Delitos Esotéricos - María Acosta



A mi esposa Paola

y a mi hijos Diego y Debora


Tektime

DELITOS ESOTÉRICOS

Stefano Vignaroli

La primera investigación de la Comisaria Caterina Ruggeri

Copyright © 2011 - 2018 Stefano Vignaroli

Segunda Edicion © 2020 Ediciones Tektime

Traduciòn de Maria Acosta Dìaz

Todos los derechos de reproducción, distribución y traducción están reservados

ISBN

Sitio web http://www.stedevigna.com

Correo electrónico para contactos: stedevigna@gmail.com


Stefano Vignaroli

Delitos esotéricos

La primera investigación de la comisaria Caterina Ruggeri

Novela

1 Prefacio

¿Qué tienen en común una serie de extrañas desapariciones en Triora y Liguria con el asesinato de una bruja ocurrido hace más de cuatro cientos años? ¿Es posible que los dos acontecimientos, tan distantes cronológicamente, estén de alguna manera conectados?

Una auténtica novela de misterio en la que la comisaria de policía Caterina Ruggeri deberá esclarecer a toda costa, recorriendo una tétrica pista que parece que tiene raíces esotéricas.

De esta manera se presenta Delitos esotéricos, una novela que tiene el sabor de la sangre y el color de las noches sin estrellas, una emocionante novela negra capaz de mantener a los lectores sin respiración, haciéndoles probar ese siniestro hormigueo en la espalda que sólo leyendo un buen thriller se puede percibir.

Un libro directo, cercano a la realidad y, sin embargo, al mismo tiempo, con su esoterismo, tan alejado de ella, como queriendo huir de ella, transportando al lector y arrastrándolo a un mundo hecho de fantasía, de imaginación y… ¡de escalofríos!

Filippo Munaro

1 Prólogo

Verano de 1989. Frontera entre Nepal y la República Popular China.

Cuando los serpas llegaron a las cercanía del enésimo puente suspendido, en un inglés chapurreado, explicaron a las dos mujeres, que los habían contratado en Katmandú, que no irían más allá de aquel punto. A ellos no se les permitía desafiar a las deidades, tenían demasiado miedo. Ninguno de ellos se había aventurado jamás más allá del puente y quien, en el pasado, se había atrevido a hacerlo, nunca más había vuelto. Si las mujeres querían proseguir, lo harían por su cuenta y riesgo. Les dejarían lo indispensable para llevar a la espalda, en las mochilas, algunos víveres, una tabletas de chocolate, un camping gas y la ligera tienda iglú de dos plazas. Ellos se quedarían tres días, no más, esperándolas. El día era límpido, el aire enrarecido de los casi cuatro mil metros de altura daba al cielo un color azul intenso y las cimas de la montañas más altas de la Tierra desafiaban, con sus picos nevados, al mismo límpido cielo. Aurora y Larìs se habían puesto los cálidos anoraks de goretex, que hasta ahora las habían protegido de las imprevistas ráfagas de nieve, a las que se habían enfrentado a menudo durante los cinco días precedentes. Realmente, su meta no era la de probar la emoción de unas vacaciones extremas, sino la de llegar al Templo del Conocimiento y de la Regeneración, para conocer al Gran Patriarca. Podrían acceder al Saber Universal conservado en el templo y convertirse de esta manera en adeptas del nivel más alto de la secta. Ya sabían que, a partir de ese punto, deberían continuar solas, confiando en su intuición y en sus poderes. Si fallaban, si se equivocaban de camino, sería imposible salvarse. Sólo encontrarían la muerte entre las montañas. Aurora pagó lo pactado al jefe de los serpas diciéndole que, si quería, podía irse enseguida. Pero el hombre de rasgos asiáticos, que tenía el dominio de un lama, movió la cabeza y repitió:

―Tres días.

Calentó un té fuerte para las dos mujeres y las dejó, despidiéndolas con un gesto de la mano. La anciana y su joven amiga se pusieron las mochilas en la espalda y se aventuraron por el puente, suspendido sobre un abismo de por lo menos ochocientos metros de altura.

