Hagen trabajó con rapidez y eficacia durante las tres horas siguientes, redactando informes sobre los beneficios de la compañía inmobiliaria del Don, de su negocio de importación de aceite de oliva y de su empresa constructora. Ninguno de los tres negocios marchaba muy bien, pero terminada la guerra, serían muy rentables. Casi había olvidado el problema de Johnny Fontane, cuando su secretario le anunció una llamada telefónica desde California. Sabía quién estaba al otro extremo del hilo.
– Al habla Hagen -dijo.
La voz que llegó a través del teléfono resultó casi irreconocible para Hagen, tanto era el odio que trasuntaba.
– ¡Maldito hijo de puta! -gritó Woltz-. ¡Haré que os metan a todos en la cárcel! ¡Cien años vais a estar allí! ¡Si es preciso, me gastaré hasta el último centavo para destruiros! ¡Y a ese Johnny Fontane le voy a cortar los cojones! ¿Me oyes, cerdo asqueroso?
Hagen se limitó a decir, suavemente y con amabilidad:
– Soy irlandés.
Se produjo una larga pausa, que terminó con el clic producido por el auricular al ser colgado. Hagen sonrió. Woltz no había proferido ni una sola amenaza contra Don Corleone. El genio tenía su premio.
Jack Woltz dormía siempre solo. Tenía una cama lo bastante grande para diez personas y un dormitorio tan espacioso como una sala de baile, pero había dormido solo desde la muerte de su primera esposa, acaecida diez años antes. Eso no significaba que no tuviera relaciones con mujeres, pues a pesar de sus años seguía manteniendo un gran vigor físico. Sin embargo, lo único que le estimulaba era el contacto con muchachas muy jóvenes, y además había aprendido que su cuerpo y su paciencia solamente toleraban unas pocas horas, al atardecer.
Aquel jueves por la mañana, extrañamente, Woltz se había despertado muy temprano. La luz del amanecer daba a su enorme dormitorio el aspecto de una brumosa pradera. Al pie de la cama había una figura muy familiar, y Woltz se esforzó por distinguirla mejor. Era una cabeza de caballo. Todavía medio dormido, Woltz encendió la lámpara de la mesita de noche… y lo que vio le produjo náuseas. Le pareció como si le hubieran golpeado el pecho con un martillo, su corazón empezó a latir a gran velocidad, y sintió arcadas. El vómito cayó sobre la gruesa y lujosa alfombra.
Separada del cuerpo, la negra y sedosa cabeza del caballo Jartum estaba rodeada de un gran charco de sangre. Los tendones, blancos y delgados, pendían; el morro estaba cubierto de espuma, y aquellos ojos grandes que habían brillado como el oro tenían ahora un vidrioso color apagado. Woltz sintió un terror animal, que le hizo llamar a gritos a sus criados y maldecir a Hagen, llenándolo de insultos, a pesar de que éste no podía oírle, pues estaba muy lejos. El mayordomo se alarmó al ver a su patrón en aquel estado. Primero llamó al médico personal de Woltz, y luego al vicepresidente de los estudios. No obstante, Woltz consiguió recuperarse antes de la llegada de ambos.
El _shock_ había sido terrible. ¿Qué clase de hombre podía destruir a un animal valorado en seiscientos mil dólares? Sin una sola palabra de aviso, sin haber entablado negociaciones que pudieran haber conducido a una revisión de la alevosa orden. La crueldad, el profundo desprecio por los valores establecidos, apuntaban como autor del crimen a un hombre que hubiera establecido sus propias leyes, a un hombre que se considerara una especie de Dios. Además, debía de tratarse de un hombre muy poderoso pues, como era bien patente, los guardas privados apostados en los establos nada habían podido hacer. Woltz supo que el caballo había sido fuertemente drogado, antes de que le separaran la cabeza del cuerpo. Los guardas aseguraron que nada habían visto ni oído. A Woltz esto le parecía imposible. Les haría hablar. Seguro que le habían traicionado, y él encontraría la manera de hacerles decir quién los había comprado.
