Con las mejillas rojas de excitación corrí feliz hacia el autobús que me esperaba bajo la farola de la explanada destinada al estacionamiento.
Como si estuviese en trance me senté en el asiento sintiendo todavía su contacto.
En las manos me había quedado su olor: la carretera corría veloz y yo cerré los ojos y lo respiré en las palmas de mis manos.
El cuaderno escarlata
Quizás una parte de mí habría querido que Filippo descubriese mi relación con Pietro.
Habría querido herir su indiferencia, reducirla a harapos, y responder con los hechos a las continuas declaraciones ofensivas, cuando decía que no valía para nada, para por lo menos ver una emoción socavar su rostro.
Pensar en lo que estaba haciendo me hacía sentir mal, reconocía que era una hipócrita pero, mirando la cosa desde mi punto de vista, no podía evitar buscar un poco de aprecio.
Con una sonrisa amarga, recordé cuando acompañaba a mi padre a las reuniones con los profesores y, después de haber escuchado los elogios que ellos decían de mí, él concluía, invariablemente, aconsejándoles que me pidiesen más. Justificaba la vergüenza y la desilusión de nunca haber tenido un reconocimiento, con la convicción de que, actuando de esa manera, me empujaban a hacer siempre lo mejor. Y, en cambio, me doy cuenta de que todo mi deseo de reconocimiento quizás deriva de la carestía que había vivido hasta ahora.
El director, que ahora ya me asignaba más obligaciones en administración, me había mandado a la papelería para comprar algo de material para la oficina.
Entre las estanterías desfilaban paquetes de clips, resmas de papel, cuadernos para apuntes, papel rayado, cuando mi atención fue capturada por un cuaderno con la cubierta rígida, de color rojo escarlata.
Lo cogí, aunque no tenía ni la más remota idea de lo que haría con esto: fue imposible no comprarlo, como si aquel objeto hubiese tenido voluntad propia, como si quisiese venirse conmigo.
Estrechándolo fuerte entre las manos me vino a la mente el recuerdo de mi abuela y de los cuadernos en los que anotaba sus recetas y las frases que le llamaban la atención, y que usaba también para hacer secar las margaritas que a veces le recogía durante el recreo, en la escuela.
Volví a la oficina con dos bolsas de cosas de la papelería y mi cuaderno en el bolso.
Pietro me salió al paso en la puerta, cogió una de las bolsas y me ayudó a colocar todo lo que había comprado.
Mientras le pasaba un paquete de papeles me dijo:
«Debemos buscar un sitio para nosotros, un puesto sólo para nosotros donde podernos ver sin problemas».
«Pero Pietro, ¿estás loco? ¿Qué quieres hacer, alquilar una habitación en un hotel por horas? ¿Y, además, dónde, en esta ciudad de provincias, donde todos saben todo de todos?»
«No te preocupes, pequeña, lo importante es que tú me quieres. Podemos tomar un tren y alejarnos un poco y encontrar algún lugar cerca de la estación».
Yo no quería alejarme un poco y encontrar un lugar cerca de la estación. Temía que ese momento llegaría pronto, temía que Pietro me pidiese más. A mí podía bastarme su mirada puesta sobre mí, sus palabras, de eso tenía una desesperada necesidad.
A mí me podía bastar pero a él no.
***
Había puesto sobre el fuego las cacerolas con la comida para el día siguiente y con el estofado para la cena, cuando saqué del bolso el cuaderno y lo abrí, apoyándolo sobre la mesa de la cocina.
Sin pensarlo, sin saber a dónde me llevaría la pluma, comencé a escribir.
Si amar es una culpa
entonces soy culpable.
Atadme los pulmones
y sofocad el canto
que sale impúdico
a molestar el sueño de los justos.
Si amar es un defecto
entonces, soy imperfecta,
indigna.
Arrancadme jirones del corazón
y ponedlos sobre la fría bandeja
de lo correcto.
Si amar es inoportuno
cuando el camino se tuerce,
perdedme.
Nada hay más peligroso
que una chispa encendida
cuando alrededor se amontonan
ramas secas.
