Levantó una pistola y apuntó hacia Perro Grande. El agujero al final del cañón estaba allí, como una cueva. Parecía hacerse cada vez más grande.
El otro hombre dijo algo. Era algo serio, ninguno de los dos se rio. Sus expresiones impertérritas no cambiaron. Probablemente pensaron que le estaban haciendo un favor a Perro Grande, sacándolo de su miseria.
A Perro Grande no le importaba un poco de dolor. Él no creía en el cielo o el infierno. Cuando era joven, había rezado a sus antepasados. Pero si sus antepasados estaban por ahí, no habían dado muestras.
Tal vez había vida después de la muerte, tal vez no.
Perro Grande preferiría arriesgarse aquí en la Tierra. El médico de la plataforma podría recomponerlo. Un helicóptero de evacuación médica podría venir y llevarlo al pequeño centro de traumatología en Deadhorse. Un helicóptero Apache podría venir y acabar con estos tipos.
Cualquier cosa podría pasar. Mientras respirara, todavía estaba en el juego. Levantó una mano ensangrentada. Increíble que aún pudiera mover su brazo.
–Espera —dijo.
No quiero morir ya.
Perro Grande. Durante décadas, así lo había llamado prácticamente todo el mundo. Su ex esposa lo llamaba Perro Grande. Sus jefes lo llamaban Perro Grande. El Presidente de la compañía había volado aquí una vez, le dio la mano y lo llamó Perro Grande. Él gruñó al pensar en eso. Su verdadero nombre era Warren.
Un pequeño destello de luz y llama emergió de las fauces negras al final del arma del hombre. La oscuridad llegó y Perro Grande no supo si realmente había visto aquella luz, o si había estado soñando todo el tiempo.
CAPÍTULO DOS
21:45 horas, Hora del Este
Gabinete de Crisis
La Casa Blanca
Washington, DC
—Señor Presidente, ¿qué piensa?
Clement Dixon era demasiado viejo para esto. Ese era su pensamiento principal.
Estaba sentado a la cabecera de la mesa y todos los ojos estaban puestos en él. Durante su larga carrera política, había aprendido a leer los ojos y las expresiones faciales. Y lo que le decía la lectura de aquellos rostros era esto: las poderosas personas que miraban al caballero de cabello blanco que presidía esta reunión de emergencia habían llegado a la misma conclusión que el propio Dixon.
Él era demasiado viejo.
Había sido un Jinete de la Libertad desde el primer viaje, en mayo de 1961, arriesgando su vida para ayudar a disgregar el sur. Había sido uno de los jóvenes oradores en las calles durante el motín de la policía de Chicago en agosto de 1968 y había recibido gases lacrimógenos en la cara. Había pasado treinta y tres años en la Cámara de Representantes, primero enviado allí por la buena gente de Connecticut en 1972. Había desempeñado el cargo de Presidente de la Cámara de Representantes dos veces, una durante la década de 1980 y otra vez hasta hace solo un par de meses.
Ahora, a la edad de setenta y cuatro años, se encontró de repente siendo Presidente de los Estados Unidos. Era un papel que nunca había querido ni imaginado para sí mismo. No, espera, quizá sí: cuando era joven, adolescente y tenía unos veinte años, se había imaginado a sí mismo algún día como Presidente.
Pero la América de la que se había imaginado Presidente no era esta América. Este era un país dividido, envuelto en dos guerras públicamente reconocidas en el extranjero, así como media docena de “operaciones negras” clandestinas. Operaciones tan negras, al parecer, que las personas que las supervisaban eran reacias a informar a sus superiores.
–¿Señor Presidente?
En su juventud, nunca se había imaginado a sí mismo como Presidente de una América que todavía dependía por completo de los combustibles fósiles para cubrir sus necesidades energéticas, donde el veinte por ciento de la población vivía en la pobreza y otro treinta por ciento se tambaleaba en el borde, donde millones de niños se acostaban con hambre cada noche y más de un millón de personas no tenían dónde vivir. Un lugar donde el racismo todavía estaba vivo y coleando. Un lugar donde millones de personas no podían permitirse el lujo de ponerse enfermas y donde a menudo tenían que escoger entre tomar sus medicamentos recetados o comer. Esta no era la América que había soñado liderar.
