Bajo El Emblema Del León - María Acosta 2 стр.


―Es un honor para mí veros aquí, messere ―dijo Andrea esbozando, a su vez, una reverencia a modo de saludo, ansioso por conocer el motivo de la inesperada visita. ―Así pues, ¿puedo saber que os ha obligado a moveros desde la fortaleza de San Leo, vuestro baluarte indiscutible, hasta el Monte della Carpegnia, que representa para vos un sitio traicionero y lleno de peligros?

Giovanni hizo un gesto de burla y sonrió de oreja a oreja, a continuación, Andrea, lo vio acercarse más hacia él, hasta ponerle una mano sobre el hombro, casi como un gesto de amistad. ¿Hacia él? ¿Hacia una persona que consideraba su enemigo? ¿Debía esperarse una encerrona? No había que fiarse demasiado. Andrea se puso rígido y el otro bajó su brazo, luego comenzó a hablar.

―Traigo buenas noticias para vos, quizás menos buenas para mí ―dijo el Medici ―El Duca di Urbino se ha aliado con el nuevo Papa...

―Me estáis contando algo de lo que ya estoy al corriente. ¡El tratado con Adriano VI ha ocurrido hace un par de meses!

En la boca del interlocutor se estampo de nuevo una sonrisa.

―No me interrumpáis, dejadme terminar. No hablo del Papa que, creo que todavía por poco tiempo, se sienta sobre el escaño pontificio. Hablo del obispo de Firenze, de Giulio De’ Medici, que muy pronto conseguirá el puesto que le corresponde. Se dice que Adriano Florensz tiene una salud muy delicada y que le queda poco tiempo de vida. Si el Buen Dios no lo reclama a su lado deberá, de todos modos, renunciar dentro de poco a su cargo. El papado volverá a la casa de los Medici.

―¿Y vos estáis aquí para hacerme creer que mi señor, el Duca della Rovere, desde siempre acérrimo enemigo del linaje al que pertenecéis, se ha puesto de acuerdo en secreto con el obispo de Firenze incluso antes de tener la certeza de que será elegido para el solio pontificio? ¡Por favor!

―¡Creedme! Para demostraros mi buena fe os he traído un regalo que sé, con toda seguridad, que os gustará.

Con un chasquido de dedos Giovanni hizo una señal a uno de sus esbirros, que se había quedado a unos pasos, para que se aproximase. Éste último saltó al suelo y se acercó, yendo a posar cerca de su señor una gran cesta de mimbre. Luego hizo una reverencia y volvió atrás sobre sus pasos. La tensión se podía cortar con un cuchillo. Todos se quedaron en silencio, incluso los Conti di Carpegna se habían parado a una distancia respetuosa y estaban a la espera de cómo se desenvolverían los acontecimientos. El único ruido que se sentía era el vibrar de los estandartes que se desplegaban bajo el empuje del viento. Giovanni destapó la cesta y agarró el macabro contenido, mostrándoselo a Andrea. Un cabeza decapitada limpiamente por el cuello, todavía goteante de sangre, los cabellos enganchados entre los dedos de aquel que con el brazo estirado la estaba exhibiendo orgulloso delante de sus narices. Andrea contuvo a duras penas una arcada pero reconoció a quién había pertenecido en vida aquella especie de trofeo.

―¡Vuestro peor enemigo, Messer Franciolini! ¡Masio da Cingoli! Como podéis ver, me he tomado la molestia de asegurarme de que no os diera más la lata. ¡Deberíais estarme agradecido!

―En honor a la verdad tenía otros planes con respecto a él. Habría contado los hechos al Duca della Rovere, por medio de una carta, cuyo contenido ya tenía pensado, reclamando un proceso justo para este malhechor. El último de mis deseos era el de matarlo sin la intervención de la justicia. Si lo hubiese hecho me hubiese puesto a su altura. ¡Que no se diga por ahí que el Marchese Franciolini es un bellaco!