Pero si amar es inevitable
oportuno,
merecido,
si es aliento,
luz,
magnificencia del alma,
recorrido,
descubrimiento,
juventud,
rescate,
cambio,
motivo,
por todo esto, amo,
pero sobre todo porque en mí
la estrella del coraje
todavía no se ha perdido.
Me paré, apoyé la pluma en la mesa, temblando por la emoción y sorprendida por mis mismas palabras.
Era la primera vez que atrapaba las palabras con la tinta.
Era el momento de apagar los fuegos y comenzar a esperar que Filippo volviese a casa.
Mi mente vagaba libre en los sueños, imaginando que desde esa puerta entrase Pietro, con su sonrisa, con su amor fresco.
El teléfono suena y me devuelve bruscamente a la realidad.
«¿Diga?»
«Hola, pequeña, ¿puedes hablar?»
«Sí, pero ¿cómo es posible que tengas el número de teléfono de mi casa? ¿Y por qué...?»
«El número lo cogí de tu ficha, en la oficina… sólo quería decirte que te amo y te deseo con locura».
Mi mano derecha apretaba fuerte el auricular del teléfono mientras la puerta del piso se abrió dejando entrar a mi marido.
Colgué inmediatamente, dejando el teléfono sobre la encimera de la cocina y, continuando dando la espalda a mi marido, me puse a mover cacerolas y cucharones.
Me temblaban las manos.
Él estaba hablando por el radiotransmisor con un compañero, para nada cansado de doce horas de servicio.
«¿Está lista la cena?»
Bocados amargos, dulces migajas
Quizás les sucede a todas las mujeres el tener que aceptar situaciones que racionalmente parecen imposibles de soportar, insostenibles.
Yo hacía todo lo posible por intentar comprender a Filippo, justificaba su comportamiento siempre distante, sus maneras, últimamente cada vez más bruscas, pero todo esto me hacía tanto daño que, a menudo, en los recurrentes momentos de soledad estallaba en un llanto tan desesperado, que no conseguía encontrar ningún consuelo.
Tampoco cuando las lágrimas paraban y los sollozos se calmaban me sentía un poco más tranquila.
Sólo estaba cansada.
Cansada en mi interior.
Y mientras me sentía que me hundía, el único pensamiento que me daba una razón para existir era Pietro.
* * *
Era un invierno frío, llovía continuamente desde hacía demasiados días como para recordar cuántos.
Estaba ordenando las facturas en las carpetas, escondida detrás de un estante lleno de papeles.
No había oído a Pietro acercarse.
«He encontrado un lugar».
Su aliento cálido sobre el cuello, dejado al descubierto por los cabellos recogidos en la nuca, me confundía las ideas.
«Baja las escaleras hasta la planta baja, luego continúa otros dos rellanos, donde están todas las cajas. Nos vemos abajo».
En cuanto dijo esto, de la misma manera que había aparecido, desapareció, dejándome presa de una tormenta de emociones.
Sentía mis brazos pesados y las piernas no me sostenían, el corazón latía tan fuerte que parecía que todos en el estudio lo podían escuchar.
¿Qué debía hacer?
Razona.
Razona.
Me importaba un rábano razonar en aquel momento.
Razona, haz funcionar la cabeza.
¿Qué debo hacer?
¿Desciendo?
No, no desciendo.
¿Y si no desciendo y él se enfada y ya no me habla más?
No puedo arriesgarme a pasar sin aquello que sólo él sabe darme.
Desciendo.
No.
No lo sé.
Me encontré bajando los escalones de aquel lugar tan sombrío, donde todos los vecinos acumulaban cosas totalmente inútiles.
Estaba oscuro.
¿Y si Pietro no había bajado?
¿Y si me había gastado una broma pesada?
En la penumbra que me envolvía vi emerger su rostro y sus manos extendidas que me buscaban.
Mis pasos levantaban pequeñas nubes de polvo que danzaban en los haces de luz que penetraban desde los vidrios sucios.
Me dejé llevar como en un sueño, como si no fuese yo partícipe de aquel encuentro sino que lo viese a través del monitor de un televisor.
Sus brazos eran poderosos y me estrechaban fuerte contra su pecho.
