—¿Tienes frío, cariño?
—No, abuelita. Estoy bien. Solo estoy deseando volver a casa. Estoy cansada.
No le he hablado de las cartas a mi abuela. No quería que se preocupara por mí. Lleva una vida tranquila y no pienso estropeársela.
—¿Cuándo vas a ir a visitarme a Virginia? El aire puro y los espacios abiertos te sentarían muy bien.
—Seguro que sí, abuelita, pero la temporada acaba de empezar y las representaciones de la Bella Durmiente del Bosque durarán varias semanas.
—Y después, habrá un nuevo ballet y tú serás seleccionada con sobresaliente, evidentemente, y luego los ensayos para el nuevo espectáculo y de nuevo las representaciones. Esto no se acaba nunca, Cat.
Bajo la cabeza, avergonzada por ser tan mala nieta. Tiene toda la razón al hacer estos comentarios.
—Lamento decepcionarte, abuelita.
Se para tan bruscamente para mirarme de frente que mis padres chocan con nosotras.
—Tú nunca me decepcionarás, Caitlyn Cat. ¿Me oyes? Estoy extremadamente orgullosa de ti, y tus padres también.
Les lanza una mirada insistente a la que solo pueden responder positivamente.
—Por supuesto, Caitlyn. Nos alegramos por ti.
No es realmente lo mismo que estar orgullosos, pero me contentaré con eso. Sé que no lograré nada mejor por su parte. Seguimos caminando lentamente.
—Solo quiero que conozcas algo más que la danza. Y además, quiero presentarte a Baraqiel.
—¿Tu vecino?
Asiente con la cabeza.
—No me habías dicho todavía su nombre. Es muy raro.
—No lo juzgues sin conocerlo. Es un ángel, cariño.
¡Cómo no! A mi abuela todo el mundo sin distinción le cae bien. La amigable conversación habría podido pararse ahí, pero mi madre ha tenido que meterse en ella una vez instalada en la mesa.
—Bueno, ya sabe usted que Caitlyn no tiene tiempo para el amor, querida suegra. Tendría que interesarse por alguien que no fuera ella misma, y eso no creo que vaya a ocurrir.
Mi madre se pone cada vez más desagradable. Me pregunto para qué se esfuerza en venir a verme cuando está claro que no le apetece nada. Seguramente, mi abuela ha tenido algo que ver. Sabe ser muy persuasiva. Quisiera ser capaz de decir a mi familia que los quiero, pero para eso, mis padres tendrían que aceptarme como soy, y eso nunca lo han hecho. Hoy, es demasiado tarde y mi silencio siempre lo entienden como un rechazo. De hecho, es más bien una aceptación de la situación. Como siempre, mi abuela actúa de mediadora en nuestras relaciones conflictivas. Creo que sin ella, no habría ninguna interacción entre mis padres y yo.
—Vamos a pedir. Se está empezando a hacer tarde para una vieja señora como yo.
Elijo mis platos, pero me siento oprimida entre el silencio que pesa en nuestra mesa y el alboroto de las conversaciones de los otros clientes. Mi abuela me conoce muy bien y me da la mano por debajo de la mesa.
—Vete, tienes tiempo.