Woltz no era estúpido, sino simplemente un gran ególatra que había calculado mal el poder de Don Corleone. Acababa de tener una prueba. Comprendió el mensaje. Se dio cuenta de que, a pesar de su riqueza, a pesar de sus contactos con el presidente de Estados Unidos, a pesar de su tantas veces cacareada amistad con el director del FBI, a pesar de todo, un oscuro importador de aceite de oliva italiano podía matarle cuando y como le viniera en gana. ¡Y todo por no querer dar a Johnny Fontane el papel que quería! Era increíble. La gente no tenía derecho a actuar así. El mundo sería inhabitable si la gente hiciera su propia ley. Era una locura. ¿Es que uno no podía hacer, con su dinero o sus empresas, lo que le viniera en gana? Era mil veces peor que el comunismo. No podía ser.
Woltz se tomó un tranquilizante suave que le recetó su médico. La cápsula le ayudó a calmarse y a pensar con frialdad. Lo que realmente le intrigaba era por qué Corleone había escogido como víctima un caballo famoso, un caballo de seiscientos mil dólares. ¡Seiscientos mil dólares! Y eso para empezar. Woltz se estremeció. Pensó en su vida, en todo cuanto había conseguido. Era rico. Con sólo mover un dedo y prometer un contrato, podía tener a las mujeres más hermosas del mundo. Era recibido por reyes y reinas. Tenía todo lo que el dinero y el poder podían proporcionar. ¡Era absurdo arriesgarlo todo por un simple antojo! Tal vez podría atrapar a Corleone. ¿Cuál era la pena por matar a un caballo de carreras? Se echó a reír a carcajadas, y el médico y los criados, sin decir palabra, lo observaron con mal disimulada ansiedad. Se le ocurrió otra idea. ¿Sería el hazmerreír de California sólo porque alguien había desafiado arrogantemente su poder? Eso le decidió. Eso y el pensamiento de que quizá no lo matarían. Era posible que tuvieran en reserva algo más doloroso.
Woltz dio las órdenes necesarias. Sus colaboradores más cercanos entraron en acción. Los criados y el médico tuvieron que jurar que no dirían una sola palabra, ya que de lo contrario caería sobre ellos la ira, la poderosa ira de Woltz. A la prensa se le comunicó que el caballo Jartum había muerto de una enfermedad contraída durante el viaje desde Inglaterra. Los restos del animal fueron enterrados en un lugar secreto de la finca.
Seis horas más tarde, Johnny Fontane recibió una llamada telefónica del productor ejecutivo de la película, quien le dijo que se presentara al trabajo el lunes siguiente.
Aquella noche, Hagen acudió al domicilio de Don Corleone para preparar los últimos detalles de la importante entrevista que se celebraría al día siguiente con Virgil Sollozzo. Con el Don estaba su hijo mayor, Sonny Corleone, en cuyo rostro se leía una clara fatiga, y que en aquel momento bebía un vaso de agua fresca. Hagen pensó que debía de seguir disfrutando de los favores de la dama de honor. Otra preocupación.
Don Corleone se acomodó en un sillón, con un Di Nobili en los labios. Hagen tenía siempre una caja. Había tratado de que el Don se pasara a los habanos, pero Vito Corleone alegaba que le irritaban la garganta.
– ¿Tenemos toda la información que precisamos? -preguntó el Don.
Hagen abrió el portafolios donde guardaba sus notas. No es que en ellas hubiera nada sensacional: eran simples recordatorios, al objeto de no olvidar ningún detalle importante.
– Sollozzo viene a pedirnos ayuda -dijo Hagen-. Sollozzo pedirá a la Familia que invierta un millón de dólares y que aporte, además, una especie de impunidad frente a la ley. A cambio de todo ello nos ofrecerá una tajada de lo que se saque, pero nadie sabe si esta tajada será sustanciosa. Sollozzo está protegido por la familia Tattaglia, que seguramente también querrá su parte. El asunto está relacionado con narcóticos. Sollozzo tiene los contactos en Turquía, donde están las plantaciones, y se encarga de embarcar la mercancía en dirección a Sicilia. No hay problema. En Sicilia, la planta es convertida en heroína. En caso necesario, también es posible convertir la heroína en morfina, y ésta, a su vez, en heroína de nuevo. Al parecer el laboratorio siciliano está absolutamente protegido. El único problema está en la entrada de la droga en Estados Unidos, además, claro está, de su distribución. Además, hay que tener en cuenta el capital inicial. Un millón de dólares en efectivo no crece en los árboles.
