Mi Águila Ottawa - T. Virginie 2 стр.


Y justo cuatro años después me encuentro lejos de mi casa porque hice una mala elección. Una mala elección desde el inicio de mi vida y me encuentro a miles de quilómetros de mi familia. Si hay algo de lo que me arrepiento es de haberle hecho más caso a mi corazón que a mi cerebro. Tendría que haber seguido como antes y escuchar a mi cabeza que me gritaba que no hiciera eso. Salir con mi jefe fue un grave error. Sin embargo, todo había empezado bien. El director del zoo, Richard Watson, diez años mayor que yo, se fue fijando cada vez más en mí y yo me sentí halagada. Bueno, quién no se habría sentido. Richard es rico, carismático, agradable a la vista y respeto su trabajo y su lucha por salvaguardar las especies. Navegábamos en el mismo barco profesional, lo cual para mí era una ventaja. Creí ingenuamente haber encontrado mi alter ego. Era halagador llamar la atención de una autoridad como él en ese campo. Todo empezó con pequeños detalles: me saludaba dándome un beso en vez de apretarme la mano, venía frecuentemente al centro para comprobar que no me faltase material, me preguntaba a menudo mi opinión sobre los animales que iban a venir… Y luego un día todo se volvió más concreto.

«Me gustas mucho, Cayla. Llevo meses observándote, por más que me repito una y otra vez que soy tu jefe y que no son aconsejables las relaciones entre empleados, no logro estar lejos de ti. Vente conmigo a tomar algo».

Lo reflexioné, sopesé los pros y los contras y terminé aceptando. Su sonrisa viril en esos labios firmes y carnosos y sus ojos brillantes de deseo por mí acabaron derrotándome. Nuestra relación empezó un año antes con un beso fogoso. El tipo de beso que te deja con las piernas flaqueando y las bragas húmedas y yo pensaba ingenuamente que acabaríamos pasando nuestra vida juntos. Aunque no vivíamos juntos, a veces hablábamos de tener un hijo. Bueno, mirando hacia atrás, me doy cuenta de que era sobre todo yo quien pensaba en esa continuación lógica a nuestro amor, mientras que mi amante esquivaba sistemáticamente el tema.

«Estoy tan bien contigo. ¿Te imaginas un pequeño ser que se nos pareciera? ¿Una mezcla entre tú y yo?

—Ya tendremos tiempo para pensar en eso, Cayla, no corras».

Yo no estaba del todo de acuerdo con ese comentario. Al fin y al cabo, nos llevábamos diez años de diferencia y yo me preguntaba a veces si su reticencia no se debía a ese hecho. Richard rozaba los cuarenta y yo suponía que eso lo hacía dudar, mientras que yo me decía que era o ahora o nunca para tener un hijo. No quería que Richard fuese un padre «viejo» cuando llevase a nuestro hijo a la escuela. Es fastidioso cuando le dicen a un niño «aquí está tu yayo» y que te responda «es mi padre». La realidad habría resultado mucho más dolorosa y humillante. El señor no consideraba tener descendientes, ni entonces ni nunca, y la edad era efectivamente un problema para nuestra pareja, pero no era suyo, sino mío. A priori veintinueve años es el límite para sus conquistas.

Me acuerdo perfectamente del día que cambió mi vida y modificó mi futuro. Fui a darle una sorpresa. Ese día libraba y había previsto encontrarme con él para invitarlo a comer. Bien por mí. Fui yo quien se quedó estupefacta y no en el mejor de los sentidos. Entré sin llamar, como solía hacer, y me quedé paralizada in situ por lo que vi. Richard estaba sentado en su sillón detrás de su escritorio, con la bragueta abierta, con una becaria sobre sus rodillas. Fue la voz de mi jefe lo que me sacó de mi estupor.

«—Cayla, ¿qué haces aquí?

—¿Es lo único que se te ocurre decir? Podrías subirte la bragueta al menos.

—No es lo que te imaginas.

—¿Ah no? Déjame adivinar. ¿Nuestra nueva becaria especialista en reptiles quería alimentar tu serpiente? Déjalo bonita, no es ninguna anaconda, más bien una culebrilla».