Me levanto precipitadamente sin hacerle caso a mi madre que empieza ya a protestar. El aire de fuera me sienta muy bien. La ligera brisa acaricia mis piernas desnudas y me sonrosa las mejillas. Aprovecho la calma de la noche para dar algunos pasos, me apoyo en una pared y levanto los ojos hacia el cielo. No hay ni una sola nube y las estrellas titilan en esa magnífica alfombra de terciopelo negro. Podría quedarme horas aquí, dejando que esta paz invada mi alma atormentada. De pequeña, soñaba con echar a volar y bailar en una nube. Pero un ruido de pasos a mi izquierda me sobresalta y me hace darme cuenta de dónde estoy. Soy una mujer sola en una calle oscura de Nueva York. Me incorporo, sintiendo un malestar en el estómago. Vuelvo por donde he venido para llegar al restaurante. No me he alejado mucho, y sin embargo, la distancia de pronto me parece inmensa. Noto que alguien me está siguiendo. Estoy segura. Ruidos de pasos. Una fuerte respiración. Esto no me gusta, y una sorda angustia se apodera de mí mientras mi corazón late a cien por hora. Acelero el paso, aliviada por haber llegado por fin a mi meta, y le doy las gracias al portero que toma la iniciativa de abrirme dejándome pasar sin que tenga que pararme. A salvo tras las puerta de cristal, me doy la vuelta pero solo veo la calle desierta y silenciosa. No hay nadie a la vista. Mi corazón recobra un ritmo más calmado, pero mi cabeza queda atrapada en la angustia. Las emociones se mezclan en mi interior, amenazando con provocar una crisis autística como no tenía desde hacía mucho tiempo. Me refugio en uno de los baños, cierro con el pestillo, y me acurruco haciéndome un ovillo en el suelo, balanceándome de adelante hacia atrás. Necesito bailar para exteriorizar el miedo que me consume, pero en este momento, eso es imposible. Intento entonces centrarme en mí y pensar con serenidad. ¡Es más fácil de decir que de hacer!
Se oyen unos tacones en las baldosas del suelo delante de mi puerta. Instintivamente, me muevo hacia atrás, pero la taza del inodoro a mi espalda me bloquea.
—¿Caitlyn Cat? ¿Estás bien? Te he visto en el hall, pero no has vuelto a la mesa.
Al escuchar la voz de mi abuela me siento mejor. Decido concentrarme en esto, en ella y su voz, contando en mi cabeza. Inspiración, 1, 2, 3, 4. Exhalación, 1, 2, 3, 4. Repito el ejercicio cinco veces seguidas. Mi abuela, tras haber mirado en todas las cabinas, se para ante la puerta de la mía.
—Ábreme, Cat. Estoy segura de que estás ahí.
Extiendo el brazo para quitar el cerrojo de la cerradura y mi abuela abre la puerta lentamente. Sus ojos están tristes cuando me mira. Se pone en cuclillas delante de mí y me acaricia el cabello como hace siempre que me nota atormentada.
—¿Qué ocurre, cariño?
No quiero hablar de ello. Ahora no, y sobre todo, aquí no. Se lo contaré todo. Lo necesito. Pero lo haré en mi casa, en la seguridad de mi hogar. Si es que allí estoy a salvo, porque ya no estoy segura.
—Tus padres te quieren, Caitlyn Cat. Lo que pasa es que no saben cómo comportarse contigo. No consiguen entenderte.
—Ya lo sé, abuelita. No pasa nada.
Prefiero que piense que estoy así por culpa de esa incómoda cena, al menos por el momento.
—Anda ven, cariño. No te quedes en el suelo, que vas a coger frío en estas baldosas heladas.
Me ayuda a levantarme y me coloca bien el bajo de mi vestido que está un poco subido.
—Ya has pasado la edad de enseñar tus braguitas, cariño.
Su comentario me hace sonreír y nos vamos a la mesa, de la mano.
—Vaya, por fin volvéis. Hace una eternidad que nos han servido los platos, y no tardarán en enfriarse. ¿Qué estabas haciendo, Caitlyn? ¿Firmabas autógrafos?
Me echaría a reír si no fuera porque tengo ganas de llorar. Mi madre está convencida de que he preferido la celebridad en vez de la vida familiar a su lado. ¡Cuánto se equivoca! Lo que he elegido es la normalidad, la libertad. En definitiva, he elegido liberar mi mente de todas las sensaciones que me bombardean todo el tiempo para vivir una vida banal, aunque la mayoría de la gente no la considera tan normal. Es verdad que en la mitad de los autobuses de la ciudad hay una foto mía vestida con el traje clásico de bailarina, y que aparezco regularmente en las revistas especializadas. Sin embargo, lo que yo veo, es que hago lo que me gusta. Y hasta últimamente, lograba abstraerme de todo el jaleo que me rodeaba.
—Podrías al menos sentarte, para que podamos empezar por fin.
—Perdón. Por supuesto.