―Siempre lo habríais podido retar a un duelo, pero visto que otra persona ha pensado en ello, habéis salvado el honor y os podéis considerar satisfecho ―y hablando de esta manera Giovanni dalle Bande Nere tiró con desprecio la cabeza de Masio al suelo, cerca de los pies de Andrea, volviendo a hablar a continuación, antes de que Andrea le pudiese responder. ―Pero todavía hay más, y esto es una buena noticia para vos. Mis hombres y yo estamos abandonando San Leo. Dados los términos de la alianza entre los Medici y el Duca della Rovere, ya no hay nada que temer por estos lugares. En los próximos días las comunidades de San Leo y Maiolo volverán bajo vuestra jurisdicción. Se reclama nuestra presencia en Brescia. Parece ser que los lansquenetes se han movido de Bolzano y llaman a las puertas de esta ciudad. Los Gonzaga de un lado y los Visconti-Sforza del otro, se sienten en peligro, ya que el grueso de las fuerzas venecianas están ocupadas en Dalmacia en estos momentos rechazando los ataques de los otomanos. Della Rovere, él solo, no consigue mantener a raya a esta soldadesca y nadie quiere que, detrás de ellos, llegue el ejército de Carlo V d'Ausburgo amenazando una ciudad como Milano, Firenze, o aún peor, Roma. ¡Son necesarios mis mercenarios y, nuestro común amigo, Francesco Maria, lo ha entendido a la perfección!

Si no estuviese en estas condiciones, seguramente el Duca me habría llamado junto con mis hombres para combatir a su lado, antes que a este sanguinario con la cara de un ángel, se dijo Andrea para sus adentros, guardándose bien de expresar este pensamiento. Pero, a fin de cuentas, quizás en este momento es mejor así. Con los Medici fuera, estos territorios estarán tranquilos por el momento y yo podré, en cuanto me sea posible, volver a entrar en Jesi y casarme con la condesa Lucia.

Lanzó una última mirada a la cabeza de Masio, sintió un poco de pena, la recogió y la volvió a meter en la cesta, cerrándola con la tapa, luego se dirigió a Giovanni.

―Me alegro por vos, Messer Ludovico ―y enfatizó este nombre, consciente de que no le gustaba nada a la persona que tenía delante que lo llamasen así. ―Os estoy muy agradecido y os deseo buena suerte.

Dicho esto, se volvió, saltó sobre el caballo, llegó hasta Piero y Bono, que habían permanecido como silenciosos espectadores hasta ese momento, y volvió a la fortaleza con ellos a su lado, espoleando a la cabalgadura para que fuese más rápido.

―¡Un fanfarrón, sin ninguna duda! ―dejó escapar Piero di Carpegna.

―¡Justo! ―respondió Bono.

―Olvidaos ―intervino Andrea ―Ya no nos molestará y esto es lo más importante. Es más, haced que recojan la cesta con la cabeza de Masio. Quiero que se le dé una digna sepultura. Realmente no soporto que alguien se haya arrogado el derecho de hacer justicia en mi lugar y no quiero que se diga que he aceptado con gusto la ejecución sumaria de ese bellaco. Bellaco era en vida y bellaco se queda. ¡Pero yo no soy como él!

―¡Es verdad! ―respondió Piero ―Tenéis un alma noble y generosa y todos nosotros lo apreciamos. Nos aseguraremos de reunir los restos mortales de Masio. Es más, mandaremos a alguien a buscar el resto del cuerpo, después de que Giovanni dalle Bande Nere haya abandonado San Leo.

Capítulo 3

Eleonora era muy hermosa. Su cuerpo desnudo, semi abandonado sobre el lecho, perlado de sudor, reflejaba las llamas de la chimenea, asumiendo una coloración ambarina, que reavivaba el deseo de Francesco Maria. Hacer el amor con su esposa era mucho más placentero que hacerlo con una sierva o, peor, con una prostituta. Alargó la mano para acariciarle un pezón. Sintió cómo se erguía bajo su suave toque, luego vio a Eleonora moverse, despertarse del sopor y extenderse de nuevo hacia él. Las bocas se unieron en un largo beso. Un encuentro de labios, de lenguas, de cuerpos desnudos y ardientes por fundirse otra vez, en un entrecruzarse de largos cabellos, rubios los de ella, oscuros los de él. Antes de volver a penetrar a su mujer, el Duca miró fijamente con sus ojos oscuros, casi negros, a los de color azul mar de ella.