Hagen se percató de que el Don empezaba a fruncir el ceño. Cuando se hablaba de negocios, el viejo detestaba los rodeos innecesarios. Por ello, Hagen pensó que lo mejor era ir al grano:
– A Sollozzo le apodan el Turco por dos razones: porque ha vivido en Turquía durante bastante tiempo, e incluso se supone que en aquel país tiene una esposa e hijos, y porque es muy rápido con el cuchillo, o al menos lo fue años atrás. En asuntos de negocios es también bastante competente, y, cosa importante, es su propio jefe. Ha estado dos veces en la cárcel, una en Italia y la segunda en Estados Unidos. Las autoridades lo conocen como contrabandista de narcóticos, lo cual podría ser una ventaja para nosotros. Significa que nunca podrá declarar, pues se le considera el escalón más alto, y, aparte, está su historial. Tiene una esposa americana y tres hijos, y es un buen padre de familia. Es un hombre dispuesto a todo, con tal de que los suyos no carezcan de nada.
El Don dio una chupada a su cigarro.
– ¿Qué opinas, Santino? -preguntó.
Hagen sabía lo que iba a decir Sonny. Al hijo mayor del Don le disgustaba actuar por cuenta de otro, aunque este otro fuera su propio padre. Quería efectuar algo importante, pero siendo él su propio jefe. Era lo que más deseaba.
Sonny bebió un poco de whisky y respondió:
– Hay una gran cantidad de dinero en ese polvo blanco, pero puede resultar peligroso. A lo peor, el asunto terminaría con algunas condenas a veinte años de prisión. Pienso que lo más acertado sería que sólo nos encargáramos de financiar la operación y de prestar la protección necesaria a Sollozzo y los suyos, y que nos mantuviéramos al margen en todos los demás aspectos. Hagen dirigió a Sonny una mirada de aprobación. Había jugado bien sus cartas. Se había inclinado por lo más sencillo y evidente. Además, había expuesto con claridad su punto de vista.
El Don dio una nueva chupada a su cigarro.
– ¿Qué piensas tú del asunto, Tom?
Hagen se dispuso a ser absolutamente honesto. Había llegado ya a la conclusión de que el Don rechazaría la proposición de Sollozzo. Por otra parte, y eso era grave, Hagen estaba convencido de que ésta era una de las pocas veces en que el Don no había meditado suficiente un asunto determinado. En el caso de la propuesta de Sollozzo, sólo veía lo inmediato.
– Adelante, Tom -le animó la voz del Don-. Ni siquiera un _consigliere_ siciliano está siempre de acuerdo con su jefe.
Los tres se echaron a reír y Hagen pasó a exponer su punto de vista.
– Creo que debería usted aceptar. Hay muchas razones que me llevan a pensar así, y usted las sabe. La más importante es ésta: se puede ganar más dinero con los narcóticos que con cualquier otra actividad. Si nosotros no entramos en el asunto, otros lo harán. La familia Tattaglia, por ejemplo. Las ganancias pueden ser fabulosas, y les servirán para conseguir un mayor poder policial y político. Su familia llegará a ser más fuerte que la nuestra. Con el tiempo, intentarán quitarnos lo que ahora tenemos. Es lo mismo que ocurre con las naciones. Si ellos se arman, tenemos que armarnos. Si su poder económico llega a ser mayor que el nuestro, automáticamente se convierten en una amenaza para nosotros. Ahora tenemos el juego y los sindicatos, que es lo mejor que en la actualidad se puede tener. Pero pienso que los narcóticos son el negocio del futuro. En mi opinión, debemos entrar en el asunto; de lo contrario, nos arriesgamos a perderlo todo. No ahora, desde luego, pero sí dentro de diez años.
El Don parecía haber quedado enormemente impresionado. Echó una bocanada de humo.