Me fui dando un portazo bajo la risita ahogada de la jovencísima chica y el rostro carmesí de mi desde entonces ex amante. Aquella pésima venganza no me alivió en absoluto y volver al trabajo al día siguiente como si nada, después de haber ignorado un sinfín de llamadas de ese idiota, supuso una tortura, todos mis compañeros estaban al corriente de la razón de nuestra ruptura. Su apoyo y su compasión frente a la traición de Richard no hicieron sino intensificar mi impresión de ahogarme en ese lugar que yo tanto había amado. Ya no soportaba recorrer los senderos llenos de familias felices y de compañeros que sabían demasiado sobre mis desengaños amorosos y la vida sexual de Richard.

Así que me puse esa misma tarde en busca de otro trabajo que me permitiera evadirme de todo eso pero estando siempre en contacto con rapaces. Aun así no estaba dispuesta a olvidar mis prioridades. Tras muchas búsquedas, me encontré con la página del Ministerio de Fauna, Bosques y Parques del Quebec. El MFBP buscaba veterinarios especializados en aves para estudiar los pigargos y así adaptar mejor su protección sobre el territorio. Sin pensármelo dos veces, me presenté al puesto y me cogieron. Richard intentó retenerme, recordándome que tenía que dar un preaviso, pero la amenaza de denunciarlo por acoso, con el apoyo de SMS, hizo que desistiera. Y así es como ahora me encuentro en el condado de Témiscamingue, con mi material de camping y de observaciones en un carrito, recorriendo el lago Kipawa por entre las tsugas canadienses y los abedules amarillos, un primo lejano estos de nuestros banales abetos, para observar las águilas majestuosas que nidifican en ellos. Me siento chiquitina en medio de este paisaje inmenso, ciertos especímenes llegan a una altura de hasta treinta metros, pero sigo sintiendo paz. Las semanas después de mi ruptura fueron extenuantes moralmente y la insistencia de Richard por querer retenerme, sólo Dios sabrá por qué, no ayudó mucho. Mi dimisión puso punto y final a esa página de mi vida y este silencio apacible es un auténtico bálsamo apaciguador para mi corazón magullado.

Capítulo 3

Apenimon

La fatiga se deja sentir al cabo de llevar cuatro horas conduciendo, tras haber hecho tres cuartas partes de mi trayecto, y me obliga a detenerme en North Bay. El lugar está más bien desierto a últimas horas del día. Encuentro un hotelito sencillo, pero funcional, con una habitación cómoda con baño incorporado. Se me hace raro estar lejos de la isla. Nunca había salido de ella, excepto durante los años que estudié en la escuela de policía, y este cambio de escenario, aunque sea por una buena causa, me estresa. Sólo necesito una comida copiosa y unas horas de sueño para poder retomar mi camino hacia mi destino. Ardo de impaciencia, pero no lograré mi meta si me duermo al volante y mi estómago vacío no deja de rugir. Así que me paro en el pequeño asador de al lado para reponerme un poco antes de echar un sueñecito bien merecido.

Las grandes camionetas que hay en el aparcamiento me ponen nervioso. No son los vehículos en sí mismos, sino más bien la carga que transportan. Hay jaulas dispuestas en la parte trasera, torpemente cubiertas con una lona, así como cajas metálicas cerradas con llave, seguramente llenas de escopetas de caza. En cuanto que yo también soy cazador, y uno de los mejores, con toda humildad, no me gusta este desequilibrio de fuerzas. ¿Qué puede hacer un animal frente a un arma que puede alcanzarlo a varios metros de distancia? Mi bestia se estremece en mi cabeza con esta desagradable idea. Dudo que los hombres que poseen tal arsenal luchen honradamente, y cuando se caza para comer no se necesita ninguna jaula para encerrar a las presas muertas. Por más que la caza furtiva está prohibida, el tráfico de animales salvajes es muy lucrativo e incita a personas con pocos escrúpulos a saltarse la ley. No pienso quedarme mucho aquí, ni mezclarme en historias que no me conciernen, pero contactaré con las autoridades del condado para darles parte de mis sospechas una vez esté de vuelta en casa.