―Te amo ―susurró, dándose cuenta de que aquellas dos palabras, aparentemente tan simples y obvias, nunca las habría pronunciado en presencia de otra mujer.

Por toda respuesta, Eleonora cogió su rostro entre sus manos cálidas, acarició su áspera barba, logrando que se extendiese boca arriba sobre las sábanas de lino. A continuación se puso a horcajadas sobre él, deslizando su miembro erecto entre sus caderas. Francesco Maria estaba en éxtasis. Le gustaba muchísimo que fuese ella la que tomase la iniciativa. Observaba a Eleonora desde abajo balancearse encima de él, en un crescendo cada vez más intenso de movimientos oscilantes, con un ritmo cada vez más rápido y apremiante. Gotas de sudor, descendían desde la frente de ella para bañarle el pecho, las mejillas, la frente. Apretó sus manos de guerrero a lo largo de los flancos de su indómita potranca, hasta llegar a los senos, para comenzar a acariciarlos con movimientos circulares. Sintió que Eleonora se excitaba todavía más, sintió su respiración jadeante transformarse casi en un grito de placer. Comprendió que no podía contenerse e inundó el vientre de su esposa que, en cuanto llegó al orgasmo, gritó todavía más fuerte, luego se paró y se dejó caer sobre él, actuando de manera que su miembro no abandonase todavía el interior de su vientre. Francesco suspiró, satisfecho por la noche de amor, esperó a que la erección se acabase poco a poco, luego apartó con delicadeza el inerme cuerpo femenino. Sabía perfectamente que después del tercer orgasmo Eleonora se quedaba dormida profundamente. Comprobó que su respiración fuese regular, recubrió su cuerpo desnudo con la sábana y se levantó de la cama, poniéndose las calzas. Se llevó a la boca un par de granos de dulce uva blanca, luego, pensativo, se acercó a la ventana admirando los reflejos plateados de la luna sobre las aguas del lago. Desde hacía unos meses era huésped en el castillo scaligero