«Hacía tanto tiempo que deseaba abrazarte así», me dijo.
Yo no conseguía hablar: un nudo de emociones y de miedo me apretaba la garganta sofocando cada sílaba en la boca.
Sus manos vagaban sobre mi cuerpo explorándolo, mostrándole al tacto todo lo que la oscuridad que nos circundaba escondía a la vista.
Luego, bajando dulcemente a lo largo del cuello con los dedos acariciadores se paró en el primer botón del cardigan que llevaba puesto.
Me puse rígida.
Y él lo advirtió.
«¿Qué sucede, pequeña? ¿De qué tienes miedo, no sabes que yo te amo? ¿Lo sabes? Entonces, déjate ir. Nunca he deseado nada como lo deseo en este momento».
Sus gestos se volvieron apremiantes.
Mis manos, siempre cruzadas sobre mi pecho, no se apartaban.
Fue él quien capituló.
«Vale. He comprendido, necesitas tiempo».
Me besó durante un momento que me pareció increíblemente largo.
Me susurró palabras que nunca había oído, llenándome de sensaciones desconocidas, besándome sobre los párpados, con los ojos cerrados.
* * *
Debajo del chorro de agua caliente de la ducha.
Inmóvil.
Pensando en él.
Con los ojos abiertos, rememorando, como una película, todo lo que había sucedido.
Increíble.
Todavía sentía el corazón latir furiosamente, cuando me asomé al muro del sótano para ver si podía remontar las escaleras sin que nadie me viese.
Me apoyé en el pasamanos clavado en la pared y subí deprisa las escaleras.
Todavía sentía las luces de neón del supermercado que me herían los ojos habituados a la oscuridad.
Y encontrarme respondiendo de manera forzada a una cliente que me preguntaba dónde podía encontrar el pan tostado.
Volver a ver a Pietro después de unos minutos desde mi escritorio, volver a entrar en la oficina, que con ojos brillantes me pedía los albaranes del suministrador del agua mineral.
El agua corre por mi nuca y se desliza por mi espalda. No hay un jabón que pueda lavar los pensamientos que me llenan la mente.
O quizás soy yo la que no quiere lavar nada.
Este será mi secreto.
Nuestro secreto.
El pequeño gozo de todos los días.
El cuaderno rojo espera en mi bolso, Filippo está durmiendo en la butaca con el mando a distancia en la mano, la televisión sintonizada en una de esas transmisiones demenciales que detesto desde lo hondo de mi corazón.
Escribo.
Y me pierdo pensando en ti,
tiernamente serena,
inconclusa
como todas las horas
que me separan de ti.
Y me adapto, soñolienta,
en tu sueño que me sigue,
indeleble es la adhesión
que me desgarra.
Y te abrazo con recuerdos que llegan
sin descanso
para verte diez, cien, mil veces.
En cualquier sitio donde esté tu aliento.
Descubrimientos
Secretos nunca dichos
palabras acalladas
detrás de
tiernos comportamientos
sombríos pensamientos.
Largas horas
persiguiendo
momentos esquivos
de contacto superficial
ávidos
de increíbles pensamientos.
Pensamientos prohibidos.
Boca seca.
El cuaderno escarlata cada vez más a menudo se encontraba con mi pluma.
Aléjate
aléjate de mí
vete lejos de mi corazón
corazón palpitante de emociones
recuerdos indecibles.
Aléjate.
Aléjate
vete lejos de mis manos
que ya no pueden alcanzarte
acariciarte como agua templada
como brisa perfumada
al alba.
Aléjate de mí.
Lejos.
Que mis ojos
puedan sólo descubrirte
impreciso,
de manera que pueda
perseguirte,
ganar terreno,
y alcanzarte,
cerca.
Y mis encuentros con Pietro se convertían en más frecuentes.
Y todas las veces me sorprendía no sentir vergüenza por lo que estaba haciendo: había pasado del amor platónico al carnal sin ni siquiera percatarme, y con el multiplicarse de los encuentros perdía poco a poco el miedo que me había casi matado la primera vez.