A esta hora tardía hay poca gente en el establecimiento y encuentro fácilmente una mesa donde instalarme. Al igual que la isla Manitoulin, esta parte del Quebec está habitada principalmente por amerindios, lo que me permite pasar relativamente desapercibido. La misma piel oscura y el mismo acento, podría hacerme pasar fácilmente por alguien de la zona. En fin, es lo que pensaba hasta que la camarera se dirige hacia mí y me hace un interrogatorio en regla sobre cualquier cosa menos sobre mi elección para comer. Además, se resiste a darme la carta antes de haber obtenido respuestas sobre una situación que no la concierne para nada.

—Buenos días. Nunca lo había visto por aquí. ¿De dónde dice que viene?

¿A qué viene esa mirada sospechosa y fuertemente incómoda? Me mira como a un trozo de carne jugosa que tuviera delante mientras está a régimen. ¿Es que no reciben nunca turistas en esta ciudad? Si se mira bien, es un local pequeñito que no tiene muy buena pinta con únicamente unos cuantos hombres que me miran como a una bestia curiosa y la camarera de mediana edad que no parece ser muy amable. No debe haber montones de visitantes esperando para entrar. Su melena rubia recogida en un moño deforme y su pintalabios chillón apenas hacen que desvíe la mirada de su uniforme limpio, aunque no muy atractivo precisamente. Puestos a jugar, vayamos hasta el final. No tengo nada de qué esconderme o arrepentirme, así que esto debería acabar pronto.

—Vengo del lago Huron.

—¿Y qué viene a hacer a nuestro pueblecito?

—Turismo. Sólo estoy de paso.

—¿Y a dónde se dirige si sólo está de paso?

Ya basta. Quiero ser cooperativo, pero hay unos límites. Soy un guerrero, no un acusado en una comisaría. Normalmente soy yo quien hace las preguntas y a esta mujer le falta cruelmente sutileza echando esas miradas insistentes a los hombres apostados a la barra. He venido a comer, no a hacer una exposición de las razones de por qué estoy en este lugar en este preciso instante. Miro brevemente la carta y pido la especialidad de la casa, cortando de seco su intrusión en mi vida privada.

—¿Me podría poner un bocadillo de carne ahumada y puchero, por favor?

Ella me mira de reojo, descontenta por mi evasión, pero acaba tirando la toalla tras haberles echado otra mirada a los cazadores. Por lo que se ve, se conocen. Responde con un tono seco.

—Se lo traigo enseguida. ¿Agua?

—Estaría genial.

Se gira no sin una mirada sospechosa en mi dirección. Sus comentarios insistentes acerca de las razones de mi presencia han llamado lógicamente la atención de los cazadores. Parecen nerviosos y no me quitan el ojo de encima, la camarera seguramente les ayuda a identificar una amenaza para ellos. Me encargo del servicio de protección de animales, así que dejo de observarlos cuando llega mi plato. No quiero buscarme problemas, no estoy aquí para eso, pero me anoto mentalmente avisar sin falta a las autoridades.

Aprovecho la comida para pensar en mi compañera. Me pregunto cómo será. No tengo ninguna preferencia sobre el físico. No tengo un tipo de chica que me llame la atención más que otro, mientras sea natural y me sienta seguro. Estoy seguro que los espíritus me han reservado la mujer perfecta para mí. Aunque sí que soy más exigente en el carácter. Isabelle es una mujer adorable y la aprecio mucho, pero es demasiado tímida y reservada para mi gusto. Yo desearía una mujer más fuerte, con más temple, que pueda hacerme frente y que no dude en hacer sus propias elecciones sin miedo a las consecuencias. Mi animal es un predador y está lejos de estar amaestrado. Necesitamos, él y yo, una compañera que nos diga lo que piensa, que tome la iniciativa, y que no tenga miedo de ponernos en nuestro sitio en caso de necesidad. Me he comido mis platos de una sentada sin ni siquiera darme cuenta que mis pensamientos estaban acaparados por mi alma gemela, como me pasa a menudo. Pago y me meto de inmediato en la cama. Caigo rendido, un sueño reparador me permitirá emprender de nuevo mañana por la mañana, sin perder más tiempo.