Esto era un Estados Unidos de pesadilla y de repente él estaba al cargo. Un hombre que había pasado toda su vida defendiendo lo que creía que era correcto y luchando por los ideales más altos, ahora se encontraba arrastrándose por el fango. Este trabajo no ofrecía nada más que compensaciones y áreas grises y Clement Dixon estaba justo en el medio de todo.
Siempre había sido un hombre religioso. Y en estos días se descubrió a sí mismo pensando en cómo Cristo le había pedido a Dios que dejara pasar el amargo cáliz. Sin embargo, a diferencia de Cristo, su lugar en esta cruz no había sido ordenado previamente. Una serie de percances y malas decisiones habían conducido a Clement Dixon hasta este lugar.
Si el Presidente David Barrett, un buen hombre al que Dixon conocía desde hace muchos años, no hubiera sido asesinado, nadie habría pedido al Vicepresidente Mark Baylor que ocupara su lugar.
Y si Baylor no hubiera estado implicado en el asesinato, por una montaña de pruebas circunstanciales (no suficientes para acusarlo, pero sí para hacerlo caer en desgracia y desterrarlo de la vida pública), entonces él no habría dimitido, dejando la Presidencia al Presidente de la Cámara de Representantes.
Y si Dixon mismo no hubiera accedido el año pasado a pasar solo una legislatura más como Presidente de la Cámara, a pesar de su avanzada edad…
Entonces no se vería en esta posición.
Aunque él tuviera la fuerza de voluntad doblegar la maldita cosa… El hecho de que la línea de sucesión dictara que el Presidente de la Cámara asumiera el trabajo, no significaba que él tuviera que aceptarlo. Pero demasiadas personas habían luchado durante demasiado tiempo para ver a un hombre como Clement Dixon, el abanderado ardiente de los ideales liberales clásicos, convertirse en Presidente. Como cuestión práctica, no podía abandonar.
Así que allí estaba, cansado, viejo, cojeando por los pasillos del ala oeste (sí, cojeando, el nuevo Presidente de los Estados Unidos tenía artritis en las rodillas y una cojera pronunciada), abrumado por el peso de lo que se le había encomendado y comprometiendo sus ideales a cada paso.
–¿Señor Presidente? ¿Señor?
El Presidente Dixon estaba sentado en el Gabinete de Crisis, una oficina de forma ovalada. De alguna manera, la habitación le recordaba a un programa de televisión de la década de los 60; la serie se llamaba Espacio: 1999. Era una idea tonta de un productor de Hollywood sobre cómo sería el futuro. Inhóspito, vacío, inhumano y diseñado para el aprovechamiento máximo del espacio. Todo era elegante y estéril y exudaba cero encanto.
Grandes pantallas de vídeo estaban incrustadas en las paredes, con una pantalla gigante en el extremo de la mesa oblonga. Las sillas eran de cuero, con el respaldo alto y reclinables, como la del capitán en la cubierta de control de una nave espacial.
Esta reunión se había convocado con poca antelación; como de costumbre, había una crisis. Aparte de los asientos ocupados de la mesa y unos pocos a lo largo de las paredes, la sala estaba casi vacía. Los asistentes habituales estaban aquí, incluidos algunos hombres con sobrepeso vestidos con trajes, junto con militares uniformados.
Thomas Hayes, el nuevo Vicepresidente de Dixon, también estaba aquí, gracias a Dios. Habiendo subido a bordo directamente desde su puesto de gobernador de Pensilvania, Thomas estaba acostumbrado a tomar decisiones ejecutivas. También estaba en la misma página que Dixon respecto a muchas cosas. Thomas ayudó a Dixon a formar un frente unificado.