Capítulo 1

Caterina Ruggeri

La voz del comandante del avión que advertía a los pasajeros del inminente aterrizaje me devolvió a la realidad. Sólo una hora de vuelo de Ancona hasta Genova, pero mi mente estaba ocupada con un torbellino de pensamientos. Los hechos de los últimos días habían dado un vuelco a mi vida. Pensaba en mi pasado y pensaba en mi futuro. Ahora tenía un cargo importante, había sido nombrada comisaria en Imperia y nunca hubiera creído que este nombramiento pudiese llegar tan pronto. Es verdad, como responsable de la Unidad Canina de la Polizia di Stato en el aeropuerto Raffaello Sanzio de Ancona había pasado años apasionantes. Había tenido la posibilidad de prosperar en aquello que siempre me había gustado desde que era pequeña, trabajar con los perros policía y adiestrarlos, desde los perros antidroga a los de ayuda entre escombros, de los perros antidisturbios a los llamados rastreadores, idóneos para la búsqueda de pistas y personas desaparecidas. Por otra parte, además de estar ocupada con un trabajo que me gustaba muchísimo, también había tenido tiempo para dedicarme a los estudios y licenciarme en Jurisprudencia, especializarme en Criminología y esperar el ansiado progreso de carrera.

Seguramente la pasión por los perros nunca la abandonaría, esa pasión que me había sido transmitida por un primo mío veterinario, Stefano, ahora cincuentón, director sanitario de la Clínica Veterinaria Aesis. Stefano siempre había sido mi amor secreto, siempre me había atraído de manera particular. El recuerdo de un Ferragosto

1

Estaba de vacaciones con mi familia, papá, mamá y mis dos hermanos gemelos, Alfonso y Stella, en una agradable localidad de los Monti Sibillini, a 1.400 metros de altitud. Mi padre, un loco de las vacaciones alternativas, nunca nos habría llevado a un hotel, y de esta manera disfrutábamos de un recién comprado remolque con todo lo necesario para acampar.

Mi familia y la de Stefano estaban muy unidas. Mi primo había llegado un día, muy temprano, junto con sus dos hermanas y su madre, para pasar junto a nosotros el Ferragosto. La jornada se presentaba espléndida, límpida, sin nubes en el cielo. El aire fresco de la montaña invitaba a dar una bella caminata y, de esta manera, decidimos acercarnos a un refugio que estaba a una hora y media de camino del lugar en el que acampábamos. Desde allí, otra media hora de subida complicada permitía llegar a una cima llamada Pizzo Tre Vescoci. Durante todo el recorrido había ignorado a mi prima, que tenía mi misma edad, intentando permanecer lo más cerca posible de Stefano y conversar con él. Me había hablado de la Universidad, de sus proyectos actuales y futuros, de cómo y porqué hacía poco había dejado a su prometida, con la que había compartido más de cinco años de su vida. Stefano y yo éramos los más apasionados por la montaña y los más resistentes al cansancio físico, así que, en cuanto llegamos al refugio, mientras los otros decidían reposar y dedicarse a la recolección de arándanos y frambuesas, nosotros dos prolongamos la excursión hasta la cima. Mi padre nos había dicho que nos encontraríamos en el campamento para la comida de la una. Con un gesto un poco infantil, pero estudiado, había cogido a Stefano de la mano y me había ido con él subiendo el sendero abrupto y tedioso. El espectáculo en la cumbre recompensaba el esfuerzo de llegar hasta allí. En una jornada tan límpida se podía recorrer la mirada desde los montes de Umbria hacia el Oeste, hasta el Mar Adriático hacia el Este, desde los montes del Pesarese hacia el Norte, a la silueta maciza del Monte Vettore hacia el Sur, que cerraba el horizonte e impedía contemplar los montes de la Laga y el Abruzzo.