Hay un ruido tremendo a mi alrededor. Es difícil distinguir algo claro entre tanto alboroto. Debería transformarme, tendría una mejor visión y el tiempo no me molestaría más allá de las nubes. Pero soy incapaz. Estoy bloqueado en mi cuerpo de hombre. Algo me mantiene anclado al suelo, inmóvil. No puedo moverme ni un centímetro. Hasta la cabeza la tengo en una posición nada natural, bocarriba, lo que hace que no pueda verme el cuerpo, únicamente la cima de los árboles y un cielo azul despejado de nubes. De repente oigo una voz. Una voz hechizante que me habla con mucho afecto. Entreveo una silueta en la cercanía, pero no distingo sus rasgos. Tiene que ser ella. La persona hecha para mí está ahí. Me dice que esté tranquilo, que ella se ocupará de mí. Es agradable oírle decir que cuidará de mí después de todos estos años en que me he ocupado de otros, pero en realidad soy yo quien tiene que mimar a mi mujer. Por desgracia siento una amenaza que se cierne sobre nosotros. ¿Por qué estoy paralizado? ¿Soy un simple espectador? Es como si estuviera fuera de mi cuerpo, pero sin verme. ¿Y por qué mi prometida es una sombra? Tengo que defender a mi mujer, es mi deber. Soy un guerrero ottawa y un policía, estoy preparado para protegerla, siempre y cuando mi cuerpo me responda. El peligro se acerca, pérfido. Y de repente, todo se vuelve rojo ante mis ojos, oscureciéndome la vista y volviéndola inútil. Hay sangre, la sangre se extiende por doquier a mi alrededor y mi amor empieza a alejarse, a desaparecer de mi campo de visión. No, no, no. No puedo perder a mi otra mitad, no ahora, que justo acabo de encontrarla. Me debato contra el sopor que me habita. Libro un combate contra mi propio cuerpo para poder moverme, tengo que salvarla.

Pataleo tanto que acabo… cayéndome de la cama. Un sueño, no ha sido más que un sueño. No, no un sueño cualquiera. Es un mensaje de advertencia de los espíritus. Tengo que apresurarme. Mi compañera corre un grande peligro. Tengo que encontrarla y rápido si no quiero que esta pesadilla se haga realidad. El despertador encima de la mesilla me muestra que son las seis y media y percibo los primeros rayos de sol a través de los resquicios de las persianas. Desde aquí es imposible transformarme para emprender el vuelo. Es la regla más importante de mi tribu, nadie debe estar al corriente de nuestros poderes fuera de los clanes. Un animal salvaje saliendo de una habitación de hotel llamaría mucho la atención.

No pierdo ni un segundo. Meto mis cosas en el maletero del coche, paso por la recepción del hotel para entregar las llaves y recoger de paso, gracias al conserje, una información vital: la dirección de un lugar tranquilo. Me pongo de nuevo al volante rumbo al bosque de Widdifield, guiado por el recepcionista, a sólo unos quilómetros de aquí.

Dejo el vehículo en un caminito entre los grandes abetos. Todo está tranquilo, ningún excursionista o campista a la vista, como me lo había asegurado el empleado del hotel. Es perfecto. Me desnudo a salvo de miradas, me transformo en un haz de chispas y cojo altura. Mi bestia está contenta de desplegar sus alas y de sentir el viento sobre su cabeza y a lo largo de su plumaje. Pero no disfruta de este momento de libertad como de costumbre. No vuela en círculos para avistar una presa, no se tira en picado hacia el suelo para tener un subidón de adrenalina. Vamos de cacería para darnos un gran festín, el mayor de los tesoros. Nuestra compañera nos espera en el lago Kipawa. Nos necesita. El lago Kipawa es inmenso, más de trescientos quilómetros cuadrados, y se extiende en cinco cantones diferentes. Encontrar a mi alma gemela en medio de un territorio tan vasto será como encontrar una aguja en un pajar. Por suerte mi rapaz tiene la costumbre de ver hasta un pequeño ratón en medio de un bosque. Su vista es la mejor del reino animal. Mi animal sale disparado como una flecha hacia la extensión de agua a unos cien quilómetros al sureste de mi posición, al acecho del menor indicio que indique la presencia de mi compañera.

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