Todo el mundo sabía que Thomas Hayes tenía los ojos puestos en la presidencia y eso estaba bien. Podría quedarse con ella, en lo que respecta a Clement Dixon. Thomas era alto, guapo e inteligente y proyectaba un aire de autoridad. Sin embargo, lo más destacado de él era su enorme nariz. La prensa nacional ya había comenzado a retocársela.
Espera, Thomas, pensó Dixon. Espera a que seas Presidente. Los humoristas políticos dibujaban a Clement Dixon como el profesor distraído, un cruce entre Mark Twain y Albert Einstein, con los zapatos desatados y sin el humor casero o la inteligencia penetrante.
Vaya, seguramente se divertirían con esa nariz de Hayes.
Un hombre alto con un uniforme verde de gala estaba de pie en la cabecera de la mesa, un general de cuatro estrellas llamado Richard Stark. Era delgado y muy en forma, como el maratonista que seguramente era y su rostro parecía estar cincelado en piedra. Tenía los ojos de un cazador, como un león o un halcón. Hablaba con absoluta confianza: en sus impresiones, en la información que le daban sus subordinados, en la capacidad del ejército de los Estados Unidos para afrontar cualquier problema, sin importar cuán espinoso o complicado fuera. Stark era prácticamente una caricatura de sí mismo. Parecía como si nunca hubiera experimentado un momento de incertidumbre en su vida. ¿Cómo era el viejo dicho?
A menudo incorrecto, pero nunca en duda.
–Explíquelo de nuevo —dijo el Presidente Dixon.
Casi podía escuchar los gemidos silenciosos alrededor de la habitación. Dixon odiaba tener que volver a escucharlo. Odiaba la información tal como la entendió y odiaba que otro intento debiera hacer que la entendiera por completo. Él no quería entenderla.
Stark asintió con la cabeza. —Sí, señor.
Señaló con un largo puntero de madera el mapa de la pantalla grande. El mapa mostraba el distrito de North Slope de Alaska, un vasto territorio en el extremo norte del estado, dentro del Círculo Polar Ártico, lindando con el Océano Ártico.
Había un punto rojo en el océano, justo al norte del final de la tierra. Ese territorio estaba marcado como ANWR1, que Dixon bien sabía que representaba el Refugio Nacional de Vida Silvestre del Ártico: era una de las personas que había luchado durante décadas para proteger esa región sensible de la exploración y perforación petrolera.
Stark habló:
–La plataforma de perforación Martin Frobisher, propiedad de Innovate Natural Resources, se encuentra aquí, en el océano, a seis kilómetros al norte del Refugio de Vida Silvestre del Ártico. No disponemos del censo exacto en el momento del ataque, pero se estima que noventa hombres viven y trabajan habitualmente en esa plataforma y una pequeña isla artificial que los rodea. La plataforma funciona las veinticuatro horas del día, trescientos sesenta y cinco días al año, en medio del clima más severo.
Stark hizo una pausa y miró a Dixon.
Dixon hizo un movimiento con la mano como una rueda girando.
–Entendido. Por favor, continúe.
Stark asintió con la cabeza. —Hace poco más de treinta minutos, un grupo de hombres fuertemente armados y no identificados han atacado la plataforma y el campamento. Llegaron en barco, en una embarcación que apareció como un contratista de personal que traía trabajadores a la isla. Un número desconocido de trabajadores han sido asesinados o tomados como rehenes. Los informes preliminares, obtenidos por las grabaciones de audio y vídeo, sugieren que los invasores son extranjeros, pero aún se desconoce el origen.
–¿Qué sugiere esto? —preguntó Dixon.
Stark se encogió de hombros. —No parece que hablen inglés. Aunque no disponemos todavía de sonido claro, sin embargo, nuestros expertos lingüistas creen que hablan una lengua de Europa del Este, probablemente eslava.
Dixon suspiró. —¿Ruso?