Efectivamente, como suele pasar, estaba perdida en mis pensamientos y me quedé inmóvil junto a la mesa. Me siento entonces en mi silla y la cena va pasando como todas, en un silencio casi religioso, solamente entrecortado por frases de mi abuela que intenta desesperadamente reanudar el diálogo entre todos nosotros.
—Quizá podríamos visitar todos juntos la ciudad mañana.
—¡No lo creo! Seguro que nuestra estrella nacional tiene cosas mejor que hacer que pasar tiempo con nosotros.
Desde luego, mi madre no me perdonará nunca ser lo que soy: ¡independiente! Cuando me diagnosticaron trastornos del espectro autista, se disgustó, porque mis crisis de ira eran incontrolables, pero también se dijo que entonces siempre la necesitaría a mi lado para desenvolverme en la vida, y le gustaba esa idea. Pensaba que sería eternamente la niña de mamá. El futuro le demostró lo contrario.
Prefiero responder a mi abuela para no discutir con mi madre.
—Mañana no trabajo. Nos dan un día de libertad. Solo debo hacer ejercicios por la mañana y después, soy toda tuya.
—¡Qué milagro! Esto no debe ocurrir con frecuencia, ya que nunca tienes tiempo para llamarnos!
Mi abuela interviene, como siempre.
—Me encantaría visitar Ellis Island. Nunca hemos ido allí todavía.
Yo tampoco, nunca he puesto allí los pies. Sentirme atrapada en un ferry, nunca me ha entusiasmado demasiado, pero alejarme, aunque solo sea por unas horas, de la gran manzana y de mis problemas en compañía de mi abuela es una idea muy seductora.
—Es una idea excelente, abuelita. Iremos después de comer. Me ocuparé de sacar los billetes antes de mis ejercicios.
—¡Y ni siquiera nos preguntas si queremos ir con vosotras, por supuesto!
Me trago la bola que me obstruye la garganta. Mi madre no se callará nada esta noche. Parece que ha llegado la hora de ajustar nuestras cuentas. Desgraciadamente, no estoy en condiciones de soportarlo y prefiero ser sumisa y controlarme aunque tenga que romper el apoyabrazos de mi silla clavando los dedos encima.
—Papá, mamá, ¿queréis venir con nosotros a Ellis Island mañana?
—Pues mira, resulta que no podemos. Mañana trabajamos. ¡No estamos disponibles cuando la señora se decide a concedernos un poco de su tiempo!
¡Todos esos comentarios para acabar así! Y después, me reprocharán que no hago ningún esfuerzo. Me muerdo la lengua tan fuerte para no chillar que la sangre invade mi boca. Ojalá se termine esta cena para que pueda por fin refugiarme en mi casa y soltar este exceso de tensión. He arreglado toda una habitación con este objeto, con espejo y barra transversal en la pared. Una minisala de baile personal que me va a ayudar mucho si quiero dormir esta noche.
¡Por fin estoy en mi casa! Mis cómodos ingresos me permiten tener este gran piso de tres habitaciones en pleno centro de Nueva York, cerca del American Ballet Theater sin tener que coger el transporte público. Un auténtico lujo para mí. Voy a todas partes andando y eso me sienta bien. Abro la puerta y le indico a mi abuela que entre. Aunque está en forma para su edad, la noto cansada, y estoy segura de que está impaciente por llegar a su habitación. Porque ella tiene su habitación en mi casa. Nunca invito a nadie salvo a ella, así que la tercera habitación se ha decorado según sus gustos.
—Mira, Caitlyn Cat. Han metido una carta por debajo de tu puerta. ¿Tienes un admirador secreto cuya existencia me has ocultado?
Capítulo 4
Caitlyn
Siento que el color abandona mi rostro, que mi corazón se hiela en mi pecho y mis manos se vuelven sudorosas. No necesito mirar el sobre que tiene en sus manos para saber de quién es. Tres en el mismo día. Es una novedad de la que podría haber prescindido sin ningún problema.
—¿Caitlyn? ¿Hay algún problema?
—No. Ninguno.
