pared del acantilado y éstas bajaban hasta la playa. «Parece salido de un cuento de hadas», pensó encantada, iniciando el descenso con cuidado.
Ivan no había mencionado en ningún momento que tuviese una ruta directa hasta la playa, ni siquiera había insinuado que, si a Lacey le apetecía de repente sentir la arena entre los dedos de los pies, podía lograrlo en tan solo un par de minutos. Y pensar que en Nueva York se había pavoneado de tener el metro únicamente a dos minutos de casa.
Fue bajando por los escalones irregulares hasta que llegar al final de la escalera, que quedaba a unos dos pies por encima de la playa. Lacey los cubrió de un salto. La arena era tan suave que a sus rodillas no les costó nada absorber el impacto incluso a pesar de los baratos zapatos náuticos.
Lacey respiró profundamente, sintiéndose completamente salvaje y libre de preocupaciones. Aquella parte de la playa estaba desierta e intacta. Debía de quedar demasiado lejos de las tiendas del pueblo como para que la gente se aventurase hasta allí, pensó. Era casi como su pedacito de playa privada.
Miró en dirección al pueblo y llegó a ver el embarcadero que sobresalía al océano. Al instante se vio asaltada por el recuerdo de jugar en varios puestos de feria y las máquinas recreativas en las que su padre les había permitido gastarse sus dos libras. En el embarcadero también había un cine, recordó, entusiasmada por los fragmentos de recuerdos que no dejaban de volver a ella; era una pequeña sala con sólo ocho cómodos asientos de terciopelo rojo que no había cambiado prácticamente en nada desde su construcción. Su padre las había llevado a Naomi y ella a ver unos poco conocidos dibujos japoneses. Lacey se preguntó cuánto recuerdos más le traería a la mente aquel viaje a Wilfordshire. ¿Cuántos vacíos en su memoria se verían completados gracias al hecho de haber venido?
La marea era baja, así que todavía podía verse gran parte de la estructura del embarcadero, y Lacey vio a algunas personas paseando a perros y a un par haciendo jogging. El pueblo empezaba a despertarse, así que quizás la cafetería ya hubiese abierto. Decidió tomar el camino más largo a lo largo de la costa y echó a andar en dirección al pueblo.
El acantilado retrocedía cuando más se acercaba al pueblo en sí, y al cabo de poco ya empezaron a haber carreteras y caminos. Nada más pisar el paseo marítimo, Lacey revivió otro recuerdo repentino: un mercado con puestos de lona que vendían ropa, joyería y baritas de piedra. Una serie de números pintados con espray en el suelo marcaban cada ubicación concreta, y Lacey sintió una oleada de euforia.
Le dio la espalda a la playa y se adentró en la calle principal… o la calle mayor, como lo llamaban los británicos. Se fijo por un momento en The Coach House, donde había conocido a Ivan, antes de girar hacia la calle cubierta de banderines.
Estar allí era tan distinto de estar en Nueva York. El ritmo de aquel pueblo era más lento. No había ningún coche tocando la bocina. Nadie empujaba a nadie. Y, para su sorpresa, algunas de las cafeterías sí que estaban abiertas.
Entró en la primera que encontró y en la cual no había cola, por cierto, y pidió un café americano solo y un cruasán. El café estaba tostado a la perfección, denso y chocolateado, y el cruasán tenía el exterior crujiente y con capas y el interior era una delicia con sabor a mantequilla.
Por fin con el estómago satisfecho, Lacey decidió que era de encontrar ropa de más calidad. Había visto una bonita boutique de ropa al otro extremo de la calle mayor, y había empezado a caminar en dicha dirección cuando el olor a azúcar le asaltó el olfato. Miró a su alrededor, localizando una tienda de caramelos artesanales que acababa de abrir sus puertas, y entró en su interior, incapaz de resistirse.
–¿Quieres probar una muestra? ―le preguntó un hombre vestido con un delantal a rayas blancas y rosas. Hizo un gesto hacia una bandeja repleta de cubos de distintos tonalidades marrones―. Tenemos chocolate negro, chocolate con leche, chocolate blanco, caramelo, tofe, café, mezcla de frutas y la receta original.
Lacey abrió los ojos como platos.
–¿Puedo probarlos todos? ―preguntó.
–¡Por supuesto!
El hombre cortó cubos más pequeños de cada uno de los sabores y se los presentó para que eligiera. Lacey se llevó el primero a los labios y sus papilas gustativas estallaron.
–Es magnífico ―dijo con la boca llena.
Pasó al siguiente y, de algún modo, resultó que estaba todavía más bueno que el anterior.
Probó una muestra tras otra, y éstas no dejaron de parecer más y más deliciosas a medida que avanzaba.
Se tragó el último bocado y casi no se dio tiempo ni a respirar antes de exclamar:
–Tengo que enviárselos a mi sobrino. ¿Aguantarán si lo envío a Nueva York?
El hombre sonrió de oreja a oreja y sacó una caja de cartón plana recubierta de una película de plástico.
–Lo hará si usas una de nuestras cajas de envíos especiales ―contestó riéndose―. Nos hacen tanto esa pregunta que pedimos que nos la diseñaran especialmente. Es lo bastante delgada como para caber en el buzón y lo bastante ligera como para que el envío no salga demasiado caro. También puedo venderte los sellos.
–Qué innovador ―comentó Lacey―. Habéis pensado en todo.