Observaba el panorama pero, sobre todo, observaba los maravillosos ojos verdes de Stefano, que me indicaba los nombres de las distintas montañas que conseguía reconocer. Cuanto más lo contemplaba y lo escuchaba, más atraída me sentía por él, que tenía una cara simpática, ornada con una ligera barba, los cabellos espesos y oscuros y dos ojos que me gustaban de manera increíble. Al ser poco más que una niña no sabía claramente lo que significaba enamorarse pero en esos momentos comprendía que estaba experimentando unas emociones nuevas y que quizás, por primera vez, había caído víctima de este extraño sentimiento..

Habíamos vuelto a bajar, siempre conversando y bromeando, y habíamos alcanzado al resto de la compañía, justo a tiempo para la comida preparada por mi madre, una óptima amatriciana, acompañada por salchichas a la brasa y, para acabar, las frambuesas recogidas por hermanos y primos durante la excursión. Al acabar la comida había propuesto a Stefano tumbarnos al sol. Había cogido una colcha fina y nos habíamos alejado un poco, fuera de la vista de los demás. Me había sacado la camiseta y los pantalones vaqueros y me había quedado con un biquini rosa, apenas suficiente para cubrir mis senos todavía inmaduros. También él se había librado de la camiseta. Nos tumbamos el uno al lado del otro, gozando del sol de primera hora de la tarde que calentaba la piel. En un momento dado, me había girado hacia él y había presionado mis pequeños senos contra su tórax.

―¡Enseñame cómo se besa a un chico!

Él me había mirado con aire interrogativo pero yo, para nada atemorizada, había acercado mi cara a la suya, entrecerrando los ojos. Había sentido sus labios unirse a los míos y, por un instante, estuve en la gloria. No sé cuánto duró, creo que unos pocos segundos. Cuando Stefano se dio cuenta de lo que yo hacía se paró y, si bien de manera delicada y quizás de mala gana, me había apartado de él.

―Caterina, no es posible entre nosotros dos, no debo dejarme llevar. Eres una chiquilla muy bonito y te convertirás en una hermosa mujer. Tienes unos ojos azules espléndidos, que destacan todavía más debajo de tu cascada de cabello oscuro. No tendrás ninguna dificultad en encontrar un buen muchacho, que sea idóneo para ti. Yo te conozco desde que estabas en pañales y te aseguro que te quiero mucho, ¡pero como a una hermana! Además, doce años de diferencia son un abismo. Tú eres poco más que una niña y yo soy un hombre a punto de casarse. De todos modos, en septiembre partiré para la escuela de especialización en Enfermedades de Pequeños Animales y me quedaré en Pisa durante dos años. Te aseguro que te escribiré y te daré mi dirección. Mi amistad y mi afecto siempre los tendrás, pero consideremos el episodio de hoy como un juego y no hablemos más de ello.

Mientras me ruborizaba, dije sí con la cabeza, pero aquel beso quedaría en mi mente y en mi corazón como el más hermoso que nunca hubiese recibido.

En esa época los teléfonos móviles no existían y, por lo tanto, los contactos sólo se podían mantener escribiendo cartas y postales o por medio de los teléfonos fijos. Por lo cual, durante un tiempo, los encuentros con Stefano habían sido esporádicos y sólo dos años después conseguí transcurrir, de nuevo, algunos días con él.

Había terminado el primer año de la Escuela Superior y había pasado de curso con óptimas notas pero el verano se anunciaba aburrido y sin grandes perspectivas de vacaciones ya que, en la familia, las peleas entre mi padre y mi madre cada vez eran más encendidas y entre los dos no conseguían llegar a un acuerdo en nada. Además, mi padre estaba teniendo crisis depresivas, cada vez más frecuentes.

Era un cálida jornada de julio cuando mi madre me llamó para decirme que mi primo Stefano estaba al teléfono y preguntaba por mí. Corrí hacia el aparato con el corazón en un puño.

―Hola, Caterina, he pasado el examen del segundo año de especialidad y tengo algunos días de vacaciones antes de comenzar los dos meses de prácticas en la Clínica Universitaria. Luego, en octubre, deberé presentar mi tesis, así que ¡voy a tener un verano bastante duro! ¿Por qué no vienes a Pisa y hacemos algo de turismo por la Toscana? ¡Unas buenas vacaciones nos hará bien a los dos, para ti como distracción de tu situación familiar, para mí como una breve pausa en los estudios!