Mis manos tiemblan tanto como mi voz cuando cojo el sobre tan rojo como la sangre que corre por mis venas, contradiciendo mis palabras.
—Te conozco mejor que tú a ti misma. ¿Qué es lo que ocurre? ¡Y no me digas que nada!
Ante mi ausencia de respuesta y de reacción, mi abuela toma la iniciativa. Coge el sobre, lo abre y lo lee en voz alta frunciendo el ceño.
«Prepárate, llegaré pronto. Muy pronto».
Lee la misiva varias veces en silencio mientras yo me derrumbo contra la puerta después de haber cerrado dando dos vueltas de llave. Bloqueo y desbloqueo la cerradura varias veces seguidas: mis trastornos obsesivos-compulsivos han vuelto debido a la presión.
—¿Qué quiere decir esto, Caitlyn? Esto no tiene nada de romántico, ¿o me equivoco?
Sacudo la cabeza de izquierda a derecha, al borde de un ataque de nervios. Empiezo a golpear la parte trasera de mi cabeza contra la dura madera de la puerta tras de mí, esperando poder hacer salir todos los oscuros pensamientos y las angustias que la invaden. El ruido seco resuena en mi piso.
—No, Caitlyn. Esa no es la solución.
Pone su mano por detrás de mi nuca para impedir que me haga daño y me lleva a la fuerza hacia mi habitación de baile tirándome del brazo.
—Te doy media hora para que te calmes. Después, quiero que tengamos una conversación seria. ¿Me has entendido?
Asiento con la cabeza y pongo en marcha la música sin perder un segundo. Hice que me insonorizaran por completo esta habitación para la tranquilidad de mis vecinos cuando la necesidad de desahogo se deja sentir a altas horas de la noche. No creo que les guste oír música y los ruidos de mis saltos pasadas las 23 h. El ritmo es rápido, potente, y resuena dentro de mí como tambores. Es exactamente lo que necesito. Salto, giro y encadeno movimientos de improvisación para exteriorizar la rabia y la angustia que estas cartas me provocan. No puedo soportarlo más. Y no soporto que ahora lleguen a mi casa. No me doy cuenta del tiempo que pasa hasta que mi abuela apaga el equipo de sonido.
—Es muy violento, Cat.
Ni siquiera me había dado cuenta de que mi abuela se había quedado conmigo en lugar de ir a su habitación a descansar, y no dudo ni por un momento que se refiere a mi manera de moverme.
—No es la primera carta de este tipo que recibes, ¿verdad?
Cojo una de las toallas limpias que dejo siempre en la sala para secarme el rostro. Eso me da tiempo para recobrar una respiración más regular y reducir mi ritmo cardíaco.
—No. Las recibo desde que me eligieron para el papel principal de la Bella Durmiente del Bosque. Se hicieron cada vez más frecuentes a medida que nos acercábamos a la primera representación del espectáculo y esta es la tercera del día.
Mi abuela me estrecha entre sus brazos para reconfortarme.
—Oh, mi querida Caitlyn Cat. Deberías habérmelo contado. Si lo hubiera sabido, habría venido antes para ayudarte.
—Ya lo sé, abuelita. Pero tú tienes tu vida, y yo soy adulta. Debo mantenerme yo sola. Y además, solo son cartas, al fin y al cabo. Ya sabes lo que me cuesta gestionar las incógnitas, y está claro que no comprendo cuál es el interés de enviar esta clase de correo.
—Mantenerte a ti misma no quiere decir aislarte, cariño, y estas cartas no son inofensivas. ¿Has avisado a la policía?
—El director del ballet lo ha hecho por mí, porque las cartas llegaban al teatro hasta ahora, pero la investigación está estancada. No tienen ninguna pista y como nunca me han amenazado físicamente, no se toman en serio este asunto. Creen que me preocupo demasiado por tan poca cosa.
—Ya veo. Pero ahora, las cartas llegan directamente a tu casa. Eso lo cambia todo.
—Solo es así desde esta mañana. El director avisará a la policía de este cambio.
—Bueno. A la espera de que se solucione esta historia, me quedaré en tu casa para asegurarme de que no corres ningún riesgo.