Buscaba con mi mirada la de Pietro, con la esperanza de descubrir aquel ligero guiño que presagiaba un nuevo encuentro.
Me había enamorado. Irremediablemente. Sin solución.
Incluso había comprado ropa interior de encaje y , siempre, no podía esperar a mostrársela a Pietro, si bien mostrar era un eufemismo, porque en aquel sombrío sótano donde habíamos establecido la mansión de nuestros encuentros estaba casi a oscuras y hacía frío, pero yo no sentía nada de todo esto cuando me encontraba tumbada sobre los cartones que él había traído de abajo y puesto en el suelo, arrollada por el torbellino de sensaciones que me hacía sentir Pietro.
Es verdad, para mí era importante que él me prestase atención incluso al margen de nuestros tête-à-tête, pero tenía la seguridad de que para él, en cambio, era vital un contacto carnal conmigo.
Continuaba repitiéndome que jamás había sentido lo que sentía con él, que era fantástica, estupenda, hermosísima, única.
Y siempre yo salía embriagada.
Y cada vez él me quería más.
Siempre más.
«¡Quiero hacer el amor contigo, no aguanto más! Cuando estoy con mi esposa pienso en ti, creo que enloqueceré como siga así...»
Entre sus brazos todo me parecía posible pero cuando volvía a pensar en sus peticiones, cuando me encontraba a solas, no me sentía preparada, no quería que cayese también esta última barrera que había quedado entre nosotros, el último y pequeño dique contra una corriente ahora ya demasiado impetuosa.
* * *
Hacia Filippo sentía un vago sentimiento de culpa que aleteaba entre nosotros llevándome a tener arrebatos sexuales que, creo que más de una vez, lo habían sorprendido, sino anonadado. Me parecía que entregándome a él podía, en parte, acallar mis sentimientos de culpa.
Una noche, después de una relación desahogada, hecha como por obligación, se volvió hacia mí y me dijo:
«No consigues engendrar hijos, no consigues hacer que sienta un auténtico placer… por suerte, menos mal que te las apañas cocinando y limpiando la casa, en caso contrario...»
Estas eran las cosas que, cada vez más, me hacían comprender que no estaba, ni de lejos, dispuesta a renunciar a Pietro.
Con el rostro hundido en la almohada soñaba con Pietro y apretaba con fuerza los dientes para no llorar.
Filippo no estaba nunca: ausente en los momentos de alegría y en los momentos de dolor más profundo.
Ausente, no por paparruchas, es verdad, sino por trabajo.
¡Yo sirvo a la gente!
Su trabajo de guarda jurado le hacía sentirse un escalón por encima de los demás.
Para mí ya era tarde, demasiado tarde para renunciar, para desatar lazos ya apretados, para renunciar, para prescindir de Pietro.
Comencé por dolor,
por dolor en el amor,
por amor del dolor,
ahora ya no lo sé.
Escribí amor
y no me di cuenta
más que después de muchas líneas,
cuando el dolor se calmó
cansado y afligido
sobre la palma tensa del corazón.
Y amé.
Sin remordimientos ni reservas,
segura,
en la oscuridad,
de encontrar el dolor,
sólo el dolor.
La cena de gala
Giovanni Percalli, el nuevo administrador de la sociedad que gestionaba la cadena de supermercados donde trabajaba, había decidido ofrecer una cena a todos los trabajadores para darse a conocer y para festejar este nuevo objetivo.
«Yo no pienso, ni por asomo, ponerme de punta en blanco por un tipo que con dinero ha comprado un cargo en una sociedad...»
«¡Pero, Filippo! Estarán todos, hazlo por mí, ¿qué papel haré?»
«¿Papel? ¿Qué papel harás? ¡Tú trabajas en ese supermercado, puede que tú estés obligada a hacer todo lo que te pidan!»
«¿Y si fuese yo la que quiere ir?»
«Escucha, Misia, yo no tengo ganas de ir y además mañana debo cubrir a un compañero, hago doble turno, si realmente quieres ir puedes hacerlo perfectamente sola».
Conversación acabada.
Televisión encendida.
Fin.
Tragándome lágrimas de rabia y de desilusión me metí en un baño de agua caliente.