Después de pedir permiso a mis padres, que no dieron ningún problema, cogí el tren y llegué a Pisa. Stefano me esperaba en el vestíbulo de la estación. Le di mi bolsón y me subí a su coche, un Citroen 2CV, con el cual iríamos a Toscana en los próximos días, pernoctando en hoteles y siendo acogidos por sus amigos de universidad. Visitamos ciudades muy hermosas, la misma Pisa, San Gimignano, Siena, Arezzo. Incluso fuimos hasta el Apenino Toscano-Emiliano durante una breve excursión al nacimiento del Arno, siempre animados por nuestra demostrada pasión por la montaña. En fin, llegamos a Firenze, donde nos hospedó su hermano, inscripto en la facultad de Arquitectura pero que hacía de todo menos estudiar. La última noche, después de la cena, hacía calor y yo estaba cansada. Paseando por las orillas del Arno llegamos a Ponte Vecchio. Era una noche espléndida, en el cielo la luna casi llena se reflejaba en el río y el espectáculo era realmente romántico. Aprovechando el cansancio, me había apoyado en Stefano, pasándole el brazo alrededor del cuello. Él, en respuesta, había aferrado con delicadeza mi mano, que colgaba de su hombro, acariciándola ligeramente. Luego había cogido mis caderas con el otro brazo. Nos habíamos quedado así, en silencio, unidos y abrazados, mirando el paisaje florentino. Me esperaba un beso y, en cambio, no sucedió nada. Habría querido que aquel momento no hubiese acabado jamás, hubiera querido permanecer así para siempre y, en cambio, a la mañana siguiente, estaba en la estación de Firenze, lista para volver a casa. Las cortas vacaciones habían terminado pero yo todavía pensaba en el abrazo de la noche anterior, aún sentía la mano que acariciaba la mía. ¿Estaba enamorada? Quizás.

En cuanto llegué a casa encontré a mi padre y mi madre ocupados en la última pelea y este hecho extinguió toda la poesía que se había creado en los días anteriores. ¿Cómo es posible, pensé, que dos personas que se han amado, que han compartido su vida durante más de veinte años, lleguen a tratarse de esta manera? En ese momento decidí que el matrimonio no estaba hecho para mí.

Tenía casi 19 años cuando, en una templada jornada de comienzos de otoño, mi padre se mató, disparándose un tiro en la sien. Cómo había conseguido un pistola, nunca lo supe. El hecho es que su vida había estado marcada por una tragedia, ocurrida aproximadamente hacía doce años, en la que había muerto mi hermanito de casi tres años.

A mi padre el domingo le gustaba cocinar, preparando las brasas en la chimenea, donde cocía de todo, brochetas, salchichas, verduras gratinadas, pollos asados y otras exquisiteces. El día del accidente, como solía hacer, había encendido el fuego y preparado todo lo necesario sobre la mesa. Alfonso, jugando, había cogido una parrilla y se había puesto a correr por la habitación. Intentando prevenir el peligro mi padre había comenzado a perseguirlo, él había tropezado y caído al suelo. La parrilla había volado por los aires y le había caído sobre la nuca. Una punta metálica había encontrado el espacio adecuado entre dos vértebras cervicales, clavándose en la médula espinal y provocando la muerte inmediata del pequeño. Papá continuó atormentándose por este episodio. Junto con mi madre, habían decidido tener otro hijo para compensar la pérdida y de esta manera, después de algún tiempo, nacieron los gemelos. El hecho de llamar a uno de los niños Alfonso no fue una idea brillante, de ninguna manera, porque cada vez que mis padres pronunciaban su nombre volvía a su mente la tragedia. Con el paso del tiempo, mis padres cada vez se pelearon más. Mi madre, siempre hacía recaer la responsabilidad de la muerte del niño sobre el marido, que había comenzado a deprimirse, para combatir la depresión había comenzado a ir a psicoterapia. Su terapeuta, en un momento dado, lo embutió de psicofármacos que, en vez de hacerle estar mejor, lo llevaron al colapso psicológico y, finalmente, al suicidio.

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