– Eso es lo más importante, por supuesto -murmuró. Lanzó un profundo suspiro, se puso en pie y preguntó-: ¿A qué hora tengo que ver a ese infiel mañana?
– Estará aquí a las diez de la mañana -contestó Hagen, esperanzado.
– Quiero que los dos estéis aquí -dijo el Don. Se levantó y tomó a su hijo por el brazo-. A ver si duermes un poco esta noche, Santino. No pareces tú mismo. Cuídate, muchacho, y piensa que no siempre serás joven.
Sonny, alentado por este signo de preocupación paterna, preguntó lo que Hagen no se había atrevido a preguntar:
– Dime, papá ¿cuál será tu respuesta?
– ¿Cómo quieres que lo sepa hasta que Sollozzo me haya hablado de porcentajes y de otros detalles? -respondió Don Corleone, sonriendo-. Además, tengo que meditar cuidadosamente sobre las opiniones que se han expuesto aquí esta noche. Después de todo, no soy hombre que actúe a la ligera.
Mientras salía de la habitación, y como por casualidad, el Don dijo a Hagen:
– ¿Figura en tus notas que el Turco vivía de la prostitución, antes de la guerra? Lo mismo que la familia Tattaglia hace ahora. Anótalo antes de que se te olvide.
El tono de burla que advirtió en las palabras del Don hizo sonrojar a Hagen. Éste había preferido no mencionar el tema, ya que nada tenía que ver con el asunto. Además, temía que ello influyera en la decisión del Don. Evidentemente, en cuestiones sexuales Don Corleone era un verdadero puritano.
Virgil Sollozzo, alias el Turco, era un hombre corpulento, de mediana estatura y piel morena. Hubiese podido pasar perfectamente por un verdadero turco. Su nariz parecía una cimitarra y sus oscuros ojos tenían una mirada cruel. Además, poseía una impresionante dignidad.
Sonny Corleone lo saludó en la puerta y lo acompañó al despacho donde le esperaban Hagen y el Don. Hagen pensó que nunca había visto a un hombre de aspecto tan peligroso, excepción hecha de Luca Brasi.
Hubo profusión de corteses apretones de mano. «Si el Don me pregunta alguna vez si este hombre tiene lo que hay que tener, deberé responderle que sí», pensó Hagen. Nunca había visto tanta fuerza en un hombre, ni siquiera en el Don. De hecho, el Don no parecía estar en su mejor momento. En su saludo se había mostrado como acobardado, sin energías.
Sollozzo fue directo al asunto. Se trataba de narcóticos. Estaba todo previsto. Algunos plantadores turcos le habían prometido determinadas cantidades cada año. En Francia, él, Sollozzo, tenía un laboratorio bien protegido, que transformaba la planta en morfina. Y en Sicilia tenía otro laboratorio, absolutamente seguro también, que transformaba la morfina en heroína. El contrabando entre ambos países era todo lo seguro que estas cuestiones pueden ser. La entrada en Estados Unidos representaría una pérdida del cinco por ciento, dado que el FBI era incorruptible, como ambos sabían. Pero los beneficios serían enormes y el peligro, inexistente.
– ¿Por qué acude a mí, entonces? -preguntó el Don en tono cortés-. ¿Qué he hecho para merecer su generosidad?
El moreno rostro de Sollozzo permaneció impasible.
– Necesito dos millones de dólares en efectivo. Y lo que no es menos importante, necesito un colaborador que tenga amigos poderosos en los puestos clave. Algunos de mis hombres serán atrapados en el transcurso de los años, es inevitable. Ninguno de ellos estará fichado por la policía, eso lo prometo. Por ello, lo lógico será que los jueces les impongan condenas leves. Necesito un amigo que pueda garantizarme que cuando mis hombres tengan problemas, no van a pasar más de un año o dos entre rejas. Si es así, seguro que no hablarán. Pero si les condenan a diez o veinte años, entonces ¿quién sabe? En este mundo hay muchos hombres débiles. Pueden hablar, pueden comprometer a los demás. La protección legal es importantísima. Según me han dicho, Don Corleone, tiene usted más jueces en el bolsillo que pelos tiene un gato.