2

Mirando más allá de los muros septentrionales, Francesco María, por el momento, sólo podía observar aguas plácidas, consteladas aquí y allá por embarcaciones y baluartes montañosos cuyas cimas ya habían comenzado a cubrirse con las primeras nieves. Pero el enemigo podía aparecer de repente, de un momento al otro, y el Duca no estaba contento con que su mujer Eleonora y su séquito estuvieran allí. Sí, por un lado estaba contento al poder disfrutar de su compañía y de los encuentros amorosos como aquel recién concluido, pero por la otra temía por su incolumidad. Había pasado casi veinte años desde que se habían casado. En realidad eran sólo dos quinceañeros en el momento de la ceremonia, un matrimonio político que había reforzado la alianza entre las familias de Urbino y de Mantova, pero las ocasiones para estar juntos habían sido realmente pocas. Ella en Mantova, en la corte de los Gonzaga, y él en Le Marche combatiendo, combatiendo y combatiendo. El primer hijo, Guidobaldo, que ahora tenía nueve años, había llegado casi dos lustros después de la luna de miel, y aquellos últimos dos meses habían sido el primer período en el que Francesco Maria había podido gozar de su compañía. Desde que la familia se había reunido, se podía incluso pensar en tener otro hijo, quizás algunas niñas, para no quitarle nada a su primogénito Guidobaldo. Pero parecía que, a pesar de los frecuentes encuentros amorosos de los últimos tiempos, Eleonora no conseguía quedarse encinta. ¿Sería posible que fuese ya demasiado vieja para conseguirlo? ¡Para nada! A fin de cuentas tenía treinta y tres años, ya no era una muchachita pero estaba todavía en edad fértil. Con todo esto, el corazón le sugería, por un lado, tener a la esposa a su lado, para poder gozar de su amor y su presencia, por el otro, mandarla de nuevo a Mantova para protegerla de los horrores de una posible batalla contra los famosos lansquenetes. Además, en aquellos días había llegado la noticia de la muerte del Papa Adriano VI, que había sido sustituido inmediatamente en el solio pontificio por Giulio De’ Medici, con el nombre de Clemente VII. Realmente no era un acontecimiento inesperado. Francesco Maria lo había previsto y sus emisarios habían trabajado para estrechar pactos con los Medici, incluso antes de que hubiese sido elegido Papa. Pero lo que le preocupaba, y por lo cual no conseguía dormir por las noches, ni siquiera después de un satisfactorio encuentro con la bella Eleonora, era cómo reaccionaría Carlo V a la nueva situación. Se movería, claro que se movería en varios frentes, de manera oficial contra la Francia de Francesco I Valoise, contra su enemigo de siempre, de manera menos oficial haciendo que se esparciesen los lansquenetes por la Italia Septentrional con el fin de subyugar Milano y dirigirse a Firenze y Roma, para reunir todos los territorios italianos, además de los ya poseídos de Napoli, Sicilia y Sardegna, bajo la única corona imperial. No sería fácil impedir al ejército germánico, una vez allanado el camino por los lansquenetes, llegar a Roma, arrasarla a sangre y fuego y llegar, por fin, a la ciudad de Napoli, aliada de Carlo V. Sólo había que confiar en el valor y la audacia de Giovanni Ludovico De’ Medici. Y de su hombre, que estaba esperando ansioso día tras día, su fiel Marchese dell’Alto Montefeltro. Lo que interrumpió el discurrir de los pensamientos de Francesco Maria, fue el avistamiento de la silueta de una enorme embarcación, una nave de tres palos con la bandera de la Reppublica Serenissima, que desde las aguas del lago reclamaba la apertura de la puerta de acceso a la dársena. Mientras los guardias, desde el paseo de ronda, llevaban a cabo la serie de complicadas maniobras que permitirían la apertura de la puerta, el Duca se percató de que, al lado del estandarte con el león de San Marco, extendido y con el clásico libro abierto entre sus garras, había otro más pequeño sobre el que resaltaba un león rampante coronado. Había sido gracias a los rayos de la luna que había conseguido distinguir los dibujos de las banderas a pesar de la oscuridad. Su corazón, por fin, se sentía aliviado. Aquella bandera era la señal que había convenido con sus hombres. Estaba llegando el Marchese Franciolino Franciolini, o mejor dicho, su más fiel comandante, Andrea Franciolini de Jesi. Realmente ansioso, se acabó de vestir y bajó rápidamente las escaleras para llegar hasta el amplio salón y disponerse a esperar con impaciencia. Terminadas las maniobras de atraque, quien descendía de las embarcaciones debía forzosamente entrar en aquella habitación. El Duca hizo llamar a algunos sirvientes que se aseguraron de preparar la mesa con el objetivo de acoger como se debía a los recién llegados. Aunque ya era tarde, después de un largo viaje, encontrar con que reponer fuerzas realmente era algo que cualquiera apreciaría.

Los primeros en desembarcar fueron los servidores, que se encargaron de amontonar sobre el muelle baúles y objetos personales de los nobles guerreros que habían acompañado durante la navegación. La servidumbre del castillo corrió afuera, ya fuese para transportar los bagajes de cada uno a las estancias que se les habían asignado, ya para conducir a los siervos recién desembarcados hacia las alas del castillo reservadas para ellos, con el fin de que pudiesen reponer fuerzas, reposar y, si querían, estar en compañía de alguna putilla. Inmediatamente, descendieron a tierra los marineros que enseguida fueron conducidos hacia las aberturas que daban acceso al centro habitado de Sirmione, por el lado meridional de los muros de la dársena. Éstos no veían la hora de llegar a los tugurios, para darse un festín, beber vino y seducir a alguna hermosa paisana. Las mujeres venecianas y lombardas, de hecho, eran famosas en toda la península por ser amantes apasionadas y siempre disponibles. Y además hablaban con aquella lengua cantarina que hubiera abierto el corazón incluso al más cascarrabias de los marineros. Y todo por un poco de dinero, mucho menos de lo que estaban acostumbrados a pagar por los favores sexuales de ciertas doncellas.

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