El día que asumió este ingrato trabajo, de hecho, momentos después de prestar el Juramento de Cargo, había retirado unilateralmente a las fuerzas estadounidenses de una confrontación con los rusos. Los rusos le habían hecho un favor y respondió en consecuencia. Dixon había sido objeto de críticas despiadadas y mordaces por parte de las facciones belicistas de la sociedad estadounidense. Si los rusos se volvieran y atacaran ahora…
Stark sacudió la cabeza lo más mínimo. —No estamos seguros todavía, pero creemos que no.
–Eso lo reduce —dijo Thomas Hayes.
–¿Tenemos alguna idea de lo que quieren? —dijo Dixon.
Ahora Stark sacudió la cabeza por completo. —No han contactado con nosotros y se niegan a responder a nuestros intentos de contacto. Hemos volado sobre el complejo con helicópteros de combate pero, a excepción de algunos incendios, el lugar actualmente parece desierto. Los terroristas y los prisioneros están dentro de la plataforma misma o dentro de los edificios del complejo, lejos de nuestras miradas indiscretas.
Se detuvo un momento.
–Me imagino que quiere entrar por la fuerza y recuperar la plataforma —dijo Dixon.
Stark sacudió la cabeza otra vez. —Desafortunadamente, no. Si bien estamos cien por cien seguros de que podemos recuperar las instalaciones por la fuerza, hacerlo pondría en riesgo la vida de cualquier hombre que se encuentre prisionero. Además, la instalación es de naturaleza sensible y, si llevamos a cabo un contraataque a gran escala, corremos el riesgo de llamar la atención sobre ella.
Algunas personas en la sala comenzaron a murmurar entre ellas.
–Orden, —dijo Stark, sin levantar la voz. —Orden, por favor.
–Está bien —dijo Dixon—, lo preguntaré. ¿Qué tiene de sensible?
Stark miró a un hombre con gafas, sentado hacia la mitad de la mesa. El hombre probablemente tenía treinta y muchos, pero tenía un sobrepeso que lo hacía parecer casi un niño angelical. La cara del hombre era grave. Diablos, estaba en una reunión con el Presidente de los Estados Unidos.
–Señor Presidente, soy el Dr. Fagen, del Departamento de Interior.
–Está bien, Dr. Fagen —dijo Dixon—, cuéntemelo.
–Señor Presidente, la plataforma Frobisher, aunque es propiedad de Innovate Natural Resources, es una inversión conjunta entre Innovate, ExxonMobil, ConocoPhillips y la Oficina de Administración de Tierras de los Estados Unidos. Les hemos extendido una licencia para hacer lo que se conoce como perforación horizontal.
En la pantalla, la imagen cambió. Mostraba un dibujo animado de una plataforma petrolera. Mientras Dixon observaba, un taladro se extendía hacia abajo desde la plataforma, debajo de la superficie del océano y hacia el fondo del mar. Una vez bajo tierra, el taladro cambió de dirección, giró noventa grados y ahora se movía horizontalmente debajo del lecho de roca. Después de un tiempo, se encontró con un charco negro debajo del suelo y el petróleo del charco comenzó a fluir lateralmente desde el cabezal de perforación hacia la tubería que lo seguía.
–En lugar de perforar verticalmente, que es como se realizaban la gran mayoría de las perforaciones en el siglo XX, ahora estamos dominando la ciencia de la perforación horizontal. Lo que esto significa es que una plataforma petrolera puede estar a muchos kilómetros de un depósito de petróleo, tal vez un depósito en una ubicación ambientalmente sensible…
Dixon levantó una mano. La mano en alto significaba PARAR.
El Dr. Fagen sabía lo que significaba la mano sin tener que preguntar. Al instante, dejó de hablar.
–Dr. Fagen, ¿me está diciendo que la plataforma Martin Frobisher, en el mar a seis kilómetros al norte del Refugio Nacional de Vida Silvestre del Ártico, realmente está perforando dentro del Refugio de Vida Silvestre?