El hombre llenó la caja con un cubo de cada uno de los sabores disponibles, la cerró bien con cinta de embalar y le pegó los sellos adecuados. Tras pagar y darle las gracias, Lacey cogió su paquetito, escribió el nombre y la dirección de Frankie en la parte delantera, y la envió gracias al tradicional buzón rojo que había al otro lado de la calle.
En cuanto el paquete hubo desaparecido por la ranura, Lacey recordó que estaba distrayéndose de la tarea que tenía actualmente entre manos: encontrar ropa de más calidad. Estaba a punto de marchar en búsqueda de la boutique cuando se vio distraída de nuevo por el escaparate de la tienda que había junto al buzón. En él se veía una escena de la playa de Wilfordshire con el embarcadero adentrándose en el mar, pero toda la imagen estaba compuesta por macaron de tonos pastel.
Lacey se arrepintió al instante del cruasán que se había comido y de todos los caramelos que había probado, porque aquella imagen tan deliciosa la hizo salivar. Le hizo una foto para enviarla al grupo de Chicaz Doyle.
–¿Puedo ayudarte en algo? ―preguntó una voz masculina junto a ella.
Lacey se enderezó. De pie en la puerta se encontraba el dueño de la tienda, un hombre la mar de atractivo que debía rondar los cuarenta y cinco años con cabello denso y castaño oscuro y una mandíbula bien definida. Tenía unos chispeantes ojos verdes, y las pequeñas arrugas que tenía en el rostro le indicaron al instante que aquel hombre era una persona que disfrutaba de la vida. El moreno que lucía sugería que también disfrutaba de viajes frecuentes a climas más cálidos.
–Sólo miraba ―contestó con una voz que parecía como si le estuviesen apretando las cuerdas vocales―. Me gusta tu escaparate.
El hombre sonrió.
–Lo he hecho yo mismo. ¿Qué tal si entras y pruebas algunas de las tartas?
–Me encantaría, pero ya he comido ―explicó Lacey. El cruasán, el café y los caramelos parecieron ponerse a dar vueltas en su estómago, provocándole unas ligeras náuseas. De repente Lacey fue consciente de qué era lo que estaba pasando: lo que sentía era en realidad aquel sentimiento perdido hacía tanto tiempo cuando había una atracción física, como si tuviese mariposas en el estómago. Las mejillas empezaron a arderle.
El hombre se rió por lo bajo.
–Noto por tu acento que eres americana, así que quizás no sepas que en Inglaterra tenemos una cosa llamada tentempié. Es después del desayuno pero antes de la comida.
–No te creo ―replicó Lacey, sintiendo cómo los labios se le curvaban en una sonrisa―. ¿Tentempié?
El hombre se llevó una mano al corazón.
–¡Te prometo que no es ninguna estrategia de marketing! Es el momento perfecto para un taza de té y un pedazo de tarta, o té y sándwiches, o té y galletas. ―Señaló con los brazos la puerta abierta, a través de la cual se veía un aparador de cristal lleno de dulces con diseños creativos en toda su deliciosa gloria―. O todo a la vez.
–¿Siempre y cuando haya té? ―preguntó Lacey, uniéndose a la broma.
–Exacto ―contestó el hombre, con los ojos verdes chispeantes y llenos de travesuras―. Hasta puedes probarlo todo antes de comprar.
Lacey fue incapaz de seguir resistiéndose y acabó entrando, preguntándose si era el efecto adictivo del azúcar lo que la llamaba o si se trataría más bien de la atracción casi magnética que ejercía aquel hombre tan atractivo.
Observó, ansiosa y salivando, cómo el hombre sacaba un bollito redondo de miga de una vitrina refrigerada, lo llenaba de mantequilla, mermelada y crema, y lo cortaba limpiamente en cuatro cuartos. Lo hizo todo de una manera tan informal que parecía casi teatral, como si estuviera llevando a cabo unos pasos de baile. Después lo colocó todo en un pequeño plato de porcelana y se lo tendió a Lacey en la punta de los dedos, acabando aquella demostración con una floritura para nada avergonzada.
–Et voilà.
Lacey sintió cómo el calor le subía a las mejillas. Todo aquello había sido desde luego un flirteo. ¿O sólo soñaba despierta?
Extendió el brazo, cogiendo uno de los trozos del plato. El hombre hizo otro tanto y chocó ligeramente su trozo con el de ella.
–Salud ―dijo.
–Salud ―logró musitar Lacey.
Se llevó el trozo a la boca. Fue toda una sensación gustativa: la crema montada densa y dulce, la mermelada de fresa tan fresca que su toque ácido le hizo cosquillas en las papilas gustativas… ¡Y el bollo! Denso y con mantequilla, entre dulce y sabroso, y la mar de reconfortante.
Los favores despertaron de golpe un recuerdo en su mente. Papá y ella, y Naomi y mamá, todos sentados alrededor de una mesa blanca de metal en el café lleno de luz, comiendo aquellas pastas rellenas de crema y mermelada. Un sobresalto de nostalgia acogedora la sacudió.
–¡Yo ya había estado aquí! ―exclamó antes incluso de dejar de masticar.
–¿Oh? ―fue la respuesta divertida del hombre.
Lacey asintió con la cabeza, llena de entusiasmo.
–Vine a Wilfordshire de niña. Es bollito inglés clásico, un SCONE, ¿verdad?
El hombre arqueó una ceja con una intriga genuina.